17

Siguió adelante el encuentro, produciéndose las sesiones en el salón de conferencias con alguna que otra escaramuza entre los escritores de ambos países. A despecho de sus primeras y pacíficas intenciones, Chen no pudo evitar acalorarse en el transcurso de una de aquellas discusiones.

Hubo algo en particular que puso de uñas a los chinos. En un debate sobre la literatura china contemporánea, los americanos dieron en hablar de unos cuantos escritores chinos disidentes, presentándolos como si fueran los únicos interesantes. Bonnie Grant, la vieja sinóloga que tenía un contrato en exclusiva para traducir las obras de Gong Ku, un poeta muy críptico que había matado a su esposa para suicidarse después, dijo que se trataba Gong del más grande de los poetas chinos, poniéndolo muy por encima del resto.

—Su obra, muy críptica —intervino Chen entonces—, tiene cierto interés, pero no se puede decir, ni de él ni de los poetas de su estilo, que sean los mejores, o los únicos valiosos… Creo que se podrían mostrar muchas objeciones acerca del porqué de su introducción en el mundo literario occidental. Bonnie insistió en sus tesis, lo que era abundar también en la defensa de sus intereses, no ya de sus gustos, y concluyó con una nota sarcástica:

—Gong se vio obligado a escribir bajo una fuerte presión política. Por ejemplo, contemplemos los dos últimos versos de su poema Después de la lluvia: Un mundo de coloristas setas venenosas / tras la lluvia súbita… ¿De qué venenos nos habla? No creo que se refiera sólo a las setas. Lo hace, en mi opinión, de unas ideas nuevas, que son venenosas para la ideología oficial… Como miembro de la Asociación de Escritores chinos que eres, sin embargo, supongo que tú nunca habrás sufrido presiones políticas…

Aquello hizo mella en Chen. Era tan irónico como falso. No pocos críticos chinos, fieles a la ortodoxia literaria, habían condenado sus versos definiéndolos como «decadentes y modernos». Chen intentó argumentar, señalando que eso que llamaban en China «poesía críptica» había captado la atención occidental en muchos casos, precisamente por sus virtualidades críticas, por sus gestos políticos evidentes. Contraatacó además señalando, mientras repasaba sus notas, para corregir lo que la sinóloga había dicho a propósito de las setas.

—Tu interpretación —dijo— de esa metáfora de las setas venenosas, es errónea, una consecuencia de tu lectura parcial. Después de todo, muchas veces se llama deconstrucción a lo que no es más que una lectura errónea de un texto. Resulta que estuve una vez con Gong, en una reunión literaria que se hizo en las Montañas amarillas… Gong, como siempre, lucía su sombrero rojo; era un hombre alto y llamativo; parecía un niño perdido en los bosques, de tan inocente… Era la persona, no ya la personalidad, que había adoptado para sí, y jugaba ese papel espectacularmente bien, sin duda porque estaba cómodo, aunque no quiero decir que fuese una impostación… Era muy difícil decir quién era de verdad, cuánto de él había o no en ese rol que jugaba. Aquel día dio en hablar de la recolección de las setas. Acababa de llover y había setas por todas partes, las faldas de las colinas brillaban de tantas setas como había por allí… Dijo entonces que se prepararía por la noche una sopa de setas, y yo le señalé la conveniencia de ser prudente, pues no pocas de ellas eran venenosas…

—Bien, pero creo que lo importante es juzgar sobre el texto en sí, por su significado profundo, no acerca de la anécdota o de la intención imaginativa basada en las experiencias cercanas —atajó Bonnie—. La escritura es algo impersonal, señor Chen; va más allá de quien escribe… ¿Acaso aún no te has dado cuenta de eso?

—No hace falta que me sueltes las teorías de Eliot al respecto —repuso Chen—. En los años 50 y 60 juzgábamos a los escritores chinos basándonos únicamente en criterios políticos de adhesión. Fue un error. Hoy tendemos a juzgarlos en virtud de su oposición a la política oficial, otro error muchas veces… Me gusta la poesía de Gong por la sinceridad, por la frescura que tiene, partiendo como parte de una cierta melancolía infantil… Es una poesía fresca, sincera, por haber superado los parámetros de la Revolución Cultural… Pero, ¿cómo una poesía que arranca de esa vitalidad infantil podría albergar significados políticos?

