Argumento del Gorgias[1]
por Patricio de Azcárate

Igual al Fedón por la fuerza y elevación moral de las ideas, por el vigor de la dialéctica y por la feliz aplicación de la mitología, el Gorgias es inferior a aquel en cuanto al interés dramático. Sócrates también desempeña aquí el primer papel, pero en una situación enteramente distinta. En cuanto a sus adversarios, Gorgias de Leoncio, Pólux de Agrigento y Calicles de Atenas, están lejos de inspirar la misma simpatía que los fieles discípulos de Sócrates en el Fedón. No debe esperarse, por consiguiente, una composición tan animada y tan viva como la de aquel dialogo; aunque no por eso deja de ser el Gorgias una de las obras mas preciosas de Platón.

Su asunto no anuncia desde luego toda su importancia filosófica; es la Retórica. Pero Platón, según su costumbre, agranda y eleva el objeto, y con motivo del examen que hace de lo que es realmente la Retórica y de lo que debe de ser, se ve conducido a consideraciones superiores sobre lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, considerados en sí mismos; después sobre el castigo y la impunidad; y por último sobre el bien, no solo el que importa en los discursos del orador, sino el relativo a la vida. De estas alturas a que le lleva la indagación de los principios que presiden al arte de persuadir, sabe descender sin esfuerzo para hacer la aplicación de estas verdades generales a todos los estados y a todas las acciones de la vida. Y después de haber establecido, en nombre de la razón, su doctrina moral, invoca el apoyo de las tradiciones de los pueblos, trasmitidas de siglo en siglo, bajo la forma de un mito, todo con un sentido no menos profundo que el del Fedón. Tal es el plan general; y he aquí el desarrollo de la discusión.

Sócrates y Querefón encuentran delante de su casa a Calicles, que tenía de huéspedes a Gorgias y a Pólux, y que les ofrecía presentarlos a estos dos extranjeros; y efectivamente en su casa tiene lugar la conversación. Las primeras palabras que se cruzan entre Pólux y Querefón y el exordio declamatorio de Pólux forman el preámbulo de la discusión, que no se empeña realmente hasta el momento en que Sócrates sabe directamente de Gorgias lo que es y lo que enseña. Gorgias es retórico y enseña la Retórica. ¿Cuál es el objeto de la Retórica? Los discursos ¿Toda especie de discursos, como los que pueden hacer, a propósito de su arte el médico o el maestro de gimnasia? No, sino todos los discursos, que sin estar mezclados con ningún hecho determinado, tienen por único fin el persuadir. La persuasión es, por lo tanto, el objeto de la Retórica. Pero ¿cabe aún preguntar qué especie de persuasión? Porque todas las ciencias intentan persuadir. La persuasión que procura la Retórica, se refiere a lo justo y a lo injusto. Eso no es todavía bastante; es preciso saber aún, si el orador se dirige a gentes instruidas, cuya persuasión ha de estar fundada en la ciencia, o a ignorantes, cuya persuasión descanse solo en la creencia, y si debe instruir al persuadir o solamente persuadir; porque si no se propone instruir a nadie, él mismo no tiene necesidad de ser instruido. Pero si no es instruido, no podra consultársele sobre la justicia o injusticia de una causa; y entonces ¿de qué sirve la Retórica?

Gorgias no se rinde a este primer ataque. Sostiene, que la Retórica es por excelencia el arte de persuadir, en el sentido de que proporciona los medios de hacer prevalecer su opinión en todas las cosas, en pro o en contra de todos. Puede usarse de ella bien o mal; pero si el orador hace un mal uso, no es a la Retórica y sí a él a quien es preciso culpar. Vana sutileza que no le libra de las objeciones de Sócrates. En efecto; es preciso elegir. O la Retórica, extraña a la ciencia y a la verdad, se limita a hacer creer a la multitud ignorante, que toda cosa es verdadera o falsa, justa o injusta, bella o fea según la necesidad del momento, y en este caso es un arte pérfido e inmoral; o la Retórica se inspira en la verdad, la propaga y persuade con ella. He aquí el punto decisivo.

