6

La Isla Dorada era uno de los nuevos restaurantes de la zona del Bund.

Para muchos habitantes de Shanghai, el Bund seguía siendo una de las partes más glamorosas de la ciudad, con su gran muelle y los altos e imponentes edificios extendiéndose por la muy larga calle Zhongshan. Cuando Chen era niño, estos edificios, no obstante fueran entonces utilizados por el Gobierno, eran considerados una evidencia de la explotación capitalista, en tanto habían sido las sedes de muchas compañías occidentales, antes de 1949. En los 90, el Gobierno de la ciudad había devuelto a las compañías occidentales todo aquello. Lógicamente, comenzaron a abrirse buenos restaurantes por allí.

La Isla Dorada se había hecho famoso muy pronto, no sólo por estar allí, sino por su diseño arquitectónico. Habían remozado, para hacerlo, el gigantesco ático de una antigua construcción tradicional, que fue un centro de negocios antes de la llegada del comunismo, en el que abrieron grandes ventanales modernos que le daban una gran sensación de espacio, así como sus altas paredes.

Ya salía Chen del ascensor cuando se le acercó una joven camarera.

—¿Tiene usted reserva, señor?

—Sí, a nombre de An o de Chen.

—¡Ah, la señorita An! Sí, ha reservado un salón especial en el Nido del amor… Sígame, por favor.

—Bien…

Ya había oído hablar del Nido del amor. El gran salón comedor de la planta no difería mucho del resto de los restaurantes modernos, pero en un pasillo que arrancaba desde el vestíbulo, en paralelo al gran salón comedor, había una serie de reservados que recibían el nombre de Nido del amor. La gente joven, sobre todo, hablaba mucho del tal nido… Había leído sobre el lugar, además, a propósito de Nube Blanca, que lo frecuentaba.

El saloncito reservado por An era pequeño, muy íntimo. Tenía sólo dos asientos entre los cuales se alzaba una pequeña mesa de madera muy pulida. Era difícil que dos personas pudieran cenar allí sin al menos rozarse. El ventanal ofrecía una hermosa vista del Bund; se veían incluso los veleros que bogaban por el río; era como estar en una nube, sobrevolando la ciudad; era como estar, en todos los sentidos, por encima de las multitudes.

Le sorprendió que An hubiera reservado un saloncito tan íntimo, que era, en cualquier caso, una elección estupenda, habida cuenta de aquello de lo que deseaba hablar el inspector jefe Chen, por cuanto el lugar facilitaría la confidencia. Tomó asiento, a la espera de An, y vio que en la mesa había un cartelito: Do Not Disturbe.

—Pueden colgarlo en la puerta cuando lo deseen —le dijo la camarera con una amplia sonrisa—. Llamaremos antes de entrar.

Mientras esperaba a An sacó de un sobre una de las fotos que había recibido. En lo que más se había ocupado, aquel día, era en identificar convenientemente al amante de An, al hombre de mediana edad y aspecto de potentado con el que había sido fotografiada en actitudes de lo más íntimas. Lo había conseguido poco antes de salir hacia el restaurante. Se trataba de Jiang Xiaodong, director del Departamento del Suelo y el Campo. No era un pez de los más gordos, por utilizar una denominación común entre los cuadros del Partido, pero sí un alto cargo de importancia creciente, un hombre con un puesto ahora clave, bajo el imperio de la nueva situación económica y la expansión de las privatizaciones. Un objetivo principal, pues, para los especuladores. Cada vez le iba cuadrando más al inspector jefe Chen que Ming hubiera utilizado la empresa de relaciones públicas de An, aunque estaba convencido de que Jiang no sería el único al que ella hubiera echado sus redes. Seguro que habría unos cuantos más entre las bambalinas de su negocio. Chen se guardó de nuevo la foto y echó un vistazo al menú.

No tuvo que esperar mucho. Apenas había acabado de recorrer con sus ojos la lista de las viandas, cuando sintió unos leves golpecitos en la puerta, por la que al momento hizo su entrada An mostrándole la más familiar de sus sonrisas. Era como si hubieran continuado viéndose todos esos años en que no lo hicieron.

Vestía An, en efecto, un precioso cheongsam de seda escarlata, muy ajustado, sin mangas y con una raja lateral que le llegaba casi a la cintura. Se enseñoreaba de su largo y fino cuello un maravilloso collar de perlas purísimas. El vestido se le ceñía al cuerpo con un descaro extraordinario, resaltando la curvatura portentosa de su figura, haciendo más delicioso su caminar de pasos cortos. Estaba aún más hermosa que en los días de su primera juventud.

