4
Al despertar con la primera neblina de la mañana gris se sintió Chen como si hubiese librado en sueños una batalla legendaria de la caballería inexpugnable, en mitad de la noche tenebrosa. Volvió lentamente a la realidad. Como policía, no importaba que pusiera en riesgo su vida. Pero no la de su madre.
Hay cosas que un hombre debe de hacer, y hay cosas que un hombre no debe de hacer.
A su madre no habría de pasarle nada malo. Este era el principio a seguir por un hijo que, lejos de ser un perfecto confuciano, acababa de recordar no obstante una máxima de Confucio.
Se cepilló los dientes con mucha fuerza. Tenía un sabor amargo en la boca, como de amoníaco. Quizá llevaba años sin prestar a su madre las atenciones debidas. Quizá lo había hecho por el imperativo de su carrera, de su actividad política, de su vida personal.
La madre hubiera preferido que se dedicara a su carrera universitaria, como había hecho su difunto padre, manteniéndose al margen de la política, y que fundara una familia. A ella no le importaba el rango que tuviera Chen en el Partido. Al fin y al cabo, solo muy recientemente, cuando la anciana hubo de ser hospitalizada, esa posición política de su hijo le vino a servir de algo. Pero, precisamente a causa de su carrera política, su madre veía amenazada ahora la paz de sus últimos días, esa paz de que podría disfrutar de tratarse de una anciana como tantas otras, sin un hijo señalado.
Según otra máxima de Confucio, sin embargo, uno puede en ocasiones verse incapaz de cumplir al tiempo con sus obligaciones políticas y filiales; si eso ocurre, habrá de optar por la obligación más antigua. Así, su madre, y aunque no fuera Chen un confuciano tan cabal como lo había sido su padre, era por fuerza la primera obligación a atender. El principio confuciano le obligaría, entonces, a dar marcha atrás en sus investigaciones.
Realmente le resultaba difícil ver cómo podría seguir investigando, dado el alcance del trabajo que se le había encomendado, sin poner en peligro la existencia de su madre. Una tarea realmente imposible. Estaba claro que los círculos próximos a Xing ya sabían perfectamente qué hacía. Y verse las caras con el siguiente sospechoso de corrupción supondría una declaración formal de guerra para todos los funcionarios implicados.
Tomó un ejemplar de las Treinta y seis estrategias de guerra, un libro de táctica militar que databa de más de mil años atrás. Encendió un cigarrillo, consulto el índice de la obra y acudió al capítulo titulado Ataque por sorpresa en Chen, que glosaba una antigua batalla de los primeros tiempos de la dinastía Han. En aquella batalla, el general al mando del ejército Han había levantado un puente para que las tropas enemigas creyeran que iba a cruzarlo con sus hombres, y luego desvió su ejército por un camino cercano llamado Chen Cang, desde el que atacó al enemigo cuando su general lo dirigía al puente para esperar el cruce de los Han.
El inspector jefe tenía que encontrar su senda Chen Cang. Para ello, quizá fuera mejor comenzar por dirigirse a quienes los corruptos no esperaban, incluso a muchos que no eran susceptibles de ser interrogados, para hacer creer a los realmente implicados, así, que erraba en su búsqueda de culpables. Mientras, se limitaría a concertar telefónicamente entrevistas con quienes salían en los informes del Comité de Disciplina del Partido, sin cometer de nuevo el error de presentarse ante ellos como lo hizo en el despacho de Dong. Pensaba que de esa manera les haría creer que todo era un puro trámite burocrático, uno más, por no decir una mera investigación ejemplarizante, un simple espectáculo puesto en marcha para cubrir el expediente.
Echó un vistazo a la lista mientras se preparaba un café. Era la última cucharada que le quedaba en un envase de café brasileño que le había regalado su amiga americana… Su hongyan zhiji. Silbó y sonrió nostálgico, aunque no sin cierta amargura. Hacía tanto tiempo desde aquello, había ido dosificando de tal manera el café, que lo poco que le quedaba ya tenía perdido buena parte de su aroma y sabor.
