Erixias

SÓCRATES — ERIXIAS — CRITIAS — ERASÍSTRATO

Nos paseábamos por casualidad en el pórtico de Júpiter Libertador[1] Erixias de Stiria y yo,[2] cuando vinieron a nosotros Critias y Erasístrato, hijo de Feax, sobrino de Erasístrato. Este último, que acababa de llegar de Sicilia y de los países comarcanos, vino a mi encuentro y me dijo:

—Buenos días, Sócrates.

—Buenos días —le dije yo a mi vez—. Y bien, ¿nos traes algunas nuevas de Sicilia?

—No hay duda; pero ¿queréis —dijo— que tomemos desde luego asiento? Me encuentro cansado, porque he venido a pie desde Megara.

—Sentémonos, si así lo deseas.

—¿Qué queréis saber ante todo de los sicilianos? ¿Lo que hacen ellos entre sí, o sus disposiciones respecto a nosotros? Aquellas gentes bajo este último punto de vista son como las avispas, que si se las irrita, por poco que sea, no hay otro medio de desarmarlas que destruir todo el enjambre sin dejar una; pues de igual modo si no enviamos allá una flota formidable, y si no les damos un gran golpe, jamás los siracusanos se someterán a nuestra dominación; las pequeñas expediciones no hacen más que excitar su cólera y hacerlos más intratables. Acaban de enviarnos embajadores, pero, o mucho me engaño, o es para tendernos un lazo.

En este punto de la conversación los embajadores siracusanos pasaron delante de nosotros. Erasístrato me dijo, señalándome uno de ellos:

—Ese hombre, Sócrates, es el más rico de los sicilianos e italianos. ¿Cómo puede dudarse? Es tal la extensión de sus campos, que le sería fácil, si quisiera, labrar tierras inmensas; como que en toda la Grecia no podrían encontrarse dominios tan vastos. Además posee todo lo que constituye la riqueza, esclavos, caballos, oro y plata.

Viéndole caminar a velas desplegadas y en disposición de divagar sobre la fortuna de este hombre, le pregunté: Y bien, Erasístrato, ¿qué aprecio se hace de este hombre en Sicilia?

Tiene la reputación de ser, y lo es en efecto, el peor más aún que el más rico de los sicilianos y de los italianos; y si preguntases a cualquier siciliano, a quién tiene por más malo y más rico, no te nombraría a otro que a él.

Yo reflexioné, que las cosas de que hablaba no eran de poca importancia, y antes bien de la mayor consideración en opinión de los hombres, pues se trataba de la virtud y de la riqueza; le pregunté cuál le parecía que era más rico, si el que tiene un talento de plata, o el que tiene un campo de valor de dos talentos.

—Yo creo —me respondió— que es el que tiene el campo.

Luego, repliqué yo, según el mismo razonamiento, el que tenga vestidos, tapices y otros objetos de más valor que los de este extranjero, sería más rico que él.

Convino en ello.

—Pero si se te diese la elección, ¿qué preferirías?

—Preferiría lo que tiene más valor.

—¿Pensando ser con ello más rico?

—Sí.

—Por consiguiente, ¿nos parece más rico el que posee las cosas de más valor?

—Sin duda.

—Por lo tanto, repuse yo, los sanos son más ricos que los enfermos, si la salud es un bien de más valor que las riquezas de los enfermos; y no hay nadie que no prefiera mantenerse sano con poco dinero a estar enfermo con todas las riquezas del gran rey, lo cual prueba que se da más valor a la salud; porque no se la preferiría, si no se la considerase más preciosa que la fortuna.

—No, ciertamente.

—Por consiguiente, si existiese un bien de más valor que la salud, el que lo poseyese sería aún más rico.

—Sí.

—Si alguno, acercándose a nosotros, nos preguntase: Sócrates, Erixias, y Erasístrato, ¿podréis decirme cuál es de todos los bienes el que tiene más valor para el hombre? ¿No será aquel que le capacite para dar los mejores consejos sobre la mejor manera de dirigir sus propios negocios y los de sus amigos? ¿Cuál es este bien, que es el más precioso de todos?

—A mí, Sócrates, me parece que la felicidad es lo que tiene más valor para el hombre.

—No te engañas, pero ¿consideraremos como los hombres más dichosos a los que mejor manejan sus negocios?

—Por lo menos ese es mi dictamen.

—¿Y no manejan mejor sus negocios los que se engañan menos en todo lo que concierne así a ellos como a los demás hombres, y que llevan generalmente a buen término sus empresas?

—Es evidente.

—Y los que conocen el bien y el mal, lo que es preciso hacer o evitar, ¿no son también los que salen bien de sus empresas y se engañan menos?

—Lo creo igualmente.

—Nos parece, pues, que los más sabios son los que manejan mejor sus negocios y son los más dichosos y los más ricos, porque la sabiduría es, entre todos los bienes, el de más valor.

—Sí.

Pero Erixias tomó entonces la palabra, y dijo:

—¿De qué serviría, Sócrates, ser más sabio que Néstor mismo, si llegaran a faltar las cosas más necesarias para la vida, el pan, el vino, los vestidos y todo lo demás? ¿De qué utilidad nos sería la sabiduría? El que está expuesto a mendigar y a verse privado de las cosas de primera necesidad ¿será por ventura el más rico de los hombres? Esta objeción no dejó de causar impresión en el auditorio.