—Con tu sola presencia se ilumina celestialmente este salón —le dijo Chen, levantándose nada más verla.

—El salón está acorde con la importancia de un gran hombre como tú —le respondió ella ofreciéndole su mano—. Pero dejémonos de cumplidos literarios, querido Chen.

Su voz, no obstante lo dicho, tenía la reminiscencia de las grandes narraciones de antaño. Era famosa como presentadora, desde luego, no sólo por su belleza, sino por la calidez de su culta expresión, acaso un resto de sus antiguos intereses literarios.

Se volvieron a dejar sentir unos suaves golpecitos en la puerta. Entró la joven camarera encargada de aquel reservado, con una vela encendida en el interior de una gran bola de cristal. Aquello dio a la escena un toque aún más romántico. Puso en la mesa una botella de Dynasty, que descorchó suavemente para ellos.

—Cortesía de la casa —dijo.

Chen tomó un sorbo de lo que la joven le había servido e hizo un gesto de aprobación.

La luz de la vela les iluminaba levemente el rostro. La llama oscilante hizo que Chen rememorase los días de su apasionado descubrimiento de la lectura. Pero como ella se puso a mirar el menú sin más preámbulos literarios, hizo él lo mismo. El restaurante reclamaba para sí los honores de ofrecer una nueva cocina de Shanghai, cosa que, según una breve introducción que se leía en el encabezado del menú, consistía en combinar sabiamente la cocina tradicional china con la cocina internacional más reputada, si bien manteniendo los sabores originales, o transformándolos levemente, para seguir atendiendo al gusto local por encima de todo. Así, un plato tradicional de Sichuan se servía con menos especias, y uno de Ningbo con menos sal.

—Decir estas cosas es como no decir nada —observó Chen a propósito de las explicaciones del menú.

—¿Qué les parece la table d’hote para los amantes? —sugirió la camarera—. Tiene todas las especialidades del chef, les aseguro que no lo olvidarán.

Chen pensó que no era mala idea; eso, además, le evitaría el engorro de tener que elegir entre tanta palabrería. Acabarían antes con lo de pedir, y así podrían charlar cuanto quisieran. Era la primera vez que cenaban juntos, no obstante haberse conocido años atrás. El cubículo parecía un sampán. A lo lejos, el río cautivaba sus miradas, blanco bajo los neones de la ciudad que poco a poco se iban encendiendo.

No quería Chen forzar las cosas, así que prefirió esperar antes de interrogarla. Disfrutarían primero de la charla relajada y el menú. Él, desde luego, pensaba que no tenía mucho que contar de sí mismo, así que no tuvo mayor inconveniente en dejar que ella le hablara de sus cosas. Quizá, además, con el vino, con lo inesperado de la situación, en aquel ambiente desde luego propicio para las confidencias y el roce, An se dejara llevar y se le soltase la lengua, expresando su sentimentalismo y muchas más cosas.

No obstante, poco le interesaba la vida privada de la mujer, de la que ya tenía información suficiente. Aunque contada por sí misma, le iba dando la impresión de que carecía por completo de interés, por no decir que, si bien carente de las tragedias cotidianas, era una vida aparentemente común.

—Han dice que no quiere regresar como un fracasado —dijo An al hablar de su esposo—. ¿Pero cuándo volverá? Sólo Dios lo sabe… Según mi madre, que es quien cuida de nuestro hijo, no puedo estar sola tanto tiempo, necesito un hombre que vele por mí —añadió melancólica—. Quizá no debí presionarle tanto…

El color del sauce la precipita en los recuerdos: La mujer no debió empujarle a la fuga tan lejos, en pos del éxito.

An, estaba claro, no podía maldecir haberse convertido en toda una estrella de los medios, pero su esposo se vio, a causa de su éxito, abocado a un dilema fácil de comprender en la sociedad china: era muy duro tener una esposa famosa. No obstante, Chen en ningún momento pretendía juzgarla por eso, ni responsabilizarla de la huida de su marido, ni mucho menos culpar a uno de los dos por la separación, por la destrucción evidente de su matrimonio, aunque no se hubiera legalizado el hecho. En lo más hondo de su corazón, sentía el inspector jefe Chen que en la historia referida por An a propósito de su situación familiar, había algunos paralelismos con la suya propia. También él tenía ataduras, pernos que lo fijaban sin dejarle ir mucho más allá de donde habitualmente iba.