La lista era realmente larga. Xing, desde luego, había conseguido hacer un sinfín de contactos sociales. Quizá fuera más acertado hablar de una maraña. Allí estaban también los menos relevantes, los secundarios de la función.
Mientras sorbía lentamente el café recién hecho volvió a echar un vistazo a la lista. Llamó su atención un nombre, como si estuviera escrito en letras rojas.
Qiao Bo.
Qiao se había visto con Xing el año anterior, una sola vez. De aquel encuentro se dio noticia en los diarios locales, pues Xing hizo a Qiao, según esas informaciones, donación de dos mil yuanes, en adelanto de un total de veinte mil que le daría para apoyar su carrera de escritor. No era una gran suma, algo así como un pelo tomado de la capa que cubre a un buey, pero en la prensa se dijo que Xing, con aquella donación, demostraba ser “un generoso empresario que apoya proyectos patrióticos”. Todo, porque Qiao había publicado un libro titulado China se alza desafiante. No era precisamente un ensayo académico; apelaba, más bien, al sentimentalismo popular; un intento de hacer un best-seller nacional.
Chen había conocido a Qiao tiempo atrás, en circunstancias completamente distintas. A comienzos de los 80, poeta posmoderno entonces, Qiao le había dado un manuscrito pidiéndole un prólogo. Los poemas que a la sazón escribía Qiao atraían a muchos jóvenes estudiantes porque la poesía posmoderna no era políticamente aceptable. Por ello, en su calidad de miembro de la Asociación de Escritores, Chen rehusó escribir el prólogo que Qiao le pedía. Más adelante el nombre de Qiao saltó de nuevo a los titulares de los periódicos cuando fue encarcelado por su forma de vida corrupta y burguesa. La prensa refirió entonces historias harto truculentas acerca de cómo había seducido Qiao a un buen número de jovencitas, a las que llevaba a su habitación. Sus compañeros de vivienda, sin embargo, declararon que eran las chicas quienes iban tras él, atraídas por su apostura y su romanticismo de poeta. Dijeron también que las relaciones sexuales que mantuvo con algunas de ellas habían sido por completo consentidas. Pero Qiao hubo de cumplir una condena de casi ocho años.
Chen era en ese tiempo un policía de graduación media y no tuvo intervención alguna en el caso. Estuvo mucho tiempo sin oír una palabra acerca de Qiao hasta los primeros años 90. Ya cumplida su condena, Qiao se convirtió en un autor de éxito, en todo un best-seller. Seguía resultando muy atractivo a las muchachas, que le consideraban una especie de príncipe de los poetas a lomos de un caballo blanco, por mucho que de común sea la poesía sinónimo de pobreza. Ya podía vivir solo, con casa propia. Allí escribió China se alza desafiante, libro que llevaba este subtítulo: Estrategias para la era global. Puede que aquello no fuese acorde con su sensibilidad poética, pero lo cierto fue que cumplió todas sus expectativas económicas. El libro recibió una gran cantidad de reseñas elogiosas y Qiao pasó a ser un autor favorito y a concitar el interés de la mayoritaria opinión pública; pasó a convertirse, pues, en el aceite con que freír todos los banquetes… El éxito del libro no fue inmediato, sin embargo. Sólo cuando el Gobierno de Beijing soltó las olas del nacionalismo, la rueda de la fortuna movió aún más el carro de Qiao. Entonces fue cuando alcanzó su libro el primer puesto en la lista de los más vendidos. Y se sucedieron un montón de libros más, de otros autores, en la senda abierta por la obra de Qiao.
Xing, por lo demás, había conocido a Qiao en los comienzos de su mayor éxito, en el momento más conveniente para hacerse publicidad a costa del autor.