Aquella respuesta de Chen dejó sin palabras a la sinóloga, que estaba en clara desventaja. Chen, al fin y al cabo, tenía una relación muy directa, como había expresado, a propósito de aquellos versos que leyera la estudiosa. Los americanos no insistieron. Ninguno salió en apoyo de la sinóloga. Zhong aplaudió la intervención de Chen, y los demás chinos le siguieron. Cuando cesaron los aplausos, Martin Beck, un editor, pidió a Chen un artículo a propósito de lo que había dicho, para una publicación de la que era responsable.

Hacia el mediodía abandonaron el salón de conferencias.

Justo entonces recibió Chen una llamada de Tian. Sorprendió al inspector jefe que aquel hombre de negocios, no obstante tratarse de una persona leída, pero que carecía de toda experiencia en el seguimiento de las investigaciones policiales, le aportara una información interesante.

—La madre de Xing —dijo Tian— irá esta tarde al templo budista de la Gloria… Ya sabes, es una creyente de lo más devota… Xing irá con ella.

—Eso es muy interesante, Tian… ¿Será algo más que un acto de fe?

—No lo sé… Supongo que pondrá unas varitas de incienso y echará los palitos de bambú para la adivinación, alguna cosa de ésas…

—Ya veo… El budismo sigue siendo popular entre los viejos chinos…

Lo sabía bien. La madre del inspector jefe Chen Cao era una creyente fervorosa. En su modesto ático tenía una hornacina budista, ante la que ponía varitas de incienso a todas horas. Solía rezar para que Chen fundara pronto una familia y para que todo le fuese bien. Años atrás, cuando su hijo era pequeño, lo había llevado alguna vez a un templo en Hangzhou, aún lo recordaba él, donde la mujer había echado los palitos de la fortuna y la adivinación. Fue justo antes de la Revolución Cultural. El oráculo, pues, no pareció muy acertado en sus previsiones… Su propio esposo había abandonado este mundo mientras los eslóganes de los guardias rojos de la Revolución golpeaban contra las ventanas de la casa familiar. Y su hijo, al cabo, se hizo policía…

—¿Y a qué crees que irá Xing allí? —preguntó de nuevo Chen, tras una pausa preñada de recuerdos.

—Le gusta sentirse acompañado por su madre —dijo Tian—. Suele dar muchos donativos a nombre de la anciana.

—¿Pero cómo te has enterado de todo esto, Tian?

—Muy sencillo… Llamé a varios directores de periódicos chinos locales… Pero no te preocupes, Chen. No les he dicho nada directamente, nada que pueda resultar sospechoso… También me he enterado de que Xing hará en breve una comparecencia pública para acusar otra vez al Gobierno chino de persecución. Los periódicos chinos locales, claro está, van a cubrir el acto.

—Gracias, Tian… Todo esto es muy importante, me ayudará mucho.

Habían programado para la tarde una visita a Disneylandia. En el almuerzo, Chen se vio acogido por el resto de la delegación china, por fin, como «uno de los nuestros», a cuenta todo de la respuesta que diera a la sinóloga.

—Tienes razón y además tienes principios, Chen —le dijo Zhong.

—Has dicho lo que nosotros hubiéramos dicho —señaló Peng asintiendo vigorosamente.

—Me alegro de que Beijing te eligiera como jefe de esta delegación —señaló Shasha dándole cariñosas palmaditas en una mano—. Sabes bien cómo vértelas con esos americanos…

—Todos esos poetas crípticos son unos perros arrastrados —dijo Bao—. No hacen más que roer patéticamente los huesos que les echan los extranjeros.

Aquellos elogios levantaban a Chen dolor de cabeza, así que sus respuestas eran breves y circunstanciales.

Shasha le dijo entonces que estaba muy pálido y le puso la mano en la frente. Zhong dijo que el jefe de la delegación estaba trabajando muy duro, de ahí su agotamiento. Era verdad, en cierto modo. Bao, ansioso de hacerse valer como secretario del Partido en la delegación, urgió a Chen para que se tomara un reposo, para que se fuera a su habitación hasta que se recuperase. Chen, no obstante sentirse incómodo dejando a su aire a la delegación, aceptó la sugerencia.

En cuanto hubo partido la delegación para cumplimentar el programa de visitas, Chen se puso una camiseta y unos vaqueros, tomó una pequeña grabadora, la metió en un bolsillo y salió del hotel. Con aquella indumentaria, pensó, no levantaría sospechas. Tomó un taxi.

—Al templo budista de la Gloria —dijo al conductor.