—Gracias por contarme todo eso —dijo Chen—. La vida familiar es a menudo problemática… Observa mi caso… Sigo soltero, pero muy preocupado por mi madre, a la que tendría que atender mejor de lo que hago ahora… A veces me gustaría volver a aquellos tiempos en los que formamos el grupo de lectura y debate. Todo era mucho más sencillo entonces.

—No tienes que reprocharte nada, ni solazarte en el recuerdo de unos días que ya no volverán —le dijo ella deslizando una mano sobre la mesa hasta alcanzar la del hombre—. El pasado, pasado está… Pero tenemos el futuro a nuestro alcance, podemos ser dueños de nuestro futuro.

Aquello no hizo sino retrotraerle de nuevo a los días del grupo literario. Como si lo dicho por ella fuese algo que leían en aquel tiempo, plenos de esperanzas.

—Claro, hay que recoger flores y hacer ramos con ellas, mientras se pueda —dijo él al tiempo que alzaba la copa para beber un poco más del vino excelente—, porque de lo contrario no serán tus manos otra cosa que ramas secas.

—Eso es —aceptó ella, que quería saber de su trabajo, algo en lo que Chen se mostraba un tanto renuente.

—Tú estás familiarizada con los ambientes oficiales de nuestro país, An. Sabrás por ello que desarrollo mi trabajo en ambientes a menudo sórdidos, no creo que te gustara oír cosas acerca de lo que veo todos los días… No son cosas con las que pasar una buena velada. Por el contrario, tú eres dueña de una gran compañía de relaciones públicas, un gran éxito por tu parte, según tengo entendido… Cuéntame cosas de tu trabajo.

—¿Cuánto tiempo más crees que podré seguir trabajando como presentadora, Chen?

—¿Qué quieres decir?

—Eres una estrella hasta que comienzan a caerte los años encima. ¿Durante cuánto tiempo más seguiré siendo atractiva para los espectadores? He de ser realista. Hay mujeres jóvenes que aspiran a desbancarme en la TV, te las puedes imaginar: tiernas, bellísimas, dispuestas a todo… En la industria del entretenimiento se renuevan las caras año tras año; las nuevas siempre son más jóvenes y bonitas que las anteriores. Xie Donghong, de la cadena CCTV, supongo que la conoces, apenas tiene veinticinco años y además está graduada por una universidad americana. Es mi mayor amenaza.

—Pero tú tienes una gran audiencia, un sinfín de fans que te siguen a diario con absoluta lealtad.

—Vamos, Chen… Un hombre está en lo mejor de su vida cuando llega a los cuarenta, pero una mujer comienza su declive cuando llega a los treinta, una edad que yo he sobrepasado, como sabes… Tengo treinta y siete años… Bastante he durado ya en la TV —dijo clavando sus ojos, súbitamente tristes, en la copa de vino que sostenía ahora con ambas manos, como si quisiera que el rojo caldo le sirviese de espejo. La noche, de verano temprano, se mostraba apacible más allá del ventanal del reservado, pero en los ojos de An parecía haberse hecho el otoño—. Tú —siguió diciendo tras aquella pausa— eres sin embargo un policía importante; me atrevería a decir que eres una estrella emergente en la Policía.

Recordó entonces Chen dos versos de un antiguo poema: Como siempre ha sido, un general es como la belleza, / no puede tener los cabellos grises. Entre los nuevos cuadros de la Policía china la edad comenzaba a ser lo que mandaba en el criterio para la elección de los mandos. El, de momento, iba teniendo suerte en eso, aunque ya no era precisamente un policía joven.

—Como comprenderás —siguió diciendo ella—, tengo un montón de gastos: el coche, mi casa, el nuevo colegio al que va mi hijo… Cosas que pago de mi bolsillo, por supuesto. ¿Crees que mi compañía, por mucho que digan, me da el dinero suficiente como para llevar el nivel de vida que me veo obligada a llevar? Y no es sólo que necesite yo el dinero, es que lo necesitará igualmente mi hijo en un futuro no tan lejano.

Su tono de voz denotaba una preocupación evidente. A despecho de su éxito, parecía envidiar la vida de las mujeres comunes. Sinceramente. No podía predecir el futuro, no podía hacer planes claros al respecto, pero sí al menos avanzarlos en aras de su seguridad. Chen se dijo que era lógico que lo hiciera.

—Entiendo lo que dices —apuntó el inspector jefe Chen—. Yo también he de hacer traducciones para conseguir un sobresueldo.