Chen se levantó, fue en busca de un libro, lo sacó de la pequeña estantería de su apartamento, le sacudió el polvo… Era el poemario para el que su autor le había pedido un prólogo años atrás. Buscó un poema de amor, del que leyó las dos últimas estrofas:
Un cisne borracho sale del cuadro llevando mi cuerpo al mar / donde el coral son mis ojos que brillan en los tuyos. / ¿Cómo sentir las olas sin tu aliento, las olas y las algas que me envuelven? / Fuego en los bosques del otoño muerto. / El amanecer y el anochecer vomitan sangre otra vez. / Si encendieras una vela, ¿podrías alumbrarme gentilmente con ella?
No era un mal poema, dedicado a una mujer. Al releerlo comprendió Chen la razón de esa popularidad que en los 80 había alcanzado Qiao entre las jóvenes.
Decidió Chen que no abordaría a Qiao de una manera previsible. No tenía que haberle resultado fácil la supervivencia a un ex poeta, y ex presidiario, y hacerlo sentir objeto de una investigación ordenada por el Comité de Disciplina del Partido no ayudaría a la investigación. Aunque podía haber pedido el coche de la comisaría que tenía asignado, Chen prefirió tomar un taxi.
La librería estaba en Fuyou, una de las pocas calles de la zona antigua de la ciudad que conservan el viejo empedrado. Chen pidió al taxista que se detuviera unas manzanas antes de llegar. La calle Fuyou tenía infinidad de tiendas de ropavejeros en sus dos aceras, así como cabinas de fotomatón, kioscos, puestos de distintas cosas y carretillas cargadas de diversos objetos para vender. Muchas de las tiendas de la calle conservaban aún su estructura de casas antiguas. Algunas sacaban puestos con ropa raída a las puertas. Había que intentar vender donde fuera y como fuese.
Chen entró finalmente en la librería a la que iba, que tenía dos secciones. Una de libros de ocasión y otra de libros de gran venta.
En la sección de libros de lance había también objetos de abarrote, un batiburrillo de cosas. Por ejemplo, una foto amarillenta en la que se veía a una anciana con los pies vendados a la usanza Qing; una vieja pipa de opio sobre la que caía todo el polvo de las edades, y una caja de latón, de antiguos cigarros de Shanghai, que tenía pintada en la tapa una bella cortesana con un ajustado vestido cheongsam estampado, cuya abertura le descubría los muslos. Para sorpresa de Chen, había también objetos de los tiempos de la Revolución Cultural, etiquetados como antigüedades, por ejemplo una funda para gafas y una foto del mariscal Lin Biao junto al Gran Timonel Mao, en Tiananmen. Lin moriría poco después de que le fuera tomada aquella foto, en un golpe de Estado alentado por él mismo, que no fructifico. La foto costaba menos de diez yuanes. Y había también un montón de ejemplares de El Libro Rojo del Gran Timonel Mao, unos con encuadernación de plástico, otros con tapa metálica, así como una edición en cuatro volúmenes de sus Obras completas.
También vio Chen, junto a esos objetos de la Revolución Cultural, un cartel de la película Shanghai Express en el que salía Marlene Dietrich. Aquel lugar sugería una inmersión de la ciudad en la nostalgia de un tiempo dorado, los años 20 y 30, un tiempo pleno de exuberantes fantasías. Ciertamente, había quienes descubrían ahora cosas de aquellos días, por las que mostraban una pasión desmedida. El cartel de Marlene Dietrich, bien protegido por un plástico, costaba mucho más que cualquier retrato del Gran Timonel Mao en la Plaza Tiananmen.
Chen tomó una cesta de bambú, para meter en ella algunas cosas que le interesarán, como un ejemplar de El libro Rojo, que costaba sólo cinco yuanes. También echó allí un medallón de plástico con la efigie de Mao, con una cinta de seda roja para colgarlo al cuello, que sin embargo era muy corta.
