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El Inspector jefe Chen Cao, de la comisaría central de Shanghai, estaba invitado aquella tarde de mayo en los grandes baños públicos Pájaros Voladores, Peces Saltadores.

Según Lei Zhenren, director del Shanghai Morning, allí, rodeados de lujo, echarían fuera todas sus preocupaciones. «¿Cuan sumergido te hallas? / Esto es como lluvia torrencial de primavera / la de un gran río que brota en el este… Esta ultramoderna casa de baños es realmente única. Característica de la vía china al socialismo. En ningún otro lugar del mundo veras un sitio así», había dicho a Chen.

Lei sabía cómo resultar persuasivo, por lo que echó mano de la poesía de Li Yu, el sureño emperador poeta de la dinastía Tang. Lo de característica de la vía china al socialismo era un eslogan político común, no obstante conllevara una connotación discordante, sobre todo en lo que aludía a transformaciones materiales sin precedentes como las que se daban en la ciudad de Shanghai. Chen, por su parte, había leído en una publicación inglesa, a propósito de aquellas casas de baños, lo que sigue:

«Cada noche de fin de semana, unos dos mil chinos y varias docenas de extranjeros se juntan desnudos en el Niaofei Yuyao, unos gigantescos baños públicos, donde toman baños de leche, se expansionan en la «ardiente habitación de jade» y nadan en la piscina. Todo es público y legal. Tras dar unos cuantos golpes en el minigolf (donde es preciso estar vestido), el visitante puede recibir un masaje (de nuevo desnudo) para presenciar después un espectáculo propio de Las Vegas (al que la audiencia puede asistir en pijama, mientras los actuantes se muestran en mucho menos que en pijama)…»

No llevó a Chen más de un par de minutos recordar de dónde venían las palabras chinas niaofei yuyao, lo que significa Pájaros Voladores, Peces Saltadores. El nombre de los baños públicos derivaba de un antiguo proverbio: El mar inmenso para que los peces salten, el cielo alto para que los pájaros vuelen, lo que suponía, ni más ni menos, hablar de «infinitas posibilidades». Quizá, un nombre tan pomposo para una casa de baños, supusiera además una alusión más que plausible a la amplitud de las instalaciones y a la muy larga lista de servicios que allí se ofrecían. Así que respondió a la invitación como sigue:

—Puede que esos baños sean muy lujosos, Lei, pero no los necesito. Tengo ducha con agua caliente en mi apartamento, ya lo sabes.

—Vamos, camarada inspector jefe Chen —respondió Lei—. Si enseñas allí tu acreditación, el propietario saldrá a recibirte aunque esté descalzo, te hará un gran recibimiento… Eres un cuadro importante del Partido, además de poeta laureado, y ese tipo sabrá obsequiarte como te mereces. La salud es el capital más importante para hacer la revolución, como dijo hace muchos años el presidente Mao.

Chen conocía a Lei desde hacía años, desde los tiempos de la Asociación de Escritores, a la que ambos pertenecían. Lei se había doctorado en literatura china y Chen en literatura occidental. Pronto, sin embargo, ambos renunciarían a sus títulos para dedicarse a los respectivos trabajos que ahora desempeñaban. Convertido rápidamente en reportero de alto nivel, la carrera de Lei no sólo no se estanco, sino que prospero rápidamente. Cuando apareció el Shanghai Morning, apenas un año atrás, fue nombrado director del periódico. El Shanghai Morning, como otros diarios, si bien se hallaba bajo el control político del Gobierno, era por completo responsable de sus finanzas. Así que Lei no escatimaba esfuerzos para hacer de su periódico el más leído, a pesar de que sus informaciones se ajustaban plenamente a los clichés políticos imperantes. Sus esfuerzos no fueron en vano y el periódico se hizo prontamente muy popular, superando rápidamente en ventas y difusión al Wenhui Daily.

