15
El segundo día en Los Ángeles fue muy parecido al primero: otra reunión de las delegaciones, agotadora; visitas, cena, discusiones… El tercer día, supuso Chen cuando despertaba en su habitación del hotel, resultaría igual de agobiante y hasta tedioso.
Sin olvidarse del chaparrón de cosas en las que se ocupaba debido a su cargo como jefe de la delegación, intentó sin embargo hacer otras, más propias, más interesantes para sus objetivos.
Consiguió una tarjeta para llamadas internacionales, con lo cual pudo contactar con Yu desde un teléfono público. Su lugarteniente en Shanghai, sin embargo, no tenía nada de importancia que contarle. El tiempo sigue nublado, apenas se atisban cambios en el ambiente, le había dicho Yu. Si An había sido asesinada por la trama corrupta, como suponían, no fue por otra cosa que haber supuesto los mafiosos que iba a aportar información a los investigadores, y más en concreto al inspector jefe Chen, toda vez que debieron de ser avisados por alguien de la cena que habían compartido el policía y la presentadora de TV. Llegar al meollo de la cuestión, pues, no resultaría sencillo para un policía de bajo nivel, como el inspector Yu, que ahora además estaba solo ante el peligro. La gente a la que vigilaba Yu por encargo de Chen no hacía nada que resultara sospechoso. Jiang acudía como siempre a su despacho. Al día siguiente de partir Chen en vuelo, los periódicos se hacían eco de unas declaraciones de Jiang a propósito de la necesidad de hacer público, perfectamente diáfano, el proceso de desarrollo de los nuevos planes sobre el suelo y el campo. El sargento Kuang no daba la menor información sobre sus investigaciones del asesinato de An, lo que obligaba a Yu a exprimirse la sesera para ver cómo enterarse de algo.
Al margen de todo eso, en el Shanghai Morning había salido un poema de Chen con una nota dando cuenta de su designación como jefe de la delegación de escritores chinos que se encontraba en Estados Unidos. Tras el informe de Yu, en esos términos de noticia meteorológica, Chen dijo a su amigo y colega algunas de las cosas que había estado pensando la noche de los ronquidos del viejo Dai. Le costó mucho al inspector jefe encontrar esos términos meteorológicos para contarle todo aquello, pero suponía que la agudeza de Yu haría el resto.
Después llamó a su madre. La anciana estaba encantada porque Peiqin se había puesto en contacto con ella, así como con la visita que le hiciera Nube Blanca para preguntarle si necesitaba cualquier cosa. Además, el secretario Li le había hecho llegar un cestillo con frutas. Todo, en suma, parecía estar bien.
Después presentó a Dai como miembro de honor de la delegación china, pidiendo al profesor Reed que lo inscribiera como tal en el hotel, lo que aceptó de buen grado el americano. Dai sí era conocido en Estados Unidos. Estaba traducida al inglés una antología de sus poemas, por lo que no cabía la menor duda acerca de su solvencia como escritor. Bao, por el contrario, no pareció muy complacido. Zhong y Shasha sí dieron por buena la iniciativa de Chen. Peng, como siempre, se limitó a asentir en silencio.
En su intervención habló Chen de las dificultades que presentaba la traducción al inglés de la literatura clásica china. Aquello suscitó un interesante debate entre los escritores que se dedicaban igualmente a traducir.
Chen creía haber hecho una buena intervención, que beneficiaría sin duda, a los ojos de los americanos, a la delegación china. Como Huang no era muy ducho en la traducción literaria, Chen se ofreció a ayudarle incluso si andaba escaso de tiempo. Con su formación y experiencia, supo, pues, cómo amortiguar el choque cultural que el encuentro provocaba a los chinos de su delegación.
Pero el tercer día en Los Ángeles resultaría al cabo muy distinto de los dos anteriores. Los americanos sugirieron que los chinos se tomaran la tarde libre, para que pudieran expansionarse un poco tras dos días y medio de sesiones interminables. Sería una manera de que ambos grupos de escritores, por lo demás, se relacionaran de manera más distendida. Así, en efecto, se formaron grupos de charla y debate al margen del salón de sesiones, por ejemplo en el jardín del hotel, en los que los temas de conversación surgían con gran espontaneidad, o en el campus universitario.
En el mismo hotel que los chinos se hospedaban varios de los escritores norteamericanos, con lo que conversaron también al día siguiente, a la hora del desayuno. No lo hacían necesariamente sobre literatura, lo que gustaba a Chen. Los periódicos comenzaron a publicar informaciones sobre el encuentro de las dos delegaciones, tanto en inglés como en chino. En uno de ellos salió incluso una foto de Chen… junto a otra de un supermercado de China.
