13

Aquélla era una de las pocas mañanas en las que el subinspector Yu, del Departamento de Policía de Shanghai, no tenía que levantarse temprano. Y tampoco quería hacerlo. Era sábado y el reloj de pared marcaba las ocho y media, pero Yu aún estaba en la cama con Peiqin. Qinqin, el único hijo del matrimonio, se había ido hacia las seis a una sesión de repaso intensivo en Pudong a fin de prepararse para el próximo examen de ingreso en la universidad.

Sólo había un tabique de pladur entre la habitación del matrimonio y la de Qinqin, por lo que apenas tenían intimidad. Pero esa mañana era distinto.

Peiqin estaba sentada en la cama, recostada en un par de almohadas, mientras veía un programa televisivo con el volumen bastante alto. No quería ir al mercado demasiado temprano. Dado que Qinqin estaría fuera todo el día, Peiqin no tenía motivos para preparar una comida especial, algo que su marido entendía perfectamente.

Yu yacía a su lado, satisfecho. Aquel momento habría sido perfecto si hubiera podido fumar un cigarrillo en la cama, pero ni se le ocurrió intentarlo. Pensó en contarle a Peiqin su actividad reciente en el Departamento, aunque luego se echó atrás. Era un momento tranquilo, y quería disfrutarlo. Tenía entre manos varios «casos especiales», ninguno de ellos demasiado especial, que no corrían ninguna prisa. El inspector jefe Chen volvería en una semana.

—¿Algún caso especial últimamente? —preguntó Peiqin mientas apagaba el televisor. Parecía como si ambos pensaran de forma sincronizada.

—No, la verdad es que no —respondió Yu—. Hay un caso sobre un funcionario del gobierno municipal, pero ya es tigre muerto, por así decirlo. Mero trámite: primero se hará pública una lista de sus fechorías y luego aparecerá un editorial en el Diario Liberación alabando la determinación del Partido en su lucha contra la corrupción. En otro de los casos están involucrados varios disidentes que planean emitir una petición para exigir que se respeten los derechos humanos. Las autoridades de Pekín los pusieron en una lista negra hace tiempo, así que el resultado está cantado. No creo que nuestra brigada pueda hacer nada al respecto. Ni siquiera Chen podría hacer algo para impedirlo.

—¿Y por qué se ha ido tu inspector jefe de vacaciones así tan de repente?

Yu ya había previsto la pregunta. La inescrutabilidad del inspector se había convertido en uno de los temas preferidos de Peiqin.

—No sé de nada que esté pasando aquí de lo que Chen quisiera alejarse. Al menos, no recientemente.

—¿Te dio alguna explicación sobre sus repentinas vacaciones?

—No, ninguna.

—Pero tú nunca sabes lo que está tramando tu jefe. ¿Recuerdas su viaje a Pekín, no hace mucho? —preguntó Peiqin, y luego añadió—: No es que tenga nada en contra de él, claro.

—Algunos dicen que pronto lo destituirán porque ya ha cabreado a demasiados gerifaltes, y que las vacaciones no son más que una maniobra para cubrir las apariencias, pero yo no lo creo. Fue el camarada secretario Zhao el que le organizó las vacaciones. Si acaso, eso indicaría que Chen sigue contando con el apoyo de Pekín. Así que puede que no sean más que eso, unas vacaciones. No es inimaginable en su caso.

—Después de la crisis nerviosa que sufrió no hace mucho y de que su ex novia se casara con otro, Chen necesita descansar. Unas vacaciones le vendrán muy bien. Pero, aun así, me pregunto qué estará haciendo en Wuxi. No me lo imagino relajándose, bebiendo té y recorriendo la ciudad como un turista. Parece que tu jefe lleve problemas adondequiera que va.

—Bueno, me ha llegado alguna noticia a través del oficial Huang, un poli de Wuxi. Según él, Chen podría haberse liado estos días con una chica guapa y joven, mucho más joven que él.

—¡No me digas! —exclamó Peiqin enderezándose—. Siempre ha tenido mucho éxito con las mujeres.

—Pero esta vez puede que no le sonría la suerte. Según Huang, hay una pega. La chica tiene algo que ver con un hombre que se ha metido en problemas, en problemas muy gordos que…

El teléfono comenzó a sonar antes de que Yu pudiera acabar la frase.

—¡Ah, inspector jefe Chen! —exclamó Yu al descolgar—. Ahora mismo estábamos hablando de usted.

—Yu, necesito pedirle un favor.

—¿Sí, jefe?