Lei decía a Chen que se trataba de celebrar el éxito de su periódico. Era una invitación difícil de rechazar por parte del inspector. Durante años, Lei había publicado muchos poemas de Chen en los periódicos por los que pasó. Chen se dijo que quizá no tenía por qué ser tan cauto, por cuidar de su posición, precisamente en los días del guanxi, la gran red de conexiones profesionales que se extendía por la ciudad.

—Lei, tú ya me invitaste a un gran almuerzo en el Xinya, así que ahora me toca a mí corresponderte —dijo no obstante.

—A ver, Chen… Estoy haciendo un reportaje sobre los últimos locales de diversión abiertos en Shanghai y no me resulta alentador ir solo a algunos de esos sitios. Así que te pido por favor que me acompañes. Los gastos que haya correrán de mi parte.

—De acuerdo, pero nada de habitaciones privadas ni raros servicios especiales.

—No hace falta que me lo digas. No sería una buena idea que nos dejáramos ver en esos sitios mostrando actitudes sospechosas, sobre todo ahora que estamos ante una nueva campaña contra la corrupción.

—Sí, eso brinda grandes titulares a tu periódico —dijo Chen.

El Niaofei Yuyao era un desmesurado edificio de seis plantas levantado en la carretera a Jumen. Su amplio vestíbulo, iluminado con candelabros de cristal, impresionó a Chen más que cualquier hotel americano de cinco estrellas. La entrada costaba doscientos yuanes por persona y no incluía ningún otro servicio, según decía a los que iban llegando un portero estólido mientras les ponía un brazalete plateado y con un número impreso.

—Es como un restaurante barato, puedes pagar al final todos los servicios que hayan cargado en tu número —explico Lei.

Intento acceder un joven reportero grafico, que apuntaba con su teleobjetivo como si fuese una pistola, pero el portero le salió al paso de inmediato, sujetándole con fuerza el brazo.

—No está permitido hacer fotos —le dijo.

Chen se sorprendió.

—Qué raro —dijo en voz baja—. Si las fotos salieran en un periódico como el tuyo el negocio se beneficiaría con la publicidad.

—Bueno, un gran árbol se mece con el viento que lo castiga —respondió Lei mientras se ponía unas chanclas de plástico—. Pero lo cierto es que este lugar no necesita más publicidad; si la tuviera, puede que el Gobierno local se viese obligado a investigar el increíble negocio que supone.

La zona de la piscina era como tres o cuatro campos de fútbol, sin contar el área destinada a las mujeres en espera de clientes. El agua de tres grandes piscinas brillaba de tan verde bajo la tenue luz. Fuentes y estatuas majestuosas, de mármol, circundaban cada una de las piscinas, a imitación de los palacios de la Roma antigua, aunque al fondo se veía una hilera muy moderna de aplicaciones para dar masajes de agua a presión. Había a un lado, igualmente, una sucesión de recipientes con sus correspondientes grifos, bajo los que se leía cerveza, ginseng, leche, hierbas… La espuma marrón que salía del grifo de la cerveza contrastaba con la blancura de un hilillo que salía del grifo de la leche. Chen se acercó para mirar en el recipiente del que salía el grifo del ginseng, por ver si la bolsa que allí flotaba contenía las raíces genuinas de la planta, aunque no estaba muy seguro de que pudieran conservar sus propiedades médicas en aquel ambiente de humedad tan cálida.

—Se supone que lo que hay en esos recipientes es bueno —dijo Lei con una sonrisa burlona.

—Y muy caro…

—Las piscinas, por sí solas, habrán costado millones —siguió diciendo Lei—. Una gran apuesta para impulsar los planes que la WTO ha diseñado para Shanghai, ya sabes, esa oleada de capital extranjero de la que hablan… China es el segundo destino más grande para las inversiones de capital, después de los Estados Unidos. Seguro que pronto se convierte en el primer destino.

Lei hacía por las noches un máster en administración de empresas. Para dirigir el periódico tenía que saber algo más que lo aprendido cuando años atrás se doctoro en literatura china.

—¿Así que vas a hacer un reportaje sobre esta casa de baños?