En los días sucesivos, los chinos se demoraban más de lo habitual dando cuenta de los desayunos americanos. Además utilizaban el microondas de la cafetería del hotel para calentar especialidades culinarias chinas. Los americanos no les ponían ninguna objeción para que lo hicieran.
Con la relajación pasó a la agenda del día hacer turismo. Zhong sugirió que aprovecharan otro día libre, completo éste, para salir temprano a dar una vuelta por ahí y hacer de paso algunas compras. La delegación se metió en una furgoneta. Pusieron rumbo al barrio chino de L.A. Una vez avistaron desde la furgoneta los rótulos escritos en caracteres chinos y una entrada al barrio, una arcada con dos pilastras sobre las que había sendos dragones de piedra, los turistas se sintieron como en casa. Allí decidieron que no tenían que ir en grupo, pues no había peligro de que se perdieran, aunque realmente no se distanciaron mucho entre sí. Quedaron en reunirse en un punto para el regreso. Chen entró en una tienda de ultramarinos donde vio un montón de productos chinos. Había más variedad que en cualquier supermercado de Shanghai. Descubrió un bote de alubias cuajadas en fermentación, un producto muy especial de Beijing con un delicioso sabor amargo. Fue una pena que no pudiera llevarlo al hotel, donde sin duda hubiera suscitado protestas entre los americanos por el olor que despedía aquello. Compró sin embargo una piruleta de alubias verdes caramelizadas, un dougen, producto típico de Tianjin. Ling y él habían disfrutado mucho compartiendo aquellos dulces. Un sabor que acababa de redescubrir en otro país. Compró varias piezas, las pagó, y salió de la tienda feliz como un niño. Era como revivir escenas de cuando la tía Qiang, que vivía a corta distancia de la casa de su madre, le regalaba uno de aquellos dulces. Entró después en una tienda de teléfonos celulares y tarjetas para llamar al extranjero desde las cabinas. Llamó de inmediato su atención un teléfono pre pago. Era caro, pero podía comprarlo con lo que le había dado Gu, y así lo hizo.
Se compró también una tarjeta para llamar, más barata que la anterior, adquirida en una tienda de la universidad. Según lo que venía escrito al dorso, costaba sólo diez centavos el minuto de comunicación con China. Una ventaja más, sin duda, de la libertad de empresa, se dijo. En China, las telecomunicaciones y todo cuanto se relacionaba con ellas estaba aún bajo control del Estado.
Salió de la tienda con la tarjeta recién comprada. Antes de encontrar una cabina vio a Pearl con un teléfono celular en la mano.
—Alguien pregunta por ti, lo ha hecho varias veces —dijo la joven sonriéndole.
—Gracias —dijo él tomando el teléfono—. Hola, soy Chen Cao.
—Hola, soy Tian Baoguo. ¿Te acuerdas de mí, viejo amigo? El mismo que compartió habitación contigo durante cuatro años en Beijing, cuando estudiábamos en la Facultad de Lenguas Extranjeras.
—¡Claro que me acuerdo, viejo compañero! ¿Cómo olvidar aquellas largas noches de conversación y evocaciones de las lluvias nocturnas en las riberas del Río Yangtze, y cocinando huevos en tu pequeño infiernillo?
—Leí las noticias y vi tu foto con la nota biográfica: un distinguido poeta y traductor. Tenías que ser tú. Sólo hay un Chen Cao bajo la luz del sol. He llamado muchas veces intentado ponerme en contacto contigo y por fin lo consigo… ¿Dónde estás?
—En Chinatown, frente a una tienda de ultramarinos que se llama Central Trading.
—Pues no te muevas de ahí, que voy de inmediato, no tardaré más de cinco minutos. Almorzaremos juntos.
—Me encantaría, Tian, pero tengo obligaciones que cumplir con mi delegación…
—Pues invito a comer a todos los de la delegación a cargo de mi empresa, así mostraré mis respetos a tan notables escritores. Iremos al mejor restaurante chino de la ciudad. ¡Espérame que salgo para allá!
Cuando Chen reunió a los demás para hablarles de la invitación de Tian ninguno puso objeciones. Querían saber, sin duda, si un próspero comerciante chino radicado allende los mares seguía interesado en la literatura china. Como no había preparada ninguna actividad especial para la tarde, Pearl, la intérprete y guía americana, no insistió en que comieran en el hotel ni los apremió a fin de que llegaran a tiempo a la cena.
No pasó mucho para que Chen viese llegar a un hombre alto, al que de inmediato reconoció como Tian, a pesar de que llevaban más de diez años sin verse.
