7
An no fue a verlo al día siguiente, ni al otro, y tampoco le llamó por teléfono como había asegurado que lo haría.
Chen prefirió no pensar mucho en ello mientras intentaba clavar con bien en la pared el rollo de papel de seda caligrafiado por su padre. Liu Zhongyuan había sido un gran poeta de los grandes tiempos de la dinastía Tang, uno de los más exquisitos poetas de aquel periodo histórico. Como tantos de los poetas de su tiempo, Liu había despertado el enojo y la insidia de muchas ratas rojas de la corte. Acaso por eso escribió sus mejores versos cuando estaba en el exilio. Chen se preguntaba si tal sería la razón de que escribiera tan poco desde tiempo atrás. Entonces le llegaron a la mente los versos de otro poeta de la dinastía Tang que también se había visto forzado al exilio:
Dices que regresarás pero no cumples tu palabra, / Te has ido sin dejar rastro. / La luna brillante se inclina sobre la torre, / Mientras hace su ronda el quinto vigilante de la noche.
Chen recordó aquellos versos mientras lo invadía un cierto desaliento. No es que estuviera molesto, ni preocupado. Tampoco fue que pensara en demasía acerca de la probabilidad de que Ming siguiera escondido en el país, o incluso en la ciudad, y podía ser que An no se hubiera puesto en contacto con él porque aún no tenía nada que contarle. Estaba seguro de que cooperaría… Al fin y al cabo, tenía sus fotos, tan comprometedoras.
Mientras, en el tiempo que tardara An en llevarle nuevos datos, se mantendría activo, entrevistándose, más que interrogarles, con otros funcionarios. Se había hecho el propósito de ser discreto, de no hurgar demasiado en las tripas de aquellos sujetos, de no alarmarlos más allá de lo necesario, manteniéndose en todo momento correcto y hasta obsequioso con ellos. El mensaje recibido de Dong había sido claro: tras su entrevista con el funcionario, el inspector jefe Chen sabía que corría riesgos. Tendría que hacerles ver, pues, que todo aquello no era sino cumplir un expediente, llevar a cabo una investigación encargada en tanto que espectáculo ejemplar y propagandístico, más que otra cosa.
Insistió en los negocios de Ming, pues, pero haciendo ver lo que ya había dicho a Dong, que buscaba un apartamento más grande para su anciana madre. Sus pesquisas sobre aquellos negocios de construcción, así, parecerían justificadas. Ming se había esfumado, sus empresas estaban temporalmente suspendidas de toda actividad, pero lo cierto era que la construcción de aquel edificio de apartamentos seguía viento en popa, por tener la empresa encargada de la misma otra titularidad, sin duda la de unos testaferros del mafioso. Al parecer, Ming, un poco antes de su misteriosa desaparición, había vendido sus acciones a un tal Pan Hao. Pan era un hombre misterioso, natural de Beijing, aunque esto no estaba plenamente confirmado, titular de una larga serie de empresas de todo tipo. Así que, según esas informaciones de que disponía Chen, la empresa constructora de Ming, y su edificio señero, tenían el futuro asegurado, porque sus empresas suspendidas de actividad no eran otra cosa que simples proyectos, papel mojado.
Por la tarde recibió una llamada del detective Yu.
—Ayer, en conferencia de prensa, Li, el secretario del Partido en la Policía, se ufanó mucho de tu trabajo por encargo del Comité de Disciplina del Partido —le dijo Yu.
—¿Cómo? ¡Pero si me había prometido no decir una palabra!
—Dijo que eras un as de los detectives, y que con tu designación se demostraba que el Gobierno combatiría la corrupción por todos los medios.
—Sí, esto se está convirtiendo en un espectáculo, como bien dijiste…
—Esa publicidad no te servirá de nada, al contrario.
—No, claro que no… Pero quizá se deba todo a mi entrevista con Dong. Tras eso, era muy difícil mantener en secreto la operación.
—Claro, el director Dong… ¿Algún avance con él?
—Todavía no —respondió Chen—. Pero te mantendré informado.
Chen estuvo un largo rato preocupado por la mala nueva que acababa de recibir. ¿Por qué el secretario del Partido en la Policía, precisamente él, torpedeaba su investigación de aquella manera tan clara? Le había puesto en el ojo del huracán, más que en el aprecio de la opinión pública. Por no hablar de las consecuencias políticas que aquello podría tener.
No obstante, siguió haciendo llamadas para hablar con algunos funcionarios más.