—Bueno, no sólo sobre este lugar; quiero hablar de los últimos tugurios de diversión que se han abierto… Comer, beber, dormir y todo lo demás… En China está apareciendo a velocidad de vértigo una amplia clase media. Disponen de dinero y quieren saber cómo gastarlo. Como director de un periódico, mi obligación es ofrecer a los lectores justo eso que quieren leer.

—Y también piscinas de vino y bosques de carne —dijo Chen, aludiendo a la descripción clásica de la decadencia de la dinastía Shang y sus palacios, mientras se detenían ante una pileta de hidromasaje con agua caliente.

—Y más cosas, muchas más —dijo Lei de muy buen humor—. Esto es como el Palacio de invierno ruso, sólo que con más calor; esto es como las termas de los últimos tiempos del Imperio romano.

Chen se recostó contra la pared de la pileta, el agua caliente masajeándole la espalda, haciéndole sentir el contento que invadía a todos los que estaban allí. Trató de recordar el nombre del poeta al que había aludido Lei, pero en vano.

—¿En qué piensas, Chen?

—En nada… Tengo la mente en blanco, completamente relajada, como sugeriste que hiciera.

—Debes tomarte las cosas con calma, Chen. Tu nueva posición en el Congreso de la ciudad, y tu fama de poeta, así lo exigen.

Según todas las apariencias, Chen, en efecto, ascendía rápidamente. Miembro reciente del Congreso del Pueblo de Shanghai, parecía encaminarse aprisa a la sucesión de Li Guohua, secretario del Partido en la Policía. Pero Chen no las tenía todas consigo a ese respecto. Del Congreso de la ciudad se decía que no tenía más poder que el de un mero sello de caucho, y ser congresista ahí, pues, venía a resultar más un titulo honorifico que otra cosa. Posiblemente, un mero compromiso. Sabía bien que había gente de primera línea del Partido en mejor disposición de acceder a la jefatura de la Policía, pues encima se le consideraba excesivamente liberal.

Sí era cierto, por el contrario, que sus libros de poemas habían obtenido un éxito impensable, especialmente el último que había publicado. La poesía no da dinero, y en la edad en que todo está orientado al dinero, el éxito de sus publicaciones podía considerarse poco menos que un milagro. Vendía bien sus ediciones.

Quedaron interrumpidos sus pensamientos por la irrupción en la pileta de hidromasaje de dos nuevos bañistas, uno bajo de estatura y con el cabello gris y los ojos redondos y brillantes, y el otro alto y con la nariz aquilina, y con gafas de cristales de culo de botella. Aparentemente, seguían con una discusión empezada mucho antes.

—El socialismo es para los perros. Esos perros glotones, sin escrúpulos, que son los funcionarios del Partido. Despedazan todo lo que tienen a su alcance y se comen hasta los huesos —decía el más bajo de aquellos hombres, francamente indignado—. Nuestra compañía, controlada por el Estado, es como un gigantesco ganso gordo del que todo el mundo se lleva alguna pluma. ¿Sabes que el jefe de la oficina de exportaciones de la ciudad pide un cinco por ciento de comisión, a cambio de aprobar las operaciones?

—¿Y qué le vas a hacer, hombre? —dijo el más alto con sarcasmo—. El comunismo es ya sólo el eco nostálgico de una canción. Aquí lo que se pone en práctica es el capitalismo, pero con el Partido Comunista en la cúspide de la pirámide, chupando una piruleta roja. ¿Qué esperabas de los cuadros del Partido?

—Son unos corruptos consumados. No creen ni piensan en otra cosa que no sea su propio provecho… En nombre de la vía china al socialismo, por supuesto.

—¿Y qué es eso sino capitalismo? Todo el mundo mira por su dinero, a despecho de la propaganda comunista que hacen nuestros periódicos. Son como la espuma de la cerveza cuando rebosa.

—Los policías tendrían que cargarse a esos huevos podridos.

—¿Los policías? —se extrañó el más alto, salpicando agua con sus grandes pies—. Pero si son chacales que viven en la misma guarida que esos lobos.