—Pero —le respondí yo—, ¿es posible que el que posea la sabiduría se vea nunca reducido a ese extremo, hasta la desnudez de que hablas? —Y por otra parte, el que llegara a poseer la casa de Politión, aunque estuviera llena de oro y plata, ¿no carecería de nada?

—Pero —repuso él— nada le impide vender inmediatamente lo que posee, cambiarlo por alimentos o plata, con lo cual puede proporcionarse todo lo que necesite y vivir de este modo en medio de la abundancia.

—Sin duda, si es cierto que los hombres tienen una necesidad más imperiosa de la casa de Politión que de la sabiduría de Néstor; pero si fuesen capaces de dar su justo valor a la sabiduría y a sus ventajas, el sabio tendría mucho más que vender, si se viese en necesidad y quisiese vender su sabiduría y todos los frutos que de ella pueden sacarse. ¿Tan útil y tan necesario es al hombre gozar de tan espléndida morada? ¿Tanto importa pasar la vida en un palacio o en una miserable y pobre choza? Y por el contrario, ¿es de tan poco interés y de tan poco precio la sabiduría, que sea indiferente ser sabio o ignorante en las más graves y serias circunstancias? ¿La sabiduría es una cosa tan despreciable, que no encuentre compradores al mismo tiempo que todo el mundo necesita y compra maderas de ciprés y mármoles pentéficos de la casa de Politión? Es decir, que el piloto hábil, el hábil médico y cualquiera que sobresale en la práctica de estas artes, ¡no serán dignos de más alta estimación que los que poseen grandes bienes y grandes riquezas! Y el que es capaz de aconsejarse a sí mismo y a los demás y de mostrar el camino derecho ¡no tendría nada que vender, nada que cambiar si quisiere hacerlo!

—Erixias tomó entonces la palabra, y mirándome con el aire de un hombre ofendido, me dijo: Y bien, Sócrates, es preciso decir la verdad, ¿pretenderías tú ser más rico que Callias, hijo de Hipónico? Tú no querrías reconocerte más ignorante que él en ninguna de las cosas importantes, y antes bien, por el contrario, te crees más sabio; y sin embargo, no por eso eres más rico.

—Quizá —le respondí—, quizá, mi querido Erixias, crees que nuestra conversación es un vano juego que nada tiene de verdadera, y que se parece a las piezas de ajedrez, que colocándolas de una cierta manera, se triunfa de su adversario condenándole a permanecer inmóvil. Quizá crees que lo mismo sucede, poco más o menos en esta discusión sobre las riquezas; que hay ciertos razonamientos que no son más verdaderos que falsos, y que basta saber servirse de ellos, para cerrar la boca a los que niegan que los sabios son al mismo tiempo los más ricos, sosteniendo así lo falso contra los que sostienen lo verdadero.

—Quizá no sería esto sorprendente. Si dos hombres discutiesen sobre las letras, diciendo el uno que Sócrates comienza por una S y el otro que por una A, no sería imposible que el razonamiento del que dice que comienza por una A supere al razonamiento del que sostiene que comienza por una S.

Echando una mirada sobre los circunstantes, Erixias, entre risueño y avergonzado y como si no hubiera oído lo que acababa yo de decir:

—Yo, Sócrates —dijo—, creía que convenía abstenerse de razonamientos de esta clase, que no pueden convencer a los mismos a quienes se dirigen, y de los que ninguna utilidad se puede sacar. ¿Qué hombre de buen sentido se dejará nunca convencer de que los más sabios son igualmente los más ricos? ¿Cuánto más preferible es, si hemos de ocuparnos de la riqueza, examinar en qué caso es honroso ser rico y en qué caso es vergonzoso, y en fin, cuál es el carácter moral de la riqueza, si es un bien o un mal?

—Sea así. En adelante no nos separaremos de esta cuestión, y has hecho bien en advertírnoslo. Pero puesto que eres tú el autor de la proposición, ¿por qué no la apoyas y nos dices si la riqueza es un bien o un mal? Porque este es un punto que no hemos tocado en la precedente discusión.

—Pues bien; a mi parecer es un bien el ser rico.

Quería continuar, pero Critias le interrumpió diciendo:

—D me, Erixias, ¿piensas que es un bien el ser rico?

—¡Sí, por Júpiter! Si pensara de otra manera, sería un loco, y creo que no hay nadie que no sea de mi opinión.

—Pues yo —dijo Critias— creo que no hay nadie que no esté de acuerdo conmigo, en que es un mal para algunos hombres el ser rico. Ahora bien, si fuese un bien, ¿cómo podría ser manifiestamente un mal pira algunos?