Fue un trayecto largo. En el asiento trasero del taxi intentaba urdir un plan. No podía abordar directamente a Xing. No podía descubrirse como un inspector chino de la Policía. Trataba de hallar un modo de entrevistarse con Xing, en cualquier caso. Se solazó con ese proverbio que dice habrá un camino por el que los carros puedan alcanzar las montañas.

El templo de la Gloria resultó ser espléndido, con sus muros rojos y su tejado amarillo con aleros en los que había pintadas figuras mitológicas como aquellas que viera Chen en Suzhou y en Hangzhou. Allí se reunían no sólo fieles chinos que ya cantaban en el jardín circundante guiándose de sus libros de oraciones, sino americanos, y unos cuantos turistas de distinta procedencia asiática, muchos de los cuales lucían camisetas con la palabra Fo (Buda). Nadie le prestaba la menor atención, lo cual tranquilizó mucho al inspector jefe.

Se dirigió a la imponente entrada principal del templo, flanqueada por altas y majestuosas imágenes de arcilla. Había también un incensario gigantesco ante una imagen en bronce de Buda. Compró incienso, lo prendió, y tal y como hacían los demás fieles, arrojó las varitas al incensario, tras de lo cual unió piadosamente las manos mientras hacía una reverencia. Al dar unos pasos hacia atrás vio la gran mesa oblonga, de caoba, que había a un lado de la entrada. Allí había muchos libros y estuches de madera que contenían los palitos de bambú para la adivinación. Atendía a la venta un monje muy viejo, surcado de profundas arrugas su rostro, con la cabeza y la barba perfectamente rasuradas, que vestía el hábito escarlata y amarillo tradicional. Ejercía también como intérprete.

Ya había visto monjes idénticos cuando su madre lo llevó al templo de Hangzhou. No supo por qué, pero le llegó a la mente el recuerdo de una ópera de Beijing, que también había visto de niño en compañía de su madre, y eso le dio una idea.

Se llegó hasta el monje.

—¿Cómo te llamas, maestro honorable? —le preguntó.

—Me llamo Ilusionado… ¿Qué puedo hacer por ti, benefactor reverendísimo?

—Mi nombre mundano es Chen. Soy un escriba ignorante en medio de un mundo teñido de polvo rojo —dijo el inspector jefe haciendo uso del lenguaje común entre los fieles—. Tengo que pedirte un favor, maestro divino… Tengo una idea para escribir un libro, pero carezco de la experiencia mística y afortunada de la vida monástica. ¿Podría convivir con vosotros al menos un par de horas?

—No, eso es imposible. Los palitos de bambú para hacer augurios no son una especie de cuentacuentos… Se precisa de una larga práctica, guiada por maestros duchos en ese arte sublime, para acceder a las interpretaciones verdaderas. No podemos defraudar a los que como tú nos visitan, convirtiéndose así en nuestros benefactores.

—He leído algunos libros que tratan de la adivinación mística, así que me creo capaz de aprender rápidamente los viejos arcanos… No me dejes solo en este lugar, querido maestro. Si hago cualquier cosa incorrecta, corrígeme de inmediato, pues soy modesto. Por favor, permite que sea tu mejor alumno, el más entregado y fiel —y al tiempo que decía estas palabras alargó al monje un sobre con trescientos dólares—. He aquí mi contribución de esta tarde. Más adelante os haré otras entregas de dinero.

—Bueno —dijo el monje, feliz y sorprendido—. No puedo aceptar este dinero sino para depositarlo en nuestra sagrada caja de los donativos… Gracias, gran benefactor.

Chen no pudo por menos que preguntarse dónde iría a parar, finalmente, el dinero de aquella sagrada caja de los donativos. El caso fue que, como hombre acostumbrado al estudio que era, no le resultó difícil aprender rápidamente las técnicas básicas para esclarecer el no tan embrollado mecanismo de la mancia. El monje tenía un gran libro impreso en papel xuan, que reposaba en una pequeña estantería situada junto a la mesa de caoba. Cuando un peregrino echaba un cierto número de palitos de bambú, el maestro Ilusionado abría el libro, buscaba la página del libro cuyo número se correspondía con los palitos dejados caer sobre la mesa, y leía los versos como jaculatorias que en dicha página venían escritos, haciéndolo con el tono propio de los cuentacuentos. El maestro interpretaba, según la ocasión, el papel de Gran Conductor, o de Menor Conductor, dependiendo del número de palitos comprados por el fiel, cosa de la que tomó buena nota Chen.