—Necesito que investigue el pasado de una mujer. Vive en Wuxi, pero nació en Shanghai y va allí con regularidad.

—¿Una chica?

—Una mujer de mediana edad, la señora Liu. Su marido, el director de una gran empresa química, fue asesinado hace unos días.

—Ya veo. Entonces, ¿ha ido a Wuxi a investigar el asesinato?

—No. En Wuxi estoy de vacaciones, no tengo nada que ver con el caso. Lo investiga la policía de Wuxi, pero necesito que me ayude —dijo Chen—. El martes pasado, la señora Liu estuvo en Shanghai, jugando al mahjong con tres mujeres más. Le mandaré un mensaje al móvil con su dirección en Shanghai, además del nombre y el número de una de las tres mujeres que estuvieron con ella aquella noche.

—Así que quiere que compruebe su coartada.

—Sí, pero no de manera oficial si puede evitarlo. La policía de Wuxi ya ha hecho algunas averiguaciones, pero no sospechan de la señora Liu. No exactamente. —A continuación, Chen añadió a toda prisa, como si se le acabara de ocurrir—: Y también intente averiguar lo que pueda sobre un hombre llamado Fu. Trabaja en Wuxi, pero nació en Shanghai. Y él también estuvo allí el pasado fin de semana.

—¿Por qué? ¿Hay alguna conexión entre los dos?

—Podría haberla, pero aún no he conseguido descubrir cuál es. La policía de Wuxi no ha investigado a Fu. No sospechan de él, pero a mí me ha picado la curiosidad. Puede que no sea más que un presentimiento.

Era extraño. Pese a la supuesta despreocupación de su jefe, a Yu le pareció que Chen mostraba un interés más que evidente en el caso.

—Por cierto, Fu vive en la parte antigua de la ciudad, muy cerca del cruce de Renmin con la calle Henan. También le enviaré un mensaje de texto con su dirección en Shanghai —continuó diciendo Chen—. A menos que lo recuerde mal, no tendría que caer demasiado lejos de la antigua casa de Peiqin.

—Me ocuparé de todo, jefe. ¿Está buscando algún dato en concreto?

—Cualquier cosa que pueda encontrar. Ya sé que hoy es sábado, así que le debo una, Yu. Salude a Peiqin de mi parte.

—¿Qué pasa? —preguntó Peiqin nada más colgar Yu el teléfono.

Yu le repitió las palabras de Chen, que carecían bastante de sentido si éste se hallaba realmente de vacaciones en Wuxi. Habría sido preferible que Chen se lo hubiera explicado mejor, pero, como siempre, el inspector jefe debía de tener sus razones para no hacerlo.

—Ya veo —dijo Peiqin—. Haremos lo que podamos para ayudarlo, claro está.

Tras levantarse, Yu no pudo evitar sonreír al oír el «haremos» en la respuesta rápida y concisa de su mujer. Como tantas otras veces, Peiqin ansiaba tomar parte en la investigación.

Años atrás su esposa era reacia a involucrarse en sus deberes policiales, pero desde que Yu empezó a trabajar para el inspector jefe, Peiqin había cambiado radicalmente. De hecho, había ayudado, a su manera, a resolver varios casos difíciles.

Tras recibir el mensaje de Chen, Yu marcó el número de la mujer que había jugado al mahjong con la señora Liu la noche del crimen. Se apellidaba Bai. No la encontró en casa, por lo que Yu le dejó un mensaje en el que le pedía que lo llamara lo antes posible.

—Podríamos intentar hablar con sus vecinos —sugirió Peiqin.

—Buena idea.

El sábado tranquilo y relajado que Yu tenía en mente se había esfumado de improviso, pero el subinspector no pensaba protestar por ello.

Yu y Peiqin se dirigieron al antiguo barrio de la señora Liu en Zhabei, una parte de la ciudad que ninguno de los dos conocía bien. Antaño, Zhabei había sido una zona deprimida, llena de casas viejas y destartaladas y de fábricas sucias y feas. La construcción de «casas para obreros» de cemento y con aspecto anodino en las décadas de los sesenta y setenta no había mejorado el aspecto del barrio. Carecía de tiendas conocidas o de lugares de atractivo turístico, y debido a la terrible congestión de tráfico en Shanghai, Yu y su esposa no habían tenido nunca motivos para invertir un par de horas de viaje hasta allí.

Pero Zhabei había cambiado mucho en los últimos años. Nada más salir del metro, que ahora llegaba hasta esa parte de la ciudad, Yu y Peiqin se toparon con varios rascacielos nuevos.