Entonces creí que debía mediar, y les dije:

—Si por casualidad discutierais cuál de vosotros conoce mejor la equitación y monta mejor a caballo, y fuese yo un buen picador, trataría de terminar vuestras diferencias. Me avergonzaría, si estando presente, no hiciera todo lo posible para poneros de acuerdo; porque cualquiera que sea la cuestión que os divida, si no concluís por entenderos, os separareis más enemigos que amigos. En este momento os tiene discordes una cuestión que interesa a la conducta de toda la vida, porque ¿qué cosa más importante que saber el aprecio que debe hacerse de las riquezas, si son útiles o no, y esto en una época, en que lejos de desdeñarlas los griegos, las ponen por encima de todo? Los padres, apenas los hijos tocan a su parecer la edad de razonar, les obligan y exhortan a que busquen los medios de hacer fortuna, y les dicen: si eres rico, te estimarán; si pobre, no. En medio de esta codicia universal os encontráis, aunque de acuerdo en todo lo demás, divididos en lo que más importa, porque no discutís si la riqueza es negra o blanca, ni si es pesada o ligera, sino si es buena o mala, y yo no conozco nada que pueda irritaros más uno contra otro, que el no estar conformes acerca del bien y del mal, vosotros que estáis estrechamente unidos por la amistad y por la sangre. Por esta razón quiero emplear todas mis fuerzas en reconciliaros sobre este punto. Si fuera yo capaz de descubrir por mi mismo la verdad, entonces bien pronto cortaría vuestras diferencias, Pero puesto que no soy capaz de ello, y que cada uno de vosotros está persuadido de que atraerá al otro a su opinión, aquí me tenéis dispuesto a auxiliaros con todas mis fuerzas, para ver si encontramos juntos la solución de esta dificultad. Así, pues, añadí, mi querido Critias, haznos ver tu opinión.

—Pues bien, dijo Critias, como estaba diciendo antes, quisiera preguntar a Erixias, si cree que hay hombres justos y hombres injustos.

—¡Sí, por Júpiter! —respondió éste—; nada más cierto.

—¿Pero ser injusto te parece que es un bien o un mal?

—Un mal, seguramente.

—El hombre, que con el cebo del dinero seduce las mujeres de sus vecinos, ¿te parece que es injusto o no, sobre todo cuando este hecho está prohibido por las leyes de la república?

—Me parece que es injusto.

—Luego si es rico, puede gastar dinero y quiere ser injusto, cometerá una falta; si, por el contrario, no fuese rico ni tuviese dinero que gastar, no podría hacerlo, aunque quisiera, y por consiguiente no cometería falta. Luego es más ventajoso para este hombre no ser rico, porque no puede hacer lo que quiere, y lo que quiere es una infamia. Pero respóndeme a esta otra pregunta: ¿estar enfermo es un bien o un mal?

—Es un mal,

—¡Y qué! ¿No te parece que hay hombres intemperantes?

—Sí, ciertamente.

—¿Y no valdría más para la salud de este hombre, que se abstuviese de comidas, bebidas y de todas las cosas que halagan su paladar? —Pero no tiene valor para hacerlo a causa de su intemperancia. ¿Y no sería mejor para este hombre carecer de recursos con que satisfacer sus deseos, que vivir en la abundancia de todos los bienes? Porque no le sería ya posible cometer faltas, por más que tuviera voluntad de hacerlo.

—Critias habló tan bien y con tanta exactitud, que si no hubiera sido por miramiento a los circunstantes, Erixias no habría podido menos de levantarse contra él y pegarle; tan pleno era su convencimiento de que Critias había demostrado patentemente la falsedad de su precedente juicio sobre la riqueza. Viendo yo a Erixias tan colérico y temiendo que la querella pasara al terreno de las injurias, dije:

—Estos razonamientos los he oído últimamente en el Liceo de boca de un hombre grande, Pródico de Ceog; pero los que allí estaban juzgaron que no valía nada lo que decía y no dieron fe a sus palabras. Y entonces uno de los presentes, que era muy joven, se levantó, se sentó cerca de él, charlando, como en tono de zumba, e insistiendo, para que Pródico desarrollase las razones de lo que había sentado. Y debéis creerme, más complació éste a los oyentes que Pródico.

—Y bien —dijo Erasístrato—, ¿no podrías referirnos esa discusión?

—Con mucho gusto, si me acuerdo de ella. He aquí poco más o menos lo que allí pasó.

—Preguntó el joven en qué la riqueza es un mal y en qué es un bien. Pródico dijo, como acabas tú de hacerlo, que la riqueza para los hombres virtuosos, que saben el uso que debe hacerse de ella, es un bien, y para los malos que no lo saben, es un mal; y que lo mismo sucede en todas las cosas, añadió. Tanto como valen los que hacen uso de ellas, otro tanto valen las cosas mismas. Este verso de Arquíloco es muy verdadero:

Los sabios lo son en todo aquello en que ponen mano.

—De suerte que —dijo el joven—, si se me hiciese sabio con esta sabiduría propia de los hombres de bien, sería una necesidad que todas las cosas se hiciesen buenas para mí, aunque con relación a ellas nada se hubiere hecho para hacerme hábil de ignorante que antes era. Por ejemplo, si se hiciese de mí un gramático, sería una necesidad que todas las cosas se hiciesen gramaticales para mi; y si se hiciese de mí un músico, se harían musicales. En igual forma, si haces de mí un hombre de bien, todo se hará bueno para mí. Pródico rechazó las primeras proposiciones, y aceptó la última.

