Libro XII de Las Leyes

ATENIENSE. —Si alguno usurpa, cerca de un gobierno extranjero, el título de embajador o de heraldo enviado en nombre del Estado; o si siendo realmente enviado, no comunica fielmente la misión que se le ha encomendado; o en fin, si A su vuelta no da cuenta sincera de lo que tiene que decir departe de los enemigos o de los aliados, de cuyo lado viene, se le formará proceso, como si hubiese violado a pesar de la prohibición de la ley ordenes e instrucciones recibidas de Mercurio o de Júpiter; y si resulta convicto, los jueces determinarán la pena o multa que debe imponérsele.

Quitar ocultamente dinero es una acción baja; y arrebatarlo descaradamente es un rasgo de desvergüenza. Ninguno de los hijos de Júpiter se ha complacido en hacer ni lo uno ni lo otro, valiéndose del fraude o de la violencia. Por consiguiente, que nadie se deje engañar por lo que propalan los poetas y los propagadores de fábulas, ni se atrevan a cometer cosas semejantes, falsamente persuadidos de que el robo y el hurto no tienen nada de vergonzoso, y que al cometerlos no hacen más que lo que hacen los dioses mismos, porque esto ni es verdadero ni verosímil, y el que se atreve a cometer tales injusticias, no es dios ni hijo de los dioses. El legislador debe naturalmente saber mejor lo que hay en esto que todos los poetas juntos.

El que dé crédito a esta reflexión será dichoso, y deseamos que lo sea siempre. Pero si alguno se resiste a creerlo, sepa que se pone en frente de la ley siguiente: Todo el que distraiga los caudales públicos, sea en mucha o en poca cantidad, debe ser castigado con una misma pena, porque la poca cantidad prueba en el que la distrae, no menos codicia, y sí menos poder, y el que toma la mejor parte de un dinero que no le pertenece, es tan culpable como si lo hubiera tomado todo. No es a la magnitud del robo a lo que la ley quiere que se atienda para castigar al uno más que al otro, sino a la circunstancia de que el uno es quizá más susceptible de curación, mientras que el otro no da a este respecto ninguna esperanza. Por lo tanto, todo extranjero o todo esclavo que resulte convicto en justicia de haber distraído los fondos públicos, será castigado en su persona o en sus bienes a discreción de los jueces, pero partiendo del supuesto probable de que aún puede enmendarse. Por el contrario, todo ciudadano convencido de haber robado a su patria por medios ocultos o violentos, después de haber recibido una educación como la que le hemos dado nosotros, será considerado como un enfermo sin esperanza de salvación, y por esta razón se le condenará a muerte, háyasele cogido infraganti o no.

Con respecto a las expediciones militares muchos consejos habría que dar y muchas leyes que proponer. Pero lo más importante es que nadie, sea hombre o mujer, sacuda en ninguna ocasión el yugo de la obediencia, ni se acostumbre, lo mismo en los combates verdaderos que en los juegos, a obrar solo y de su cuenta, sino que lo mismo en la paz que en la guerra deben de tener todos constantemente fijas sus miradas en el que manda, no haciendo nada sino bajo su dirección, y dejándose conducir por él aun en las cosas más pequeñas; de suerte que a la primera señal que se haga se detengan, marchen, hagan ejercicio, tomen el baño o coman, se levanten de noche para montar la guardia y dar la consigna; que no persigan en la pelea ni retrocedan a vista de ninguna cosa a no tener la orden de su jefe; ea una palabra, que jamás sepan ni tengan deseo de saber lo que es obrar uno por si solo y sin concierto, y menos formarse de ello un hábito; sitio antes bien, que todos juntos se dirijan hacia las mismas cosas, y que siempre y en todo no tengan más que una manera común de vivir. Es imposible encontrar ni imaginar nada más bello, ni más ventajoso, ni más acomodado para asegurar al Estado la salud en la guerra y en la victoria que un arreglo semejante, y en nada deben ejercitarse tanto desde la infancia nuestros ciudadanos en el seno de la paz como en la adquisición de este hábito, aprendiendo los unos a mandar y los otros a obedecer, En cuanto a la independencia, es preciso desterrarla de las relaciones de la vida, no sólo entre los hombres, sino también entre los animales sometidos al hombre.