—Como dijo uno de nuestros más grandes sabios de la antigüedad, he aquí que hay tres maravillosos momentos en la vida —dijo Tian mientras estrechaba largamente la mano de Chen—. Esos momentos son: cuando uno accede a lo más alto en el servicio a la sociedad, un rango que tú ya has alcanzado, aunque desde ahora mismo quedas liberado del servicio, al menos por hoy; cuando uno se casa y las velas de la felicidad iluminan su dormitorio, y mira, por cierto que me acabo de casar por segunda vez; y finalmente, cuando uno se encuentra con un viejo amigo en un lugar lejano… Todo parece coincidir en nosotros. No me digas que no es un día perfecto.
—Sigues hablando como en los viejos tiempos, Tian.
—Estoy aquí, además, en representación de mi propia empresa… Me haces un gran honor al almorzar conmigo. Tú y los de tu delegación, maestros respetables.
Fue un magnífico banquete en un buen restaurante chino. Tian les había reservado un comedor privado. Ante su insistencia, el propietario del restaurante salió para recibir a los «grandes escritores chinos». Tian, para sorpresa de todos, les tenía preparado un regalo: diez botellas de aceite de pescado, con su correspondiente etiqueta dorada en la que se leía Made in the U.S.A. Algo que de inmediato hizo muy queridos y populares entre la delegación tanto a Tian como a Chen.
—Es uno de los productos de mi empresa más vendidos. La marca número uno en el mercado. Por favor, aceptadlo como una muestra de la admiración que os tenemos, del aprecio por vuestro maravilloso trabajo como escritores —dijo Tian como si rezara—. Tengo el orgullo de haberme titulado en literatura china, pero así y todo soy incapaz de expresaros mi admiración como es debido. El aceite de pescado es un reconstituyente formidable para quienes desarrollan un trabajo intelectual, como vosotros.
—Gracias por este gran presente —dijo Zhong—. A mi anciana esposa le sentará de maravilla este aceite de pescado.
—Tendrías que escribir un artículo en El Diario del Pueblo contando las virtudes de este elixir —dijo Shasha a Zhong con tono de guasa—. Eso ayudará sin duda a esta empresa.
Fue un festín en todos los sentidos. El anfitrión y sus invitados levantaron las copas repetidamente. El propietario del restaurante abrió una botella de Maotai como una muestra más de la cortesía de la casa.
—¡Bebed y alegrad vuestros corazones! ¡Esta botella tiene diez años, la guardaba para una ocasión especial! Ya no se hace en nuestros días este licor —dijo el propietario del restaurante.
Aquello sonó como una alusión a la falsificación de todo tipo de productos que se comenzaba a hacer en China a gran escala. No obstante, todos los presentes levantaron sus copas una vez más, harto complacidos.
Tian había hecho un apasionado discurso de bienvenida, que remató con unos versos de Wang Wei: Bebamos un poco más, querido amigo / lejos del paso del Yang / hacia el oeste, donde no te acompañará / nada que sea viejo.
—Bueno, ya estamos bastante lejos del paso del Yang —dijo Bao haciéndose eco del popular poema—. Y además tenemos a Tian, un gran amigo.
Quizá fue por el banquete, por el vino, por el aceite de pescado, por el licor, pero cuando Tian invitó públicamente a Chen para que visitara su casa, nadie puso objeción alguna aunque no estaba permitido a los miembros de la delegación hacer visitas, si no solicitaban antes un permiso especial para ello. Es más, varios urgieron a Chen para que fuese cuanto antes a la casa de Tian.
—Disfruta de la compañía de tu viejo amigo, yo me encargo de todo —incluso le dijo Bao.
—Iremos donde tú quieras —le dijo Tian nada más subir ambos a su coche—. Haremos lo que tú gustes, al fin y al cabo es la primera vez que visitas esta ciudad… Si quieres, vamos al casino, a un club, a un bar… Hay bares de topless con chicas preciosas de grandes senos… Pide lo que quieras.
—Quiero ir a tu casa, Tian —dijo Chen—. Quiero conocer a tu joven esposa y que me cuentes la historia de tus logros en este país.
—Realmente, querido Chen, no puedo hablar de mis éxitos, y mucho menos de la historia de mis éxitos, sino de mis esfuerzos… He tenido que trabajar muy duro para alcanzar la posición que ahora tengo, pero bueno, te lo iré contando poco a poco.
A mediados de los 80, Tian arribó a los Estados Unidos para seguir estudios de literatura comparada. Pronto comenzó a buscarse la vida ejerciendo distintos trabajos, mientras preparaba su tesis doctoral. Arruinado por el divorcio de su primera esposa, que no creía en la posibilidad de que Tian consiguiera jamás un buen trabajo allí, comenzó él a practicar la acupuntura y la medicina tradicional china, algo en lo que se había interesado ya de joven. Curiosamente, le vinieron muy bien para ello sus estudios de literatura comparada. Su elocuencia, sus charlas acerca del equilibrio entre el yin y el yang, sus explicaciones de la misteriosa interactividad de los cinco elementos, su alusión constante al camino del Qi, todo ello referido en un buen inglés, hizo que pronto los periódicos locales reparasen en él y comenzaran a hablar de la medicina tradicional china y de la importancia que podría tener en el Nuevo Mundo. Se hizo con muchos clientes, tanto entre los americanos como entre los chinos. Había colas para entrar en su casa. Él mismo comenzó a elaborar píldoras de hierbas varias, con las cuales hizo buen dinero vendiéndoselas a la gente que no disponía de tiempo para preparar en su casa los remedios de la medicina tradicional china. Compró una bodega, que convirtió en un laboratorio en el que preparar las distintas especialidades homeopáticas. Se ajustó perfectamente a las regulaciones establecidas por la FDA, consiguiendo así que sus píldoras llevaran la etiqueta de productos saludables.