Supongamos al orador instruido. Conociendo la justicia y la verdad, él mismo es justo, incapaz de hacer nada contra su carácter, es decir, de inculcar nunca la injusticia, la falsedad, la fealdad, y ejerce un arte profundamente moral, del que es imposible hacer mal uso. Ésta es la Retórica según Sócrates, pero no según Gorgias y Pólux; es lo que debe ser, pero no lo que es realmente. Porque tal como los retóricos la practican, no es un arte; es una rutina, sin otro objeto que proporcionar un entretenimiento y un placer. Semejante Retórica es una de esas practicas degradadas, que aconseja la adulación, y que se han deslizado entre las artes verdaderas ocupando su lugar. Hay en efecto ciencias, que tienen por objeta la educación y el perfeccionamiento del alma y del cuerpo; la política y la legislación en el orden moral; la medicina y la gimnasia en el orden físico. Éstas son artes saludables, que la adulación, que acaricia todos los vicios de la naturaleza humana, ha sustituido con remedos funestos para la salud del alma y del cuerpo, con la cocina a la medicina, con el tocador a la gimnasia, con la sofística a la legislación, y a la política, en fin, la Retórica. Es preciso, por lo tanto, tomarla como es, es decir, como una rutina, porque no descansando en ningún conocimiento de la naturaleza de las cosas de que se trata, no puede dar razón de nada, y no tiene otro fin que el placer. El orador que la ejerce, no es sino un adulador miserable, que solo merece el desprecio.

Más atrevido que Gorgias, cuya circunspección retrocedió delante de la tesis explícita del interés personal, Pólux declara que la fuerza de la Retórica consiste en el poder que da al orador de hacer lo que quiere. ¿Pero qué significa hacer lo que se quiere? Al parecer es querer lo que es ventajoso, porque no hay nadie que no prefiera su provecho a todo lo demás. Mas es preciso convenir en que, para un hombre desprovisto del sentido de discernir el bien del mal, no es un gran poder el de hacer aquello que le es ventajoso. Es, por lo tanto, necesario que el orador esté dotado ante todo de buen sentido, y aun admitido esto, no esta probado que haga aquello que quiere. Por lo menos no es esto lo que sucede habitualmente. El orador, semejante en esto a todos los hombres, haciendo aquello que hace de ordinario, no hace lo que quiere, puesto que no quiere lo que hace, sino aquello en vista de lo que hace lo que hace. Es como un enfermo que toma una bebida amarga, no porque quiera tomarla, sino porque quiere recobrar la salud. La salud, es decir, en general su bien; he aquí lo que cada uno quiere verdaderamente. Luego si el orador quiere su bien, al hacer lo que hace todos los días, hace aquello que quiere; sino, no. Y en este caso no hay semejante poder. Por ejemplo: ¿se dirá que el orador hace lo que quiere, cuando hace desterrar o morir arbitrariamente a un ciudadano? No, porque hace lo que es mas contrario a su bien, es decir, una injusticia. Luego no es poderoso, ni tampoco mas feliz que Arquelao, usurpador del trono de Macedonia, ni mas que el mismo gran rey de Persia, aunque pase porque hace todo lo que quiere; porque en el mundo solo es dichoso el hombre que vive sin remordimientos, el hombre de bien. Quizá no es esta la opinión de la muchedumbre ignorante, pero es la del hombre de buen sentido. Y no basta decir que el hombre injusto no es dichoso; es preciso penetrarse también de esta verdad: que hay un hombre mas desgraciado aún, que es el que comete la injusticia impunemente. No hay mayor desgracia para un culpable, cualquiera que él sea, que escapar al castigo; ni hay para él un beneficio mas grande que sufrir la pena que ha merecido.