Chen frunció el ceno. Las quejas que oía no le resultaban sorprendentes, pero aquellas alusiones últimas no podían sonarle muy bien a un policía desnudo. Ni a un director de un periódico, igualmente desnudo.

—El chino —dijo Chen a Lei en voz baja— es un idioma envolvente. La voz con que se designa la corrupción (fubai) significa literalmente podredumbre y se refiere a la carne y el pescado pochos. Ahora se alude con el término, claramente, a los cuadros del Partido.

—Sí, las cosas van mal y encima pueden empeorar fácilmente —aceptó Lei—. Puedes meter en la nevera las carpas del Río Amarillo, pero no a los cuadros del Partido.

Es muy interesante observar la evolución del lenguaje. En los años 60, corrupción significaba el modo de vida de la burguesía corrompida, y se utilizaba el término para referirse a cosas como las relaciones extramaritales. En la misma escuela a la que acudió Chen se dio el caso de un joven «corrupto», al que expulsaran por descubrirle manteniendo relaciones sexuales prematrimoniales con una chica. En un sentido más general, el término podía referirse igualmente a las llamadas extravagancias burguesas, tales como tomar un baño de agua caliente en un lugar en el que la entrada costaba más que el sueldo mensual de un trabajador. En los últimos años, sin embargo, la palabra iba como una flecha a una sola diana: los funcionarios del Partido.

—En tiempos de Mao —asintió Lei— la corrupción era un asunto muy serio. En una economía estancada, todo el mundo venia a ganar más o menos lo mismo, de acuerdo con el viejo principio marxista de que a cada uno según sus necesidades, y de cada uno según sus capacidades… Pero, tras la Revolución Cultural, la gente comenzó a desencantarse con tanta propaganda ideológica.

—Fue una vacuna espiritual. A mí me pasó.

—Veamos las cosas desde una perspectiva diferente —siguió diciendo Lei al tiempo que salía de la pileta—. Después de todo, China, es innegable, ha progresado mucho. Esos dos bocazas, por ejemplo, no hubieran podido hablar así en los tiempos de la Revolución Cultural, habrían ido a la cárcel.

—Y que lo digas —abundo Chen, consciente de todo lo que Lei y él tenían en común. Podían ser cínicos y críticos con el sistema, pero el último análisis que hacían les obligaba a mantenerse a la defensiva, a cuidarse del sistema.

Lei llamó la atención de su amigo para que se fijara en la hilera de duchas, cada uno de cuyos habitáculos tenía un nombre: Pistola, Aguja, Quinto elemento, Yin/Yan, Cadena, Bruma…

—Me siento como la abuelita Liu cuando camina por el jardín de las Grandes Vistas —dijo Chen aludiendo a la novela El sueño del aposento rojo. Liu es una paleta, una mujer del campo por completo atemorizada ante el esplendor del jardín—. Echa un vistazo a la sauna Jade y Fuego.

—Hoy día puedes conseguir lo que quieras, si tienes dinero.

—Pues en eso los policías tenemos algún problema…

Lei no dijo nada, quizá ocupado en la experimentación con algo designado como Circulación del Cielo Zhou: había tomado asiento en un banco de acero sobre el que pendía una jaula con barrotes de hierro de la que caía agua pulverizada y a la que pretendía asirse como un mono de los que salen en Peregrino hacía el oeste.

Luego siguieron hasta una «habitación seca», donde fueron azotados por el personal allí de Servicio con grandes toallas, tras de lo cual les ofrecieron unos pijamas rojos con rayas blancas para que con ellos puestos entraran en el ascensor.

—La cuarta planta es la de los juegos recreativos, billar, ping-pong, baloncesto… Hay también una piscina con peces rojos, en la que se puede pescar.

—Bien, pues vayamos allí, Lei.

—Perfecto. Pero comamos antes. Tengo hambre.

