25

La mañana siguiente prometía presentarse sencilla para Catherine, pues la delegación acudiría a visitar la Universidad de Washington.

—Tendrías que acostarte siempre tarde —le dijo Shasha mientras desayunaban—. Quizá Chen se convirtiera así en un poeta aún más romántico…

Catherine sonrió por toda respuesta. La noche anterior se había acostado tarde, era cierto, pero no por lo que insinuaba la escritora china. Luego de visitar con Chen el Central West End, había tenido una conversación telefónica con el detective Lenich, que se prolongó bastante. Insistía el inspector en su tesis de un implicado, perteneciente a la delegación. Según dicha tesis, Huang tenía que tener alguna identidad secreta, una misión clandestina, una significación ignota. Según Chen, por el contrario, eso no se sostenía. Tras la conversación telefónica, Catherine siguió largo rato buscando cosas a través de su portátil.

Cuando finalmente decidió acostarse, leyó un par de poemas de la antología que Chen le había regalado.

Brota la luna sobre el mar. / La luna que compartimos a pesar de estar lejos, separados. / Triste, sin sueño en mitad de la noche larga, / separados, no puedo dejar de pensar en ti. / La luna brilla intangible, apago la vela y me levanto. / El rocío humedece mis ropas. / No puedo tocar la luna con mis manos extendidas. / Regreso a mi cuarto, acaso para soñar de nuevo con nuestro reencuentro.

Era un poema que le llegaba hondo. ¿Cómo podía haber estado tan seguro un poeta de la dinastía Tang, seguro de alguien que se encontraba lejos, muy lejos, acaso perdido ya en el recuerdo de la que amaba? Seguía pensando en eso, debatiéndose a la vez en sus contradicciones, mientras iba sumergiéndose en un sueño del que no hubo sueños.

Cuando llegaron a la Universidad de Washington había un grupo del Departamento de chino, profesores todos, y varios estudiantes, reunidos para dar la bienvenida a la delegación. Ansiaban hablar en chino con los recién llegados, así que no tuvo Catherine que servir como intérprete.

No había vuelto a tener ocasión de hablar con Chen a solas. No sabía, por ello, si pudo o no oír las conversaciones grabadas a Bao. Vio, sin embargo, que hablaba con el viejo poeta proletario como si nada. Parecía contento, como pez en el agua, en aquella universidad fundada por el abuelo de Eliot. Chen tomó fotos de la placa en la que se daba cuenta del hecho. Dijo sentirse contento de estar en un lugar que, por fuerza, hubo de tener gran importancia en la vida de T. S. Eliot. Al contrario que el resto de los componentes de la delegación, que vestían muy formalmente aquella mañana, Chen iba con una sudadera con el emblema de la Universidad de Washington. Se la puso en cuanto la hubo recibido del decano de la Facultad de Artes y Ciencias, tras hacerle entrega de un ejemplar de su traducción al inglés de la antología de poetas clásicos chinos.

Bao, para su felicidad, vio que en la biblioteca dedicada al sudeste asiático había un ejemplar de uno de sus poemarios. Pudo hablar, además, con un profesor especializado en poesía china de los años 60. Shasha también se mostraba radiante. Varios estudiantes habían leídos sus libros y la rodeaban pidiéndole que les firmara ejemplares. Peng se quedó en la biblioteca, leyendo periódicos chinos. Había publicaciones de Taiwan y de Hong Kong que no estaban al alcance de los moradores de la China continental. De Zhong no se tuvo rastro al principio, pero después dijeron que estaba admirando el equipo de sonido del teatro de la universidad.

Hubo luego un almuerzo en honor de la delegación. Sobre las doce. Fue mucha gente. Acudieron de otras universidades y escuelas superiores, así como miembros relevantes de la comunidad china local. Chen tendría que hacer un discurso a primeras horas de la tarde y luego una lectura. Catherine fue a dirigirse a él en un momento aparentemente propicio, pero se le adelantó una dama americana de cabellos plateados.

—¡Ah, qué alegría de verle, profesor Pu Zhongwei!

—No, yo… —intentó Chen corregir a la dama.

Era un error, atribuible, pensó Chen, a que llevaba la sudadera de la Universidad de Washington. La dama después se alejaría pidiendo mil perdones. Catherine sintió entonces que un escalofrío le recorría la columna.

Para muchos americanos, un chino es igual a otro chino, no alcanzan a distinguirlos por sus facciones. Y si una mujer acababa de confundir a Chen con un profesor chino de la Universidad de Washington, quizá alguien pudo confundir al joven Huang con el inspector jefe… Según esta hipótesis, la víctima tendría que haber sido Chen, y no el intérprete… El asesino pudo seguir a Huang desde que salió de la habitación de Chen hasta pisar la calle, matándolo en cuanto vio llegado el momento oportuno sin detenerse a observar a su víctima con más detalle.