—¿Te parece —continuó el joven— que el hombre es el artífice de las buenas acciones, como es artífice de la casa que construye? ¿O bien es indispensable que permanezcan siendo hasta el fin lo que han sido desde el principio, buenas o malas?

—Creo que adivinando Pródico a dónde iba a parar este razonamiento, y no queriendo verse vencido delante de tanta gente por un joven de tan poca edad, pues si hubieran estado solos, le habría importado poco, respondió con cierta amabilidad que las buenas acciones son obra del hombre.

Entonces el joven replicó:

—¿Te parece, Pródico, que la virtud por su naturaleza debe de ser enseñada, o la tienes por innata?

—Debe de ser enseñada —respondió Pródico.

—Pero, continuó el joven, ¿no considerarías como un imbécil al que intentara hacerse hábil en la gramática, la música o cualquier otro arte, contentándose con dirigir súplicas a los dioses, si para adquirir esta superioridad es absolutamente preciso ser instruido por otro o instruirse uno a sí mismo?

Pródico convino también en esto.

—Por lo tanto —dijo el joven—, cuando pides a los dioses que te hagan dichoso y te procuren bienes, no vienes a pedirles otra cosa, sino que te hagan bueno y virtuoso, puesto que todo es bueno para los buenos y malo para los malos; y si la virtud se enseña, es evidente que no pides otra cosa a los dioses que aprender lo que no sabes.

Entonces dije yo a Pródico que debía felicitarse de haber aprendido una cosa tan importante, si creía que los dioses nos conceden en el momento lo que les pedimos en nuestras oraciones. Cuando recorres la ciudad, suplicando a los dioses que te concedan bienes, tú no sabes si pueden darte lo que les pides. Es como si te llegases a la puerta de un gramático, suplicándole que te diera su ciencia, y permanecieses tú en la inacción, esperando hacerte de repente capaz de enseñar la gramática. Al oírme hablar de esta manera, Pródico se puso en actitud de rechazar el ataque del joven y demostrar lo que tú exponías hace un momento, porque lo que le indignaba era que se pudiera creer que él invocaba en vano a los dioses. Pero el gimnasiarca, adelantándose, obligó a Pródico a salir del gimnasio, diciendo que semejantes discursos no podían ser útiles a los jóvenes, y si no son útiles, evidentemente tienen que ser dañosos.

Te he referido esta escena, mi querido Critias, para probarte el juicio que se forma de la filosofía. Cuando Pródico pronunció este discurso, de tal manera se le tuvo por extravagante por todos los que allí estaban, que se le expulsó del gimnasio; y tú, por el contrario, en este momento has hablado tan bien, que no sólo has convencido a los circunstantes, sino que has obligado a tu adversario a adherirse a tu opinión. Esto se parecé a lo que pasa en los tribunales. Dos hombres prestan una misma declaración, siendo el uno bueno y honrado, y el otro malo; pues el testimonio del malo de ninguna manera convence a los jueces, y antes les predispone a fallar en contra; mientras que tan pronto como el hombre de bien declara, no queda la menor duda de la verdad de la deposición. Quizá algo análogo ha sucedido con los oyentes de Pródico y con los tuyos. Han visto en Pródico un sofista y un charlatán, y en ti un hombre ocupado en los negocios del Estado y digno de una alta consideración; y se han dicho en seguida que para apreciar los discursos, no tanto debe mirarse a los discursos mismos como a los que los pronuncian.

—Sin embargo, Sócrates —replicó Erasístrato—, búrlate cuanto quieras, pero las razones de Critias no me parecen tan malas.

—¡Ah! ¡Por Júpiter, yo de ninguna manera me burlo de Critias!; pero ya que habéis comenzado, ¿por qué no termináis esta discusión? Me parece, en efecto, que aún falta algo que examinar. Se dice que la riqueza es un bien para los unos y un mal para los otros, y falta indagar qué es la riqueza. Si no sabéis esto en primer término, jamás podréis decidir si es un bien o un mal. Dispuesto por lo tanto me tenéis a auxiliaros con todas mis fuerzas en esta indagación. Que responda a mi pregunta el que pretende que la riqueza es un bien. Yo, Sócrates, dijo Erixias, no tengo acerca de la riqueza una opinión diferente de la que tiene el común de las gentes; la riqueza consiste en poseer muchos bienes. No creo, que Critias mismo se forme otra idea de la riqueza. Aún quedaría por examinar, le dije yo, lo que debe entenderse por bienes, no sea que a los pocos instantes os encontréis de nuevo en desacuerdo. Por ejemplo, los cartagineses se sirven como moneda de un pedazo de cuero, con el que envuelven cierta cosa de la magnitud de una estatera,[3] y que nadie sabe lo que es, sino los que hacen esta moneda. Imprimen en ella el sello del Estado y es la moneda legal; de suerte que el que posee muchas de estas monedas, pasa por tener más bienes y ser más rico. Que cualquiera de nuestros conciudadanos posea cuantas monedas de esta clase se quiera, y no será más rico, que si poseyese una cantidad igual de guijarros de la montaña. En Lacedemonia se sirven de monedas de hierro, y a pesar de lo incómodo que es este pesado y vil metal, se tiene por rico al que posee mucho, mientras que si lo poseyera en otro punto, sería como si no tuviera nada. Los etiopes se sirven de piedras en las que hacen ciertas señales; los lacedemonios las considerarían como inútiles. Si un escita nómada poseyese la casa de Politión, no se consideraría más rico que el ateniense que fuese propietario de Licabetes.[4] Lo cual prueba claramente que estos diversos objetos no son verdaderamente bienes, puesto que hay gentes que aunque lo poseyeran, no serían por eso más ricos. Para los unos, les dije, son bienes que les enriquecen; para los otros no son bienes, porque nada añaden a su fortuna. Así es como lo bello y lo feo no son la misma cosa para todos los hombres, sino que varían de individuo a individuo. ¿Queréis que examinemos por qué las casas no son bienes entre los escitas y lo son entre nosotros; por qué las pequeñas medallas de cuero son bienes entre los cartagineses y no lo son entre nosotros; por qué las monedas de hierro son bienes entre los lacedemonios y no lo son entre nosotros? Quizá descubriremos la razón, procediendo de esta manera. Si un ateniense poseyese un peso de mil talentos de estas piedras inútiles, que ruedan en la plaza pública y de que no hacemos caso, ¿se le tendría por más rico?