Su impresión general fue, sin embargo, muy contradictoria. A sólo dos o tres manzanas de un rascacielos ultramoderno vieron unas bocacalles mugrientas rodeadas de edificios ruinosos, y unos minúsculos callejones con entradas sórdidas y escenas que, supusieron, eran típicas del barrio antiguo.

El matrimonio se dirigió a una pequeña tienda familiar de comestibles situada cerca de la entrada al callejón en el que había vivido la señora Liu. Para sorpresa de ambos, la propietaria de la tienda, una mujer parlanchina llamada Xiong que rondaría los cincuenta, afirmó conocer bien a la señora Liu. Ambas fueron vecinas y amigas en la infancia. Según Xiong, la señora Liu volvía al barrio con bastante frecuencia, aunque sus padres habían muerto ya. Su antigua casa estaba vacía casi todo el tiempo, y sólo algunos visitantes ocasionales se alojaban allí. Sus antiguos vecinos la admiraban, y en cierta ocasión invitó a varios de ellos a un restaurante caro. También era la propietaria de un lujoso piso en Xujiahui, una de las mejores zonas de Shanghai, pero no parecía ir allí a menudo, y ninguno de sus antiguos vecinos de Zhabei lo había visto aún. Con todo, la ubicación del piso decía mucho de su actual situación económica.

—Deberían ver la forma en que juega al mahjong: cien yuanes por partida, sin incluir propinas. ¡Parece como si imprimiera el dinero en casa! —exclamó Xiong con orgullo.

—¿Viene desde Wuxi sólo para jugar al mahjong? ¿Pierde mucho también?

—Seguro que no se arruinará en la mesa de mahjong, no deben preocuparse de eso. Para una mujer, tener un buen marido es mucho más importante que tener un buen trabajo —concluyó Xiong—. Ella siempre ha escogido con muy buen ojo a los hombres. Al principio, Liu era un don nadie venido del campo, pero ella lo siguió hasta Wuxi. Nadie hubiera tenido tanta visión de futuro. No es de extrañar que Liu le dé todo lo que ella le pida.

Sin embargo, toda esta información no venía al caso, y pese a afirmar ser una amiga íntima de la señora Liu, Xiong ni siquiera se había enterado de la muerte de su marido.

Tras despedirse de Xiong, Yu y Peiqin localizaron a algunos vecinos más de la señora Liu. No consiguieron enterarse de mucho, ya que varios de esos vecinos desconfiaron de ellos y se negaron a responder a sus preguntas. Después, el subinspector y su mujer se las arreglaron para entrar en el achatado edificio de dos plantas y subir a la habitación que la señora Liu aún conservaba allí. Pese a que, como cabía esperar, la puerta estaba cerrada con llave, desde fuera la habitación de la viuda tenía el mismo aspecto que las de sus vecinos.

La señora Liu parecía una triunfadora, sobre todo en comparación con la gente de su barrio, pensó Yu. El subinspector rebuscó un cigarrillo en el bolsillo de la chaqueta, pero decidió no sacarlo delante de Peiqin. El hecho de que la señora Liu siguiera yendo a aquel barrio tan pobre resultaba un misterio. Su familia no era rica, aunque, en comparación con el resto de sus vecinos, parecía que no les había ido mal del todo. La única explicación posible que se le ocurrió a Yu fue que la viuda quisiera alardear ante sus antiguos conocidos, pero ¿qué sentido tendría seguir haciéndolo a lo largo de los años?

—Si era feliz con su marido —preguntó Peiqin, como si le estuviera leyendo el pensamiento a su marido—, ¿por qué venía aquí tan a menudo?

—No lo sé —respondió Yu, y negó con la cabeza. No tenía ni idea de lo que Chen quería que averiguaran, pero quizás el propio Chen tampoco lo tuviera demasiado claro.

Su móvil comenzó a sonar. Era Chen de nuevo.

—Tengo que pedirle otro favor, Yu.

—Adelante, jefe —dijo Yu, y luego añadió—: En este momento me encuentro en el antiguo barrio de la señora Liu.

—Gracias, Yu. La Empresa Química Número Uno de Wuxi está a punto de salir a Bolsa. Su director general, Liu, es a quien asesinaron. Sólo dispongo de un poco de información sobre la oferta pública de venta que iban a llevar a cabo en la empresa, y me sería muy útil conocer más detalles sobre el procedimiento que se sigue en una OPV. Por lo que recuerdo, Peiqin comentó una vez que su restaurante pertenece al Grupo del Pabellón de la Flor del Ciruelo, que también saldrá a Bolsa pronto. Me pregunto si, como contable, Peiqin podría descubrir algo sobre la OPV de la empresa de Wuxi. Quizás ya sepa alguna cosa al respecto.