—¿Sabes? Además de todo eso, de conseguir el dinero que preciso, de atender a mis obligaciones en la TV, de procurar a mi hijo la mejor educación, que es algo muy caro, he de mantenerme ocupada siempre porque si me veo sola me hundo, me vengo abajo… Por eso desarrollo una gran actividad, no paro quieta un segundo, la casa se me cae encima —dijo y sorbió un trago de vino—. Una o dos noches a solas no están mal, pero más de eso…

—Eres una persona con gran talento, capaz de hacer muchas cosas —dijo Chen esforzándose por cambiar de conversación—. Tendrás muchos clientes de tu empresa de relaciones públicas a los que atender.

—Bah, todo eso funciona a través de los contactos —replicó ella—. Tú también podrías hacerlo. De hecho, creo que podrías ayudarme mucho…

¿Acaso quería convertir al inspector jefe Chen en uno de sus conspicuos contactos? Si así era, a buen seguro que hablaría aún más abiertamente.

—Bueno, nunca se sabe —dijo Chen con una sonrisa.

—Hay otra gran empresa de relaciones públicas que se llama Conexiones en el Cielo y la Tierra, para que veas —siguió diciendo An—. Es mi gran competidora en la ciudad. Su propietario es el hijo de un ex miembro del Comité central del Partido. Le basta con levantar el teléfono para que todo el mundo se ponga a sus órdenes, y sólo con decir «hola, querido tío, mi padre me pregunta mucho por ti», o «qué tal, querida tía, precisamente ayer hablaba de ti con mi padre», lo tiene realmente fácil para hacer negocios. Con sólo aludir a su padre, el posible cliente firma en el acto el contrato que la empresa le ponga delante. Como te puedes imaginar, esos «tíos» y «tías» son gente con una gran posición en la nueva economía, gente que puede tomar decisiones empresariales de gran importancia. Ya ves. Y lo hace a través del teléfono, así de sencillo…

Chen sintió de repente que el teléfono celular le vibraba en un bolsillo de sus pantalones pero sin sonido. Quizá había presionado sin querer un botón y por eso tenía el timbre del aparato fuera de combate. Cuando miró ya se había interrumpido la llamada. No se le daban muy bien estos artefactos modernos. Ahora no sabía cómo restaurar de nuevo la función del timbre.

Ella le quitó el teléfono de las manos, presionó varios botones y el aparato volvió a sonar, esta vez con una bonita melodía que Chen nunca antes había escuchado en su cacharrito.

—Muchas gracias —dijo y preguntó después a An cómo lo había hecho, suponiendo que le consideraría ella todo un consumado manazas.

Comenzaron a servirles la table d’hote de los amantes… Primero, los platos fríos. Para empezar, pepino fresco en gruesos rollitos, salado y dulce a la vez. No sólo estaba delicioso, sino que tenía un aspecto de lo más sensual, relleno de arroz blanco y con la piel levemente tostada. Desde luego, el inventor de esa forma de presentar el pepino, de tan imaginativo, tenía que haber leído por fuerza El sueño del aposento rojo.

—¿Ves? Imperan el rojo y el blanco, como en los poemas de amor del clasicismo chino —dijo An—. La gente llama a este plato tu tierno corazón.

An parecía estar en su casa, de tan relajada como se mostraba ahora. Seguro que acudía allí con frecuencia en compañía de Jiang, o de algún otro funcionario de alto rango. No tenía que resultarle fácil hablar de los viejos tiempos, acostumbrada ahora a cosas así. Estar con ella, sólo estar a su lado, suponía empaparse de glamour, del tipo de vida lujurioso y deslumbrante que llevaba, a despecho de sus quejas. Chen no pudo por menos que admitir la posibilidad de que ese tiempo nuevo basado en el interés crematístico tuviera algunos encantos.

An tomó un breve sorbo de vino, dejó de nuevo la copa en la mesa, en cuyo borde brilló la impresión de la línea escarlata de sus labios, y le sonrió mostrando el fulgor aún más lujurioso de sus dientes perfectamente blancos. Era una mujer indefectiblemente voluptuosa. En su mirada se reflejaba la seguridad de haber cautivado al hombre; era fácil suponer qué cosas imaginaba el inspector jefe, a propósito de su belleza; se lo veía An en el espejo de los ojos de Chen.

Según lo había expresado uno de los poetas favoritos del inspector jefe, hay un momento, a veces, en que las posibilidades parecen infinitas. Sólo unos años atrás, aquella noche le hubiera parecido a Chen maravillosa, los dos allí sentados, tan próximos, tan íntimos, dispuestos ambos a hacer realidad los sueños más deliciosos… Pero el tiempo vuela. La gente cambia. Aquello no era otra cosa que una noche dedicada por él a una investigación policial. Otra más de sus investigaciones. No podía ser de otra forma. No podía cambiar las cosas. El inspector jefe tenía que sobreponerse al hombre sin más que era Chen.