—Me parece que no.

—Pero si poseyese un peso de mil talentos de piedra lignita,[5] ¿no diremos que es muy rico?

—Sin duda.

—¿La razón de esto no será porque la piedra lignita nos es útil mientras que la otra no nos presta ningún servicio?

—Sí.

—Por esta misma razón las casas no son bienes para los escitas, porque no les sirven de nada. Un escita sé guardaría bien de preferir la más preciosa casa a una simple piel de cuero; esta le es útil, y aquella no le sirve de nada. He aquí por qué no tenemos la moneda cartaginesa por un bien, porque no podemos proporcionarnos con ella las cosas necesarias como con el dinero, de suerte que nos sería perfectamente inútil.

—Justamente.

—Luego las cosas que nos son útiles son bienes, y las que no son de uso alguno no son bienes.

—¿Cómo? —dijo Erixias—, ¿cómo es eso, Sócrates? Discutir juntos, librar combates y otras cosas semejantes ¿no tienen uso alguno? ¿San bienes? Sin embargo, incontestablemente son cosas útiles. Así pues aún no hemos descubierto lo que son bienes. Que es de necesidad que los bienes nos sean útiles, es cosa que reconoce todo el mundo, pero ¿cuáles son, entre las cosas útiles, las que son bienes, puesto que no lo son todas?

—Veamos, dije yo; observemos otro método en nuestra indagación. ¿Qué uso hacemos de los bienes? ¿Con qué fin y cómo se han inventado los remedios para curar las enfermedades? Quizá procediendo de esta manera, llegaremos a ver más claro. Puesto que nos ha parecido necesario que todos los bienes sean al mismo tiempo útiles, nos resta examinar cuál es la especie de cosas útiles a la que damos el nombre de bienes. ¿Para qué uso y para sacar qué utilidad empleamos los bienes de que nos servimos?[6] Porque son igualmente útiles todas las cosas de que nos servimos para alcanzar un fin, así como llamamos animales a todos los seres que tienen un alma; pero distinguimos una especie de animales a que damos el nombre de hombre. Si se nos preguntase qué es lo que deberíamos alejar de nosotros, para que no tuviésemos necesidad ni de la medicina ni de sus instrumentos, responderíamos, quesería preciso o impedir que nacieran las enfermedades absolutamente y nos atacaran, o apenas hubieren nacido, desterrarlas en el momento. De donde resulta que la medicina es una ciencia, cuya utilidad consiste en desterrar las enfermedades. Y si ahora se nos preguntase: ¿de qué deberíamos desembarazarnos para que no tuviésemos ya necesidad de bienes? Si a esto no podemos responder, tomemos otro camino. Dime, si el hombre fuese capaz de vivir sin alimentos y sin bebidas, si no experimentase ni hambre ni sed, ¿tendría jamás necesidad de víveres, de dinero, ni de ningún otro medio para proporcionárselos?

—Pienso que no.

—Pues bien, lo mismo sucede con todas las demás cosas. Si no tuviésemos necesidad para la conservación de nuestro cuerpo de todas las cosas que nos son actualmente necesarias, alternativamente lo caliente y lo frío, y en general todo lo que la salud reclama, los bienes, o lo que llamamos así, perderían todo su utilidad. Pero sería necesario para esto, repito, no tener necesidad de ninguna de estas cosas, en vista de las cuales deseamos tener bienes para satisfacer los deseos y necesidades que atormentan nuestro cuerpo. La utilidad de los bienes está destinada a proveer a las necesidades y a la conservación del cuerpo; quitad estas exigencias, y ya no tenemos necesidad de bienes, y quizá ni siquiera existirían.

—Eso es claro.

—Luego es claro, a lo que parece, que las cosas que sirven para satisfacer las necesidades del cuerpo, son las que se llaman bienes.

Erixias convino en que tales eran, en efecto, los bienes; pero no por eso dejó de verse como perplejo con mi demostración.

—Respóndeme —le dije yo entonces—; ¿es posible que la misma cosa sea útil e inútil con relación al mismo objeto?