La tercera planta era como un mercado, en la que había hileras de tanques de agua con peces y langostas y langostinos vivos. Había también baldas con platillos y potería con distintos alimentos, cubiertos con un fino plástico, todo de colores muy llamativos y aspecto apetitoso. Una especie de menú en vivo. Una camarera, vestida también con un pijama rojiblanco, se llegó solícita hasta ellos. Atendiendo a sus recomendaciones, ambos ordenaron sopa de costillas de cerdo con tulipanes servida en una escudilla de acero inoxidable sobre infiernillo de gas liquido, acompañada de una fuente azul y blanca en la que había jengibre y cebolletas cuidadosamente troceados, con carne cocida a la pimienta roja. Y además, copas de zumo de tomate con langostinos pelados y trozos de anguila atravesados en palitos de bambú. Pidieron un par de cervezas heladas.

La camarera, una vez ordenado el menú, los condujo a una mesa. Se deslizaba ella suavemente con sus zapatillas de lana, extrayendo leves notas del piso de madera. El salón comedor mostraba un ambiente uniforme, probable resultado de que todos los allí presentes vistieran el pijama rojiblanco.

—Bueno, aquí sí que se da el comunismo, o al menos su apariencia. Todos parecemos iguales… al menos así vestidos —dijo Lei alzando sus palillos—. Pero, mira esa gran mesa, a la que llaman manchuriana y en la que sirven banquetes de la dinastía Han… El nombre le viene, si investigas en ello, de la necesidad de construir la unidad del país que ya se dio en la dinastía Qing. Para demostrar su solidaridad, el emperador de Manchuria ofrecía en la Ciudad Prohibida banquetes propios de varias etnias… Jorobas de camello, pata de oso, nido de golondrinas, sesos de mono…

—Todo lo que hay ahí parece raro e inimaginable, como algo nunca visto bajo el sol —dijo Chen sin dejar de mirar la impresionante mesa—. ¡Hay que ver cómo disfrutan todos estos nuevos ricos!

—Bueno, realmente no estamos en unos tiempos en que la gente se limite a alardear, sin más. Esto es un banquete para hacer guanxi, relaciones provechosas… La cartera llena de grandes billetes de estos hombres es también la cartera llena de grandes billetes del Gobierno —dijo Lei mientras servía un poco de carne en el plató de Chen.

—Como dijo el sabio Du —apunto Chen—, la carne y el vino hacen el mal tras la puerta bermeja / en los caminos yacen los cuerpos devastados hasta morir.

—La vida es breve, ciertamente —dijo Lei—, así que comamos y bebamos.

En un pasillo lateral se veía una chica muy joven, que ponía sus pies desnudos en los muslos de un viejo. Las uñas pintadas de sus pies eran como pétalos de rosa que le hubieran brotado luminosos en aquellos dedos vulgares como zanahorias.

Una vez hubieron dado cuenta de las viandas, el policía y el periodista decidieron bajar a la segunda planta, para descansar un rato. La segunda planta tenía un gran vestíbulo y habitaciones pequeñas, unos coquetos reservados. Los que por allí pululaban mostraban todo el aire de ser clientes habituales, pues se les veía tratar con gran confianza a las chicas, las cuales, como todos ellos, vestían los pijamas rojiblancos del club. Los reservados ofrecían privacidad a distintos precios, dependiendo de los servicios que se pidieran.

—Mira, ese de ahí es Tong Tian, el jefe del distrito de Zhabei —dijo Lei en voz muy baja, señalando con gran discreción a un hombre que se dirigía a uno de aquellos reservados.

—Vaya con el secretario Tong… Sí, ya le había reconocido…

—Envió a su mujer y a su hija lejos, a Vancouver. Su hija estudia en un colegio privado. Allí tienen una gran mansión.

—¡Cómo no! —exclamo Chen. El sueldo de Tong como funcionario gubernamental sería más o menos como el suyo. No hacía falta ser muy listo para suponer que obtenía sustanciosos sobresueldos, al margen de sus obligaciones, para que su familia llevara un alto nivel de vida incluso en el extranjero.