No encontró a nadie. Encendió un cigarrillo y echó un vistazo al rollo de papel de seda con el poema caligrafiado por su padre, ya bien puesto en la pared. Estaba un poco combado, como la panza de una concha, cual si quisiera recibir un mensaje de los océanos lejanos. Lo miraba Chen con un sentimiento muy fuerte. Había entrado en contacto con ella, con An, tantos años después, y eso ahora le conmovía, progresara o no su amistad. Por fin decidió llamarla. Pero tampoco encontró respuesta a esa llamada. Ni en su despacho ni en su casa.
Hacia las seis de la tarde abrió una lata de cerveza Qingdao y volvió a marcar el número telefónica de la casa de An. Respondió una voz de hombre no ya poco amable, sino directamente antipática.
—¿Quién eres? —inquirió aquella voz después de que Chen preguntase por An.
—Un amigo.
No era el esposo de An, Chen lo hubiese reconocido.
—¿Un amigo? ¿Cómo te llamas?
Chen se preguntó si no se trataría de una de aquellas amistades de An, quizá el propio Jiang. Pero su manera de preguntar era ridícula. Quienquiera que pudiese ser Chen, no había razones para que se mostrara tan suspicaz y celoso. A buen seguro que An no estaba en casa, pues de lo contrario no hubiese permitido que otra persona atendiera el teléfono y menos con aquellos malos modos.
—¿Y a ti qué te importa quién sea? Llamaré más tarde —le soltó Chen.
—No lo hagas, te será inútil. Además tengo tu teléfono —dijo aquella voz con un tono aún más antipático.
Era extraño. Aún no había en la ciudad muchos teléfonos que registraran el número de quien llamaba, pero bien podía ser que An hubiera instalado ya uno de esos aparatos en su casa. ¿Pero por qué lo amenazaba así aquel tipo? Chen sorbió un trago de cerveza y dijo:
—¿Y qué me quieres decir con eso?
—Dime quién eres, y dame el número de tu tarjeta de identificación, o me encargaré de buscarte y hacer que lo pases mal.
—¿Acaso eres policía? —le preguntó Chen.
—Ni te imaginas con quién estás hablando.
—Tú tampoco —se burló Chen.
—Escucha —dijo el hombre que contestaba al otro lado de la línea, alzando la voz—. Soy el sargento Kuang, de la Policía de Shanghai.
—Escúchame tú, soy el inspector jefe Chen Cao, de la comisaría central de la Policía de Shanghai.
—¿Cómo? Ah, perdón, lo siento mucho, camarada inspector jefe Chen… Es que… Todo esto está como si las aguas hubieran arrasado el Templo del Rey Dragón.
—¿Qué ha pasado, Kuang?
—An Jiayi ha sido asesinada a primera hora de la mañana.
—¿Qué dices? —Chen estaba consternado—. ¿Estás entonces siguiendo un caso de homicidio?
—Así es, acabo de llegar.
—¿Dónde encontraron su cuerpo?
—Aquí, en su casa… Tenía que haber ido a la TV a primera hora de la tarde, y como no llegaba empezaron a llamarla por teléfono sin éxito… Nunca había faltado a su trabajo. Según una secretaria de su empresa de relaciones públicas, An le había dicho que en los últimos días no se encontraba muy bien, por lo que de la TV mandaron a alguien a su casa, para ver qué le sucedía… Así encontraron su cuerpo.
—No mováis el cadáver, no hagáis nada —ordenó Chen—. Voy hacia allá.
—Descuida, jefe, no haré nada… Un caso que atañe a una celebridad no es cosa de un vulgar policía de homicidios…
Chen detectó el sarcasmo en la respuesta de Kuang, un policía con el que no podía contar mucho. Chen, dado lo muy sensible de la tarea encomendada, no podía permitir que una muerte con posibles implicaciones políticas quedara en manos de cualquier policía, por muy desagradable que ahora le resultara ese asesinato en concreto. Por otra parte, comprendía que el Departamento de homicidios sintiera celos profesionales, si él se hacía cargo de aquella investigación. Se estaba saltando tranquilamente la división de funciones entre los distintos departamentos.
El tráfico era endiablado, como de costumbre. El taxi en el que iba por la calle Yen’an zigzagueaba como una hormiga desorientada. Comenzaba a declinar el día cuando llegaba al complejo residencial de Wuzhong. Había dos agentes montando guardia a la entrada del edificio. Era en apariencia un lugar seguro, en un vecindario de clase alta.
Los accesos al edificio estaban controlados. Un agente de paisano que había en la puerta, junto a los guardias, saludó a Chen, que no se detuvo.