—¿Y cómo hiciste para que el aceite de pescado se convirtiera en uno de los productos más vendidos? —le preguntó Chen con una amplia sonrisa.
—Cuando la rueda de la fortuna gira, ya no se para… Ni siquiera tienes que engrasarla.
—Es fantástico, Tian… Sigue contándome.
—Regresé a China por primera vez hace ya unos cuantos años. Allí me puse en contacto con Yan Xiong, ¿te acuerdas de él? Se doctoró en literatura francesa, vivía en la misma residencia que nosotros…
—Sí, claro que lo recuerdo… Hizo su tesis sobre el simbolismo francés.
—Eso es… Aunque cuando me reuní con él vi que se había olvidado de todo símbolo que no fuera el del dinero… Yan es ahora un cargo importante del Partido, es el encargado de las exportaciones e importaciones en Ningbo. Se ofreció de inmediato a trabajar conmigo, con la condición de que su esposa y él fueran los únicos autorizados para explotar mis productos en China.
Tian hizo después un análisis pormenorizado de la economía de mercado. Según él, a medida que China avanzara en la nueva economía, la gente iría viendo la bondad de esos productos. Algo, además, que se incardinaba en la antigua tradición del bu, o necesidad de aportar substancias al cuerpo en beneficio del equilibrio entre el yin y el yang. Los nuevos socios de Tian no creían, sin embargo, que los remedios pudieran elaborarse debidamente en China; les parecían más fiables los americanos, por cuanto contaban con la aprobación de las autoridades sanitarias de Estados Unidos, cosa que evitaba el fraude. No en vano contaban con infinitos informes sobre la elaboración de productos fraudulentos que se daba en China. Por otra parte, la emergente clase media china se mostraba dispuesta a pagar un par de dólares más por cualquier producto que llevara la etiqueta Made in the U.S.A.
—El matrimonio Yan conocía perfectamente el mercado chino y además contaba con excelentes contactos en la gobernación del país. Mi producto estrella, el aceite de pescado, fue todo un éxito. Un éxito muy rápido, además… Imagínate, omega natural extraído del mar profundo… Eso sonaba a la vez misterioso y milagroso.
—Es verdad —dijo Chen.
—Mi empresa obtuvo varias patentes y exclusivas. Los americanos tienen mucho interés por las cosas relacionadas con la China antigua, lo que sea, y los consumidores chinos se pirran por los productos americanos, sobre todo por los productos tecnológicos… Parece irónico, ¿verdad?
—Me gusta que te lo tomes a broma y te rías… Tu éxito se debe en gran parte a esa paradoja, por no hablar de esa gran broma…
—Sin embargo, comencé a preguntarme —siguió diciendo Tian— dónde habían ido a parar mis sueños de los días de Beijing, mis sueños de aquel tiempo en que estudiaba contigo en la Facultad de Lenguas Extranjeras… ¿Recuerdas? Hablábamos mucho del valor intrínseco de la vida, nos alegrábamos con el olor a tinta de las páginas de un libro recién impreso, reflexionábamos y debatíamos sobre la belleza de las pagodas blancas reflejándose en el mar, nos solazábamos con la música tradicional hecha con instrumentos de bambú en aquella casa de té a la que acudíamos… Éramos felices incluso con sólo un par de monedas de cobre en el bolsillo. Ahora, ya lo ves, soy todo un hombre de negocios con la cartera bien repleta.
—Yo también pienso mucho en todo eso, Tian… A menudo me pregunto si merece la pena estar donde estoy —dijo Chen—. Las cosas cambian… Yo no leía entonces novelas de misterio, y ahora las traduzco para ayudarme con algún ingreso extra… Tengo así la impresión de que, más que un policía, soy como esos detectives novelescos… Si te digo la verdad, ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí… Quiero decir, cómo estoy en este viaje, con el cargo que me han concedido —Chen prefirió entonces cambiar de conversación—: Podías haber tratado de localizarme en Shanghai, es fácil dar conmigo.
