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Sin dejar de lado los preparativos del viaje, también intentó Chen dar con el hotel donde se hospedaba el camarada Zhao. Lo consiguió al fin. Era el Hotel Suburbio Occidental.

Había sabido de la presencia de Zhao en Shanghai el día antes, y le extrañaba que no lo hubiera llamado por teléfono. El inspector jefe esperó, sin embargo, hasta primeras horas de la tarde para llamar al hotel. La operadora de la centralita rehusó confirmarle si Zhao estaba allí hospedado, lo que hizo que Chen decidiera dirigirse al hotel. No creía que el anciano camarada se molestara por eso. No creía que Zhao hubiese tenido que ver con su designación como jefe de la delegación, así que supuso podría obtener información al respecto de aquella decisión súbita, que desde luego afectaba en alguna medida el curso de sus investigaciones. El Hotel Suburbio Occidental, próximo al Aeropuerto Hongqiao, era un hotel caro, de construcción reciente, vedado al público en general. Era en realidad un conjunto de villas entre lagos y bosques rodeados de altos muros. Un hotel que podría competir perfectamente con los dos hoteles americanos de cinco estrellas que habían sido inaugurados en Shanghai no mucho tiempo atrás. De momento, sin embargo, quedaba reservado a los altos cargos del Partido que visitaban la ciudad. En los últimos años, cuando no albergaba a ninguno de tan importantes huéspedes, el Suburbio Occidental abría su restaurante, al que sólo podían acudir hombres de negocios. Todo ese conjunto de villas, pues, permanecía envuelto en una suerte de neblina misteriosa.

En los accesos al magno recinto, Chen hubo de mostrar su identificación policial a un centinela armado. Allí, su rango de alto mando policial significaba poco, pues el control del hotel pertenecía al Ejército. Hubo de aguardar, largo rato, a que el camarada jefe allí hospedado diera su aprobación a la visita. Al cabo, y desde luego tras el visto bueno del camarada Zhao, pues el centinela saludó respetuosamente al inspector jefe, cosa que no había hecho antes, Chen recibió el permiso para entrar.

—Pasa, por favor —le dijo el centinela—. El camarada Zhao te espera. Se aloja en el edificio B, al final del complejo.

Era una edificación de dos plantas, de estilo colonial, rodeada de árboles frondosos. Una joven criada, uniformada de rosa, abrió la puerta a Chen.

—El camarada Zhao te espera en el salón.

Pasó Chen al salón. Lo primero que vio fue un gran escritorio de caoba, justo en el centro de aquella amplísima dependencia que estaba escuetamente amueblada, aunque en el estilo chino más tradicional y caro. En las paredes colgaban largos rollos de seda caligrafiados a la antigua, así como valiosas pinturas igualmente de tiempos lejanos. Sobre el escritorio se veían hojas de papel xuan, un tintero de piedra, un pincel igualmente antiguo, y varios libros. De un pequeño incensario con forma de tigre, elaborado en bronce, ascendía lentamente una columna tremolante de humo de incienso, que se consumía despacio en una esquina del gran escritorio de caoba.

—Bienvenido, camarada inspector jefe Chen —dijo Zhao mientras se levantaba de su asiento ante la mesa y se dirigía al policía con un libro en la mano.

Zhao había cumplido ya los setenta y cinco años, tenía el cabello muy blanco, con grandes entradas, el rostro rubicundo y la complexión fuerte. Vestía en seda, a la usanza Tang, y desde luego parecía enérgico y vital, algo que contradecía su edad. Señaló a Chen un sofá, donde el inspector jefe tomó asiento, haciéndolo él en una silla de caoba más alta.

—Te pido perdón, camarada Zhao, por no haberte avisado antes de mi nombramiento como jefe de la delegación de escritores chinos. El camarada presidente Wang, de la Asociación de Escritores, me comunicó que vendrías a Shanghai y quise esperar para contártelo en persona —dijo Chen—. No obstante, intenté comunicar telefónicamente contigo, pero me fue imposible. Mañana salgo de viaje hacia Estados Unidos.

—Estoy informado de tu viaje —dijo Zhao—. Yo también pensé llamarte pero al final no pude, no ha dejado de sonar el teléfono desde que estoy aquí.

—Sé que estás de vacaciones pero quiero informarte de cómo va mi trabajo.

—Ya he visto tus primeros informes —dijo Zhao, alargándole una taza de té—. Un importante camarada de Beijing y yo hemos hablado mucho de tu trabajo. Le dije que seguramente tendrías más cosas que contarme, en cuanto nos viéramos.