Sócrates insiste con energía en esta idea: que es mas malo y mas feo cometer una injusticia que ser víctima de ella; e insiste en nombre de la identidad de naturaleza del Mal y de lo Feo, de lo Bello y del Bien. ¿Qué es lo que hace que una cosa sea bella? O el placer o la utilidad, o el placer y la utilidad a la par. ¿Y de dónde procede la fealdad de una cosa? Del dolor o del mal, o del dolor y del mal a la vez. Por consiguiente, una cosa es mas bella que otra en cuanto procura o mas placer o mas bien, o mas bien y mas placer; una cosa es mas fea que otra, a causa del mayor dolor o del mayor mal, o del mayor dolor y del mayor mal a la vez. Apliquemos estas premisas a la injusticia cometida y a la injusticia recibida. Es evidente que es menos doloroso cometerla que sufrirla. Por consiguiente, no es ni solo a causa del dolor, ni a causa del mal y del dolor juntos, por lo que la injusticia cometida sobrepuja a la injusticia recibida. Resta, pues, que esto se verifique a causa del mal. Pero puesto que en principio el mal es inseparable de lo feo, necesariamente es más feo cometer que sufrir la injusticia, en tanto aquello es un mal mayor.

¿Y cual es la consecuencia a que venimos a parar? Que a causa del amor al bien y del horror al mal, natural en todos los hombres, no hay uno solo, a no estar privado de buen sentido, que no prefiera sufrir la injusticia a ser injusto. Esta conclusión, preciosa en sí misma, se hace mas aún por el apoyo que da a la siguiente: «el mayor mal de los males es no ser castigado cuando se ha merecido serlo». Sócrates se complace en sentar, sobre las pruebas mas solidas, este esfuerzo supremo de su dialéctica. Es evidente, en efecto, que sufrir la pena y ser justamente castigado son una misma cosa. Lo que es justo en sí es bello; lo que es bello es bueno y útil. La utilidad del castigo proviene de su justicia. ¿Pero qué utilidad? La misma que en otro sentido el hierro y el fuego procuran a un enfermo, cuando se ha puesto en manos del cirujano y ha recobrado la salud. Pero la ventaja que nace del castigo esta por encima de ésta, y es tan superior como lo es el alma respecto del cuerpo; consiste en librarse de una enfermedad moral, de la mayor de las enfermedades: de la injusticia. ¿Es posible desconocer que es un bien infinito recobrar la salud del alma, si se ha perdido? Y entonces, ¿cómo se niega que la impunidad hace del hombre injusto el mas desgraciado de los hombres, puesto que le obliga a sufrir el peor de los males, y sin remedio?

Mediante un retroceso repentino, pero muy lógico, al principal objeto de la conversación, Sócrates señala aquí a la Retórica su verdadero objeto, de acuerdo con los principios que ha puesto en evidencia. Debe ser el arte de acusarse a sí mismo y de acusar igualmente a sus parientes, a sus amigos; el arte saludable de traer sobre su cabeza y sobre todos aquellos que ama el soberano remedio de las enfermedades del alma, el justo castigo. El mayor mal que puede hacer al que ejerce, la mas cruel venganza que pueda poner en su poder contra sus enemigos es el convertirse en arte de disimular la injusticia, de sustraer un culpable a la pena y de forzarle a vivir presa de un mal que devora su alma. El silencio de Gorgias y de Pólux es la mejor confesión de que nada hay que responder a esta refutación de la Retórica, desprovista del principio moral, o lo que es lo mismo, sometida al interés, tal como ellos la habían presentado. Pero Platón no ha querido dejar en la sombra argumentos de otra naturaleza contra la Retórica fundada en la justicia; argumentos débiles, pero que no habrían dejado de tener apariencia de razón, si no hubieran sido directamente refutados. Éstos son los que pone en boca de Calicles.