Volvieron a llamar suavemente a la puerta. Entró la joven camarera llevando una bandeja con más platillos deliciosos. La noche se tornaba para Chen en un cúmulo de nostalgias a medida que se cernía un dulce crepúsculo sobre la ciudad. No obstante, saboreó con gusto la sopa de pollo al estilo Subei, lo que incrementó en él la sensación de nostalgia, acaso de tristeza por los tiempos idos… El solo nombre de la sopa evocaba, además, glorias de antaño. No menos digno de mención fue otro de los platos servidos, cerdo frito al estilo de la abuela, servido en fuente de cristal transparente bañada en salsa de soja. El sabor de la carne de cerdo así preparada les tornaba las lenguas más ávidas de vino.

No menos notable era otro plato, paloma al estilo de la casa, lo que era decir paloma frita con la piel a punto de dorado, crujiente, y la carne muy tierna. An comenzó a desmenuzar la paloma con sus finos, deliciosos dedos largos de uñas pintadas de rojo fuerte.

—Las alas son lo mejor; como vuelan mucho, las tienen musculosas —dijo mientras le servía un ala en el plato.

—Tengo que decirte algo, An —soltó un tanto abruptamente, pero como si le pidiera perdón, el inspector jefe Chen. Había dejado la copa en la mesa, con un cierto aire de abatimiento—. Estoy haciendo una investigación, encomendada por el Comité de Disciplina del Partido y necesito que cooperes conmigo —dijo—. Tu amistad es muy importante para mí, pero como policía, el trabajo ha de ser lo primero… Eso es lo que soy, un policía, me guste o no en estos momentos.

—Lo comprendo —dijo ella dulcemente—. Quieres hablar conmigo y confías en mí por el recuerdo de los viejos tiempos.

—En efecto, es por el recuerdo de los viejos tiempos que acudo a ti, An.

Era verdad y mentira a un tiempo. O acaso, por lo que se dice en El sueño del aposento rojo: Cuando la verdad es mentira, la mentira es verdad. / Donde no hay nada está todo. Una investigación oficial encargada por el Comité de Disciplina del Partido podría resultar desastrosa para el negocio de An. Nadie, de saberse, acudiría a su empresa. Y su reputación caería por los suelos, aplastada sin remisión. Era seguro, además, que la retirarían de la TV para siempre.

—¿Y qué te ha dicho de mí esa gente? —preguntó An con las mejillas súbitamente rojas y un tono de indignación.

—No me han dicho nada de ti, pero he recibido algo —dijo mientras le alargaba lentamente el sobre con las fotos.

Su rostro se tornó aún más violentamente rojo a medida que iba viendo aquello. Él observaba atentamente sus reacciones. No obstante, y como buena profesional de la TV que era, logró controlar An su aflicción bajo una máscara muy profesional, tensa, sin embargo; temerosa de que sus sentimientos la desbordasen. Le temblaba la mano con la que sostenía la copa. Reposó la mano en la mesa para evitarlo.

Chen se echó hacia atrás levemente, cruzando las piernas. Sacó un cigarrillo que encendió despacio.

—Para esto sirven los amigos —dijo ella entre dientes mientras buscaba presurosa un cigarrillo que llevarse también ella a los labios, mirándole de soslayo con bastante indignación.

—Busco alternativas, An, por eso he querido hablar contigo antes de dar un paso. Te considero una vieja amiga.

—¿Qué me quieres decir con eso?

—¿Qué me dirías, de haber entregado esas fotos al Comité antes de hablar contigo? No necesito que me hables de tu vida privada, no me interesa lo que hagas o dejes de hacer, con quién vayas o no… Pero pongámonos en el peor de los casos… Si esas fotos llegan a cualquier mano, y no sólo a las del Comité, sólo Dios sabe qué pasaría… Qué te pasaría… Imagina que un canalla cualquiera las pilla y las vende sin el menor escrúpulo a cualquier publicación, sabiendo, como lo sabes tú, que le darían una fortuna por ellas… Mientras yo tenga las fotos estarán fuera del mercado.

An no pudo decir palabra durante un par de minutos. Miraba fijamente la paloma frita. Los ojos de la paloma frita parecían clavarse en los suyos.