—Un importante camarada de Beijing —repitió Chen, un tanto abrumado por suponer que se trataba de uno de los más altos líderes del Partido, si no de un responsable del Gobierno. Estaba claro que, fuese quien fuese, las decisiones a propósito de su investigación se tomaban en un nivel muy superior al de la Asociación de Escritores.

—Sabemos de la urgencia y dedicación con que llevas a cabo tus investigaciones —le dijo Zhao—, pero ese importante líder de Beijing no cree que tu viaje sea un inconveniente; es más, piensa que está muy bien que seas tú quien encabece nuestra delegación.

—Serán sólo dos semanas, es cierto, pero hallándome en una investigación decidida por el Comité de Disciplina del Partido, y tratándose de un encargo personal tuyo, camarada Zhao, no creo que… En fin, que hay más escritores capacitados para encabezar nuestra delegación.

—Bien, dejemos que la Asociación de Escritores tome sus decisiones —dijo el camarada Zhao con una amplia sonrisa, en tono condescendiente—. La lucha contra la corrupción ha de ser por fuerza larga y prolija, y poco importan dos semanas de retraso… Te voy a enseñar algo —dijo Zhao levantándose para extraer de un cajón de la mesa unos documentos—. Yo también, como verás, trabajo en el caso.

Le entregó unas directrices de comportamiento ético a seguir por los funcionarios del Partido. Zhao hizo hincapié, al entregárselas, en los términos perfectamente comprensibles en que estaban escritos aquellos aspectos que definían la corrupción. Se prohibía allí taxativamente que los cuadros del Partido utilizaran su posición política para obtener cualquier tipo de ventajas y beneficios, así como para abrir negocios de explotación privada, manipular documentos a fin de convertir la propiedad pública en propiedad privada, utilizar su poder para influir en las decisiones de los subordinados, y, en fin, valerse de su acceso a los resortes económicos y políticos del Estado a fin de facilitar el desarrollo de cualquier tipo de actividad privada con fines lucrativos.

—La corrupción, especialmente entre los cuadros del Partido, es uno de los más serios problemas con que se enfrenta la China de hoy —dijo el camarada Zhao agitando su cabellera blanca y brillante como un sueño a plena luz del día—. El pueblo se queja de la corrupción, y en muchos casos lo atribuye al sistema de partido único, suponiendo que un único líder ha de ser forzosamente corrupto, suponiendo que el poder absoluto conduce a la corrupción… Yo creo que eso es muy simplista, pero he ahí uno de los peligros reales con que nos enfrentamos… Tenemos, sin embargo, dos problemas, desde un punto de vista institucional… No podemos contentarnos con un par de investigaciones por encima, pues no se resolvería el problema, y como producto de un sistema relativamente novedoso, como lo es el socialismo, China ha de sortear un sinfín de obstáculos puestos en el camino por los enemigos del socialismo. No hemos de perder jamás la fe, eso es lo más importante.

—Creo que lo mejor es atacar el problema de raíz —dijo Chen, que no quería hablar en exceso. Si lo hiciera, podía confirmar esas informaciones, de las que tenía noticia, que lo tachaban como muy liberal. ¿Pero aquel documento que le mostraba Zhao serviría realmente para solucionar el caso? Estaba claro que había cuadros del Partido que, como el legendario juez Bao de la dinastía Song, observaban los mayores escrúpulos y una disciplina rígida. Pero eso no garantizaba nada desde un punto de vista legal, pues en última instancia el Comité de Disciplina del Partido atendía a las disposiciones del propio Partido.

Chen comenzó a sentirse un tanto irritado por el curso que tomaba la conversación. No había ido hasta allí para leer un documento que nada nuevo le aportaba, justo un día antes de que emprendiera un viaje que dejaba en suspenso, aunque fuera sólo por dos semanas, sus investigaciones. Y dos días después de la muerte de An… Hasta donde intuía, la muerte de An era consecuencia de la pérdida de los nervios a que habían conducido sus investigaciones a uno o a varios implicados, con lo que la investigación había pasado, de unos tanteos iniciales, a un punto crucial. Pero allí tenía a un importante camarada, enclaustrado en aquella suerte de nueva Ciudad Prohibida que era el hotel, perorando acerca de la moralidad inherente a todo buen cuadro del Partido… Un camarada del mayor rango al que además parecía bien que partiera de viaje, a pesar de todo.

No obstante sus reservas, Chen quiso ir un poco más lejos.