—Sí… Ya en aquel mi primer regreso a China oí hablar mucho de tu trabajo. Pero me dio vergüenza acudir a alguien de tu posición… En otros viajes que hice después estuve tan ocupado, de un lado a otro tratando con gente para cerrar acuerdos, que… no tuve tiempo… Y además pasó lo de mi matrimonio con Mimi, una boda conlleva un montón de preparativos.
No había la menor duda de la sinceridad de Tian, ni de su alegría por el reencuentro con el viejo amigo. Parecía el mismo de siempre, el Tian entusiasmado por los libros y la conversación; el Tian honesto de sus días de estudiante. Chen agradecía que, a despecho de sus muchas obligaciones como hombre de negocios en L.A., le dedicara el día.
—Supongo que conocerás aquí a un sinfín de hombres de negocios, Tian —dijo Chen llevado de una idea que le acababa de brotar.
—Conozco a unos cuantos, sí.
—¿Sabes algo de Xing Xing?
—He oído hablar de él… Lo vi una vez de lejos, en una subasta… Los periódicos que aquí se publican en chino cuentan un montón de cosas sobre él…
—Tian, ya sabes que soy policía —dijo Chen aun considerando que podría correr algún riesgo al sincerarse—. Ya sabes que cuando un general lucha en las fronteras, no ha de hacer caso de las órdenes que pueda hacerle llegar el Emperador desde la capital… Pero no es menos cierto que un general no puede combatir solo. Depende de las fuerzas que tenga. A veces tiene que firmar alianzas. Yo, en tanto que general, ahora sólo tengo un aliado, que se llama Tian… Y tengo toda mi esperanza en ti, Tian… Eres un hombre de negocios apreciado en esta ciudad, y te rinden el mayor respeto en China gracias a tu posición lograda en este país. No serás en China, pues, un hombre de menor importancia que tantos cuadros del Partido y funcionarios del Gobierno, por muy alto rango que detenten… Así que te diré una cosa, pero, por favor, tiene que quedar entre tú y yo… Investigo un caso de corrupción en el que Xiang tiene mucho que ver… En eso estaba cuando me designaron inopinadamente como jefe de la delegación para este viaje.
Chen siguió hablado de su trabajo, o al menos de una parte de su trabajo. Tian fue reduciendo la velocidad de su coche pues llegaban a un área de servicios de la autopista. Aparcó el coche a la sombra de un árbol frondoso. En el área de servicios había varios coches y unos cuantos camiones, junto a los que unos cuantos americanos bebían o fumaban mientras charlaban. Chen y Tian, sin embargo, no salieron del coche.
Una vez le hubo referido Chen lo que quería, Tian le dijo tranquilamente:
—Ya va siendo hora de que el Gobierno de Beijing haga algo contra la corrupción… Y me alegra mucho que confíes en mí como en nuestros tiempos de estudiantes. Haces un gran trabajo, Chen. Me enorgullezco de tenerte como amigo.
—Sí, las autoridades se lo han tomado en serio —dijo Chen, aun a sabiendas de que no podía estar muy seguro al respecto; por otra parte, no quería expresarse como los editoriales de los periódicos más oficialistas—. Xing reside en Rowland Heights, ¿verdad?
—Así parece. Conozco algo esa zona, hay mucha gente allí que compra mis productos.
—¿De veras? Me gustaría echar un vistazo a ese lugar… Quizá puedas ayudarme. Por ejemplo, si pudieras decirme con quién se asocia Xing en la ciudad… Necesito ese tipo de información para ir atando cabos.
—Eso no será difícil —dijo Tian.
—Pero tampoco tienes que ir por ahí, llamando de puerta en puerta… Habría que hacer las cosas de manera que no llegara nada a conocimiento de Xiang.
—Tengo una idea —dijo Tian—. Puedo conseguir que me informen los hijos de algunos inmigrantes chinos que viven ahí, aunque en la parte más pobre… Muchos de ellos, despojados de todo en China, verán la menor oportunidad de ganar algo como si les ofrecieras un melón abierto. Te aseguro que poder comer bien les alegra el corazón. Claro que también los hay muy bien situados. Recuerdo el caso de una niña china que ofreció a su amiguita americana pagarle un colegio privado, pues decía que su padre tenía mucho dinero en el banco… Su padre había sido alcalde de Liaoyang y no tuvo el menor problema para firmar un cheque que entregó a su hija a fin de que cumpliera su propósito… Sería uno de los corruptos que se han refugiado aquí, sin duda… Hablaré con esos niños chinos, tanto con los pobres como con los ricos. Los pajarillos vuelan juntos, no importa cuáles sean sus plumas, así que sabrán muchas cosas los unos de los otros.
Chen había oído historias que hablaban de funcionarios chinos huidos allende los mares con toneladas de dinero que gastaban como los niños se entretienen tirando piedrecitas en un lago. No hizo comentario alguno a la propuesta de Tian.