Kuang lo esperaba a la entrada del apartamento de An, en la tercera planta. Se abanicaba con un periódico. Hombre de baja estatura, de unos treinta y pocos años, Kuang tenía los ojos muy saltones, como unos peces rojos que Chen recordaba haber visto de niño.
—¿Alguna novedad? —le preguntó Chen.
—El doctor Xia vino y se fue —dijo Kuang—. Según él, la estrangularon esta mañana, a primera hora, quizá sobre las dos de la madrugada… Había tenido relaciones sexuales poco antes. Puede que fuera violada. El criminal usó condón.
—Esas cosas no suelen suceder en la mejor zona de Shanghai. Seguro que el asesino no le era desconocido a la víctima.
—Es posible, jefe. También puede que cometiera el crimen después de mantener con ella relaciones sexuales consentidas… No hay señales de fuerza en la puerta, ni signos de violencia en el cadáver, ni los vecinos oyeron nada… Que algo así, en efecto, haya ocurrido en esta zona de Shanghai, como dices, resulta muy extraño, limita nuestras posibilidades de investigar.
A nadie podía extrañar, en el Shanghai de los 90, que una mujer como An, con el marido en Alemania desde hacía años, muy bella y famosa, tuviera un amante. No en vano sabía Chen que, al menos, tenía uno.
Entró con Kuang en el dormitorio. No habían movido de posición el cadáver. Yaciente boca arriba en la alfombra, An llevaba un albornoz blanco que dejaba ver sus muslos y su vientre. Tenía las bragas de seda al lado, no rotas pero sí hechas una bola. Caída a un lado la cabeza, su rostro mostraba una coloración azulada. Observó Chen que su piel era como de cera. Las uñas de sus manos y de sus pies estaban intactas, con su pintura escarlata.
La había visto muchas veces en TV, siempre elegantemente vestida, leyendo las noticias con un perfecto tono de corrección política. Nunca hubiera podido suponer que la vería así. Estaba seguro de que esa escena le asaltaría muchas veces en adelante.
Chen se arrodilló junto al cuerpo para mirarle los ojos, abiertos, fijos. Sus córneas se veían turbias, lo que confirmaba la hora en que el doctor Xia había fijado la muerte. Chen siguió observando detenidamente su rostro y después le acarició sus párpados. Y musitó apenas:
—Atraparé a tu asesino, An.
Para su sorpresa, después de que lo dijera los ojos de An se cerraron despacio, como si respondiera así a sus palabras.
—¡Vaya! —exclamó Kuang—. ¡Es como en las historias antiguas! ¡Tu imposición de manos ha obrado el milagro!
Chen había oído una historia, muchos años atrás, a propósito de una mujer asesinada, que cerró los ojos después de que le prometieran venganza. Kuang, evidentemente, también había oído el cuento. Chen era consciente, por igual, de la consternación implícita en el comentario de Kuang, pues en aquella historia antigua el hombre que juraba vengarse había mantenido una relación sentimental con la víctima. Aunque no era cosa de que Chen tuviera en cuenta esa parte de la evocación de su colega.
Siguió un buen rato junto al cadáver, observándolo detenidamente, preguntándose qué se le habría pasado por la mente a An en el último instante de vida. Aquello le suponía un esfuerzo trascendental, como si pugnara por mantener viva su promesa de venganza, como si quisiera establecer un vínculo entre la vida y la muerte.
A unos pasos de distancia, Kuang observaba la escena sin dejar de pensar en la posibilidad de que se tratara de un caso de violación con asesinato.
Chen escuchó, asintiendo pero en silencio, la teoría que elaboraba Kuang, mientras contemplaba una foto familiar que había en un marco, sobre la cómoda. Allí estaban An, Han y el hijo de ambos, sonrientes y felices los tres, disfrutando de un día soleado en el Bund. La foto, sin duda, era de los tiempos en que Han aún no había partido hacia Alemania, aunque puede que el matrimonio estuviese ya a punto de encallarse en las rocas de la vida. La foto era en sí misma una historia de discurrir apresurado, en el leve tránsito que va desde el instante en que el fotógrafo pide una sonrisa y se deja sentir el clic de la cámara. Pero el mero hecho de que, a pesar de todo, la foto siguiera allí, en el dormitorio de An, entristeció aún más al inspector jefe Chen.