—Tras esa puerta por la que ha entrado le esperan un par de chicas, muy bonitas, dispuestas a brindarle cualquier cosa que pueda pedirles; eso se consigue deslizando entre sus dedos algún que otro billete de mil yuanes… Sólo la habitación cuesta quinientos yuanes a la hora —señaló Lei, que concluyó dando a su tono hasta entonces sarcástico un imprevisto giro solemne—: Si los funcionarios del Partido fuesen como tú, en China se hubiera construido realmente el comunismo.

El vestíbulo de la planta era acogedor, muy agradable. Cada cliente disponía allí de asientos blandos y una mesita sobre la que depositar las bebidas y los aperitivos. Dos grandes pantallas de televisión proyectaban de continuo películas americanas. Se veía ir y venir de un lado a otro a un montón de chicas masajistas, que parecían murciélagos aleteando en el polvo de la penumbra.

—Podríamos estar hablando de la corrupción hasta bien entrada la noche, aunque no sea algo precisamente agradable para después de una buena comida —dijo Chen.

No lo decía sólo porque aquello pudiera provocarles una indigestión. El coste de lo que llevaban consumido bien podría superar lo que cobraba Lei al mes. Como cuadro del Partido que era, Lei disponía, sin embargo, de gastos de representación, que habrían de redundar, supuestamente, en beneficio de su periódico. Según un viejo proverbio chino, recordó Chen con un sentido del humor un tanto deprimente, quienes necesitan cincuenta pasos para huir no ríen tanto al final como quien ha necesitado de cien pasos para hacerlo.

—No te preocupes, Chen —le dijo Lei como si pudiera leerle los pensamientos—. Recuerda eso de que cuando la presencia del Diablo no te impresione, el Diablo huira de ti.

Era otro proverbio chino. El Diablo de la corrupción inacabable, sin embargo, podría protagonizar historias muy diferentes. Justo en ese preciso instante se les acercaron dos lindas masajistas, vestidas ambas con pijamas a rayas rojiblancas, como los suyos. Pero con una diferencia: los pijamas de las chicas eran de manga corta, y cortos eran igualmente sus pantalones. Muy cortos. Brillaban en la semioscuridad sus brazos y sus piernas.

—Para empezar —les ordeno Lei—, dadnos un masaje en la espalda.

La chica que se ocuparía de Chen tendría, como mucho, diecisiete o dieciocho años. Le ayudó a quitarse la parte superior del pijama y de inmediato hizo que se tumbara boca abajo para derramar sobre su espalda un aceite denso y aromático. El se volvió un poco, sobre sus hombros, para contemplar la delicada figura de la muchacha, su fragilidad cerniéndose en la penumbra sobre su espalda, sus brazos delgados moviéndose rítmicamente de la cintura al cuello, sus dedos incidiendo allá donde encontraba un nudo muscular… Aquello le resultaba una experiencia de lo más exótica, desde luego, que le hacía recordar eso que hablara poco antes con Lei: Como en los tiempos de la antigua Roma…

Chen pensó de pronto, sin embargo, en la caída del Imperio romano. Boca abajo, con la cara contra una suave almohada, se dijo además que dicha caída fue consecuencia de la corrupción y todos sus ineludibles vicios decadentes. Podía ser, siguió diciéndose, que Lei no reparase en ello, pues su periódico era, al fin y al cabo, un imperio rampante, un imperio que comenzaba a arrancar.

La chica se cernía sobre él una y otra vez, rítmicamente. Luego, sentándose en un banco a la altura de la camilla donde yacía Chen, hizo que éste se diera la vuelta para tomarle los pies y llevarlos a su regazo, casi rozándose con los dedos de los pies del hombre los pechos libres bajo el pijama.

—El roce de tus pies me alegra el corazón —le dijo la chica entonces con una voz muy baja, sugerente, arrebolado su rostro, perladas de sudor la frente y las cejas. Y de súbito, como en un arrebato, se metió en la boca el dedo gordo de un pie de Chen. Le dio tanto gusto, y a la vez estaba tan nervioso y sorprendido, que no acertó a impedírselo. Enfebrecida, le chupaba sin desmayo el dedo del pie como si fuese un pirulí, con su lengua blanda y cálida.