—No ciertamente; pero si nosotros tenemos necesidad de esta cosa para este objeto, es útil; si no, no.

—Por ejemplo, si nosotros fuéramos capaces de fabricar una estatua de bronce sin fuego, no tendríamos necesidad del fuego para esta operación; y si no teníamos necesidad de él, nos sería inútil. El mismo razonamiento se aplica a todo lo demás.

—Es evidente.

—Por consiguiente, todas las cosas, sin cuyo auxilio podemos obtener un resultado, son inútiles con relación a este resultado.

—Inútiles.

—Por consiguiente, si alguna vez fuéramos capaces de satisfacer las necesidades de nuestro cuerpo sin plata, sin oro y sin todos esos objetos de que hacemos un uso menos directo que de las comidas, bebidas, vestidos, camas y casas, hasta el punto de no tener ninguna necesidad de ellas, esta plata, este oro y todo lo demás no nos parecerían en modo alguno útiles, puesto que podríamos en adelante vivir sin ellas.

—En efecto.

—No serían, por consiguiente, bienes a nuestros ojos, no siendo útiles. Los bienes para nosotros serían los que nos hicieran capaces de procurarnos las cosas útiles.

—Mi querido Sócrates, jamás me persuadiré de que el oro, la plata y las demás cosas semejantes no son bienes. Creo perfectamente que las cosas inútiles no son bienes, y que las más útiles no son bienes sino porque son útiles de la manera que acabas de decir; pero no puedo admitir que el oro, la plata y lo demás no son útiles a la vida, cuando por medio de ellos nos proporcionamos todo lo qué necesitamos.

—Pues bien, veamos qué dices a esto. ¿No hay hombres que enseñan la música, las letras o cualquiera otra ciencia, y que en cambio exigen que se les dé lo que necesitan, haciendo consistir en esto su salario?

—Así es, en efecto.

—Estos hombres pueden procurarse con su ciencia todo lo que les es necesario, pagando con ella como nosotros pagamos con el oro y con la plata.

—Es cierto.

—Pero si con la ciencia se proporcionan todo lo que es preciso para vivir, la ciencia es útil para vivir. Porque ya hemos dicho que el dinero no es útil sino porque nos pone en estado de procurarnos las cosas necesarias al sostenimiento del cuerpo.

—En efecto.

—Si las ciencias mismas tienen esta utilidad, las ciencias son bienes por la misma razón que el oro y la plata. De donde se infiere evidentemente, que los que las poseen son ricos. Sin embargo, no hace un instante nos hemos negado a admitir que fuesen los más ricos. Pero después de las cosas en que hemos convenido, podremos muy bien vernos en la necesidad de admitir que los más sabios son algunas veces los más ricos. En efecto, si se nos preguntase si creemos que un caballo pueda ser útil a todo el mundo, ¿sería posible que dijéramos que sí? ¿No diríamos más bien, que un caballo es útil para los que saben servirse de él y que para los que no saben no?

—Lo diríamos.

—Por consiguiente; un remedio, conforme al mismo razonamiento, no es útil a todo el mundo, sino al que sabe servirse de él.

—Sí.

—Por consiguiente lo mismo sucede con todo lo demás.

—Así parece.

—El oro, la plata y todas las cosas, que pasan por ser bienes, serán útiles sólo para aquel que sabe servirse de ellas.

—Es cierto.

—¿No hemos visto antes que lo propio del hombre de bien es saber el uso que coa viene hacer de cada una de estas cosas?

—En efecto.

—Los hombres buenos y honrados serán los únicos para quienes serán útiles estas cosas, puesto que son los únicos que saben el uso que de ellas debe de hacerse; y si sólo son útiles para ellos, es evidente que sólo son bienes para los mismos. Supóngase, por ejemplo, un hombre que no conoce la equitación y que tiene caballos, que a causa de esto le son inútiles; si alguno le convierte en buen jinete, le haría al mismo tiempo más rico, puesto que cosas, que le eran antes inútiles, se hacen para él útiles. De suerte que dar ciencia a un hombre es al mismo tiempo enriquecerlo.

—Así parece. Sin embargo, estoy pronto a jurar que Critias no acepta ninguna de estas razones.

—¡Por Júpiter! —dijo Critias—, sería preciso que hubiera perdido la razón para darme por convencido. ¿Porqué no has terminado tu demostración de que todas las cosas que se consideran como bienes, el oro, la plata y lo demás no lo son? Yo estaba encantado oyendo todos esos preciosos razonamientos.

Entonces tomé la palabra y me expliqué en estos términos. Tienes todas las trazas, Critias, de experimentar, al escucharme, el mismo placer que se tiene cuando se oye a los rapsodas, que cantan los poemas de Hornero, puesto que mis discursos te parecen desnudos de verdad. Sin embargo, veamos qué dirás a esto. ¿Hay cosas útiles para los arquitectos con relación a la fabricación de casas?

—Me parece que sí.

—¿Son estas cosas útiles aquellas de que se sirven para construir, como la piedra, los ladrillos, las maderas y otros materiales semejantes? ¿Es preciso unir a esto las herramientas que emplean para la fabricación, los instrumentos con que se procuran las maderas y la piedra, y en fin los instrumentos de estos instrumentos?[7]

—Me parece que todas estas cosas son igualmente útiles para el objeto que se proponen.