Claro que un chino no tendría por qué confundir a otros dos chinos, en caso de que el asesino fuera de la misma nacionalidad, salvo que no tuviese conocimiento de Chen y por ello se dejara llevar del número de su habitación. Verlo salir del cuarto tras tomar su baño, y cerrar la puerta del mismo con cuidado, podía haber sido suficiente para el asesino al acecho. Huang, por lo demás, era de una estatura semejante a la de Chen, aunque realmente se parecieran poco.

A Catherine se le cruzaban todos esos pensamientos turbulentos mientras observaba a Chen encantado de hablar de Eliot con un grupo de estudiantes americanos.

—Un lector chino —contaba Chen— me dijo en cierta ocasión que había copiado un poema de Eliot para conquistar a la que después sería su novia, precisamente porque Eliot era el más grande de los poetas modernos… Ese lector es hoy día un empresario notable que pugna por llevar a Shanghai el musical americano Cats. Claro está, lo hace porque se muestra seguro de obtener con ello un gran beneficio económico… No suele cometer errores cuando se propone hacer dinero.

El asesino, según la hipótesis que seguía manejando Catherine, sí había errado, notablemente… Un acto en vano, en definitiva, pero que arrojaba numerosas interrogantes, a cada cual más peligrosa para el inspector jefe. No acertaba a decirse Catherine la razón de que hubieran intentado eliminarlo precisamente en St. Louis, salvo que las investigaciones de Chen hubieran alcanzado un punto que no le había comunicado, motivo por el que Xing y sus hampones aceleraron sus planes. Estaba segura de que volverían a intentarlo, si bien de forma más cuidadosa y fría, dado que ahora los policías americanos ya estaban sobre una pista. Seguramente, no fallarían la próxima vez, de conseguir acceder a Chen.

La protección policial, en cualquier caso, no garantizaba la seguridad de Chen mientras estuviese en los Estados Unidos. Ni, por supuesto, cuando regresara a China, en tanto no fuese del conocimiento de los corruptos que había abandonado oficialmente la investigación. Nada, pues, podría ayudar a Chen, salvo un cambio de la situación. Un cambio que pasaba por dos opciones: o mantener a Chen a salvo de cualquier intentona para acabar con su vida, o demostrar a sus enemigos que ya no corrían peligro.

Chen se separó al cabo de los estudiantes, para saludar al profesor Thurston, del Departamento de estudios chinos, un especialista además en las narraciones de las dinastías Ming y Qing. Catherine decidió no apartarse mucho de él. Chen se esforzó en hablar haciendo uso de la terminología científica que utilizaba el experto sinólogo.

—No sé cómo deconstruir la historia de China, o cómo leerla a la luz de las últimas teorías historicistas, pero en la medida en que unas historias que devienen en texto van pasando de generación en generación a través de la tradición oral, cabe pensar en una buena cantidad de añadidos y cambios motivados por la imaginación de los antiguos y sucesivos relatores. Así se crearon los textos que luego hemos conocido a través de la cultura libresca.

—Ha tocado usted un punto esencial —dijo el profesor Thurston—. Por eso incluí en mi antología de narraciones antiguas chinas una abundante bibliografía.

Chen descubrió entonces algo extraño en el rostro de Catherine.

—¿Ocurre algo? —dijo.

—No, es que como aquí no necesita nadie que haga de intérprete, pues todos hablan chino, quería pedir permiso para ausentarme durante un par de horas… Tengo un montón de cosas que hacer en mi despacho, ya sabe… Estaré de regreso para cuando haga usted su discurso y su lectura.

—Claro, claro, tómese su tiempo —dijo Chen—. Pero sólo disertaré informalmente acerca de la visión que se tiene de Eliot en China.

—Llegaré a tiempo, seguro —dijo ella—. Ya sé que es un tema que usted domina y no quiero perdérmelo por nada del mundo.

En vez de dirigirse a su despacho, Catherine fue a su apartamento, que estaba cerca de la universidad. Tomó un atajo por la carretera de Mallineroad. Llegó pronto. Tropezó cuando ya estaba al final de la escalera, haciéndose daño. No creía, sin embargo, haberse hecho un esguince, como aquella vez en que se torció un pie en un jardín oscuro de Suzhou.

Nada más entrar en casa se quitó los zapatos. Le dolía el tobillo, aunque no se le hinchaba. Se dejó caer en el sofá. Pero no era el momento más indicado para tomarse un respiro, se dijo. Así que se levantó al poco para prepararse un café. Otra costumbre que tenía.

Volvió a considerar la posibilidad de que fuera Chen el auténtico objetivo de los asesinos. Estaba convencida de que había un montón de cosas que el inspector jefe no le había contado, tanto como que tenía que haber muchas más que ni el propio Chen imaginaba. Pero a la vez estaba segura de que Chen había tenido esa intuición, pues no era precisamente un hombre que careciera de agudeza, todo lo contrario. Estuvo un rato dando vueltas por la casa, descalza, especialmente sobre la alfombra de lana que compró en Shanghai. Desde la ventana vio coches y autobuses deslizándose a oleadas por las calzadas, gente apresurada por las aceras, cada uno sumido en sus cosas, yendo a sus tareas habituales. Por un momento se dijo que le gustaría que Chen fuera una de aquellas personas, y que se dirigía a su casa… Puede que aún estuviera bajo el influjo de otro de los poemas que había leído en la antología la noche anterior.