—Todo está envuelto por la ilusión —dijo el maestro Ilusionado solemnemente—. La interpretación del arcano ha de evocar igualmente las ilusiones, que son lo que mueve nuestro mundo.

—Así que seguimos buscando al buey mientras avanzamos subidos en él —dijo Chen parafraseando una paradoja Zen que recordaba.

—Veo que Buda sembró en ti sus semillas para enraizarte, Chen. Dame tu mano —dijo el maestro Ilusionado mientras sonreía a otro monje para decirle después—: Trae un kasaya para él.

El otro monje, un hombre muy bajito, volvió al poco con el kasaya, que entregó a Chen con una reverencia.

El maestro Ilusionado dijo entonces:

—Tienes que ponerte el hábito. Espero que con el hábito puesto no me parezca haber perdido tu rostro.

—Ninguna cara es la cara y la cara no es la cara —Chen parecía divertirse jugando con las paradojas Zen. El kasaya es un hábito hecho a base de retales, que lucen los monjes iluminados aportándoles un halo de autenticidad. Confiere igualmente, pues, autoridad. Una vez se lo hubo puesto, Chen se vino a sentir algo así como un erudito sagrado. Ante tantas cosas incomprensibles como acontecen en el mundo, una interpretación divina, al fin y al cabo, podía ser tan buena como cualquier otra y servir de ayuda a una persona… Pero el inspector jefe no estaba precisamente pagado de sí mismo con aquella indumentaria.

Chen, sin embargo, no disponía de mucho tiempo para entregarse a las especulaciones metafísicas. A la mesa seguían acudiendo una vez y otra los peregrinos mientras él continuaba estudiando. No le resultaba difícil aprender sobre la marcha. En sus años de estudiante había dedicado muchas horas al libro de Epson sobre las ambigüedades, aprendiendo así como interpretar un poema bajo distintas perspectivas. En el templo, no vio mayores diferencias, salvo la de hacer obligatoriamente una interpretación convincente para sus propósitos. El maestro Ilusionado no hacía más que mirarle y sonreír asintiendo.

Entonces vio Chen a una vieja dama que accedía al templo con un vestido de satén vaporoso. Tras ella iba un hombre de poca estatura que vestía un muy correcto traje gris de lana; tenía los ojos redondos y brillantes y la nariz como un ajo aplastado. Tras él iba un tipo corpulento vestido marcialmente, a la antigua, todo de negro. Chen reconoció de inmediato al hombre de corta talla como Xing, y al otro como el guardaespaldas que había visto en el porche de la casa de Rowland Heights.

Tras prosternarse ante la imagen de Buda, la anciana, que llevaba en una mano varillas de incienso prendidas, se acercó a la mesa del monje Ilusionado y dejó allí un palito de bambú rematado finamente en cabeza de dragón. Parecía conocer bien al viejo monje.

—¿Te acompaña otro maestro en el arte de la lectura de los arcanos, maestro Ilusionado? —preguntó la anciana tras reparar en Chen.

—Así es, señora. Es el maestro Chen, un hombre de profunda sabiduría. Le acabo de hablar de lo mucho que beneficias al templo y está en disposición de prestarte la ayuda que precises… Él sabrá cómo espantar de tu espíritu las angustias que atenazan tus pensamientos.

—Sería maravilloso… Tengo tantas preocupaciones…

Chen observó que Xing se mantenía a prudencial distancia, en actitud respetuosa. Parecía tranquilo, no se le notaba impaciente ni curioso. El guardaespaldas, con los brazos cruzados y el gesto fiero, miraba a quienes se iban llegando a la mesa del monje, interponiéndose cuando alguno se acercaba en exceso a la anciana.

—¿Podemos hacer hoy algo diferente, maestro? —preguntó la dama.

—¿A qué se refiere, señora?

—En vez de echar los palitos de la adivinación, ¿podrías interpretar para mí los caracteres chinos que te escriba?

—Bueno —comenzó a decir el maestro, visiblemente turbado. La anciana le pedía otra práctica de la adivinación, consistente en analizar cada una de las partes de los distintos caracteres chinos, una suerte de grafomancia no precisamente budista. El maestro Ilusionado no estaba muy puesto en la materia.