—Pues bien, le pregunté, ¿no sucede lo mismo con cualquier clase de obra que se intente hacer? Además de los materiales que se ponen en obra, ¿no son igualmente útiles los instrumentos con que nos los proporcionamos y sin los cuales no los tendríamos?

—Ciertamente.

—Y así los instrumentos para obtener los materiales, los instrumentos para fabricar los precedentes instrumentos, y los instrumentos de estos instrumentos, y así hasta lo infinito, todo esto es necesariamente útil para la obra a que se aplican.

—Así es.

—Suponiendo que un hombre esté provisto de alimentos, de bebidas, de trajes y de todas las cosas que el cuerpo reclama para su uso, ¿tendrá necesidad aún de oro, de plata o de cualquiera otra moneda para proporcionarse lo que ya posee?

—Creo que no.

—Es cosa manifiesta que hay casos en que el hombre no tiene necesidad de ninguna de estas cosas para el servicio del cuerpo.

—En efecto, ninguna necesidad.

—Si estas cosas son inútiles al cuerpo, jamás pueden serle útiles, porque hemos reconocido como imposible, que las mismas cosas sean tan pronto útiles como inútiles con relación a un mismo objeto

—De esta manera vas a estar de acuerdo conmigo, porque si el oro y la plata son una vez útiles para satisfacer nuestras necesidades, jamás pueden hacerse inútiles con relación a este mismo objeto.

—Pero tan pronto sirven para cosas buenas como para cosas malas.

—Estoy conforme.

—¿Y es posible que una cosa mala sea útil para la realización de una cosa buena? Me parece que no.

—¿Son cosas buenas las que el hombre hace en vista de la virtud?

—Sí.

—¿Es posible, que un hombre aprenda alguna de las cosas que se enseñan por la palabra, si está absolutamente privado de oído, o bien podría valerse de algún otro sentido?

—¡Por Júpiter!, no lo creo.

—Luego el oído es una de las cosas útiles para la virtud, puesto que gracias al oído, la virtud puede ser enseñada, y cou su auxilio lo aprendemos todo.

—Es claro.

—Puesto que la medicina tiene el poder de curar las enfermedades, ¿no es patente que la medicina entra algunas veces en el número de las cosas útiles para la virtud pudiendo hacernos recobrar el sentido del oído?

—Nada se opone a ello.

—Y si pudiéramos procurarnos el conocimiento de la medicina por medio de los bienes, ¿no sería claro que los bienes son útiles para la virtud?

—También es cierto.

—Y por consiguiente, ¿no serán también útiles las cosas con que adquirimos estos bienes?

—Sin duda. ¿Crees que un hombre que, valiéndose de medios malos y vergonzosos, gane dinero para aprender la medicina o adquirir el oído que le falta, se sirve de este dinero para un objeto virtuoso?

—Sí, verdaderamente, lo creo.

—Luego ¿no es exacto el decir que una cosa mala no pueda ser útil a la virtud?

—No, en efecto.

—No es necesario que las cosas, por medio de las cuales nos procuramos las que son útiles a tal o cual objeto particular, sean ellas mismas útiles a este objeto. Si así sucediera, sería preciso reconocer, que las cosas malas son algunas veces útiles para una buena. Pero quizá llegaremos a una mayor evidencia sobre este punto. Si toda cosa, sin la que no pudiese conseguirse jamás un objeto, es útil a este objeto, respóndeme, ¿serías capaz de sostener que la ignorancia es útil a la ciencia, la enfermedad a la salud, o el vicio a la virtud?

—Yo no puedo admitirlo.

—Sin embargo, es preciso convenir en que nadie podría adquirir la ciencia sin haber comenzado por ser ignorante, ni la salud sin haber estado enfermo, ni la virtud sin haber sido vicioso.

—Si, si no me engaño.

—Por consiguiente, no es absolutamente necesario que una cosa sea útil a tal o cual objeto, porque este objeto no pueda ser conseguido sin ella, pues en este caso sería preciso que la ignorancia fuese útil a la ciencia, la enfermedad a la salud, y el vicio a la virtud. Critias se resistía, sin embargo, a aceptar todas estas razones, y no podía creer que todas estas cosas no fuesen bienes. Viendo, pues, que, según dice el proverbio, era tan difícil convencerle como cocer una piedra, le dije:

—Pues bien, dejemos todas estas razones, ya que no tienen poder bastante para ponernos de acuerdo sobre si hay o no identidad entre las cosas útiles y los bienes, y veamos qué es lo que contestas a lo siguiente: ¿deberá tenerse por mejor y más dichoso al hombre a quien el cuidado de su cuerpo obliga a satisfacer una multitud de necesidades, que al que tiene muy pocas y se contenta con las cosas menos delicadas? Quizá encontraremos con más facilidad la respuesta, considerando un solo hombre en estos dos estados: en la enfermedad y en la salud.

—Ése es un punto —dijo Critias— que no exige un largo examen.