—Se lo preguntaré. De hecho, la tengo aquí a mi lado. ¿Quiere hablar con ella?

—No, esto es todo lo que podría contarle. Por favor, dígale que le agradezco su ayuda. Estoy en deuda con los dos.

Chen se despidió y Yu volvió a meterse el móvil en el bolsillo. A continuación miró a Peiqin.

—¿Quiere que haga alguna cosa? —inquirió Peiqin con una sonrisa.

Yu le explicó lo que Chen acababa de pedirle.

—El nuestro no es más que uno de los muchos restaurantes pequeños que pertenecen al grupo —explicó Peiqin negando con la cabeza—. Los asuntos de este tipo los determinan los directivos del grupo, no tienen nada que ver conmigo.

—Pero ¿sabes algo sobre el funcionamiento de una OPV?

Yu sabía que su mujer había invertido un poco en Bolsa.

—Cada empresa lo hace a su manera. Es algo nuevo y sin precedentes en China, al menos desde 1949 —explicó Peiqin—. Me han contado alguna cosa sobre las grandes acciones no comercializables y las pequeñas acciones comercializables. Los directivos que ponen en marcha una OPV reciben cierto número de acciones, una cantidad acorde con su cargo, a un precio simbólico que les sale prácticamente gratis. Cuando una empresa estatal empieza a cotizar en Bolsa, el director general, que es un miembro del Partido, puede hacerse millonario, o incluso multimillonario. Ya no es posible distinguir entre el socialismo y el capitalismo.

—Lo que cuentas va totalmente en contra de la tradición del Partido. Se supone que los cuadros deben servir al pueblo de manera incondicional y altruista.

—Ésa es la razón por la que todo el mundo quiere ser un cuadro del Partido hoy en día —dijo Peiqin con una sonrisa irónica—. Pero, en cuanto a las OPV, eso es todo lo que sé. ¿Cómo voy a saber algo de una empresa que se halla en Wuxi, lejos de aquí? Tu jefe debe de estar desesperado. Como dice el proverbio, «Cuando alguien está gravemente enfermo, acudirá a cualquier médico».

—¿Insinúas que Chen se ha metido en un lío?

—Busca algo a la desesperada. Puede que sea por su relación con esa muchacha. De todos modos, la Bolsa cierra los sábados, así que no tiene sentido ir hoy. Además, no conozco a nadie que trabaje allí.

—Y yo no puedo dirigirme abiertamente a ninguno de los empleados. Chen me ha dejado muy claro que no quiere que investigue de manera oficial. Aunque intentara hacerles algunas preguntas, no tendrían por qué colaborar conmigo. No dispongo de la más mínima autoridad en este asunto.

—No, no serviría de nada —admitió Peiqin—. A menos que pudiéramos encontrar a alguien con contactos y con información.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora?

—Vayamos al barrio del tal Fu.

El barrio resultó ser el mismo en el que Peiqin había vivido de niña hasta los inicios de la Revolución Cultural. Su familia, considerada «negra», nunca se relacionó demasiado con los vecinos, y durante la Revolución Cultural fue expulsada de allí. El recuerdo de haber sido «un cachorro negro», con la cabeza gacha y la cola entre las piernas, aún le dolía a Peiqin, que no volvía allí casi nunca.

—Después de tantos años —dijo pensativa—, puede que no encuentre a nadie que me conozca, y mucho menos a alguien dispuesto a contarnos algo sobre Fu. La dirección que tienes está en un callejón, si no recuerdo mal, y en aquella época yo no solía pasar por allí demasiado a menudo.

Sin embargo, tras hacer varias llamadas mientras iban de camino, Yu tuvo más suerte. Uno de sus compañeros conocía al policía del barrio, Wei Guoqiang, el cual prometió ayudarlos.

Wei los esperaba en las oficinas del comité vecinal. Aunque menos poderoso que en la época de la lucha de clases bajo Mao, el comité aún era una especie de organización de bases responsable de la seguridad vecinal. Wei podía obtener información sobre el pasado de cualquier vecino.