A este objeto deben encaminarse los juegos y las danzas destinados a formar excelentes guerreros, y todos los ejercicios eficaces para dar a los miembros agilidad y soltura. Con la misma mira es preciso acostumbrarse a sufrir el hambre, la sed, el frío, el calor, la cama dura, y sobre todo a no debilitar la fuerza natural de la cabeza y de los pies teniéndolos envueltos con cuerpos extraños, haciendo así inútiles los cabellos y la piel, que la naturaleza ha dado a estas partes para cubrirlas; porque como están situadas en los dos extremos del cuerpo, influyen en su buena o mala disposición, según que se las tiene en buen o en mal estado. Además, los pies más que ningún otro miembro están hechos para obedecer al Testo del cuerpo, así como la cabeza lo está para mandar, puesto que en ella ha colocado la naturaleza todos nuestros principales sentidos.

Tales son los consejos que es bueno dar a nuestros jóvenes tocante al ejercicio de las armas. He aquí las leyes:

Todos los que estén alistados o tengan algún cargo en el ejército irán a lo guerra. Todo el que se ausente por cobardía y sin permiso de los generales, será acusado ante los jefes del ejército al volver de la expedición por haberse negado a prestar el servicio. Todo el ejército asistirá a este juicio, con la debida separación entre la infantería y caballería, así como entre los demás cuerpos de tropa. El infante será juzgado por la infantería, y el jinete por lo caballería, y lo mismo los de los demás cuerpos. El que sea condenado no podrá en adelante aspirar al premio del valor, ni acusar a nadie de haberse negado a prestar servicio haciendo en este concepto el oficio de denunciador. Además el tribunal dispondrá la pena que debe sufrir en su persona y en sus bienes.

Después que hayan sido despachadas todas las causas relativas a la resistencia a prestar el servicio, los jefes señalarán día para una nueva asamblea, en la que cada uno adjudicará el premio del valor a aquel de su cuerpo que crea haberlo merecido. Para ello ninguna mención se hará de las guerras precedentes, ni se citará ningún hecho de armas, ni testimonio alguno para dar más peso al voto, sino que el juicio recaerá únicamente sobre lo que haya pasado en la guerra presente. La recompensa del vencedor será una corona de olivo, que colgará en el templo de la divinidad guerrera que guste, para que quede allí como monumento del juicio que se ha formado de su valor. Los que hayan conseguido el segundo y tercer premio harán lo mismo.

Si alguno que ha ido a la guerra abandona el campo para volver a su casa sin permiso de sus jefes, se le acusará como desertor ante los mismos jueces que han entendido en lo relativo a la resistencia a prestar servicio; y si resulta convicto, será condenado a las mismas penas que los precedentes.

En las acusaciones que se intenten, es preciso estar muy en guardia para no calumniar a nadie, ni con propósito premeditado, ni sin él, en cuanto sea posible; porque la Justicia es llamada con razón bija del Pudor, y el Pudor y la Justicia aborrecen naturalmente la mentira. Pero si se necesita mucha circunspección en todos los casos de acusación para no pecar contra la justicia, debe tenerse mucha más cuando se trata de acusar a alguno de haber arrojado sus armas en el combate, porque un soldado puede verse precisado A ello en ciertos casos, y el cargo que entonces se le dirigiere por equivocación, atribuyéndole una acción vergonzosa, le expondría a una pena que no merece. Estos casos, hijos de la necesidad, es muy difícil distinguirlos de los demás. Sin embargo, es conveniente que la ley, en cierta manera, haga ver la diferencia según las circunstancias particulares, y para esto recurramos a la fábula. Si conducido Patroclo a su tienda sin armas hubiere dado algunas señales de vida, como ha sucedido a muchos guerreros, al mismo tiempo que estaban en poder de Héctor las mismas armas del hijo de Peleo, que los dioses, según el poeta, habían dado en dote a Tetis el día de sus bodas, todos los cobardes que había en el ejército griego hubieran tenido ocasión de echar en cara a Menecio la pérdida de sus armas. Otros las han perdido por haber sido precipitados desde ciertos lugares escarpados, o combatiendo en el mar, o por verse en medio de una borrasca arrastrados de repente por torrentes, o en fin, en otras mil circunstancias semejantes, que se pueden alegar para justificarse de un cargo con el que tan fácilmente se desliza la calumnia.

Por lo tanto, es indispensable distinguir con el mayor cuidado lo que es verdaderamente vergonzoso e imperdonable en este género de lo que no lo es. Encontramos en cierta manera esta distinción establecida en los nombres injuriosos que suelen darse en tales ocasiones. Por ejemplo, puede decirse de todos, sin excepción, que han perdido sus armas; pero no se puede echar en cara a todos el haberlas arrojado, porque este cargo no puede hacerse lo mismo a aquel a quien han sido arrancadas por la fuerza, que al que las ha entregado voluntariamente, porque la diferencia es extraordinaria. Sobre esta materia la ley dispone lo siguiente: Si alguno, viéndose atacado por el enemigo y teniendo las armas en la mano, en lugar de hacerle frente y defenderse, las abandona cobardemente o tas arroja y prefiere salvar su vida apelando a una vergonzosa fuga a perecer muriendo gloriosa y dignamente combatiendo con valor, habrá justicia y acción para acusarle por haber arrojado sus armas perdiéndolas de esta manera. Pero los jueces no entrarán en el examen de la pérdida de las armas en los casos de que se ha hablado más arriba. Es preciso castigar siempre a los cobardes, para inspirarles más valor; y jamás a los poco afortunados, porque esto no conduce a nada.