—Tengo otra idea —anunció Tian—. Te llevaré a Rowland Heights a la caída de la tarde… Puede que eso te venga bien para el trabajo que desarrollas.
—No creo que una mera visita me ayude mucho, Tian… Además, no estoy autorizado para desarrollar aquí ninguna tipo de investigación oficial. Compréndelo, yo no puedo llamar a esas puertas, ni a las de los pobres ni a las de los ricos.
—Insisto, Chen… Puede que echar un vistazo por allí te sirva de algo. Nunca se sabe.
Chen no lo creía, pero como un general de la dinastía Tang, tampoco podía resistirse a la tentación, tan oportuna, de observar el territorio enemigo, siquiera fuese desde lejos… Además, Tian parecía tener un ánimo tan grande como su capacidad de conversar y a buen seguro que en el trayecto le refería alguna otra cosa de importancia.
—Bien, si eso no te causa ningún problema, adelante —dijo Chen.
—Ningún problema… Además, no es sólo que te quiera ayudar, lo hago también por China. Tengo nacionalidad americana pero China sigue siendo mi madre patria —dijo Tian con gran excitación—. Te contaré algo, Chen… El año pasado, vi en la tele el partido de soccer entre las selecciones de China y Estados Unidos, y para sorpresa de mis vecinos me pasé todo el encuentro animando a los futbolistas chinos.
—Ya veo…
—Así son las cosas, amigo… Iremos a Rowland Heights, pero un poco más tarde, como te he dicho. Será mejor hacerlo cuando empiece a declinar el día. Antes, vayamos de una vez por todas a mi casa.
Arribaron a la casa de Tian, que estaba en una urbanización de construcción reciente. Era una casa bonita, no muy grande, con fachada de ladrillo rojo pulimentado, que disponía de un gran jardín trasero. Según Tian, le había costado más de un millón.
Mimi, la nueva esposa de Tian, vestía una camiseta amarilla y pantalones cortos; iba descalza y salió a recibirles revoloteando como una mariposa. Tenía unos veinte años menos que Tian y era muy bonita, esbelta, con cierto aire de voluptuosidad. Tian la conoció en uno de sus viajes a China y se la llevó a Estados Unidos tras desposarla. Se casaron apenas diez días después de conocerse. Su matrimonio, el segundo, venía a ser como una demostración más de su éxito.
—El viejo Tian me ha hablado mucho de ti, Chen —le dijo ella con su voz muy suave y dulce—. ¡Pareces muy joven!
Aunque Chen protestó, pues no quería causarles mayores molestias, los Yan prepararon rápidamente una barbacoa de recepción en el jardín, en el que había una piscina y un hermoso pabellón blanco que se recortaba luminoso contra el follaje verde de los árboles y los arbustos. Prepararon unas costillas deliciosas, tras poner la barbacoa en un rincón del jardín, donde crecía la maleza. Se dejaban sentir las cigarras, más distantes que en Beijing. A lo lejos, el sol comenzaba a ocultarse tras la línea de las montañas coloreando en naranja un rincón del cielo todavía azul.
Tardaron en retomar la conversación acerca de Xing. Mimi se llegaba una vez y otra hasta ellos, llevando en la bandeja bebidas y cosas para picar. Era una anfitriona amable y muy competente, caminaba ligera y bellísima sobre la hierba… Cuando ya habían dado cuenta de la barbacoa y se disponía ella a entrar en el salón de la casa, les regaló con un par de cervezas marca Qingdao. Luego se fue para tomar asiento ante la televisión y ver su programa favorito, permitiendo así que su marido y el amigo hablasen tranquilamente de lo que les viniera en gana.
—Al sostener la jarra de vino, la muchacha luce cual la luna, / sus muñecas parecen neblina o nieve… Eso lo recitó Chen en un momento de exaltación, llevado por un impulso de felicidad y agradecimiento a la anfitriona. Aunque se arrepintió nada más hacerlo. Le pareció fuera de lugar.
—La conocí en un bar del Hotel Quingdao —dijo Tian—. Trabajaba allí como chica Budweiser… Bueno, no tenemos vino pero sí un montón de cervezas, incluso un barril…
—Tu esposa es muy bella, pero no debí recitar esos versos —se excusó Chen.
—Bueno, en lo que al poema en cuestión se refiere, hay que apuntar que ya no somos tan jóvenes —dijo Tian para acto seguido concluir los versos—: Aún joven, no regresaré a mi casa, / pues hacerlo me rompería el corazón —y luego se quitó el peluquín. Su calva brilló como un huevo cocido bajo el sol de poniente.
—Cuéntame más cosas acerca de Rowland Heights —le pidió Chen para no tener que hablar de aquello.