Según Wei, Fu había nacido y se había criado en el seno de una familia pobre de aquel barrio, habitado principalmente por la clase media y la clase media baja. Tres generaciones de la familia Fu se habían apretujado en una habitación de quince metros cuadrados de una casa shikumen: el abuelo de Fu, sus padres, el propio Fu y su hermano menor. Aunque ahora trabajaba en Wuxi, Fu aún volvía al barrio con frecuencia. Cuando pasaba la noche allí, compartía un desván reformado con su hermano.

—Espere un momento —interrumpió Yu—. Fu es el director de una gran empresa estatal en Wuxi. Debería poder comprarse un piso, o poder comprárselo a su familia.

—¿Ya es el director? —preguntó Wei, y luego siguió hablando sin esperar respuesta—. Pero hay una razón por la que no se ha comprado ningún piso aquí, eso sí que se lo puedo decir. Este barrio está incluido en el plan de reconstrucción de la ciudad. Puede que no tarden en derribar las casas viejas y en sustituirlas por edificios nuevos. Cuando eso suceda, la familia Fu recibirá al menos dos pisos en compensación, y Fu podrá disponer de uno de ellos cuando se case. Si comprara uno ahora y dejara su piso viejo, las cosas serían muy distintas. La compensación se basa en el número de miembros que tiene una familia.

—Ya veo. Pero Fu trabaja en Wuxi. ¿Debe volver con frecuencia a Shanghai para poder acogerse a la compensación del plan de vivienda?

—Bueno, se dice que tiene una novia en Shanghai, alguien que antes vivía en este mismo barrio. La chica venía a verlo aquí siempre que Fu volvía, pero no la he visto desde hace tiempo. Quizá se deba a una pelea de enamorados, o a algo por el estilo. Nunca se sabe lo que puede pasar entre dos jóvenes.

Eso era algo que Chen no había mencionado: una novia en Shanghai, se dijo Yu. Sin embargo, podría ser un dato totalmente irrelevante.

—¿Hay algo que le parezca raro o sospechoso acerca de Fu, Wei?

—¿A qué se refiere? ¿Algo raro o sospechoso? No, no lo creo. Aprobó el examen de ingreso y lo aceptaron en la Universidad de Fudan. Como sus padres son casi analfabetos, no resultó nada fácil. Fu tuvo que estudiar mucho. Luego se convirtió en delegado en un congreso de la Liga Juvenil nacional, y a continuación se afilió al Partido. Y también debe de haberse esforzado muchísimo en su trabajo, si ya es el director de una gran fábrica estatal.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando usted en este barrio? —interrumpió Peiqin.

—Tres años, casi cuatro.

—Yo vivía aquí antes —dijo Peiqin con expresión nostálgica—, pero de eso hace casi treinta años.

—¡No me diga!

—Me gustaría dar una vuelta por el barrio, Yu. Hoy hace un día precioso.

—Buena idea —admitió Yu.

—Vuelvan si tienen más preguntas —sugirió Wei, sonriendo.

Se despidieron de Wei y salieron de las oficinas del comité vecinal.

Tal y como Peiqin había supuesto, muchos de sus antiguos vecinos se habían mudado. Después de recorrer varias manzanas, aún no había reconocido a nadie. Era casi la hora de comer y había unas cuantas personas en la calle. Unas cocinaban en un hornillo de carbón, otras usaban un fregadero comunitario, y un tercer grupo disfrutaba de un almuerzo temprano. Sólo una o dos levantaron la cabeza con curiosidad para mirar a los dos desconocidos que pasaban por allí.

Finalmente, Peiqin se fijó en un puesto de jengibre y cebolletas instalado en la esquina de una bocacalle. Su propietaria había vivido años atrás en el edificio contiguo al de la familia de Peiqin. Por aquel entonces, ésta la llamaba tía Hui. Ahora era una anciana canosa y desdentada que rondaría los setenta. La tía Hui estaba sentada en un pequeño taburete con la espalda muy encorvada, pero su puesto tenía el mismo aspecto de siempre: las cebolletas aún parecían suculentas y el jengibre seguía siendo dorado. Estaban esparcidos sobre la misma tabla estrecha de madera. Sólo había una diferencia después de todos esos años: el pequeño manojo de cebolletas que en aquella época costaba un céntimo ahora costaba cincuenta. Peiqin se acercó al puesto y se presentó.

—Entonces era una niñita esmirriada, tía Hui. Una vez me diste un manojo de cebolletas por un céntimo y un trozo grande de jengibre gratis. Después de aquello, mi madre estuvo varios días diciéndome lo lista que era.