¿Pero cuál será el castigo que convenga imponer a los que han arrojado las armas que les fueron dadas para defenderse? No es posible a los hombres mudar una cosa en su contraria como hizo en otro tiempo un dios, que metamorfoseó, según se dice, en hombre a Ceneo el Tesaliense que era mujer antes.[1] Y, sin embargo, si la metamorfosis contraria de hombre a mujer pudiera tener lugar, éste sería de todos los castigos el más natural para un guerrero que hubiese arrojado las armas. Pero con el objeto de aproximarnos todo lo posible a eso, y a fin de favorecer el apego que este guerrero tiene a la vida manteniéndole en lo sucesivo lejos de todo peligro y para que tanto como su existencia duren su vergüenza y cobardía, la ley ordena lo siguiente: El guerrero convicto de haber perdido sus armas vergonzosamente no podrá ser empleado en la guerra ni por los generales ni por ninguno de los oficiales, ni obtendrá grados en ningún cuerpo militar. Y si se contraviene a esta prohibición, los censores multarán al contraventor en mil dracmas, si es ciudadano de primera clase; a cinco minas, si es de la segunda; a tres, si es de la tercera; y a una, si es de la cuarta. En cuanto al guerrero condenado por cobardía, además del alejamiento en que se mantendrá en lo sucesivo, y que le vendrá muy bien, de toda ocasión peligrosa, pagará una multa de mil dracmas, si es de la primer clase; claco minas, si es de la segunda; tres, si es de la tercera; y una, si es de la cuarta.

Siendo los magistrados, los unos sacados a la suerte y anuales, los otros escogidos por votación y por muchos años, ¿de qué medio nos valdremos para crear censores? ¿Dónde encontrar hombres capaces de obligar a los demás a dar cuenta de su administración? Puede suceder que los magistrados, abrumados bajo el peso de su cargo y sin fuerzas suficientes para sostenerle, den alguna sentencia o cometen alguna acción injusta; y así por difícil que sea encontrar un hombre que, dotado de una virtud superior, sea digno de vigilar su conducta, es preciso, sin embargo, a todo trance hacer un esfuerzo para descubrir algunos de estos hombres divinos.

Tal es, en efecto, la naturaleza de las cosas. Un gobierno, lo mismo que una nave y un animal, se compone de diferentes resortes, cuya dislocación puede deshacer toda la obra. Estos resortes, cuya naturaleza es una misma, tienen diversos nombres, según las diversas cosas a que están aplicados, aquí cables y ceñidores,[2] allá nervios y tendones. Pero de todos los resortes de que depende la salud o la pérdida del Estado, no es el de menos interés éste de que tratamos; porque si los que obligan a los magistrados a dar cuenta de su conducta son mejores que ellos, y si en su censura se conducen con una equidad irreprensible, todo el Estado es, Ala parque su territorio, dichoso y floreciente. Pero si los censores desempeñan mal sus funciones, entonces la justicia, que es el lazo común que liga todas las partes del gobierno, llega a desaparecer, y es una necesidad que los magistrados, lejos de conspirar al mismo fin, se separen y se dividan; que de una sola república hagan muchas; y que dando lugar a frecuentes sediciones, precipiten su ruina. Por esta razón es preciso que nuestros censores sean hombres admirables en todo género de virtudes.