—Perderías tu empresa —siguió él— y tu trabajo; te intervendrían las propiedades que tengas, tus cuentas… Y tu casa… Seguro que tienes una gran casa… No sé si te resultaría fácil volver a tu pequeña habitación de soltera, de ocho o nueve metros cuadrados… En el supuesto de que pudieras seguir disponiendo de esa habitación, claro.

—No hace falta que te muestres sarcástico, camarada inspector jefe Chen.

No quería mostrarse sarcástico, pero todo aquello parecía demostrar que sí lo era, sentados como estaban en un nidito de amor, como si el policía quisiera justificar así su presencia.

—No creas —siguió diciendo Chen— que tus amigos y asociados van a dar la cara por ti. Bastante ocupados están en salvar su pescuezo… En nuestros días, estar a buenas con Beijing significa hacer provechosos negocios, y ellos lo saben. Pero en Shanghai se está instalando un departamento contra la corrupción que operará en breve a toda máquina. ¿Estás dispuesta a sacrificarte por esos que, en caso de necesidad, no sólo te entregarían, sino que te darían un zarpazo? Ellos quedarían libres de toda sospecha, como tantas veces, y tú te verías obligada a pagar un precio muy alto.

Ella le miraba como si procediese a estudiarlo. Seguía sintiéndose avergonzada, incluso ofendida, porque un viejo amigo la hubiera puesta en un trance semejante.

El teléfono del inspector jefe Chen volvió a sonar.

—Nada importante —dijo después de apretar el botón para cortar la llamada una vez hubo visto el número.

—¿Crees que todo eso podría servirte de algo? —dijo ella—. Las fotos no son aceptadas como prueba, pueden ser un montaje. Lo sabes bien, eres policía…

—Veamos, An… Cuando recibí el encargo de llevar a término la investigación, el camarada de Beijing que se puso en contacto conmigo me dio amplios poderes, me convirtió en una especie de enviado especial del Emperador, con su flamante espada justiciera y todo… Sabes lo que eso significa, ¿no? En la antigua China, un enviado especial del Emperador tenía licencia para matar, incluso, sin rendir cuentas a nadie. Créeme, esas fotos podrían hacerte mucho daño, si pasan a formar parte del dossier de la investigación en la que me ocupo.

—Así que no tengo elección, ¿es eso? Escucha atentamente, Chen… Quiero que sepas algo —dijo suspirando profundamente, resignada.

El inspector jefe permaneció a la expectativa, ansiando oír todo lo que necesitaba. Pero volvió a llamar a la puerta la camarera. Portaba entonces una nueva vela metida en una bola de cristal, que depositó en la mesa sonriéndoles ampliamente. A la luz de la nueva vela vio que el rostro de An parecía haber perdido su maquillaje. Su rostro, de tan limpio, le parecía el de la inocencia más pura, un rostro sin la menor mácula diabólica. Ella le miró francamente, ya ida la camarera, con sus ojos negros abatidos como una orilla en la que rompieran las olas del otoño.

—Xing tiene un montón de contactos importantes en Shanghai —dijo al fin—. ¿Por qué vienes a por mí, si soy la menos importante de toda esa cadena? ¿Es que los demás son monstruos intocables a los que no te puedes ni acercar?

Estaba de uñas. La acusación había hecho mella en ella pero sin conseguir derrumbarla. No había conseguido herirla hasta forzar su entrega. Chen se dijo que quizá tuviera que removerle aún más las tripas.

—No tengo otra opción, An —dijo—. La investigación que hago depende del Comité, como ya te he dicho… Si colaboras, te prometo que ni siquiera saldrá tu nombre en el informe que les envíe… Te doy mi palabra.

—¿Pero qué es lo que quieres de mí?

—Que me cuentes todo lo que sepas de Xing y de Ming. Entonces te daré esas fotos. Ya te he dicho que lo que hagas con tu vida privada no es asunto mío. La campaña anticorrupción, por el contrario, supone un caso de vida o muerte para nuestro país.

—¿Me das un tiempo para que pueda pensar con calma en todo esto?

—¿Hay alguna razón para que lo haga?

—Lo que me pides también es para mí un caso de vida o muerte.

Chen le ofreció un cigarrillo y abrió un poco la ventana. Hizo entonces su aparición en la escena un mosquito cuyo zumbido semejaba el de un terremoto en aquella atmósfera apacible del reservado, o la música reiterativa, grave y oscura, de una habitación próxima, que te impide el sueño por la noche.