—Aún te acuerdas de eso después de todo este tiempo —dijo la tía Hui sonriendo, con la cara tan arrugada como un melón de invierno seco—. Y éste es…

—¡Ah! Este es Yu, mi marido.

La tía Hui parecía contenta por aquel encuentro inesperado, aunque las dos mujeres hablaron casi exclusivamente de recuerdos del pasado. El hecho de que el minúsculo puesto aún siguiera en pie revelaba lo poco que había mejorado la vida de la anciana desde entonces. Al final, Peiqin desvió la conversación a la pregunta que tenía en mente.

—La familia Fu vive justo enfrente, ¿verdad?

—Sí, viven allí tres generaciones.

—Acabo de enterarme de que Fu Hao, el nieto mayor, ahora es el director general de una gran empresa estatal en Wuxi.

—Sí, yo también lo he oído —dijo la anciana, y miró a Peiqin con cierto recelo.

—De nuestro viejo barrio han salido algunos triunfadores —comentó Peiqin con una sonrisa.

Como si reviviera un eco de veinte años atrás, la puerta de la casa shikumen que tenían enfrente se abrió con un chirrido y por ella salió un hombre alto y anguloso que llevaba un traje de lana gris claro y gafas de montura dorada.

La tía Hui miró a Peiqin y susurró:

—Precisamente ése es Fu Hao. ¿Lo conoces?

—No, me fui del barrio hace mucho tiempo.

—Tenemos que irnos, Peiqin —interrumpió Yu—. Ya llevamos demasiado tiempo aquí.

Peiqin captó al vuelo la indirecta de su marido.

—Sí, vayámonos. Es sábado, tenemos que hacer algunas compras —explicó, como una esposa comprensiva—. Volveremos otro día, tía Hui.

Se fueron paseando de la mano como una pareja enamorada, exactamente lo que eran. Como decía la letra de una canción popular: «No hay nada más romántico que vivir, amar y envejecer contigo a mi lado».

Siguieron a Fu a una distancia prudencial, pese a que Yu no había planeado nada. No era algo que Chen le hubiera pedido que hiciera, pero no tenía otros planes para aquella tarde. Yu volvió a llamar a la señora Bai, que aún no había llegado a su casa. Así que pensó que no sería mala idea seguir a Fu durante un rato más.

Cortaron por la calle Yanan y luego se metieron en la calle Fuzhou. Fu andaba con paso firme hacia el norte, sin mirar hacia la parada del autobús ni esperar un taxi. No parecía percatarse de que lo seguían. A continuación torció a la izquierda en Nanjing, que, en el cruce con Henan, se convertía en una calle peatonal abarrotada de compradores y turistas.

Era imposible avanzar con rapidez por la calle Nanjing. Estaba flanqueada de tiendas, algunas de ellas atestadas de gente; sería muy fácil perder de vista a alguien. Sin embargo, al ser dos los que seguían a Fu, Yu pensó que se las arreglarían.

—Llevábamos meses sin venir a la calle Nanjing —dijo Peiqin.

—Ya que estamos aquí hoy podríamos aprovechar para hacer algunas compras —respondió Yu—. Si perdemos de vista a Fu, no deberíamos preocuparnos demasiado. Chen no dijo que fuera sospechoso, y pedirnos que lo investigáramos probablemente no fue más que un presentimiento repentino de nuestro excéntrico inspector jefe.

Pero Fu aminoró el paso cerca de la esquina de la calle Zhejiang y empezó a mirar a su alrededor, como si esperara ansiosamente a alguien. No tardó en divisar a una muchacha esbelta que esperaba cerca del restaurante Sheng y se dirigió hacia ella. La chica sonreía y lo saludaba con la mano. Sin embargo, en lugar de entrar en el restaurante, la pareja se metió en un viejo edificio que había al lado.

Yu y Peiqin cruzaron la calle a toda prisa. Para su sorpresa, el viejo edificio era un hotel. Trataron de atisbar en su interior, pero no vieron ni a Fu ni a su acompañante en recepción o en el pasillo iluminado con luz tenue. Ya debían de haberse registrado.

Frente al hotel había un letrero de gran tamaño con un texto escrito en caracteres de trazo grueso: servir al pueblo, TARIFA POR HORAS DISPONIBLE, TANTO DE DÍA COMO DE NOCHE, CON TODAS LAS COMODIDADES. La primera frase parecía el eco de un dicho de Mao, pero la frase sobre el horario comercial resultaba desconcertante.

Yu no pudo reprimir su curiosidad y se acercó al hotel para verlo mejor, dejando atrás a Peiqin.