Imaginémonos por un momento la manera como se procederá a su elección. Todos los años, cuando el sol haya pasado de los signos del estío a los del invierno, toda la ciudad se reunirá en un lugar consagrado al Sol y a Apolo, y allí votará cada uno tres ciudadanos mayores de cincuenta años, que sean tenidos como los más virtuosos aunque ninguno pueda proponerse a sí mismo. Entre los propuestos se escogerán los que hayan obtenido mayor número de sufragios hasta separar la mitad, si el número es par, y si no lo es, se excluirá el que haya tenido menos votos; y se prescindirá de la otra mitad que ha alcanzado menor votación. Si muchos han tenido un número igual de votos, de suerte que una sección resulte más numerosa que la otra, se quitará el excedente, comenzando por los más jóvenes. En seguida se procederá de nuevo a la votación, hasta que resulten tres que tengan más votos que los demás. Si todos tres o dos de ellos tuviesen un número igual de votos, se dejará la decisión a la suerte, y se coronará con olivo al favorecido por ella adjudicándole el primer puesto; se hará otro tanto con el segundo y con el tercero; y después de que se le haya dado el premio debido a la virtud, se hará publicar que la república de los Magnetos, conservada de nuevo por la protección de Dios, acaba de escoger sus tres más virtuosos ciudadanos, que consagra, según el antiguo uso, al Sol y a Apolo, como primicias del Estado y durante todo el tiempo que su conducta corresponda al juicio que de ellos se ha formado. Estos crearán el primer año doce censores, que desempeñarán el cargo hasta que cada uno de ellos haya llegado a los setenta y cinco años. Después sólo se crearán cada año tres nuevos censores.

Estos censores, dividiendo todos los cargos públicos en doce secciones, examinarán la conducta de los que los desempeñan empleando al efecto todos los medios dignos de personas libres. Durante todo el tiempo de su censura tendrán la residencia en el lugar consagrado a Apolo y al Sol, donde fueron elegidos. Juzgarán a los magistrados, cuando cesen en sus cargos, ya uno a uno, ya a todos juntos, fijando en la plaza pública edictos en que esté marcada la pena o multa, a que cada uno de ellos haya sido condenado por la sentencia de los censores. Si algún magistrado estima que no es equitativa la sentencia dada contra él, citará a los censores ante los jueces escogidos; y si después de haber hecho la defensa de su conducta ante el tribunal, resulta absuelto, podrá entablar su acción contra los censores; pero si resulta culpable, si estos le han condenado a la pena de muerte, se le hará simplemente morir, ya que no es posible doblar esta pena; pero con respecto a las otras penas, que pueden ser dobladas, será condenado al doble.

También es conveniente averiguar cuáles son las recompensas y los castigos que esperan a los censores al salir de su cargo. Aquellos que hayan merecido el premio de la virtud por el voto unánime del pueblo, ocuparán mientras vivan el primer puesto en todas las asambleas solemnes. Además en los sacrificios, en los espectáculos y en las demás ceremonias, que habrán de hacerse en nombre de toda la Grecia, nuestra república escogerá de entre ellos los que debe enviar para representarla. Sólo ellos, entre todos los ciudadanos, tendrán derecho A llevar una corona de laurel. Serán todos sacerdotes de Apolo y del Sol, y cada año se elegirá para gran sacerdote al más digno de entra los sacerdotes del año precedente. Su nombre será inscrito en los anales y servirá para contar el número de años mientras el Estado subsista.

Después de la muerte, la exposición, conducción y sepultura de su cuerpo se distinguirán de las pompas fúnebres que se hagan a los demás ciudadanos. Se los vestirá contraje blanco; y en sus funerales no se oirán lágrimas ni gemidos. Dos coros, uno de quince jóvenes del sexo femenino y otro de quince del masculino, colocados de cada lado del féretro, cantarán alternativamente un himno compuesto en honor de los sacerdotes, y le bendecirán en sus cantos durante todo el día. Al siguiente de madrugada cien jóvenes de los que frecuentan aún los gimnasios, escogidos por los parientes del difunto, acompañarán su cuerpo al panteón. Los adolescentes marcharán a la cabeza del cortejo fúnebre en traje de guerreros, y seguirán los caballeros montados en sus caballos, los infantes con sus armas pesadas, y las tropas ligeras con sus armas distintivas. Los jóvenes, colocados inmediatamente delante del féretro, cantarán un himno destinado al objeto, y detrás del féretro irán las jóvenes y las mujeres, que han pasado ya del tiempo en que se pueden tener hijos. En seguida irán los sacerdotes y las sacerdotisas, que bien que estén excluidos de los demás funerales, asistirán a estos, porque no tienen nada de impuros, con tal, sin embargo, de que la Pitia consienta en ello. El monumento labrado bajo de tierra tendrá la forma de bóveda oblongada y da cada lado nichos paralelos construidos con piedras preciosas y capaces de resistir a la injuria del tiempo. Allí se depositará el cuerpo de este dichoso mortal, y después de haber formado un montecillo circular, se plantará un bosque sagrado alrededor, menos por un lado, para que pueda extenderse por él la sepultura sin necesidad de nuevos monte cilios para los cuerpos que después habrán de depositarse allí; y se celebrarán en cada año y en su honor combates músicos, gímnicos y ecuestres. Estas serán las recompensas de los censores íntegros,