An comenzó por referirle los negocios para cuyo desarrollo había sido requerida por Ming. Un asunto prolijo y complicado. La primera parte de todo ello poco había tenido que ver con An y sólo se comprendía en el contexto general del caso. Con el avance de las reformas de la economía nacional, hubo un montón de fábricas y empresas estatales que cayeron en la ruina, que estaban al borde de la desaparición. Eran, por lo general, factorías que en otro tiempo habían manufacturado productos de acuerdo con los planes del Estado, destinados al pleno empleo, sin preocuparse de si eran o no competitivos, de si daban o no beneficios. Esos productos resultaban obsoletos en los nuevos mercados, no eran competitivos en la nueva economía de mercado, más dependiente de las importaciones que de las exportaciones. La sexta factoría textil de Shanghai, por ejemplo, la que más trabajadores había empleado, seguía produciendo ropa de poca calidad, imposible de exportar en busca del necesario equilibrio entre las importaciones y las exportaciones, con lo cual, y a pesar de los muy bajos salarios que pagaba, suponía una ruina para la economía estatal. Los trabajadores estaban a punto de ser despedidos, pasando a depender de los bajos subsidios instrumentados por el Gobierno central, por mucho que clamaran por la aplicación socialista de la relación entre salario y lo que creían beneficios, acosados realmente los trabajadores por las pérdidas de la empresa, como hormigas en una sartén a punto de ser puesta al fuego.

Según El Diario del Pueblo, sin embargo, aquello no tenía la menor importancia, era un caso insignificante, inevitable en la transición histórica que vivía el país. Los trabajadores querían creerlo, pero las evidencias, las cuentas de resultados, no hacían sino arrojar luz sobre el colapso completo de la empresa estatal. Finalmente, y por primera vez desde 1949, el Estado decidió declarar la bancarrota del sector público, empezando por la mentada factoría textil de Shanghai. El Gobierno optó por vender dicha empresa, como tantas otras, a la iniciativa privada; a muy bajo precio, siempre y cuando el nuevo propietario mantuviese la plantilla de trabajadores. Era, según fuentes gubernamentales, una manera de mantener la paz y la estabilidad social. Quien compró la factoría textil de Shanghai no fue otro que Ming, el cual, en efecto, se hizo cargo de la plantilla de quinientos trabajadores, los cuales siguieron percibiendo los salarios miserables de antes. La empresa le fue vendida a un precio simbólico. Pero nadie volvió a saber nada de Ming tras aquello. No pasó mucho tiempo hasta que anunció la venta de la fábrica a una empresa privada de construcción, despidiendo entonces a los trabajadores, que así pasaron a depender de los paupérrimos subsidios estatales. Se anunció aquello por la necesidad de ampliar la red del Metro, lo que haría contar con un numeroso grupo de inversores para llevar a cabo las obras. El valor de los terrenos subió cinco veces más de lo que Ming había pagado por la fábrica.

En el ínterin, sin embargo, y por atender a las peticiones del Gobierno de mantener abierta la fábrica, Ming dejó allí un grupo de unos diez trabajadores ocupados del mantenimiento. Firmó entonces un acuerdo con una empresa constructora en virtud del cual pasaban esos trabajadores a emplearse eventualmente como albañiles. En el acuerdo firmado se reservaba la posesión de un tercio de los apartamentos del edificio que dicha constructora planeaba levantar.

En un informe reservado del Gobierno de la ciudad, se decía que Ming era un tipo que mataba tres pájaros con una flecha.

Pero con su adquisición de la factoría textil el Gobierno central se ahorraba una cantidad de gastos importantes, sobre todo en concepto de pérdidas, aunque, paradójicamente, el negocio hecho con Ming supusiera un agujero sin fondos para el erario público, pues los subsidios de los despedidos correrían a su costa. En ese informe del Gobierno de la ciudad, en cualquier caso, no se detallaban los beneficios obtenidos por Ming en el conjunto de la operación. Lo cierto es que no había pagado un solo céntimo de su bolsillo. Con un certificado de compra de la factoría, por todo documento a modo de hipoteca, obtuvo un importante crédito del banco estatal. Como se dice popularmente, había cazado un zorro blanco con las manos vacías.

En aquel informe del Gobierno local tampoco se ponía un pero a las operaciones, por mucho que convertir la fábrica en un negocio distinto, en una obra de una constructora, fuese en contra de los dictámenes del Gobierno central. Tampoco se decía nada del precio muy bajo en que le fue vendida a Ming la factoría, ni de cómo acto seguido pasó a especular con el suelo donde se alzaba.