—Es muy céntrico —explicó la joven recepcionista con hoyuelos en las mejillas que salió a recibirlo—. Y además está muy limpio. Cambiamos las sábanas después de cada cliente. Si viene solo le podemos recomendar a una acompañante.

Yu captó finalmente el significado de la tarifa por horas que se anunciaba en el letrero. El hotel cobraba por un par de horas en la cama seguidas de una ducha rápida. En eso consistía el negocio.

—No, no, gracias —respondió Yu, y volvió sobre sus pasos apresuradamente.

En un hotel como aquél, Yu dudó que Fu y su acompañante se hubieran registrado con sus nombres auténticos. No tendría ningún sentido preguntar en recepción, y no quería causar alarma de modo innecesario. En la ciudad, algunos sitios de ese tipo solían estar sometidos a una estrecha vigilancia por parte de la policía, y Yu pensó que era muy posible que este hotel por horas fuera uno de ellos.

Pero ¿por qué habría venido aquí Fu si la muchacha con la que se había encontrado era su novia? ¿Acaso sería una de las chicas que «trabajaban» para el hotel? ¿Venía Fu a Shanghai sólo para eso?

—¿Sabes qué clase de hotel es? —preguntó Peiqin cuando Yu volvió a su lado.

—Creo que sí —respondió Yu un tanto avergonzado—. Sentémonos en algún sitio y esperemos un rato.

Yu decidió aguardar a que la pareja saliera del hotel. El comportamiento de Fu se le antojaba extraño, sospechoso incluso.

Al otro lado de la calle había una plazoleta con una enorme pantalla de LCD colgada al fondo, en lo alto. Junto a la pantalla se alzaba el célebre Séptimo Cielo, que fue una sala de baile de mala fama en la época anterior a 1949. Después se convirtió en la Farmacia Número Uno de Shanghai, pero en la actualidad volvía a ser un club nocturno vinculado al hotel del mismo nombre. Ya no tenía la misma mala fama, ni era tan elegante como sugería su nombre original. Ahora el edificio de siete plantas se veía empequeñecido por los rascacielos circundantes.

En un extremo de la plaza había una casa de té bastante popular, así que fueron hasta allí y se sentaron a una de las mesas de la terraza. Nadie prestaría demasiada atención a una pareja de mediana edad sentada en una casa de té.

Yu pidió una taza de té de la marca Colina del León, y Peiqin un cuenco de tofu de almendras blancas.

—No hubiera tenido el placer de sentarme aquí contigo de no ser por las peticiones de tu jefe —dijo Peiqin con enfado fingido.

—Cuando vuelva Chen, yo también pediré unos días de vacaciones, una semana entera. Y me sentaré aquí a tu lado igual que hoy, cada día, todo el día si eso es lo que realmente quieres, Peiqin.

—No, si no me quejo. No tienes nada que envidiarle a tu jefe. Ya sé que está de vacaciones con todos los gastos pagados y con todos los privilegios de un cuadro de alto rango, pero ¿hay alguien sentado a su lado mientras contempla ese lago tan precioso?

—Es imposible saber qué estará tramando Chen —respondió Yu—. Supongo que lo que nos ha pedido que investiguemos hoy puede tener algo que ver con esa chica, la que está relacionada con el hombre en apuros. Podría ser incluso un caso de asesinato.

—Es verdad —afirmó Peiqin, y dejó escapar un suspiro quedo.

—¿Te gusta esta zona? —preguntó Yu para cambiar de tema.

—Sí, pero quizá se deba a la nostalgia. Cuando era pequeña y vivía en el barrio que acabamos de visitar, a veces pasaba delante del Séptimo Cielo, que entonces me parecía altísimo e inalcanzable.

Mientras bebía a sorbos el té Colina del León, Yu volvió a dirigir la mirada a la calle peatonal, que no parecía haber cambiado tan drásticamente como gran parte del resto de la ciudad. Varias de las tiendas antiguas todavía seguían en pie, aunque éstas también habían sido reformadas.

En la plaza, un grupo de gente empezó a bailar al son de la música que sonaba a todo volumen desde un radiocasete colocado en el suelo. Un hombre calvo de mediana edad, que al parecer era el líder del grupo, bailaba muy concentrado. Vestía una camiseta vieja empapada en sudor con el carácter correspondiente a «Bailar» impreso en la parte delantera y pantalones acampanados de seda blanca. Mientras bailaba, con el cinturón verde ondeando al viento, parecía creer que sus movimientos entrañaban el sentido de la vida. Al fondo de la plaza, varias personas que practicaban taichi iban adoptando una postura tras otra, como si fueran nubes flotantes o agua que fluye. Yu siguió recorriendo la plaza con la mirada y se fijó en algo que sucedía al otro lado de la calle.