Pero si alguno de ellos, envanecido con la elección que ha recaído en su persona, deja percibir que es hombre, y se hace malo después de su elección, en este caso ordena la ley a todo ciudadano que le acuse, y la causa se instruirá de la manera siguiente. El tribunal se compondrá en primer lugar de los guardadores de las leyes, en segundo de los censores vivos, y en tercero de los jueces escogidos. La fórmula de acusación será concebida en estos términos: tal o cual persona es indigna del premio de la virtud y de la censura. El acusado, si resulta convicto, será privado de su cargo, así como de la sepultura y demás distinciones afectas al premio. Pero si el acusador no tiene de su parte la quinta parte de los votos, será condenado a una multa de doce minas, si pertenece a la primera clase, de ocho si a la segunda, de seis si a la tercera, y de dos si a la cuarta.

La manera como, según se refiere, Radamanto terminaba los procesos, era ciertamente digna de ser notada. Como veía que los hombres de su tiempo estaban convencidos de la existencia de los dioses, debiendo dudar tanto menos de esta verdad, cuanto que aún existían entonces sobre la tierra muchos hijos de los dioses, a cuyo número perteneció el mismo Radamanto según la opinión común, creía que el juicio en todos los procedimientos no debía encomendarse a los hombres y sí a los dioses. De aquí nacía que su manera de administrar justicia era tan rápida como sencilla. Refería al juramento de las partes los puntos litigiosos, y así terminaban las contiendas con tanta seguridad como prontitud. Pero hoy que entre los hombres hay unos que no creen en la existencia de los dioses, otros que se imaginan que no se mezclan en las cosas de este mundo, y otros, que son los más numerosos y los más malos, que sostienen la opinión de que los dioses, agradeciendo sus pequeños sacrificios y sus adulaciones, entran a la parte con ellos para robar los bienes ajenos, y les eximen de los grandes suplicios debido a sus crímenes, la manera observada por Radamanto no podría tener lugar con hombres de tal condición. Y así, puesto que las opiniones de los hombres respecto a los dioses han cambiado, es preciso que nuestras leyes sean diferentes de las de aquella época. Cuando hoy se intenta un procedimiento, el legislador, si tiene buen sentido, no exigirá juramento a ninguna de las partes, sino que obligará a la que acusa a que ponga por escrito sencillamente los capítulos de la acusación, y a la que se defiende a producir en la misma forma sus medios de justificación, sin consentir a una ni a otra que añadan a esto el juramento. Verdaderamente sería una cosa terrible, si, vista la multitud de los procesos que se suscitan en un Estado, tuviésemos, sin poder dudar de ello, que casi la mitad de los ciudadanos son perjuros, que sin ningún escrúpulo comen en común con los demás, y se encuentran en todas partes con ellos, así en público como en particular.

He aquí pues lo que dispone la ley. Todo juez prestará juramento antes de dictar sentencia. Se prestará igualmente, cuando se trate de elegir magistrados por medio del juramento o por medio de votos que se recojan sobre el altar. El presidente de los coros y de la música, los árbitros y los distribuidores de premios en los juegos gimnásticos y ecuestres jurarán igualmente. En general se exigirán en todas las ocasionas, en que según la opinión de los hombres nada se gana con ser perjuro. Pero en todas aquellas en que aparece evidentemente que resulta un gran provecho de negar una cosa y de negarla con juramento, se recurrirá a los medios ordinarios de los tribunales, donde estas diferencias se terminarán sin que presten ningún juramento las partes; y los jueces no consentirán en manera alguna, que nadie jure en su presencia para dar más crédito a sus palabras, ni que dirija imprecaciones contra sí mismo y su familia, ni se degrade prorrumpiendo en súplicas indecorosas y lamentaciones que sólo son propias de mujeres; sino que ordenarán a las partes, que expongan sus razones con cortesía y escuchen de igual modo las de su adversario; pues todo lo que no se haga en esta forma se considerará como cosa que no pertenece a la causa, y los jueces emplearán su autoridad para hacerles que vuelvan a ella.

En cuanto a los extranjeros podrán prestar y aceptar mutuamente el juramento, como se practica en la actualidad; porque no debiendo permanecer en nuestra república hasta que sean viejos, ni tener en cierta manera en ella su nido para siempre, no puede temerse que dejen en pos de sí hijos herederos de sus costumbres. Lo mismo se hará con relación a los juicios seguidos con motivo de acciones intentadas entre ciudadanos, en los casos en que la desobediencia a las leyes del Estado no merezca azotes, ni prisión, ni la muerte. Con respecto a la falta de asistencia a los coros, a las procesiones solemnes y demás ceremonias públicas, y también la resistencia a contribuir a los dispendios de los sacrificios en tiempo de paz y a los gastos en tiempo de guerra, el primer medio de reparar estas faltas será el pago de la multa marcada. Si se niegan a satisfacerla, las personas a quienes el Estado y las leyes han encomendado el exigirlas le obligarán a ello apelando al embargo; y si a pesar de esto se obstina en no pagar, los efectos embargados serán puestos en venta en provecho del tesoro público. Si hubiese necesidad de un castigo mayor, los magistrados a quienes corresponda obligarán a los desobedientes a comparecer en justicia, y les impondrán la multa que juzguen conveniente, hasta conseguir que hagan lo que se exige de ellos.