Vio al fondo al librero, un hombre de mediana edad ataviado con un blusón a la usanza tradicional Tang. No era otro que Qiao. Qiao no sólo no se le acercaba, sino que parecía mirarle con cierto desprecio, acaso porque lo que iba metiendo Chen en el cesto era muy barato.
Chen se dirigió entonces a un tablero en el que había libros aún más baratos, rebajados sus precios en un ochenta y hasta un noventa por ciento. Qiao fue entonces hasta él, aunque sin reconocerlo, para llamar su atención sobre otro tablero anunciado como el de «autores eróticos».
—Estos libros de venden mucho —dijo.
Chen no conocía a los autores en cuestión, que decían en las contraportadas de sus libros haber escrito una obra autobiográfica. Uno de ellos era Lei Lei, en la portada de cuya obra, Cariño mío, se anunciaba que el libro era «un detallado lujo de recuentos sexuales, de experiencia vividas por el autor con tres mujeres norteamericanas». Y otro, escrito por un tal Jun Tin, gran competidor de Lei Lei en el afán de ambos por convertirse a los ojos de las mujeres en una suerte de Henry Miller chino, titulado el libro Pavos reales… Con el levantamiento de la censura, por parte del Gobierno, proliferaban los libros de contenido caliente. Había también una obra llamativa, muy voluminosa, casi convertida en una suerte de mito chino.
—La amante americana, de Nube de Agua —dijo Qiao tomando el volumen en sus maños—. Una descripción muy grafica del éxtasis sexual alcanzado por una mujer china y su amante americana… El libro ha causado sensación porque la hija de quien aparece como protagonista demando a la autora. Nube de Agua llegó a un acuerdo con la demandante, que retiro al final su denuncia, antes de que acabara el juicio, a cambio de una gran suma de dinero, y el libro ha visto una reimpresión tras otra, dando a ganar a su autora mucho más dinero del que hubo de pagar a la hija de la protagonista de su libro.
—¿Y bien? —dijo Chen inquiriendo más datos.
—Después, la demandante se quejó, porque, según ella, todo había sido orquestado por el Gobierno para que el libro se vendiera más con el escándalo, se refería a presiones para que aceptara el acuerdo económico con la autora. Ya se ha traducido a cinco idiomas. El caso levantó mucha expectación. En el juicio salieron a relucir historias aún más escabrosas que las que se cuentan en el libro.
—Toda una sucia ganancia, vamos —dijo Chen.
—¿Hay alguna que no lo sea? Oiga esto: La autora y su protagonista no escriben con una pluma, escriben con sus coños —Qiao acababa de leer lo que había escrito un crítico, cita que aparecía en la portada del libro.
—¡Caramba! ¿Qué más se podría decir? —bromeó Chen metiendo en la cesta dos libros escogidos al azar.
—La cinta de seda de ese medallón es muy corta —señaló Qiao con un dedo los objetos que Chen tenía en la cesta—. Bueno, podrá ponerla en el espejo retrovisor de su coche…
—¿Hay muchos nostálgicos de aquellos tiempos en Shanghai? —pregunto Chen.
—¿Quizá es usted profesor, quizá tiene un doctorado? —pregunto Qiao a su vez haciendo un guiño de extrañeza. Aquello parecía toda una alusión a ese adagio popular que dice: Tan pobre como un profesor, tan imbécil como un doctor.
—Me gustaría ser cualquiera de esas dos cosas —se limito a responder Chen.
—Le decía lo del coche —siguió Qiao— porque hay muchos accidentes de tráfico. Los taxistas, por ejemplo, son muy supersticiosos. Creen que las calles y las carreteras están habitadas por los espíritus del mal.
—Así que la gente cree que Mao tiene poderes sobrenaturales, aunque sean póstumos… Vamos, que lo tienen por un gran protector.
