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Dejé la ciudad del Rey Blanco por la mañana, / envuelto en la neblina de las nubes de colores, / navegando miles de millas hacia Jiangling, / todo un día de viaje, / mientras los monos chillaban a lo largo de ambas riberas / y la barca ligera bogaba veloz entre las montañas.

Chen recitó estos versos de un poema de los tiempos de la dinastía Tang cuando el avión tomaba tierra en el Aeropuerto de Los Ángeles. Y añadió de inmediato:

—Pero, claro, vamos en un Boeing, no en una barca.

Quizá hubiera tenido que recordar otro poema, más apropiado para la ocasión, ya que iba en compañía de una serie de escritores bien situados. El avión había hecho una larga escala de diez horas en Tokio. No vio monos, ni los oyó gritar, en todo el viaje. Aquello no era como estar en su despacho de la comisaría, donde, fuera lo que fuese lo que el inspector quisiera citar, ninguno de sus colegas policías saldría con cualquier cosa… No obstante, recitar esos versos le sirvió para aliviar la tensión. La travesía no fue mala, a pesar de la muy larga escala en Tokio… Y a pesar de verse obligado a ejercer como jefe de aquella delegación.

Chen sabía que su designación como jefe no había sido algo que cayera bien entre los otros. Tampoco le parecía extraño que los demás mostrasen no pocas reservas, cuando no un claro resentimiento. Su currículo como policía hacía que le contemplaran como un comisario político, como un perro de presa. Ninguno, por lo demás, había leído sus poemas, a excepción del joven Huang, el intérprete, que era en efecto el más joven del grupo, siendo Chen, por lo demás, el más joven del resto de los componentes de la expedición. A él, sin embargo, le resultaba grato verse con aquellos escritores; mucho más, desde luego, que ser su jefe.

Pero no podía perder el tiempo en esas consideraciones.

Era muy temprano en Los Ángeles. Los anfitriones americanos esperaban ya a la delegación china. Hubo saludos, intercambio de tarjetas de visita, risas, felicitaciones, presentaciones entre quienes no se conocían… Boris Reed, profesor de Historia en la Universidad de California y uno de los organizadores del encuentro, se mostró más que amable en su improvisado discurso de bienvenida.

Lo que aconteció después fue digno de un agotador montaje surrealista. Con el jet-lag a cuestas, y el choque cultural evidente, Chen y su grupo de escritores mostraban no ya desconcierto, sino pura desorientación, durante el trayecto desde el aeropuerto a través de una gran autopista que también comenzaba a despertarse, entre grandes edificios y barriadas de mala muerte como no hubieran supuesto jamás que las había en América. La delegación tomó tierra en Los Ángeles, de mañana en vez de hacerlo la noche anterior, a causa del retraso en Tokio. Las sesiones de la conferencia estaban programadas desde varias semanas atrás y un par de escritores sólo permanecerían ese primer día del encuentro en la ciudad, por lo que los chinos apenas tuvieron tiempo de ir al hotel antes de dirigirse al salón de conferencias.

Era un salón inmenso, en el que chinos y americanos tomaron asiento en mesas colocadas de forma tal que formaban una especie de redondel un tanto oblongo. A pesar del equipo de traducción simultánea, Chen hizo su discurso de presentación primero en chino y después en inglés. Fue un parlamento sobrio, salpicado con citas de la literatura clásica china y otras de autores occidentales modernos. Acabó citando los versos de tiempos de la dinastía Tang que había dicho en el avión.

—El poema de Li Bai me trae el recuerdo de otro poeta —había dicho Chen—, un poeta americano… Comencé a leer su obra en Shanghai, hace muchos años… Ahora, la mañana de un nuevo día aquí, y noche cerrada en Shanghai, sólo puedo decir: Vayamos juntos, tú y yo, / cuando la mañana y la noche / se juntan contra el cielo.

—Estamos ante una delegación diferente, de una China diferente —observó un crítico americano—. Ahora sí podemos hablar francamente. De oriente o de occidente, todos somos escritores.

Pero, como si quisiera contradecir al crítico americano, tomó la palabra Bao. Soltó un discurso repleto de clichés que parecían sacados de El Diario del Pueblo, aunque, gracias a Pearl, la talentosa intérprete americana que hacía la traducción simultánea, todo aquello sonó mucho más amable y moderado en inglés. La audiencia aplaudió educadamente.

Los escritores americanos fueron haciendo sus discursos de recepción y bienvenida, uno tras otro. Era la primera conferencia que se organizaba desde 1989, cuando fueron interrumpidos los contactos. Había, pues, mucho que decir y mucho que escuchar. Cuando el profesor Reed empezó a hablar de la gran trascendencia del encuentro, Chen apenas pudo mantener la atención, no obstante lo cual asentía ante las palabras del americano, que aplaudió al final. El jet-lag le golpeaba duramente. Y además no podía dejar de pensar en alguien.

Pero la sesión continuaba. Todos, chinos y americanos, disponían de un tiempo de entre cinco y diez minutos para expresarse, daba lo mismo si aburrían o si interesaban. Chen pensó en fumarse un cigarrillo pero no vio ceniceros en las mesas.

Surgió un tema de debate que nadie había previsto. Como casi todos los chinos se presentaron diciendo ser «escritores profesionales», James Spencer, un poeta americano, mostró gran interés en el asunto.