Calicles responde que Sócrates acaba de exponer en verdad la opinión de los filósofos, pero no la de los políticos. Trata ligera y desdeñosamente a la filosofía, estudio muy bueno para formar el espíritu de los jóvenes, pero perfectamente inaplicable por lo demás a la sociedad. En política es preciso resolverse a estar en contradicción con ella y por tanto consigo mismo, si se piensa como ella; porque una cosa es la teoría, y otra la practica. Si en lugar del punto de vista de la ley en que Sócrates se ha colocado, mira la cuestión desde el punto de vista de la naturaleza, se llega a conclusiones diametralmente opuestas. Es un hecho reconocido, por ejemplo, que los hombres tienen por mas deshonroso recibir una injusticia que cometerla; porque en aquel caso se ve uno tratado como esclavo y humillado delante del que es mas fuerte que él. Los débiles, incapaces de defenderse solos, han inventado las leyes y las han puesto sobre la naturaleza. Pero ¿quién es el que se deja engañar por estas leyes? A pesar de la filosofía y a pesar de la legislación, en toda sociedad el mas fuerte es el que desempeña el mejor papel. Se descubre en estos razonamientos la eterna pretensión de aquellos, para quienes los principios no son nada, la experiencia todo, y que se llaman positivos. Su tesis esta de intento presentada aquí en toda su crudeza.

¿Qué responde Sócrates? Precisa, por lo pronto, el sentido de la frase el mas fuerte: que quiere decir el mas poderoso y el mejor, según Calicles. Pero en la sociedad el mas fuerte es el mayor número, porque es el mas poderoso; y el mayor número es el pueblo, que es el que hace las leyes, y si hace leyes contra la injusticia, es porque cree que es un mal mayor cometerla que sufrirla. De suerte que la ley esta en perfecto acuerdo con la naturaleza sobre este punto, y la tesis del positivismo queda refutada.

Calicles vuelve sobre sí para dar a la expresión «más fuerte» el sentido de «mejor» solamente. El mejor es el que debe mandar a los demás, porque es el mas sabio, y en este concepto el mas a propósito de todos. ¿Pero en que es el mas a propósito de todos? ¿Es por razón de alimentos, de bebidas, de vestidos? No, no es por eso. Es preciso que Calicles dé a su pensamiento un nuevo grado de precisión, y manifieste claramente lo que entiende por el mas sabio: y dice que es el que tiene mayor habilidad y mas valor para alcanzar el poder; mas claro aún, es el hombre absolutamente dueño de realizar sus deseos, de saciar sus pasiones sin trabas ni miramientos. He aquí el héroe de la Retórica positiva, el mas fuerte, el mejor, el mas sabio, el mas hábil, el mas valiente, el mas dichoso de todos los hombres. Todo lo que no es conforme con este ideal del poder oratorio, no es mas que una necedad ridícula y una convención contraria a la naturaleza.

Pero las objeciones se suceden con increíble profusión en boca de Sócrates. Si la felicidad consiste en satisfacer los deseos, cuanto mas deseos tenga uno, tanto mas dichoso sera; de donde se sigue que el mayor grado de felicidad sera el ser toda la vida presa del hambre, de la sed y de vivos y extremos comezones, con tal que pueda uno perpetuamente comer, beber y rascarse; consecuencia ridícula, pero lógica. En segundo lugar, la teoría no tiende nada menos que a identificar el placer con el bien; y nada mas falso. El signo de la identidad entre dos cosas es su coexistencia en un mismo objeto, como el signo de su diferencia esencial es la necesidad de existir en alguna parte la una sin la otra ¿No es cierto que un placer no existe, sino a condición de que la necesidad que satisface continúe subsistiendo, como la sed respecto del placer de apagarla? ¿Y la necesidad no es el dolor? Se sigue de aquí, que el dolor y el placer existen al mismo tiempo, ya en el cuerpo, ya en el alma. Pero si el placer es el bien, el dolor es el mal; de suerte que es preciso admitir que el bien y el mal pueden encontrarse juntos en un mismo sujeto, mientras que en realidad lo contrario es lo verdadero, puesto que el mal y el bien se excluyen esencialmente el uno al otro.