Pero entonces le sonó al inspector su teléfono celular. Lo sacó de bajo la almohada. Acababa de cambiar de número, por lo que no había mucha gente que tuviera el nuevo.

—¿Camarada jefe inspector Chen Cao?

—Sí, al habla.

—Soy Zhao Yan, del Comité de Disciplina del Partido. Quiero hablar contigo de algo que concierne al Comité.

—De acuerdo, camarada secretario Zhao Yan.

Chen atendía tenso. Zhao era todo un personaje, una figura legendaria en Beijing. Había ingresado en el Partido en los años 40 para alcanzar muy pronto puestos de responsabilidad. Llegada la Revolución Cultural, sin embargo, lo metieron en la cárcel. Estudio en prisión. Una vez liberado pasó a convertirse en uno de los intelectuales de mayor prestigio en el Partido. Se decía que el camarada Deng Xiaoping aceptaba gran parte de las sugerencias que Zhao le hacía, sobre todo en lo concerniente a la reforma económica. Zhao, en los 80, devino en el segundo secretario del Comité de Disciplina del Partido, y en su condición de tal asumió funciones de control policial dentro del mismo. Un tiempo después pasó a detentar una posición más honorífica, como cuadro histórico de la organización, aunque seguía manteniendo un gran influjo en el Comité, que gracias a sus esfuerzos redoblaba su poder en la lucha contra la corrupción.

—Ya estoy retirado, sólo soy un cuadro honorifico del Partido, así que llámame simplemente camarada Zhao… ¿Es un buen momento para que hablemos?

—Sí, adelante, camarada Zhao.

Claro está, no podía decirle al camarada Zhao que él, todo un inspector de gran prestigio, se hallaba en una muy lujosa casa de baños, medio desnudo y recibiendo un masaje de una muchacha igualmente a medio vestir, que justo cuando sonó el teléfono le estaba chupando el dedo gordo de un pie. Por eso, nada más empezar a hablar, Chen hizo un gesto a la chica para que se detuviese, saltó de la camilla, se puso de pie y firme, se cubrió con una gran toalla y salió al pasillo.

—¿Estas avisado de la nueva campaña contra la corrupción, camarada?

—Sí, he leído sobre eso —respondió Chen mientras secaba con un pico de la toalla el sudor que le corría por la frente.

—¿Y has leído algo sobre el caso Xing Xing?

—Sí, lo he seguido con mucho interés.

Lei salió entonces al pasillo, igualmente, con cara de mucho interés y un vaso de vino en la mano, que ofrecía a su amigo.

Sabia bastante de Zhao Yan y atendía a la conversación del inspector, vaso en alto, sin decir una palabra. Chen le quitó el vaso de la mano y se dio la vuelta para ocultarle el teléfono, como si le pidiera perdón por hacerlo, por reclamar privacidad. Lei volvió al cuarto del que había salido.

—Xing es culpable de varios de los más graves problemas que ha sufrido nuestra economía en los últimos tiempos, y un baldón infamante para nuestra imagen política —dijo Zhao—. Como además ha huido a los Estados Unidos, nuestros problemas se acrecientan. Xing sigue siendo una fuente inagotable de perjuicios.

Chen no estaba al tanto, sin embargo, de las actividades que desarrollaba Xing en el extranjero. Parecía saber sobre el turbio personaje sólo lo que se publicaba en los periódicos. La gente a menudo recibía con gran cinismo y reserva aquellas informaciones, por lo que rara vez se creía lo leído en la prensa oficial, pero cuando leían a propósito de los altos funcionarios inmersos en las redes de la corrupción, muchos lectores dejaban a un lado su habitual escepticismo. No obstante, sobre lo que hacía Xing en el extranjero se escribía más bien poco.

—El Comité —siguió diciendo Zhao— ha decidido investigar hasta el final. Todo el que esté relacionado con esa trama, no importa cuán alta sea su posición en el Partido, será castigado. Como ha dicho nuestro primer ministro, la corrupción es un cáncer que corroe nuestro cuerpo político… Un problema que puede afectar muy gravemente, además, el futuro del Partido… Tanto como el de nuestro país, por supuesto.