En un Estado tal como el nuestro, en el que no habrá otro comercio interior que el de los frutos que produce la tierra y donde no habrá comercio exterior, es necesario dictar disposiciones tocante a los viajes por país extranjero y a la manera cómo deben ser recibidos los extranjeros que vengan a nuestra ciudad. He aquí por lo pronto la instrucción que es conveniente que el legislador dé en esta materia a sus ciudadanos, y que debe esforzarse en hacer que la acepten. El efecto natural del comercio frecuente entre los habitantes de diversos Estados es introducir una gran variedad en las costumbres, a causa de las novedades que estas relaciones con los extranjeros hacen nacer necesariamente, lo cual es el mayor mal que pueden experimentar los Estados gobernados por leyes sabias. Como la mayor parte de los que existen actualmente no están bien gobernados, esta mezcla de extranjeros, que reciben en su seno, no les importa nada, como tampoco la libertad que sus ciudadanos tienen para ir a vivir a otras ciudades, cuando se les pone en su imaginación ir de viaje a cualquier país, en cualquier tiempo, sea cuando son jóvenes, sea cuando están en edad más avanzada. Por otra parte, negar a los extranjeros la entrada en nuestra ciudad, y a nuestros ciudadanos el permiso para viajar por los demás países, es una cosa que no se puede hacer en absoluto, y que además se calificaría de bárbara e inhumana por los demás hombres. Nos echarían en cara que teníamos la horrible costumbre de arrojar de nuestro país a los extranjeros, y que nuestras costumbres eran rudas y salvajes.[3] Y no es indiferente el pasar o no pasar por hombres de bien para con las demás naciones; porque los hombres malos y viciosos tan distantes están de engañarse en el juicio que forman de la virtud de los demás, como están ellos mismos distantes de practicarla; hay en estos mismos hombres yo no sé qué perspicacia maravillosa; de suerte que muchos de ellos, a pesar de la extrema corrupción de sus costumbres, aciertan en sus discursos y en sus juicios a formar un exacto deslinde entre los hombres de bien y los que no lo son. Por esta razón, no puede menos de aprobarse aquella máxima popular en la mayor parte de los Estados, según la que se debe hacer mucho caso de la buena reputación quede uno tengan los demás. Pero lo mejor y más importante es comenzar por ser realmente virtuoso, y no procurarse la reputación de tal sino con esta condición, por lo menos si se aspira a la perfecta virtud. Conviene, pues, a la nueva república que vamos a fundar en Creta, no descuidar nada para que los demás hombres formen la más alta y sólida reputación de su virtud; y si nuestro proyecto se ejecuta tal como lo hemos concebido, debemos prometernos, que el Sol y los demás dioses la verán dentro de poco ocupar un puesto entre las ciudades y los Estados mejor constituidos.

He aquí, por consiguiente, lo que me parece necesario ordenar con relación a los viajes a otros países y a la admisión de los extranjeros en el nuestro. En primer lugar, que no se permita a ningún ciudadano, antes de que tenga cuarenta años, viajar fuera de los límites del Estado. Además, que nadie viaje en nombre propio, sino en nombre del público, en calidad de heraldo, de embajador o de observador. No deben contarse entre los viajes las correrías y expediciones militares, como si fuesen de la misma condición. Se diputarán ciudadanos para asistir a los sacrificios y a los juegos que se hacen en Pithos en honor de Apolo, en Olimpia en honor de Júpiter, en Nemes y en el Istmo; y se elegirán en el mayor número posible los mejor formados y los más virtuosos; en una palabra, todos aquellos que se consideren los más a propósito para que se forme una alta idea de nuestra república en estas asambleas consagradas a la religión y a la paz, y para que se distinga en este sentido tanto cuanto los demás aspiran a procurar esta preeminencia para su patria por medio de los ejercicios relativos a la guerra. Cuando estén de vuelta en su patria, harán saber a nuestra juventud, que las leyes de las demás naciones son muy inferiores a las de su país.