—¡Ja! Usted podría ser un gran cómico internacional —dijo Qiao sacudiendo violentamente su cabeza, celebrando la broma—. Los espíritus malignos pero menos importantes temen a los grandes espíritus malignos… ¿Quién cree usted que es el mayor espíritu maligno?
—¿Mao?
—No se puede decir que sea usted mudo, ni tonto… Yo sólo bromeaba, lo cierto es que esos libros que ha metido usted en la cesta no están mal…
—Una pregunta que quizá le parezca estúpida —aventuro Chen—. Si estos libros se venden tan bien como dice, ¿por qué están así de rebajados?
—Precisamente porque se venden muy bien hay muchas ediciones piratas…
—Comprendo —dijo Chen—. Supongo que hay muchos editores y no pocos libreros sin escrúpulos que se dedican a ese negocio ilegal que es la distribución de ediciones piratas… Claro, con eso llenan una gran cantidad de estanterías a bajo costo pero con mucha ganancia… Con lo cual usted, por ejemplo, vende en su librería libros editados ilegalmente.
—¿A dónde quiere llegar? —pregunto Qiao sobresaltado—. Eso es algo que hacemos todos los libreros… ¿Cómo competir, si no, en un mercado como el de nuestros días?
—No me importa lo que hagan otros libreros, Qiao —le dijo entonces Chen mirándole fijamente mientras le mostraba su acreditación policial—. Creo que tenemos que hablar.
—Vaya, ahora te reconozco —dijo Qiao mirando la foto de la acreditación del policía—. He oído hablar mucho de ti, inspector jefe Chen… Me parece que no has venido a mi tienda para comprar libros baratos, ¿me equivoco?
—Veo que no eres tonto.
—De veras que hay un montón de libreros que hacen lo mismo que yo, así que no seas duro conmigo, Chen —dijo Qiao con tono de súplica—. Estoy fuera de juego, como un perro al que hubiesen tirado a una charca sucia… ¿Acaso tu corazón se ha vuelto de piedra?
—Me alegra comprobar que sigues usando metáforas poéticas, Qiao. Bien, pues abramos la puerta de las montañas… Lo que hagas con los libros no es asunto mío, da igual si se trata de las ediciones piratas como si no… Sólo quiero preguntarte alguna cosa acerca de Xing.
—¿Xing? ¿Te refieres a ese bastardo que tanto sale en los periódicos?
—El mismo. Lo conociste el año pasado, ¿no?
—En efecto, pero no lo he vuelto a ver desde entonces… Si has venido aquí por eso, ya puedes irte; no creo que pueda decirte nada interesante al respecto, inspector jefe Chen.
No fue que Qiao se negara a colaborar. Era que, realmente, sólo había visto a Xing en aquella ocasión, como se decía en los informes del Comité de Disciplina del Partido. Pero las intenciones del inspector jefe eran otras.
—¡Menudo explotador, ese tal Xing! —dijo Qiao sumamente indignado—. Se hizo publicidad a mi costa con una inversión para él muy barata.
—Cuéntame eso, Qiao, por favor.
—Cuando China se alza desafiante era todo un éxito, me pidió que acudiera al Shanghai Hotel para entrevistarme con él. Todo aquello salió en los periódicos, aunque no lo contaron como realmente fue. No hubo ninguna aportación económica del empresario generoso al autor de éxito para que siguiera con su carrera. Aunque lo había prometido públicamente, cuando el libro empezó a pasar a un segundo plano se olvidó por completo de lo dicho.
—¿Qué te había prometido?
—Esa cantidad que según los periódicos recibiría… Nunca vi el cheque… También me prometió un apartamento de tres habitaciones, que igualmente se esfumo en el aire como la grulla amarilla de ese poema de la tradición Tang.
—¿Se ofreció a comprarte un apartamento?