—Me gustaría —dijo— que tuviéramos aquí una Asociación de Escritores como la vuestra. Una especie de sueldo gubernamental para poder escribir… ¡Es fantástico! En los Estados Unidos muy pocos de nosotros podemos vivir de lo que escribimos… Por eso yo, por ejemplo, enseño en una universidad. Os envidio, creedme. Me encantaría ir a Beijing y convertirme en un escritor profesional.

Chen pensó que a ese poeta americano no le vendría mal tirarse unos cuantos años en China, para que supiese lo que era ser «un escritor profesional». Zhong, sin embargo, con un tono sarcástico que acaso sólo entendieron los chinos, le dijo:

—Serás muy bienvenido, James.

Tras el almuerzo, los chinos acudieron a visitar una librería. Bao, frunciendo el ceño, dijo entre dientes cuando ya salían de allí:

—No he visto nuestros libros.

—Bueno, es que no es una librería precisamente grande —dijo Chen.

—No es cosa de tamaños —dijo Zhong cuchicheando con Bao en un aparte.

Algunos autores se lo tomaron aún peor. En China eran escritores de gran venta, cada uno en su género, y habían dado por seguro que sus obras tenían que estar publicadas en Estados Unidos, que serían conocidos allí, y su decepción fue mayúscula al comprobar que no. Es más, los americanos apenas habían oído hablar de alguno de ellos, salvo quienes se desempeñaban en la universidad como profesores de literatura china contemporánea. Sólo uno de éstos, por lo demás, se emocionó al escuchar del propio Chen la traducción al inglés de aquello que dijera por la mañana en su muy medida intervención.

Ya en la sesión de tarde, Shasha saltó a la palestra con una intervención improvisada. Vestía un cheongsam de seda escarlata, muy ajustado y sin mangas. Habló, ciertamente, con mucha gracia y coquetería.

—Quiero referirme —dijo— a lo que me parece fundamental: la descompensación que se da en la balanza de traducciones de nuestras respectivas literaturas. Así, mientras en China cualquier universitario es capaz de elaborar una lista de escritores americanos que ha leído, pocos en América podrían hacer lo mismo con nosotros… Y al hablar de nuestro conocimiento de los escritores americanos no me refiero sólo a Mark Twain o a Jack London, sino a un montón de escritores vivos, incluidos varios de vosotros aquí presentes… Tenemos además hasta doce publicaciones en las que se ofrece traducida al chino buena parte de la literatura occidental, o abundantes reseñas sobre la misma. Así, un crítico chino ha podido ver el influjo de Oates en mis novelas, lo que admito como cierto. El señor Chen, jefe de nuestra delegación, ha traducido al chino a Eliot y a otros muy notables poetas americanos. Sus traducciones son muy populares en China. ¿Pero qué hacéis vosotros, colegas americanos, con la literatura china del presente? Me temo, realmente, que hacéis poco… Muy poco…

Bao asentía en silencio. Huang tomaba notas sin parar. Peng, por su parte, mostraba una expresión no ya seria sino claramente adusta. Zhong tomó la palabra:

—En todo esto parece haber una clara intención política —dijo—. Algunos escritores chinos traducidos en los Estados Unidos, como Sun Congwen y Zhang Ailing, carecen de relevancia en nuestro país.

Zhong, quizá sin proponérselo, había tocado un punto interesante… Después de 1949, y durante treinta años, la historia de la moderna literatura china se escribió bajo un solo prisma político. Aquellos que no estaban afiliados al Partido Comunista, ni apoyaban decididamente la revolución socialista, eran criticados abiertamente y condenados como poco al ostracismo, sin que se les concediese siquiera la posibilidad de réplica. De otro lado, muchos estudiosos occidentales de la literatura china actuaban exactamente igual, pero con un criterio diferente, apreciando sólo a los escritores de la disidencia.

Bonnie Grant, una sinóloga especialista en poesía críptica, terció entonces para decir, blandiendo un libro de tapa dura, lo que sigue:

—Hay escritores chinos que trabajan directamente en inglés y sus libros se venden muy bien entre nosotros… Quizá haya habido problemas con la traducción de vuestros libros; quizá no hayan sido bien traducidos, si es que alguien lo ha hecho.

—El problema real —dijo entonces James Spencer— está en que vivimos en una economía de mercado que obliga a vender productos. Digo bien: productos. A los libreros no les interesa otra cosa que obtener un beneficio económico.

—No se trata sólo de las librerías —intervino Bao—. Mis libros tampoco están en la Biblioteca de la Universidad. Pedí a Pearl que fuese a buscar allí mis obras mientras almorzábamos, y nada… Y lo más curioso del caso es que contáis con un Departamento de literatura china. Se trata, en fin, de un problema de hegemonía cultural.

El ambiente, con tales intervenciones, se iba tensando por momentos. Bao insistió en sus tesis políticas, mientras los americanos trataban de contemporizar. En un momento dado pareció que aquello se descontrolaría por completo, dada la virulencia de los chinos, molestos por no verse traducidos en América. Chen sabía que, si algo imperaba entre sus compañeros de viaje, era precisamente el antiamericanismo primario. No obstante, no había preparado nada para hacer frente a esta tendencia.

Por fortuna, llegó la hora del cóctel. La discusión cesó tan abruptamente como había brotado. Ante las copas y los canapés todos los escritores volvieron a estrechar sus manos y a mostrarse distendidos, expresando a cada cual sus mejores deseos. Shasha se puso en el pelo jazmines fragantes, de los que iba tomando pétalos para echarlos en su té, para el mayor encantamiento de los americanos que la rodeaban.