En fin, la pretendida identidad del placer y del bien destruye toda diferencia moral entre los hombres. Puesto que todos son llamados a gozar en la misma medida de los mismos placeres y de los mismos dolores, también son todos por el mismo título igualmente buenos e igualmente malos; o mas bien, los mas sensuales, los mas entregados a toda clase de placeres, son solo por esto mejores que los hombres moderados y que los sabios.

Y no se crea eludir esta consecuencia detestable, haciendo, como Calicles, una distinción entre los placeres. Por lo pronto es una concesión improcedente, y ademas es un arma contra la misma teoría; porque si lo que se quiere decir es que hay placeres útiles, que conviene disfrutar, y otros dañosos, de los que conviene huir, se destruiría la identidad del placer y del bien. El que esto dijera vendría a conceder, a pesar suyo, que no es el placer el que es preciso buscar con la mira del bien, sino el bien con la mira del placer. Pero esta indagación exige reflexión, habilidad, todo un arte, en una palabra, que tiene el bien por fin. Siendo esto así, todas las artes que no tienen por fin mas que el placer; el arte del tocador de flauta, el del tocador de lira, el arte mismo del poeta, que compone ditirambos, tragedias o comedias, tan pronto como se proponen mas bien entretener que instruir, son mas dañosos que útiles. A este género pertenece la Retórica, cuando solo se propone halagar el oído o la opinión. Esto es lo que hace que el número de los aduladores sea tan grande, y tan raro el de los verdaderos oradores. Puede decirse sin temor que Temístocles, Milcíades, Pericles mismo, no son dignos de este nombre, puesto que, lejos de instruir al pueblo, le han dejado, según su propia confesión, mas indócil y mas corrompido que lo habían encontrado.

Calicles, en vista de esta vigorosa argumentación, guardo a su vez silencio; y entonces, dueño ya Sócrates del terreno, se completa con lo que él solo dice el resto del dialogo. Concluyo con fuerza contra su último adversario, haciéndole ver que lejos de depender la felicidad del hombre de la libre satisfacción de sus pasiones, es la moderación el único resorte para conseguirla. La intemperancia arroja en su alma el desorden y el desarreglo, mientras que la templanza establece el orden y la regla, y con ellos la paz interior. El hombre moderado, esclavo voluntario de su deber para con los dioses y para con sus semejantes, se guarda de todo exceso; es justo, es sabio, es valiente, y, por lo mismo, dichoso. He aquí el modelo del orador, el cual no es verdaderamente grande sino a causa del bien que puede hacer al pueblo, aconsejándole la justicia. La justicia es la regla de toda su vida privada y pública; porque lo que un hombre de tales condiciones teme más, no es el verse acusado, condenado, conducido a la muerte, sino el cometer una injusticia. Su único cuidado consiste en poner su alma al abrigo de toda falta hasta el momento en que se sentirá dispuesto a comparecer ante los jueces que le esperan.

En apoyo de estos principios, que no son contradichos, Sócrates apela a mayor abundamiento a la tradición popular, sobre el repartimiento que se hizo del universo entre los hijos de Saturno, Júpiter, Neptuno y Plutón, y del establecimiento en los infiernos de los tres jueces supremos Minos, Eaco y Radamanto. Estos están encargados de decidir sin apelación del destino de las almas del justo y del malo, según hayan vivido; purra fabula, si se quiere, como dice Sócrates, pero fabula que debe creerse mientras no se encuentre otra cosa mejor. Pero los que no tienen nada de fabuloso son los principios, que la tradición representa y que proceden de la razón, este guía que el sabio sigue con preferencia a cualquiera otro.

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