—No exactamente… Dijo que me regalaría uno cuando acabara la construcción de un edificio que hacía… Pero ya te digo que nunca más volví a saber de ese malnacido. Lo llamé varias veces por teléfono, para recordarle sus promesas, pero no conseguí hablar con él, no se puso ni una vez.
—¿No te escribió por escrito ninguna de esas promesas, negro sobre blanco?
—No. Sí es verdad que cuando nos vimos me dio dos mil yuanes en efectivo, nada mas… Me sentí como un perro patético al que echaran un hueso.
—Y sobre la construcción de ese edifico, ¿sabes si se trataba de una inversión propia o si tenía socios?
—Eso no lo sé, no tengo ni idea de sus negocios en la construcción —dijo Qiao frunciendo el ceño, pensativo—. Espera… recuerdo que me dijo que hablaría con su hermano pequeño para que me diera la llave del apartamento tan pronto como estuviese acabada la obra… Si no me lo dijo así lo hizo de manera parecida…
—¿No recuerdas nada más de aquella entrevista con él?
—Nos reunimos en el restaurante del hotel. Quien más habló fue él, lo hizo sin parar. Tenía a su lado a una secretaria teñida de rubia, muy bonita y elegante, y a un guardaespaldas muy alto y fornido. La secretaria, una chica muy joven, tomaba notas sin parar, parecía tomar al dictado la conversación. Creo que fue ella quien habló después con los periodistas para darles cuenta de aquello… Eso es todo lo que puedo recordar, no hubo mucho más.
—Francamente, no creo que tuvieras nada que ver en las actividades de Xing, pero si recuerdas algo mas, dímelo, por favor… Supongo que sigues teniendo mi número de teléfono.
—Descuida, que así lo haré si recuerdo algo más.
—Bueno, te voy a pagar estas tonterías que me llevo —dijo Chen sacando su cartera—. En cuanto a lo que hagas en tu librería, repito que me importa un bledo, no es mi caso, pero ten cuidado porque sí podría ser el caso de otros policías… Eres lo suficientemente listo como para saber llevar esta librería, Viento del Oeste, con honestidad, sin meterte en líos. Si tienes problemas, quizá debieras acudir a la Asociación de Escritores en busca de ayuda…
—¿Sigues siendo uno de sus directivos? —pregunto Qiao.
—Sí… Podría hablar por ti… Creo —dijo Chen pensativo— que quizá deba resarcirte por negarme aquella vez a hacerte el prologo que me pedías.
—Gracias, lo pensaré.
—Volveré para comprar más libros… Hasta la vista.
Cuando Chen salió de la librería, decidió caminar un rato en vez de tomar otro taxi.
Aquella entrevista de Qiao con Xing, a todas luces, no parecía haber tenido la menor importancia, salvo para Qiao, toda vez que, en efecto, daba la impresión de que el potentado corrupto no había hecho otra cosa sino buscar publicidad a su costa. No era una sorpresa que Xing hubiese incumplido la palabra dada al escritor, más que nada porque su valor como mercancía se había ido devaluando en la medida en que su libro de éxito inicial fue desapareciendo de la lista de los más vendidos. Era, pues, poco menos que imposible que Qiao estuviera al tanto de las actividades de Xing. Faltaba por ver si la estrategia del inspector jefe Chen, aquello de buscar la senda Chen para sorprender al enemigo, arrojaba resultados positivos para sus intereses.
Cruzó la calle Henan y salió a la calle Shandong. Como la calle Fuyou, la Shandong tenía las aceras llena de cabinas de fotomatón y puestos varios. Sin pensárselo, entró de golpe en una pequeña tienda de espinos azucarados y otros dulces, justo cuando salía de allí una muchacha empujando su bicicleta, en cuya cesta llevaba varios libros. Caminaba de prisa, como llevada por una ráfaga de viento. Parecía en su elemento, entre los puestos de la calle y las tiendas.