Todo, pues, le había sido facilitado, mediando incluso la falsificación de documentos oficiales, por sus contactos, o mejor dicho, por los contactos de Xing. Desde luego que la red de la corrupción se producía como una maquinaria bien engrasada. A ello habían contribuido los servicios prestados por la empresa de relaciones públicas de An: entre otras cosas, consiguiendo que Dong firmara el consentimiento para que aquella cuadrilla de diez obreros empleados en el supuesto mantenimiento de la fábrica pasara a depender del Comité Estatal en Shanghai para la Reforma de la Industria, y obteniendo igualmente de Jiang y su Departamento para el Desarrollo del Suelo y el Campo el permiso necesario para el inicio de las obras de ampliación del Metro. Según An, todo esto no había tenido mayor dificultad, haciéndolo a base de ofrecer el incienso necesario a cada uno de aquellos pequeños dioses… Bien sabía ella a qué puerta llamar, tanto si se trataba de una puerta principal como si era una puerta trasera.

—Bueno, puede que no resultara difícil para ti, por tu conocimiento de las puertas y los pasillos del negocio —dijo Chen poniendo su vista en las fotos, que estaban sobre la mesa. Para él estaba claro que si había conseguido convencer a tipos tan importantes como Dong y Jiang, no había sido sino por su manera de susurrarles, bien a través del teléfono, bien en el dormitorio. Ella no podría negarlo, aunque quisiera.

An, sin embargo, no respondió a sus indirectas.

—Cuéntame más cosas de Ming —dijo Chen.

—Ming tenía una gran experiencia en los negocios, pues siempre había estado a la sombra de Xing, como su cómplice necesario. Hasta donde yo sé —continuó An—, Ming radicó en Shanghai como hombre de paja de Xing, mientras éste lo supervisaba todo a distancia, cuidando a la vez de su hermanastro como siempre lo había hecho. La verdad es que tienen una relación mucho más estrecha que la que se da por lo general entre los hermanastros. Xing hace todo lo que le dice su madre, aunque Ming sea el hijo favorito de la anciana.

—¿De veras?

—Xing no es un monstruo, después de todo. Es un buen hijo, como tú, a su manera —y se apresuró a decir—: Por supuesto que no estoy diciendo que seas un monstruo…

—Nadie es bueno ni malo al cien por cien, en eso tienes razón.

—Pero ellos no me contaban nada, tienes que creerme —insistió An—. Nunca les oí una palabra de las obras del Metro ni del edificio de apartamentos. Esos fueron los dos negocios más importantes que hicieron aquí, y en los que se vio envuelta una buena cantidad de gente importante, eso sí lo sé, porque Ming a su vez se hizo con algunos hombres de paja más.

El Bund ya estaba por completo envuelto en la noche. Sobre la orilla este del río caían las luces de los neones, las luces de la gran cantidad de nuevos locales de diversión abiertos en la zona en los últimos tiempos. An parecía haberle dicho la verdad, salvo en lo que concernía a sus propias actividades, que prefería seguir manteniendo ocultas.

—¿Cómo conseguiste esas fotos? —le preguntó ella.

—Alguien me las hizo llegar, no sé quién. Pero no te preocupes por eso. Nadie sabe que nos hemos visto esta noche. Nadie sospecharía, además, que lo hiciéramos en un… nido del amor…

—Te doy un penique por tus pensamientos…

—Bien, según has dicho, Ming se puso en contacto contigo por las fechas del año nuevo chino, más o menos… Según mis informaciones, Xing se escapó en enero… Si eso es verdad, Ming se largo después de que lo hiciera Xing.

—No recuerdo la fecha exacta… Ming, por lo que he oído, podría seguir aquí, dicen que su fuga fue una cortina de humo; hay quien dice que está escondido, que no se largó, pero yo no lo sé… Puedo hacer unas cuantas llamadas para tratar de averiguar algo y luego te cuento…

—Eso me ayudaría mucho, ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo —dijo mientras sacaba una tarjeta de visita y le apuntaba su número del teléfono celular. Luego se levantó de la mesa.

Cuando el ascensor se abría, ella se le acercó mucho y le dijo al oído, casi en un susurro:

—¿De veras que me darás esas fotos?

—Tienes mi palabra.

—Bórralas también de tu memoria.

No pudo por menor que sorprenderle la coquetería con que le dijo aquello. No era, desde luego, la chica que había conocido en tiempos, en aquellos días del grupo literario. Pero, en fin, habían pasado muchos años.

—Lo haré, An.

—Iré a verte, o te llamaré, Chen. Si no lo hago mañana mismo, será pasado mañana.