Ella se inclina sobre la balconada, sola, mirando hacia el río por el que pasan miles de navegantes ninguno de los cuales es el que espera. El sol se va poniendo lentamente, El agua corre lejana y silenciosa.

Pero no era más que la consecuencia de una ensoñación fugaz, lo sabía bien. No había posibilidad alguna de que él formara parte de su vida.

Vio calle abajo a una pareja de ancianos, frente a un kiosco de periódicos pintado de rojo, gesticulantes, hablando, poniéndose las manos en los hombros. Una escena que para ellos tenía todo el sentido del mundo, sin duda, pero que contemplada en la distancia resultaba incomprensible, por inaudible. Aquello le trajo el recuerdo de una obra vista en el teatro de sombras de la Ciudad Prohibida.

Tomó una copia de las transcripciones de las escuchas hechas a Bao, y repasó la primera, la de poco después de que llegara a St. Louis la delegación. Aquella le parecía ahora cobrar mucho más sentido. Los dos hablaban de Chen, de eso no había dudas.

¿Y la información que ella tenía sobre Xing? Si no podía hacer uso de lo obtenido, no era sino porque le faltaban cosas, el trabajo no podía considerarse completo. Los casos de corrupción en China eran muy complicados, desde luego, en tanto envolvían a una gran cantidad de funcionarios públicos en un haz de conexiones.

Su misión consistía en controlar y prevenir, entre otras cosas, que la delegación china no corriese más peligros. Ni Chen, por supuesto. Eso es lo que le habían encargado sus superiores. A todos interesaba sobremanera que los encuentros entre las delegaciones de escritores tocaran a su fin sin otros incidentes. Lo que iba a hacer, pues, estaba más que justificado, incluso desde las posiciones que mantenía el Gobierno norteamericano.

Creyó llegado el momento de pasar a Chen toda la información sobre Xing y sus actividades en los Estados Unidos. Una vez más se dijo que era por el bien del inspector jefe mientras tomaba asiento ante el ordenador.

Según los informes de la CIA que obraban en poder de Catherine, Xing llamaba con mucha frecuencia a China. Temeroso de que las conversaciones pudieran estar intervenidas, se expresaba con cautela, tanto si hablaba desde su casa como si lo hacía desde distintos teléfonos celulares. Era difícil saber a veces si acudía a la jerga propia de las tríadas chinas, pero todo apuntaba a que así lo hacía. Por lo demás, se refería a quienes parecían ser sus contactos siempre con apodos, tales como Pequeño Jefe, Cocodrilo, Gran hermano… La CIA no tenía idea de quiénes podrían ser los tales… No obstante, había algunos puntos en los que los intérpretes de la CIA ponían énfasis.

Xing dijo varias veces que su madre estaba preocupada por alguien a quien llamaba «muchacho», por el que preguntaba demostrando cierta ansiedad. Tras unas cuantas llamadas había conseguido hablar directamente con el «muchacho» en cuestión.

Otra de las cosas en las que hacían hincapié los intérpretes de la CIA era la evidente conexión de Xing con las tríadas de L.A., que sin duda le brindaban protección. Había ahí más apodos, tales como Tiburón Negro y Pequeño Tigre, bastante típicos en esas organizaciones mafiosas. No obstante, y a despecho de lo mucho que sin duda pagaba para obtener la protección aludida, Xing en ningún momento había hablado en las conversaciones intervenidas de que se cargaran a alguien, o nada había dicho, al menos, que sonara a una orden semejante… En una de las conversaciones más salpicadas de términos propios de las tríadas, el jefe de lo que parecía ser una banda local, según lo que decía Xing, contaba haber hecho un contacto interesante con un alto cargo de Beijing.

Por lo demás, había hablado mucho por teléfono en los últimos días. Los contenidos de esas conversaciones eran difícilmente explicables para los intérpretes, sin embargo, aunque sí apuntaban que Xing se mostraba muy nervioso, a veces muy alterado, casi desesperado, como si estuviese sometido a una gran presión.

Catherine quiso oír por sí misma las conversaciones, pero desistió al poco. Xing hablaba con un fuerte acento de Fujian, lo que, añadido a la jerga, imposibilitaba que pudiera comprender la mayor parte de las cosas que decía.

Estaba segura, sin embargo, de que todo aquello no podría resultarle extraño al inspector jefe Chen Cao, quien además de conocer las jergas y los acentos, trabajaba en el caso Xing. Una vez más volvió a decirse que había un montón de cosas que no le quería contar. Guardó las transcripciones, guardó igualmente en su bolso las cintas con las conversaciones grabadas.

Comprobó el estado de su tobillo y vio que podía caminar casi sin problemas. Salió para volver a la Universidad de Washington, donde Chen iba a hablar de la visión china de la poesía de Eliot.