—Sin duda —repliqué yo—, porque no es difícil reconocer que vale más estar sano que estar enfermo. Pero ¿cuándo tenemos más necesidades, cuando estamos enfermos o cuando estamos sanos?

—Cuando estamos enfermos.

—Entonces es cuando tenemos más necesidades, porque en ninguna ocasión se despiertan más nuestros deseos que cuando estamos en mal estado.

—Es cierto.

—Luego, siguiendo el mismo principio, si un hombre se encuentra tanto mejor cuantas menos necesidades tiene, ¿no debe decirse lo mismo de dos hombres, de los cuales el uno tiene muchas necesidades y deseos ardientes, y el otro pocas necesidades y un temperamento más moderado? Por ejemplo, unos tienen una gran pasión por el juego, otros por el vino, otros por la mesa, porque todos son verdaderos deseos.

—Sin duda.

—Pero las pasiones son necesidades que reclaman una satisfacción. He aquí por qué los que tienen muchas pasiones están en una situación peor que los que no las tienen, o tienen pocas.

—Sí, creo como tú que todos estos hombres son muy desgraciados, y que cuanto más numerosas son sus pasiones, tanto mayor es su desgracia.

—¿No te parece que una cosa no puede ser útil a un objeto, sino a condición de que tengamos necesidad de ella para conseguir este objeto?

—Sí.

—Luego es indispensable, para que las cosas sean útiles con relación al cuerpo y a los cuidados que éste reclama, que tengamos necesidad de ellas para conseguir este objeto.

—Así me lo parece.

—De donde se sigue que el que posee mayor número de cosas útiles con relación al cuerpo, debe tener igualmente más necesidades, puesto que para que una cosa sea útil, es preciso tener necesidad de ella.

—Eso me parece evidente.

—Se sigue de aquí, en virtud del mismo razonamiento, que los que tienen muchos bienes tienen igualmente muchas necesidades que satisfacer con relación al cuerpo y a su sostenimiento; porque nos ha parecido que los bienes son precisamente lo que es útil al cuerpo. De suerte que para nosotros es evidente y necesario que los más ricos son también los más dignos de compasión, puesto que tienen que habérselas con mayor número de necesidades.

Obras completas
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Facsimil.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
Section0134.xhtml
Section0135.xhtml
Section0136.xhtml
Section0137.xhtml
Section0138.xhtml
Section0139.xhtml
Section0140.xhtml
Section0141.xhtml
Section0142.xhtml
Section0143.xhtml
Section0144.xhtml
Section0145.xhtml
Section0146.xhtml
Section0147.xhtml
Section0148.xhtml
Section0149.xhtml
Section0150.xhtml
Section0151.xhtml
Section0152.xhtml
Section0153.xhtml
Section0154.xhtml
Section0155.xhtml
Section0156.xhtml
Section0157.xhtml
Section0158.xhtml
Section0159.xhtml
autor.xhtml
notas1.xhtml
notas2.xhtml
notas5.xhtml
notas6.xhtml
notas8.xhtml
notas9.xhtml
notas11.xhtml
notas12.xhtml
notas14.xhtml
notas15.xhtml
notas17.xhtml
notas18.xhtml
notas20.xhtml
notas21.xhtml
notas23.xhtml
notas24.xhtml
notas26.xhtml
notas27.xhtml
notas29.xhtml
notas30.xhtml
notas32.xhtml
notas33.xhtml
notas35.xhtml
notas36.xhtml
notas38.xhtml
notas39.xhtml
notas41.xhtml
notas42.xhtml
notas45.xhtml
notas46.xhtml
notas48.xhtml
notas49.xhtml
notas51.xhtml
notas52.xhtml
notas54.xhtml
notas55.xhtml
notas57.xhtml
notas58.xhtml
notas60.xhtml
notas61.xhtml
notas63.xhtml
notas64.xhtml
notas66.xhtml
notas67.xhtml
notas70.xhtml
notas71.xhtml
notas73.xhtml
notas74.xhtml
notas76.xhtml
notas77.xhtml
notas79.xhtml
notas80.xhtml
notas82.xhtml
notas83.xhtml
notas85.xhtml
notas86.xhtml
notas88.xhtml
notas89.xhtml
notas90.xhtml
notas91.xhtml
notas92.xhtml
notas93.xhtml
notas94.xhtml
notas95.xhtml
notas96.xhtml
notas97.xhtml
notas98.xhtml
notas100.xhtml
notas101.xhtml
notas102.xhtml
notas103.xhtml
notas104.xhtml
notas105.xhtml
notas106.xhtml
notas107.xhtml
notas108.xhtml
notas110.xhtml
notas111.xhtml
notas112.xhtml
notas115.xhtml
notas116.xhtml
notas118.xhtml
notas119.xhtml
notas121.xhtml
notas122.xhtml
notas124.xhtml
notas125.xhtml
notas127.xhtml
notas128.xhtml
notas130.xhtml
notas131.xhtml
notas133.xhtml
notas134.xhtml
notas136.xhtml
notas137.xhtml
notas139.xhtml
notas140.xhtml
notas142.xhtml
notas145.xhtml
notas146.xhtml
notas149.xhtml
notas152.xhtml
notas154.xhtml
notas155.xhtml
notas157.xhtml
notas158.xhtml