—Bueno, es un secreto a voces que, junto con chinos pobres, esa zona registra una pequeña cantidad de inmigración china de ricos, aunque algunos se hagan pasar igualmente por pobres. Se sabe porque compran casas que valen más de un millón de dólares, y que además las pagan al contado. Es curioso, ¿verdad? Es curioso que, como se sabe, hayan volado desde China no pocos funcionarios públicos responsables de empresas estatales, y que de tales empresas hayan volado a la vez millones de dólares… Dólares que, una vez en Estados Unidos, pasan a engrosar las cuentas bancarias que abren… Ya te digo, es un secreto a voces.
—La fuga de capitales es un fenómeno consustancial a la corrupción que arruina nuestro país… Se han esfumado varios billones de dólares en los últimos años. Y está claro que eso sólo pueden hacerlo funcionarios públicos.
—Creo que ya es buena hora para que salgamos hacia allá —dijo Tian—. Empieza a oscurecer.
Antes, Chen llamó al hotel para hablar con Bao y recibir novedades.
—Como no hay ninguna actividad oficial prevista —le dijo Chen— pasaré el resto del día con Tian… Encárgate tú del análisis político de la jornada.
—Pierde cuidado, que yo me encargo de todo —le dijo Bao.
Chen y Tian salieron hacia las nueve y media. Mimi los acompañó hasta el coche.
—Vuelve otro día a vernos, señor Chen, y te prepararé una buena cena a base de marisco, al estilo Qingdao.
El tráfico de automóviles en L.A. era endemoniado. Los coches, atrapados en los atascos, se movían como moscas desprovistas de sus alas. Tian, que gustaba de conducir rápido, no podía avanzar mucho en aquellas condiciones, por lo que procedía como si aún estuviera en el jardín de su casa, preso de una cierta pereza. Pero al fin avistaron a lo lejos Rowland Heights.
Parecía claro que Tian solía visitar la urbanización, sobre todo su parte más lujosa, la que tenía un guardia privado en la entrada. Los visitantes tenían que anunciar antes su llegada para que el vigilante los tuviera en una lista, cosa que ellos no habían hecho, no obstante lo cual el guardia de seguridad reconoció a Tian y movió la mano desde su cabina para que pasara, sin preguntarle nada y sin mostrar interés por el otro chino que iba con él. El coche se deslizó por una calle larga a cuyos lados se alzaban altas palmeras. Tras girar dos o tres veces, para discurrir por otras calzadas perfectamente asfaltadas, salieron a una nueva calle, más angosta, en la que se veían varias casas más de una o dos plantas, convenientemente apartadas las unas de las otras.
—Ahí vive Xing —dijo Tian casi en un susurro.
Era una mansión majestuosa. Una arcada de mármol, muy brillante aún en la oscuridad reciente, señalaba la entrada. Dos leones de piedra flanqueaban dicha arcada. Chen no pudo por menos que recordar los dos grandes leones de bronce que flanqueaban la entrada al Bund.
—Le habrá costado cuatro o cinco millones de dólares —dijo Tian haciendo la valoración propia del hombre de negocios que era.
Vieron a un hombre corpulento sentado en una silla de rattán en el porche. Vestía completamente de negro y descansaba los pies sobre una silla blanca, de plástico, una silla de jardín. Bebía una cerveza directamente de la botella. No era Xing, desde luego. Chen preguntó a su amigo si sabía de quién se trataba.
—Supongo que será uno de sus guardaespaldas —dijo Tian disminuyendo la velocidad mientras pasaban justo frente a la casa.
El guardián, al percatarse de la presencia del coche, levantó la vista en alerta al tiempo que dejaba en el suelo la botella de cerveza. El coche no se detuvo, siguió rodando despacio calle abajo.
—Luego pasamos otra vez —dijo Tian a Chen—. Aquí todo el mundo sabe que Xing se relaciona con las tríadas locales… Unos tipos capaces de todo, ya lo sabes.
—¿Crees que Xing pertenece a alguna sociedad secreta de Los Ángeles? —preguntó Chen.
—No lo sé con certeza, pero si tienes en cuenta su dinero, no le habrá resultado difícil comprarse la protección de esos canallas.
—El dinero hace que cualquier demonio actúe como una mula de carga con orejeras para quien lo tiene —dijo Chen—. ¿Sabes si Xing hace negocios aquí?, abiertamente, quiero decir…
—No, hasta donde yo sé. No he oído nada al respecto. Supongo que prefiere pasar inadvertido, al menos en eso… Al fin y al cabo, con lo que robó en China podrán vivir a todo lujo tres generaciones de su familia.
—¿Se comenta mucho su caso por aquí?