—Has hecho un análisis muy profundo, camarada Zhao… Como apuntas, hemos de llevar hasta el fin nuestra lucha contra la corrupción, caiga quien caiga —dijo Chen—. Es el caso más importante que jamás me haya sido destinado y me siento muy orgulloso de que los más importantes dirigentes de Beijing lo tengan en consideración. Pero quiero preguntarte si ese líder importante con el que has hablado de mi trabajo te ha hecho alguna sugerencia, o alguna crítica…

—Eres uno de los cuadros jóvenes más importantes del Partido, camarada inspector jefe Chen —dijo Zhao con voz meliflua—. Eso es bueno, como lo es tu entusiasmo… Pero has de ser consciente en todo momento de que trabajas por el mayor interés del Partido. Por los intereses últimos del Partido.

—¿Por los intereses últimos del Partido? Pero si soy un miembro del Partido y además un mando policial, claro que tengo en cuenta los mayores intereses del Partido… Siempre tengo presente lo que me enseñó mi padre, un gran confuciano: Un hombre ha de entregar su vida por quienes le aprecian y confían en él, como una mujer ha de mostrarse siempre bella al hombre con quien comparte su vida. Bien sé que, gracias al Partido, soy lo que soy en el presente, nunca lo olvido. Me has provisto, camarada Zhao, con los poderes propios de un enviado especial del Emperador, así como con su espada justiciera… ¿Cómo no habría de luchar denodadamente por el mayor interés del Partido?

—Lo sabemos, camarada Chen, pero siempre es posible perfeccionar nuestra tarea. Por ejemplo, creo que harías mejor si condujeses tus investigaciones de manera más discreta… Alguien ha dicho que filtras información a la prensa…

—No es verdad. En ningún momento he hablado con cualquier periodista sobre el caso —intuyó Chen que algo iba mal. Había hablado del director Dong con Zhu Wei, del Wenhui, pero en un contexto muy distinto del caso Xing. Claro que al reportero no le debió resultar difícil asociarlo a las investigaciones sobre Xing, todos sospechaban que podía haber una conexión entre ambos personajes, era un secreto a voces. En cualquier caso, no era culpable el inspector jefe de que la gente hiciera esas composiciones de lugar. ¿Pero quién lo habría acusado de eso ante los máximos líderes de la nueva Ciudad Prohibida de Beijing?

—He luchado toda mi vida por la sagrada causa de nuestro gran Partido —dijo Zhao—, y por fin veo que China comienza a avanzar por la vía correcta… La lucha contra la corrupción ha de allanar el camino de las transformaciones que auspicia la reforma económica, un hecho histórico. Hay gente, sin embargo, empeñada en alterar nuestro rumbo. El presente es en muchos aspectos, a despecho de nuestros avances, un cuadro de China podrido… Cuanto se debe a la corrupción es cosa que nada tiene que ver con las aspiraciones del Partido, es algo que ocurre al margen del Partido. Y en ese afán de alterar nuestro rumbo actúan por igual la prensa que tenemos y la extranjera.

Era difícil hablar con franqueza, y más ante uno de los cuadros del Partido más relevante, que parecía sostener un duelo tai chi en su más alto grado. Diandaojizhi consumado, Zhao no podría presionar todo el tiempo en el mismo sentido, así que Chen, aun levemente tocado, creyó ver un flanco abierto en la guardia del otro, y aventuró una respuesta a sus indirectas.

—Repito que no es cierto que haya hablado una sola palabra con la prensa acerca de mis investigaciones. Me pregunto la razón de que ese importante camarada de Beijing haya podido creer eso, en el supuesto de que alguien hiciera correr el bulo —dijo Chen—. ¿Acaso mi nombramiento como jefe de la delegación tiene algo que ver con la intención de apartarme del caso?

—No, no pienses eso, no tomes ese viaje a Estados Unidos como una añagaza para apartarte de las investigaciones en curso. Como detective experimentado, sabes bien que hay distintas maneras de ver una cosa… No te preocupes por los rumores que puedan ir propalando por ahí algunos, a propósito de tu trabajo. Yo confío en ti.

—Gracias, camarada Zhao —dijo Chen.

¿Formaría parte esa ratificación de alguna estrategia urdida por Zhao? ¿Albergaría alguna intención oculta? Chen creyó haber visto un énfasis especial en Zhao, cuando pronunció las palabras Estados Unidos y distintas maneras de ver las cosas… Recordó de repente el inspector jefe que allí, en Estados Unidos, estaba precisamente Xing… ¿Era una indirecta? ¿Quería decirle que su viaje era mucho más importante de lo que suponía? Tenía Chen la impresión de que, en efecto, Zhao pretendía decirle muchas cosas, aunque sin verbalizarlas.