Es preciso igualmente, que los que se envíen por los guardadores de las leyes en calidad de observadores sean de esta misma condición. Y si algunos ciudadanos tienen deseo de ir a estudiar más por despacio lo que pasa entre los demás hombres, que ninguna ley se lo impida; porque jamás nuestra república podrá llegar al verdadero punto de perfección, de cultura y virtud, si por no tener relación con los extranjeros, carece de todo conocimiento de lo que hay de malo y de bueno entre ellos; ni podrá observar fielmente las leyes, si se atiende sólo al uso y a la práctica de ellas, sin penetrar bien en su espíritu. Se encuentran siempre entre la multitud personajes divinos, aunque son pocos a la verdad, que nacen en países civilizados o no civilizados indistintamente, y la comunicación con ellos es de un valor inestimable. Los ciudadanos, que viven bajo un buen gobierno, deben de seguir la pista a estos hombres, que se han preservado de la corrupción, y buscarles por mar y por tierra, en parte para afirmar lo que hay de bueno en las leyes de su país, en parte para rectificar lo que en ellas se encuentre de defectuoso. No es posible que nuestra república sea nunca perfecta, si no se hacen estas observaciones y estas indagaciones, o si se hacen mal.

CLINIAS. —¿Y cómo deberán de hacerse?

ATENIENSE. —De esta manera. En primer lugar, ea preciso que el observador, si ha de ser tal como nosotros deseamos, tenga más de cincuenta años; en segundo lugar, que se baya distinguido en todo lo demás, sobre todo en la guerra, para ofrecer en su persona a los demás Estados un modelo de los guardadores de nuestras leyes. Pondrá término a sus observaciones tan pronto como haya tocado en los sesenta años. Después de haber observado todo lo que haya querido por espacio de diez años, al volver a su patria se presentará en el consejo de los magistrados encargados de la inspección de las leyes.

Este consejo, compuesto de jóvenes y de ancianos, se reunirá necesariamente todos los días desde el nacimiento del día hasta la puesta del sol. Se compondrá en primer lugar de los sacerdotes que hayan sido considerados como los más virtuosos del Estado; luego de los diez guardadores de las leyes más ancianos, y por último del que dirija actualmente la enseñanza de la juventud y de los que le hayan precedido en este cargo. Ninguno de ellos irá solo al consejo, sino que irá acompañado de un joven que tenga entre treinta y cuarenta años, que él mismo habrá escogido. Sus pláticas, cuando estén juntos, versarán siempre sobre las leyes, sobre el gobierno del Estado, y sobre las instituciones extranjeras, si tienen noticia de algunas que sean interesantes. También conversarán sobre las ciencias que les parezca que tienen más relación con tales indagaciones, y cuyo estudio deba contribuir a facilitar el conocimiento de las leyes, conocimiento que sin esto será más espinoso y más oscuro. Hecha por los ancianos la elección de estas ciencias, los jóvenes se consagrarán a ellas con todo el ardor de que sean capaces. Si se creyese que alguno de estos era indigno de asistir al consejo, toda la asamblea reprenderá al anciano que le presentó. En cuanto a los demás jóvenes, que serán considerados como del consejo, todos los ciudadanos fijarán sus miradas en ellos, tomando sus acciones como regla de conducta; así como los mirarán con el más alto desprecio, si se hacen peores que los demás.

A este consejo concurrirá el observador de las costumbres de los otros pueblos cuando vuelva de sus viajes. Allí manifestará lo que haya averiguado sobre el establecimiento de ciertas leyes y sobre la educación y cultura de la juventud, añadiendo las reflexiones que le hayan sugerido estos objetos. Si no vuelve ni mejor ni peor que cuando marchó, se le deberá por lo menos agradecer su celo por el bien público. Pero si se advierte que ha hecho adelantos, se le tributará los mayores elogios, y después de su muerte todo el consejo le hará los honores debidos. Si se creyese, por el contrario, que en vez de ganar, habla perdido en sus viajes, aparentando conocimientos que no tiene, se le prohibirá toda comunicación con los demás, así con los jóvenes como con los ancianos. Si obedece en este punto a los magistrados, se le dejará vivir como simple particular; pero si se le prueba en justicia que ha querido introducir cambios en la educación y en las leyes, será condenado a muerte. El magistrado, que note en él semejante falta y no lo ponga en conocimiento de los jueces, será reprendido por esta negligencia cuando se trate de la adjudicación del premio a la virtud. Tal debe ser el ciudadano a quien las leyes permitan viajar, y tales son las disposiciones que en esta materia deberán observarse.