La chica le recordó una escena contemplada en Beijing, años atrás, cuando vio a otra que se le parecía mucho, una muchacha de las que viven en un hutong, contrastando con el blanco y negro de las casas estilo sihe. Solitaria, vendía esferas de papel color naranja un poco más allá de un grupo de gente que practicaba tai chi, acompañados sus componentes por el canto de un pichón que revoloteaba bajo el manto del cielo despejado, algo que le llegó a la memoria cuando la chica de la bicicleta hacía sonar el timbre para abrirse paso entre la concurrencia de la acera. Fue, por un momento, como si Chen regresara a sus años de colegial, cuando le gustaba contemplar el bullicio de la esquina en la que estaba la boca del metro de la estación Xisi, cuando la vida parecía simple y agradable. Compro finalmente una barrita de espino azucarado, que comenzó a saborear como lo hacía en sus días de la niñez ahora evocados. Le supo, sin embargo, diferente. Bañarse en un río por segunda vez nunca es lo mismo que hacerlo por vez primera. El inspector jefe Chen se dijo que no podía perder más tiempo, que tenía que proseguir en lo que estaba.
Pero, ¿por qué habría elegido Xing a Qiao, para publicitarse, más allá de las razones evidentes? Estaba claro que el libro de Qiao provoco algunas controversias cuando salió a la luz pública, pero no era menos cierto que un potentado como Xing podría haberse hecho publicidad a costa de otras cosas aún más llamativas. Claro que quizá lo hiciera precisamente para sumarse a la ola de nacionalismo que llegaba desde Beijing, lo que podría redundar en beneficio de sus negocios, presentándole como un empresario al que, por encima de todo, interesaba China. Eso sugerían los periódicos al hablar de su patriotismo. Era una posibilidad, pero no se sostenía como argumento definitivo.
Chen pensó entonces en alguien de quien Xing había hablado a Qiao, su hermano pequeño… Lo de hermano pequeño podría interpretarse tal cual, pero no era menos cierto que venía a ser igualmente una manera de aludir a alguien de rango menor en una organización de delincuentes… Xing, hasta donde se sabía, no tenía ningún hermano pequeño, así que, un hombre de negocios como él, y si era cierto que no tenía ningún hermano pequeño, bien podría resultar que fuera jefe de una de las ramas de las tríadas que, con base en Fujian, extendiera sus tentáculos hasta Shanghai.
Tendría que llamar a Viejo Cazador, quien en los 60 había tomado parte en una investigación que se hiciera en Fujian contra las organizaciones mafiosas. Parecía claro, por lo demás, que sus contactos en Fujian venían de aquel tiempo, de ahí que sospechara como lo hacía a propósito de que la muerte del detective Hua no sucedió como apuntaba la versión oficial.
—Tengo cosas que podrían interesarte —dijo Viejo Cazador a Chen, cuando finalmente hablaron por teléfono—. Imagino quién podría ser ese «hermano pequeño»… Por ventura, aún cuento ahí con amigos que me conocen bien; claro está, no son ratas, ni rojas ni negras.
—Ve con cuidado, querido tío —le recomendó cariñosamente Chen—. No des a entender a nadie que te interesas en lo referido al caso Xing ni digas una palabra sobre mis investigaciones.
—No hace falta que me lo recuerdes, jefe. Pero, ya sabes que fui un cazador durante años, y que un cazador de ratas nunca se retira del todo.
—Sabes que valoro mucho la ayuda que puedas prestarme.
—Ya lo sé, tampoco hace falta que me lo digas… Hua fue un viejo amigo, un buen amigo… No te preocupes; cuando pregunto por ahí la gente me responde abiertamente porque cree que soy un viejo ocioso, que se aburre en su retiro —y añadió Viejo Cazador tras una pausa—: Pero quiero hacer algo por Hua, por su buen nombre, por su memoria… Ve con cuidado, inspector jefe Chen. Yo ya soy viejo, pero tú aún eres joven y muy valioso.