—Yo puedo interpretar para usted los caracteres chinos que escriba, señora —intervino entonces Chen dirigiéndose a ella en tono confidencial—. Cuando Chuangjie ideó los sistemas propios de la escritura china y sus caracteres, cada arquetipo de todos ellos se unió al cosmos en milagrosa correspondencia con el qi omnipresente, y también con el microcosmos de cada ser humano. Eso es lo que llamamos tianren heyi, o unión de lo celestial y lo humano en un solo ente. Para una dama tan virtuosa como usted, cada uno de los caracteres chinos que pueda escribir llevada de su fe, será un elemento reconocible a través de esa misteriosa correspondencia entre lo celestial y lo humano.

Se le acababa de presentar una oportunidad fabulosa para saber algo más de Xing, pensó Chen pleno de excitación.

La verdad es que no había aprendido propiamente la técnica de semejante mancia. Sólo había visto algo parecido en una ópera de Beijing titulada Quince cuerdas de cobre, a la que había ido años atrás en compañía de su madre, la historia de un juez truculento que simulaba aplicar la técnica a un criminal para que confesara todas sus fechorías. Cada uno de los caracteres chinos tiene diversos significados en sí mismo; casi tantos como si resulta combinado con otros caracteres. Uno de esos caracteres, por lo demás, puede ser dividido en varios componentes, siendo cada uno de éstos susceptible de análisis. Así, la posible interpretación deviene en algo ilimitado, y lo que es más importante, esos caracteres sugieren una interactividad absoluta. Chen trataría de interpretar lo que la anciana escribiera de forma que pudiese averiguar determinadas cosas de su mayor interés, lo que es decir aportándole una información interesante para sus investigaciones.

—¿De veras puedes hacerlo, maestro Chen? Nunca antes había escuchado de nadie una explicación tan profunda de la adivinación a través de los caracteres, como la que me has dado —dijo la dama.

Nadie habría podido oír algo parecido. Todo fue una improvisación del inspector jefe para impresionar a la anciana. Si algo podía ser cierto, de cuanto dijo, no fueron sino retazos de cosas leídas alguna vez por encima, acerca de la práctica de la técnica, por no hablar del espectáculo operístico antes mentado. Se dijo Chen que intentaría aplicar también algo de lo que sabía a propósito de la grafología como técnica policial, más allá de las supersticiones.

—Todo ha de salir de su corazón, señora —siguió diciendo el inspector jefe mientras prendía una varita de incienso, cerraba los ojos y respiraba hondamente, como si meditase—. Escriba los caracteres que desee en un papel, que yo procederé a leer su significado.

Mientras el viejo monje acercaba tinta y papel, la dama tomó un pincel chino, suspiró profundamente, y escribió xing en el papel.

—Xing —musitó Chen como si lo estudiara profundamente, como si quisiera entrar en comunicación cósmica con lo escrito—. ¿Tiene algo que ver con usted, señora?

—No, precisamente conmigo, no…

—Bien… Este carácter, xing, indica viajes o desplazamientos… Puede que haya un viaje, da igual si placentero o molesto.

—Tienes razón, maestro Chen —dijo la anciana muy contenta—. ¿Podrías decirme si será un viaje feliz?

La mujer preguntaba por el futuro y su actitud revelaba tensión expectante. Se había tragado el anzuelo. Ya había habido un viaje, el de ella y su hijo escapando de China, pero parecía evidente que la anciana preguntaba por otro, aún por hacer. Podría suponer Chen, pues, que Ming volaría en breve desde China para reunirse con su hermanastro en Los Ángeles. Algo que confirmaría la tesis de An, según la cual Ming seguía en Shanghai.

—Tratemos de ver un poco más allá —dijo Chen—. A juzgar por el trazado tan firme que hace usted a la izquierda, con una pincelada muy larga, se ve que habla usted de dos personas… El trazo de la derecha es, por lo demás, muy poco común. Y la parte alta del mismo estrecha un yi, que significa uno, mientras la parte baja muestra claramente un ding, que significa muchacho… Eso expresa preocupación por sus hijos, señora, o al menos preocupación por uno de ellos.

—Maestro Chen, es usted divino. Dime ahora qué les pasará a mis hijos.

—Permita que le sea franco, señora… Ding, con esta pincelada horizontal superior, no quiere decir nada bueno, pues el ding se asocia con la muerte y las tragedias en general, como en la palabra dingyou

Quizá estaba exagerando a propósito de las connotaciones del ding. Pero su praxis no sería nada, de no hacer uso de la ironía. Ezra Pound, un poeta gran creador de imágenes, había acudido a la misma práctica de la ironía para deconstruir caracteres chinos en ideogramas… Con la salvedad de que Pound lo había hecho para escribir versos.