La foto había sido tomada no muy lejos de La Isla Dorada. Lo supo Chen porque tras el grupo familiar se apreciaban los neones del rótulo del Kentucky Chicken, un local que disfrutaba de un éxito brutal en Shanghai desde el primer día de su apertura, sito en una antigua edificación que se alzaba en la esquina de la calle Yen’an con la calle Zhongshan. En los años 70 había estado allí el restaurante Viento del Este, y mucho antes, a comienzos del siglo XX, el Shanghai Club, un sitio muy selecto frecuentado por residentes ingleses, del que era fama que tenía el bar más grande del mundo. Con un nombre u otro, pues, el edificio en cuestión contaba ya con una larga vida.
Chen escuchó a Kuang sin decir una palabra. La muerte de An, se dijo, tenía que pasar al dossier de las investigaciones seguidas contra Xing. Pero no podía hablar de eso con el joven policía de homicidios.
Kuang parecía desconcertado ante el rostro inescrutable del inspector jefe, que apenas se había limitado a hacer algún gesto de asentimiento ante sus tesis. Para Kuang, había alguna otra cuestión sin resolver, al margen de la autoría del crimen. Una de ellas era la razón por la que Chen había telefoneado a la víctima.
Cuando llegaron los empleados de la morgue para llevarse el cadáver, Chen dijo a Kuang que le gustaría quedarse un rato a solas en la vivienda. Kuang asintió en silencio y se fue, tan respetuoso como confundido.
Chen se asomó a un pequeño balcón desde el que se dominaba una parte amplia de la zona residencial. Todo parecía gozar de unas perfectas divisiones. Justo abajo, estaba el aparcamiento para los residentes en el edificio, aunque Chen no sabía cuál era el automóvil de An. Observó también la guitarra arrinconada que había en el balcón, medio rota y cubierta de polvo. Una vez más le llegó a la mente un poema, algo que no dejó de causarle sorpresa dado el momento tan poco propicio para la lírica. Era un poema de Li Bai, unos versos que escribiera el gran vate de la dinastía Tang cientos de años atrás.
Toca la luna la primera neblina del otoño, / aún vestida en el cielo con su capa de seda brillante / pero endeble en la inmensidad de la noche, / tañendo su laúd de plata que se derrama por el campo, / incapaz de regresar a su habitación vacía.
El inspector jefe Chen, sin embargo, renunció pronto a inspeccionar el dormitorio y el resto de la casa. Bien sabía que, de haber alguna pista importante, no estaría allí sino fuera. Pero algo lo instaba a continuar en el apartamento.
Abrió entonces el cajón de la cómoda. Revolvió algunos papeles y una agenda con teléfonos y direcciones. La agenda era de la cadena de TV para la que trabajaba An y tenía impreso en la portada el año 1982. La abrió para comprobar que no era de An, sino de Han. La mayor parte de las direcciones y de los números telefónicos allí anotados serían ya, a buen seguro, inservibles. Vio en una página una cita breve tomada de El cuento de las dos ciudades, una lectura que Han hiciera, estaba convencido Chen, en los días del grupo literario. Parecía claro que An había guardado aquella agenda sólo por una razón sentimental. No obstante, y aun suponiendo que carecía de todo valor para la investigación, Chen se la guardó en un bolsillo.
Sin embargo, el hecho de hallarse en la habitación de los últimos instantes de An le hizo pensar en ella de una manera diferente. No quería contemplar a An sólo como una implicada en un caso de corrupción, en mayor o menor grado, aún no había podido determinarlo. Podía ser que la colaboración prestada por An a la trama hubiese resultado algo puramente accidental, como le sugirió ella, o un simple error por su parte, al decidirse a colaborar con la banda de mafiosos. Pero, ¿y si se hubiera vista abocada a todo aquello a causa, precisamente, de la soledad en que se sentía? La gente tiene que estar ocupaba y sentirse útil en todo momento; a él mismo le pasaba, si no quería deprimirse… Dedicarse a las relaciones públicas, por ello, no sería en principio una mala idea, y por otra parte era lógico que alguien que se dedicaba a eso tuviera contactos con hombres de negocios como Ming, sin saber necesariamente si eran o no mafiosos. En lo que a la vida privada se refiere, Chen volvió a decirse que él no era quién para juzgarla, pues tampoco le hubiera gustado jamás que alguien lo juzgase en esos términos.
¿Pero cuánto de los días del grupo literario había seguido morando en ella, no importaba la deriva que hubiese tomado su vida en los últimos tiempos? ¿Qué hubiera sido de An y de Han de haber seguido viviendo como en aquellos años? Se dijo Chen que, en ese supuesto, habrían sido como tantos otros, que continuaban viviendo y esforzándose en hacerlo sin mayores problemas, a pesar de los inconvenientes diarios. Una esposa complaciente, dueña de una carrera literaria, sin más, que llenaba el álbum familiar con las fotos del fin de semana.