—Así es, hemos de esforzarnos en la destrucción de esas raíces podridas que corroen el Partido —dijo Chen—. Hay que aplastar sin piedad a los corruptos.

—Es más fácil decirlo que hacerlo, camarada inspector jefe Chen, créeme… Por mucho que sometimos a vigilancia a Xing, consiguió huir al exterior en compañía de su familia. ¿Cómo lo hizo? Bien, eso es algo que me atormenta, una pregunta que me golpea de manera incesante.

—Creo más que probable que lo hiciera a través de sus muchos contactos —comenzó a decir Chen, pero se detuvo antes de decir lo que realmente pensaba: sus muchos contactos en las altas esferas.

—Además —prosiguió Zhao—, socava nuestra credibilidad en el exterior, presentándose como una víctima de lo que dice ser nuestro poder omnímodo, nuestro poder de estrangulación de las libertades, levantando de continuo falsas acusaciones contra el Gobierno de China. Hemos de hacer algo al respecto.

—¿Qué hacer, camarada Zhao?

—Te haremos llegar toda la información de que disponemos sobre el caso. Desde este preciso instante eres el responsable del caso en Shanghai.

—¿Pero qué se supone que he de hacer en Shanghai? Xing está en los Estados Unidos —dijo Chen.

—Así es, Xing consiguió huir, pero no se llevó a sus contactos… Cava dos metros bajo tierra, si es preciso, para encontrarlos. Tienes autorización plena del Comité para hacer cuanto consideres necesario. Eres un qinchai dacheng, por así decirlo (lo que aludía a un agente del Emperador con poderes especiales para desenvainar su espada en todo momento). En caso de extrema necesidad, incluso dispones del poder de llevar a cabo detenciones sin dar cuenta de ellas a nadie, sin necesidad de que un juez te extienda una orden.

A Chen no le agradaba eso de convertirse en un agente del Emperador con poderes especiales, por las connotaciones feudales que tenía el cargo. Chen había visto muchas veces, en la Opera de Beijing, a tal personaje, espada en mano, poderoso y sin límites. Era, desde luego, un gran título, pero podría enfrentarlo directamente con gente que detentaba tanto o más poder.

—¿Y qué pasa con mi trabajo habitual en la comisaría, camarada Zhao?

—Hablaré de todo esto con Li, tu secretario responsable en el Partido. Nos encontramos ante un caso que atañe exclusivamente al Comité.

Tras la conversación, a Chen le quedaron pocas ganas de continuar con lo que había dejado a medias. No estaba de humor para eso, por mucho que la chica no acabara su trabajo. Le quedaba un poco de vino en el vaso.

Entonces le llegó a la mente un poema de Wang Han, poeta del XVIII perteneciente a la dinastía Tang:

¡Oh añejo vino que brilla en la luminosa copa de piedra! / Te beberé a lomos de mi caballo / cuando el clarín de nuestro ejército llame al combate. / ¡Oh no rías si caigo borracho en mitad del campo de batalla! / ¿Cuántos son los soldados, desde tiempo inmemorial, / que han vuelto a casa después del combate?

El poema le golpeaba como una premonición siniestra. Chen no era un hombre supersticioso, pero… ¿por qué había recordado precisamente aquellos versos?

A buen seguro que Chen, en aquel momento, siendo y aparentando ser un hombre por completo común, sentía sobre sus hombros el peso de la responsabilidad que atañe a un general, por mucho que eso que tuviera entonces sobre los hombros, en aquel pasillo, fuera una simple toalla.

Entonces se abrió lenta y silenciosamente la puerta de uno de los reservados, del que salió despacio, con los pies desnudos, una joven masajista, la más hermosa de todas las que había visto hasta ese momento. Abrochaba con sus finos dedos el sujetador de seda escarlata que llevaba, un precioso du-dou. Tenía el cabello alborotado y un aire de ensoñación.