—Tienes que ayudarme, maestro Chen. Te quedaré agradecida por el resto de mi existencia.

—¿Qué puedo decirle, señora? Los caracteres hablan por sí solos. La fortuna o el infortunio dependen de ellos. El hombre propone y el cielo dispone… Pero —siguió diciendo Chen tras una pausa— puedo leer un poco más si me dice qué quiere saber exactamente… Por ejemplo, el tiempo y la dirección de ese viaje que parece ser la causa de su preocupación.

—Sí, mi hijo pequeño aún no ha partido —parecía dudar, seguro que Xing le había dicho que tuviese cuidado al hablar con extraños—. No sé cuándo podrá hacerlo, o si alguna vez podrá hacerlo.

—Perdone que se lo diga con franqueza, pero la pincelada superior horizontal hace suponer que sobre la cabeza de su hijo pende una espada —dijo Chen, presionando a la anciana hasta donde le era posible hacerlo sin despertar sospechas—. Me temo que se encuentra ante un gran peligro.

—¡Que Buda todopoderoso le proteja! Bien sé que está en peligro, maestro Chen —dijo la anciana con voz llorosa—. Xing, ven aquí —llamó al hijo—. Hoy he conocido a un maestro divino, ven y escribe un carácter para que te lo lea…

—Parece ser que has hecho un trabajo interesante —dijo Xing a Chen mientras se le acercaba con un billete de cien dólares entre los dedos, que depositó en la mesa de caoba—. Esto es para que compréis velas e incienso.

—Tu corazón es pródigo en ilusiones, señor… Lo que para uno puede ser interesante, acaso no lo sea para otro. No hay puertas seguras para que entren la fortuna o la desgracia. El mundo depende sólo de que nuestros pensamientos sean buenos o malos —dijo Chen activando la pequeña grabadora que llevaba en un bolsillo del pantalón, mientras con la mano libre alcanzaba a Xing el pincel y el tintero. Aquel discurso le había salido con tal fluidez, gracias a las muchas lecturas de literatura clásica que hiciera en sus años de estudiante—. Si escribes un carácter cualquiera, su conexión con el cielo puede ayudarte…

—¿Puedes leer tantas cosas en un solo carácter, maestro Chen?

—No digo que un carácter que escribas pueda decírtelo todo, pero sí te aseguro que revelará la dirección más clara por cuya senda seguir para que las cosas más ocultas sean desveladas… Adelante, escribe un carácter, pensando en aquello que sea de tu mayor interés o preocupación ahora mismo. Si al final no quedas satisfecho con la lectura que haga yo, te será devuelto el dinero que has dejado para velas e incienso.

—Hay algo en ti que me resulta extraño —le dijo entonces Xing mirándole a los ojos—. No hablas como los chinos de aquí…

—¿Es que realmente hay chinos de Los Ángeles? Tienes razón, he llegado hoy mismo para aprender de las grandes enseñanzas del maestro Ilusionado —y dijo entonces los versos de un poema Tang—: El templo de la Gloria en honor a Buda se alza en el verdor más profundo, / su campana lleva la noche tan lejos como la brisa. / Un sombrero de paja protege del sol que ahora se pone / y yo me retiro en soledad a las distantes montañas azules.

Puede que Xing no fuera un hombre culto ni de una inteligencia superior, pero sí era, desde luego, astuto, nada que ver con un pringado cualquiera, o con un crédulo simplón. Chen corría el peligro de que el otro lo identificara como un charlatán de feria, o lo que era peor, como el policía que era. Si Xing llegaba a sospechar algo, le iba a ser muy difícil escapar de su guardaespaldas. Para colmo, si llegaba a ser descubierto en su condición de policía, bajo el pretexto de encabezar la delegación, la cosa podría acabar en un conflicto diplomático. Pero sintió que con Xing podría resultar igual de convincente que con su anciana madre. A Xing no lo interrogaría como en realidad había hecho con ella, sino que envolvería sus respuestas en unos ambiguos términos metafísicos, por no decir en pura palabrería. Total, un cuentacuentos nunca ha de ser responsable de la locuacidad supersticiosa de su audiencia. Se trataba de conseguir, en principio, que Xing mordiera el anzuelo. Luego, ya se vería. En todo caso, intentaría que la anciana participase en algo de cuanto atañía a su hijo, por ver si pescaba algo más.