—Se habló un poco al principio, pero a los chinos que residen en América apenas les interesan los asuntos políticos de su país… Al fin y al cabo están a miles de millas de distancia de la Ciudad Prohibida… ¿Te has fijado en esa mansión blanca que hay en la misma calle de Xing? Bien, pues pertenece al hijo de un miembro del Comité central del Partido en China… Al tipo se le conoce con el apodo de Pequeño Tigre…
—¿Y qué hace aquí?
—Es un muchacho de veintitantos años… Se supone que está estudiando, pero lo cierto es que se pasa el día de fiesta en fiesta, bebiendo, bailando y jugando al mah-jong día y noche… Es dueño de una compañía de importación-exportación, al menos sobre el papel.
—Conoces a un montón de gente, Tian…
—La comunidad china de Los Ángeles es un mundo cerrado, muy pequeño. La gente se relaciona mucho entre sí, aunque a nuestra manera, ya sabes… Se hacen pocas preguntas.
Volvieron, envueltos ya en la oscuridad, a pasar ante la casa de Xing.
—Voy a preguntar unas direcciones, para disimular —dijo mientras detenía el coche—. Tú no te bajes —recomendó a Chen.
Tian conocía a varios residentes en aquella parte tan exclusiva de la urbanización, como había dicho. El guardaespaldas todo vestido de negro, según observó Chen, se levantó de su asiento y señaló con el dedo en distintas direcciones… Por sus gestos, Tian parecía contarle al tipo que se había perdido y no daba con una casa en concreto. Así estaban, cuando se abrió lentamente la puerta de la mansión y se dejó ver en el porche una mujer de cabellos grises que llevaba un largo rosario en las manos. El guardián le dijo algo casi al oído, y la mujer volvió sobre sus pasos, cerrando la puerta. Chen tuvo tiempo de ver, sin embargo, que el vestíbulo de la casa estaba envuelto en humo de incienso. Casi al minuto volvió a abrirse la puerta, y se dejó ver en el porche un hombre joven. El guardaespaldas se inclinó respetuosamente ante él y Tian volvió al coche.
—Lo siento, no he podido averiguarte nada valioso —dijo a Chen mientras se ponía al volante—. Ese tipo no me dejó el menor resquicio para preguntarle si Xing estaba en casa… Tampoco quería insistir, para no levantar sospechas. Ya sabes, no hay que despertar a la serpiente dormida…
—No te preocupes, aprecio tus esfuerzos… Supongo que esa anciana que rezaba es la madre de Xing.
—Probablemente, Xing quiere mucho a su madre… Cuando vino a los Estados Unidos siempre se presentaba en público con ella. He visto esas fotos muchas veces en los periódicos chinos de Los Ángeles.
—¿La anciana es budista?
—Eso parece…
—Interesante, muy interesante —dijo Chen.
—¿Por qué te parece interesante?
—Bueno, mi madre también cree en el budismo —respondió Chen—. ¿El joven que salió de la casa podría ser el vecino de Xing, ese Pequeño Tigre?
—Sí… Y el hecho de que estuviera en la casa de Xing hace pensar que pueden ser algo más que vecinos, ¿no crees? Te diré una cosa, Chen… Creo que puedo descubrir más. Mi empresa se publicita en los periódicos chinos que se editan aquí. Los editores de esos periódicos me deben más de un favor…
—No me parece buena idea que te pongas en contacto con ellos para esto —dijo Chen—. Seguro que Xing los tiene comprados, supongo que ha hecho relaciones muy importantes en Los Ángeles.
Encantado con aquella su primera experiencia como detective, Tian, sin embargo, siguió haciendo a Chen distintas sugerencias mientras regresaban. Algunas de sus ideas eran interesantes; otras, parecían a Chen una auténtica locura, cosas fuera de toda lógica. El inspector jefe, sin embargo, lo escuchaba pacientemente. Al cabo echó un vistazo a su reloj.
—¿Estamos muy lejos del hotel? —preguntó.
—A unos quince minutos.
—Déjame aquí… Creo que será mejor para ti que no te vean mucho más en mi compañía… En cuanto a Xing, por favor no hagas nada, no tomes ninguna iniciativa sin consultarme, ¿de acuerdo?
—Iré con cuidado. Nadie sospechará de mí, no te preocupes.
—No me llames al hotel. He comprado un teléfono celular aquí, llámame a este número —y Chen procedió a copiárselo en un papel—. Si me llamas, hazlo desde un teléfono público.
—Chen, todo esto me parece cada vez más excitante, es como una película de acción… ¿Quieres que haga algo en especial?
—No sé… Pequeño Tigre puede ser un personaje a investigar… Es vecino de Xing y además visita su casa… Como policía, no puedo creer en las simples coincidencias ni en las casualidades.
—¿A qué te refieres en concreto al hablar de coincidencias y casualidades?
—Xing, evidentemente, contó con muchos contactos en China, situados en lo más alto —dijo Chen—. Déjame aquí mismo… Tomaré un taxi.