Se forzó Chen, en cualquier caso, a salir de esas reflexiones que a nada le conducirían. En la comisaría, lo sabía bien, muchos no lo tenían por un policía en sentido estricto, aunque admirasen su trabajo, precisamente por su actitud romántica con respecto a la profesión de sabueso que desempeñaba.
Ahora se encontraba ante una batalla evidente, librada entre la vida y la muerte. An, estaba seguro, no era del todo inocente, pero podía haber seguido viva con sus problemas a cuestas, como tantos… Había sido asesinada, eso era lo evidente. Y su misión como policía no podía ser otra que la de resolver el enigma del crimen. Capturar al criminal era cuanto podía hacer, pues, por ella, por An, por la víctima de una trama infame.
Alguien se le había adelantado, eso estaba claro. A despecho de sus precauciones, el sendero por el que pensaba elaborar su estrategia Chen había quedado bloqueado, acaso por culpa de algún error que él mismo cometiera, eso tenía que tenerlo en cuenta… Poner en el centro de la diana a quien sólo pudiera tener una relación tangencial con la trama había terminado en tragedia. Toda su estrategia, pues, estaba seriamente tocada. Lo más terrible era no saber aún qué parte de la misma había fallado. Mientras él actuaba a plena luz sus enemigos lo hacían en la oscuridad. Y no podía descartar que aprovecharan la menor ocasión para echársele encima.
Había muchas cosas que desconocía, pero sí estaba seguro de que, acaso debido a su insistencia, An se había puesto en peligro al iniciar sus averiguaciones por ver si podía ofrecerle más datos sobre Ming. An hubo de hacer, por ello, unas cuantas llamadas telefónicas antes de que la mataran.
Era un camino a seguir: investigar las llamadas hechas y recibidas por An en los últimos días. Pero se topaba con la dificultad que suponía el hecho de no ser el titular de la investigación, que dado el caso, había recaído en el Departamento de homicidios, y más en concreto en el un tanto estólido sargento Kuang. A Kuang no le gustaba que otros entraran en su cocina para alterarle la condimentación de los platos.
Peor aún, en la medida en que parecía claro que las alarmas que había comenzado a despertar entre los corruptos podían ponerle en peligro, seguiría poniendo igualmente en peligro a más gente. Las amenazas de Dong habían sido claras en ese sentido.
Le costó mucho conciliar el sueño aquella noche. Cantaba un grillo intermitentemente en un rincón de su cuarto. Chen miraba fijamente el techo de su habitación, como un poseso. Dada su experiencia como policía, había especulado a menudo con la posibilidad de que pudiera familiarizarse peligrosamente con la víctima, lo que temía le estuviese ocurriendo ahora. An no había sido alguien con quien mantuviera una amistad estrecha, en un sentido estricto del término, pero se había llevado bien con ella en los días del grupo literario, An se le mostró siempre como una persona simpática, incluso deliciosa. Pero, por encima de todo, recordaba la pasión literaria que había atesorado en aquellos días la que ahora estaba difunta.
Recordó Chen una noche en la que, tras la sesión de lectura y discusión del grupo, cuatro de ellos fueron a dar un paseo y entraron en una destartalada casa de comidas en las inmediaciones del Bund. Han, An, Ding y Chen, tomaron asiento a una mesa de madera devastada. Como no disponían de mucho dinero, pidieron fideos chinos y un platillo de pato al estilo pekinés, para compartir. Se pasaron allí dos horas discutiendo a propósito de un poema, ante la mirada atónita del viejo de pelo blanco que regentaba el local.
En esta noche de su desvelo, creía oír Chen las mismas sirenas de los barcos en el río, el vuelo de los mismos petreles que entonces… Era como si todo volviera, a despecho de los calendarios y de los cambios que había forzado el paso del tiempo.
Tumbado en su cama, pensó aún más en Han, que quizá supiera ya de la muerte de su esposa, y en Ding, que al parecer había partido hacia el sur del país sin que nadie volviera a tener noticias suyas. Era Chen, pues, el único que seguía en Shanghai. Se dijo que tenía que dar gracias por ello y por ser el que estaba en mejor disposición de hacer algo por los demás.
Finalmente concilio el sueño, tras haber desarrollado un nuevo plan de acción.