—Eso es verdad —dijo la anciana con gran convicción—. Este templo es distinto a los demás. Escribe un carácter. Es una buena oportunidad para que encuentres lo que buscas, hijo mío.

—Escribiré lo mismo que ella.

Xing escribió xing.

—¿Tiene algo que ver contigo? —dijo Chen mientras contemplaba lo escrito.

—Sí, tiene que ver conmigo.

—El mismo carácter, pero con un qi muy distinto que brota de tu corazón —dijo Chen—. Te diré algo… Tu escritura es poderosa y amplia. La forma del carácter semeja la de un dragón. Muy impresionante, remite a ese proverbio que describe la caligrafía china, como un dragón moviéndose y un tigre andando… Algo que cuadra perfectamente con el significado del carácter xing. Por eso me atrevo a decir que tú también tienes algo de dragón.

Chen sabía que Xing había nacido en el año del dragón. Eso significa fortuna y más cosas: el dragón es un símbolo de la potencia masculina, en la cultura tradicional china. Conlleva, según la tradición, un gran poder. Lo que decía el inspector jefe era todo un cumplido para Xing, que asentía muy complacido.

—No eres un hombre común —siguió diciendo Chen—. En tu caso, el trazado del carácter no atañe a dos personas. El movimiento que denota tu pincel concierne a muchas más. No puedo decir en qué dirección quedan concernidas esas personas, sin embargo. El carácter xing, por otra parte, alude entre otras cosas a un gran centro comercial o a negocios que rinden grandes beneficios, como se indica con la palabra yinghang.

Chen observaba atentamente las reacciones de Xing. Trataba de hacerse creíble aportándole una información que un charlatán de feria nunca le daría, pero cuidando al tiempo de no ir más allá, a ese punto en donde sus palabras pudieran resultarle sospechosas al mafioso. Tenía que hacer, por fuerza, interpretaciones abiertas, ambiguas, pero que pudieran llevar a Xing al terreno en que Chen deseaba tenerlo. Sólo así quizá pudiera darle Xing alguna información. Para ello tendría que hacerle ansiar la ayuda «divina».

—¡Muy interesante! —exclamó Xing complacido—. ¿Qué más puedes leer en ese carácter?

—¿Acerca de qué periodo de tu vida quieres que te diga algo?

—Prefiero que me hables del futuro inmediato.

—Si se trata de un viaje, puedo decirte que quien lo haga a través del mar puede no resultar afortunado.

—¿Por qué hablas del agua?

Wuxing… Los cinco elementos, como sabes. Por ejemplo, aquellos que llevan en su nombre un carácter que aluda al mar, como jiang.

—Los nombres que llevan un carácter que aluda al mar, como Jiang —repitió Xing aunque sin responder inmediatamente.

—Claro, Jiang —intervino entonces la anciana—. Ese hombre del Departamento de la tierra o algo así, que vive en Shanghai… ¿Es que no te acuerdas de él, Xing? —insistió la anciana, ahora empalideciendo—. Se llama Jiang, claro, no hay misterio: Jiang, agua, río… Tanto tú como Ming os habéis reunido con él muchas veces, no sé cómo no lo recuerdas… Tú mismo me dijiste hace poco que ese Jiang tenía problemas.

—Mamá, no creas mucho en todas estas cosas, por favor —dijo Xing, frunciendo el ceño—. ¿Qué más, maestro Chen?

Chen, como si todo lo demás no le interesara, siguió haciendo que estudiaba el carácter durante dos o tres minutos. El silencio era tenso, expectante. Descansaba la frente en la mano libre, como si meditara. Tenía los ojos semicerrados, como si estuviese en trance. Finalmente, ante la mayor atención de Xing y su madre, dijo:

—Esto me resulta muy extraño… Parece haber muchas complicaciones…

—El hombre, por lo general, pregunta por las desgracias, no por las venturas —dijo Xing—. Sigue con tu interpretación, maestro.

—Te seré franco. En la base del carácter xing veo otro, que refuerza el sentido de xing aunque señalando que éste ha perdido su raíz. Pero no ha de resultar extraño en alguien con el poder que se desprende de ti, un hombre tan fuerte… En una asociación aproximada, levísima como el vuelo de una mosca, puedo ver que la base del carácter semeja zhong, que significa peso, y que parece aludir al sobrenombre de alguien que quizá se llame Dong… Pero puede que todo eso no tenga nada que ver contigo…

—¿Alguien que se llama Dong, Xing? —volvió a intervenir la anciana demostrando gran ansiedad—. ¿Dong?