Zhao, tras un silencio por parte de ambos, fue hasta el escritorio de caoba, desplegó lentamente un rollo de seda y lo expuso sobre la mesa. Era un poema titulado El Pabellón Guanque, escrito por Wang Zhihuan, poeta del XVII, otro de los grandes de la dinastía Tang.

Declina el blanco sol contra las montañas; / corre el Río Amarillo en dirección al océano. / Tienes que subir a las cumbres para ver más lejos, / para ver el horizonte a través de las miles de millas.

—Copié este poema anoche. Desde que estoy retirado de los puestos ejecutivos he aprendido a caligrafiar en la seda. Este poema es para ti, camarada inspector jefe Chen. Consérvalo, aunque, si quieres, puedes regalárselo a alguno de los escritores americanos con los que te entrevistes. Será un buen regalo en cualquier caso.

—No, camarada Zhao, no podría regalárselo a nadie. Es un poema muy especial para mí. Lo colgaré en la pared de mi casa.

Chen no era un juez experto en caligrafía tradicional china, pero le gustaba la escritura de aquel poema. Además, un poema caligrafiado por Zhao en pura seda, con aquel lazo rojo pendiendo, sería un objeto precioso que lucir en su casa. El gesto del anciano dirigente le causó una emoción profunda.

—Permite que te lo dedique —dijo Zhao, y tomando el pincel de su escritorio escribió en el extremo inferior del rollo: Para el camarada Chen, un soldado leal en la lucha contra la corrupción.

¿Era el poema, pues, una indicación?

Sí, una indicación para llegar hasta lo más alto, allá desde donde mirar en lontananza. Era una clara referencia a esa frase de uso común entre los policías, daju weizhong, que alude a la necesidad de observar un caso en todos sus aspectos, desde todas las perspectivas posibles.

No había, pues, que presionar más a Zhao en busca de explicaciones. El viejo camarada le había dicho todo lo que podía expresarle con palabras, y además, sin hablar, le había adelantado más cosas, como las que se decían en aquel poema chino clásico… Los políticos en ocasiones han de hablar como lo hace la poesía, por mucho que Chen, no obstante ser poeta, no se hubiera detenido a pensar en eso antes.

—Una cosa más, camarada Zhao —dijo Chen—. No quiero que mi estancia en el extranjero suponga un alto en mis investigaciones. Supongo que podré seguir allí alguna pista…

—Bien, tú estás a cargo de la investigación, con plenos poderes, recuérdalo. Haz lo que creas conveniente.

—Gracias —fue todo lo que pudo expresar Chen—. Por otra parte, el camarada inspector Yu Guangming ha trabajado conmigo durante años, hemos hecho muchas investigaciones juntos… Es un hombre muy capaz y no menos leal. ¿Podría actuar en mi nombre, mientras me encuentre lejos, si fuera necesario?

—Por supuesto. Y si lo cree inevitable, dile que puede ponerse en contacto conmigo. Me parece que he oído hablar de él —dijo Zhao—. ¿Algo más, camarada inspector jefe Chen?

—No… El caso se va complicando por momentos, pero no creo que suceda nada de especial relevancia en dos semanas. Seguiré en contacto contigo, camarada Zhao —dijo Chen levantándose ya para irse—, por muy ocupado que esté en los Estados Unidos.

—Quizá no te sea fácil llamar por teléfono desde allí… Además, como dice un viejo proverbio, cuando un general lucha en las fronteras, no ha de hacer caso de las órdenes que pueda hacerle llegar el Emperador desde la capital.

Aquello también era una indicación, un acicate, pensó Chen.

Salió del hotel atesorando como oro en paño el rollo de seda con el poema caligrafiado, diciéndose que la conversación había sido, al cabo, muy productiva. Unos pasos más allá se echó sobre el hombro el rollo de seda, como si fuese la espada imperial.

De camino a su casa, Chen llamó a Peiqin, la esposa del inspector Yu.

—Dile a Yu que desayunaremos juntos mañana, a primera hora.

—Bien, pues ven mañana al restaurante —le sugirió ella—. Tenemos un nuevo chef que cocina de maravilla.

—El Viejo Lugar está más cerca, me apetece comer unos buenos fideos, tú misma dices que tienen fama de ser los mejores de la ciudad…

—Le diré que te espere en un reservado de la segunda planta —dijo ella—. Yo misma me encargo de hacer ahora la reserva.

Peiqin era una persona muy intuitiva. No hacía falta que Chen le dijera más. Bien sabía ella que, si la llamaba para quedar con Yu, era por algo importante. Ya en otras ocasiones, en el transcurso de investigaciones llevadas con Yu, la había telefoneado para indicarle algo, cuando el inspector jefe creía necesario tomar precauciones.