Dos chicas jóvenes, probablemente de unos diecisiete o dieciocho años, se acercaron a un hombre occidental de complexión robusta y le señalaron el letrero del hotel. El cambio que había experimentado China, tan rápido y tan radical, parecía responder al proverbio que a su padre, el Viejo Cazador, le gustaba citar a menudo: «Cambia como si el océano azur se convirtiera en un campo de moras».

—Ya no me acuerdo de qué tienda había donde está ahora el hotel —dijo Peiqin, siguiendo su mirada.

—Por lo que yo recuerdo, era una papelería —dijo Yu.

Salvo la escena que se desarrollaba frente al hotel, el hecho de estar allí sentados, bebiendo relajadamente mientras observaban lo que sucedía a su alrededor, resultaba muy agradable.

—El único sitio que no parece haber cambiado es el restaurante Sheng. Al menos el nombre es el mismo, y la fachada también.

—La calle Nanjing ya no es la más concurrida e importante de Shanghai, pero la verdad es que esta ciudad siempre me ha parecido llena de vida, con toda esa gente joven que no deja de entrar y salir —comentó Peiqin mientras se bebía a sorbos el té—. Y por aquí no dejan de abrir tiendas, hoteles y restaurantes nuevos.

Ahora fue Yu el que siguió la mirada de su mujer hasta otro hotel nuevo, situado cerca de la calle Fujian. Era un establecimiento de lujo construido al estilo europeo. El subinspector debía de haber pasado por delante bastantes veces, pero nunca se le había ocurrido entrar. Mientras observaba, un Bolsillos Llenos salió por la puerta giratoria del hotel, se volvió y le envió un beso a alguien que estaba en el interior. Un gran anillo de diamantes refulgía en su dedo.

—¡Ah, la Bolsa! —exclamó Peiqin, como si la inspiración le hubiera llegado de repente—. No conocemos a ningún empresario, pero Chen sí. Si recuerdas, conoce a un Bolsillos Llenos llamado Gu, cuya empresa, la Corporación Nuevo Mundo, cotiza en Bolsa.

—Es verdad. Lo conocí durante una investigación. Nos ayudó porque dijo ser un admirador de Chen. Creo que nos ayudará de nuevo si le explico que la información es para él.

Yu empezaba a sacar el móvil cuando Peiqin le dio un golpecito en el codo.

—Espera un momento. Ya sale, o, mejor dicho, ya salen.

Fu salió del edificio acompañado de la chica, pero en lugar de despedirse frente al hotel se pusieron a andar cogidos del brazo. Cruzaron la calle y se dirigieron a los Grandes Almacenes Yongan, otro viejo edificio de antes de 1949 que acababan de reformar de arriba abajo.

Un anciano africano vestido con un traje blanco salió a un balcón también blanco del tercer piso de los almacenes y se puso a tocar la trompeta como en una película antigua. Su actuación no tardó en atraer a un grupo de curiosos, entre los que se encontraban Fu y su novia.

Con el móvil aún en la mano, el subinspector aprovechó la oportunidad para fotografiar discretamente a los novios sin que éstos se dieran cuenta. Aunque hubieran visto a Yu, era muy habitual que la gente sacara fotografías en los alrededores de la calle Nanjing.

No era lo que Chen le había pedido que hiciera, pero quizá sirviera de algo. Además, no parecía mala idea tener algunas fotos de la zona. La calle Nanjing estaba cambiando con tanta rapidez que en un par de años ni él ni Peiqin serían capaces de reconocerla.

La pareja comenzó a despedirse bajo el balcón. Yu vio cómo se abrazaban apasionadamente varias veces.

—Nosotros también deberíamos irnos —dijo Peiqin mirándolo— si quieres que sigamos a la mujer.

—No, no creo que sirva de nada.

Por extraña que le hubiera parecido la escena del hotel, Yu no creyó que resultara relevante de cara a la investigación de Chen. Más tarde quizá volvería a llamar a Wei, el policía del barrio. Con eso bastaría.

—¿Estás seguro?

—Sí, estoy seguro. Es sábado. Ahora hagamos algunas compras, Peiqin. Y luego llamaré a esa mujer, Bai, una vez más.