—Esto es terrible —dijo Xing, dando por primera vez síntomas de abatimiento—. Dong Depeing… Es el director en Shanghai del Departamento para la reforma de la economía y la industria… Ha ayudado mucho a mi hermano pequeño…

—¿Es que acaso hay algún problema con Ming? —la anciana parecía al borde de la histeria, agarraba a Xing por las solapas de su traje.

—No lo sé, mamá… Dong nos aceptó un gran sobre rojo —dijo Xing—. Y Jiang hizo lo mismo… La suma era muy grande en ambos casos, podrían vivir con eso el resto de su vida, siempre y cuando no salgan de China… Pero supongo que ahora, con las investigaciones que hay en marcha, las cosas no les irán muy bien…

—Así que mi hijo pequeño se encuentra en peligro… El maestro Chen lo sabe todo —dijo la anciana entre sollozos—. ¿Cómo podría seguir viviendo yo si le pasara algo malo?

—No te preocupes, mamá… No creo que realmente puedan saber en China nada que comprometa a nuestro pequeño Ming…

—¡Oh, Buda! —clamó la anciana—. Protege a mi pequeño y doraré todas las imágenes de este templo —entonces se volvió hacia Chen con el rosario temblándole entre las manos—. Maestro Chen, tú lo sabes todo… ¡Dinos qué hacer!

—Hemos hablado de viajes, de movimientos —dijo Chen mirando a Xing—. Para un hombre fuerte y afortunado como tú, todo movimiento ha de conducir a algún sitio, como hacen el dragón y el tigre. Sin embargo, me pregunto si alguna vez has tenido que ver con alguien que se llame o a quien llamen tigre… Alguien, sobre todo, cercano a ti. Un vecino, quizá, algo así… Ve con cuidado. Un dragón y un tigre no pueden avanzar juntos. No hace falta decir que el tigre puede saltar sobre el dragón desde una gran altura.

—¿De qué me hablas? —preguntó Xing dando un paso atrás y mirando aterrado a Chen.

—Hablo de lo que he leído en el carácter que has escrito… Todas las cosas tienen su lugar en la naturaleza. Tanto las buenas como las malas.

—¿Puedes ser un poco más concreto? —dijo la anciana.

—Quizá penséis que alguien muy poderoso os respalda —hizo Chen otra pausa muy significativa y volvió a clavar su mirada más aguda en Xing—. Lo creas o no, lo único que puede ayudarte está en tu propio corazón.

—No sé a qué te refieres, estoy muy confuso…

—El hecho de que tu madre y tú hayáis escogido el mismo carácter habla por sí solo… El camino celestial es misterioso, pero el amor filial todo lo puede. ¿Quién dice que el esplendor / de la hierba prueba / suficientemente el regreso / del calor generoso / del sol que siempre vuelve con la primavera?

No era un consejo propiamente dicho, pero no quería Chen ir más allá. La anciana había quedado fuertemente impresionada, y no dudaba de que Xing, tras su reluctancia primera, tuviese en cuenta a partir de ese momento todo lo que le había dicho. Como en tantas de las historias que había leído, un hombre mediocre que hace una gran fortuna, a veces acaba haciendo cosas buenas después de recibir un buen consejo.

Xing decidió que había llegado el momento de irse. Quizá se encontraba demasiado aturdido como para seguir allí. Eso estaba bien, se dijo Chen. Además, sería difícil que Xing le diera más información.

—Nos has dedicado mucho tiempo y eso hemos de pagártelo —dijo Xing poniendo otro billete de cien dólares en la mesa—. No cuentes a nadie lo que nos has dicho.

—Claro que no.

Cuando la madre y el hijo se perdieron de vista, Chen se volvió al maestro Ilusionado con una gran sonrisa.

—No sé quién eres —dijo el maestro Ilusionado pasándose las manos por la cabeza rapada— pero sí estoy seguro de que no eres un hombre cualquiera.

—No sé quién soy realmente… Como se dice en los escritos más antiguos, la identidad es una ilusión —respondió Chen—. En este momento no soy más que un aprendiz tuyo… Pero he de irme, como la planta rodadora se expande ajena a las vanidades rutinarias.