También es preciso acoger a los extranjeros que viajan por nuestro país. Son de cuatro clases que conviene explicar aquí. Los primeros son aquellos que, semejantes a las aves de paso, sólo aparecen durante el verano y escogen esta estación para hacer sus excursiones. La mayor parte de estos toman, por decirlo así, su vuelo por mar, y revolotean de país en país en ciertos tiempos del año, para comerciar y enriquecerse. Los magistrados, establecidos para este objeto, los admitirán en los mercados, en los puertos y en los edificios públicos situados extramuros, pero no lejos de la ciudad. Procurarán que estos extranjeros no intenten nada contra las leyes, juzgarán sus contiendas con equidad, y sólo se comunicarán con ellos para las cosas necesarias y las menos veces que sea posible.

Los segundos son los que, atraídos por la curiosidad, sólo vienen para halagar sus ojos y sus oídos con los encantos que ofrecen los espectáculos y la música. Para estos extranjeros debe haber edificios situados cerca de los templos y amueblados cual conviene para recibirlos como es debido. Los sacerdotes y los encargados del sostenimiento de los templos tendrán cuidado de que no les falte nada, y durante el tiempo razonable que se les permita permanecer en la ciudad les proporcionarán el placer de ver y oír las cosas que los ha atraído entre nosotros, haciendo de modo que se retiren sin haber causado ni recibido daño alguno. Todas las contiendas que puedan suscitarse con motivo de su venida, ya sea que se cometa alguna injusticia contra ellos o que la cometan ellos, serán decididas por los sacerdotes, cuando el daño no pase de cincuenta dracmas; y si pasa de esto, la decisión corresponderá a los agoranomos.

Los extranjeros de la tercera clase serán recibidos y mantenidos a expensas del público; son estos los que vienen de otros países para negocios de astado. Los generales, los hiparcas y los taxiarcas serán los únicos que tengan derecho a recibirles en sus casas, y el que los hospede tendrá cuidado de su sostenimiento de acuerdo con los pritanos.

Los extranjeros de la cuarta clase, si es que llega a haberlos, que será muy raro, son los que pueden venir de otros países para estudiar nuestras costumbres. El que se presente entre nosotros con tal intención, en primer lugar es preciso que no tenga menos de cincuenta años; en segundo, que se proponga o ver en nuestra ciudad alguna cosa mejor en punto a leyes que lo que haya visto en otra parte, o invitarnos a adoptar alguna cosa mejor que hubiese observado en otros Estados. Podrán, sin necesidad de ser invitado a entrar en las casas de los principales ciudadanos y de los sabios, puesto que es semejante a ellos. Si se hospeda, por ejemplo, en casa del magistrado que dirige la educación de la juventud, podrá lisonjearse de encontrar allí una hospitalidad digna de él, puesto que se hospeda en la casa de uno de los que han alcanzado el premio de la virtud. Después de haber aprendido, conversando con él, lo que deseaba saber, y de haber comunicado él también lo que sabe, volverá a su país colmado de honores y de presentes, en la forma que un amigo tiene derecho a esperar de sus amigos. Tales son las leyes que se observarán en la recepción de extranjeros de ambos sexos, y en el envío de nuestros ciudadanos a otros países. Haciendo esto, honraremos a Júpiter Hospitalario, y nos guardaremos mucho de alejar a los extranjeros, negándonos a admitirlos a nuestra mesa y en nuestros sacrificios, como hacen actualmente los habitantes de las orillas de Nilo por medio de prohibiciones bárbaras. Si alguno sale fiador de otro, pondrá su promesa por escrito, fijando expresamente las condiciones bajo las cuales se compromete, en presencia de tres testigos por lo menos, si la suma que garantiza sube a mil dracmas, y de cinco si pasa de aquí. El que vende en nombre de otro será también fiador de éste, si se ha cometido algún fraude en la venta, o si no se encuentra el principal en estado de responder; y ambos, tanto el vendedor como el que en su nombre vendió la cosa, podrán ser citados en justicia.

El que haya perdido alguna cosa y quiera hacer pesquisas en la casa de otro, entrará en ella desnudo o con una simple túnica sin ceñidor, después de haber puesto a los dioses por testigos de que espera encontrar allí lo que ha perdido.[4] El otro estará obligado a abrirle su casa, y permitirle registrar todos los sitios sellados o no sellados. Si a alguno no se le deja hacer esta pesquisa por el dueño de la casa en que quiere hacerla, le citará en justicia, después de haber estimado el valor de lo que busca; y si el que se opone resulta convicto, pagará el doble. En ausencia del dueño de la casa, su familia permitirá el registro de lo que no esté sellado, y el interesado pondrá su sello en lo que encuentre sellado por el dueño, reservándose el aguardarle durante cinco días. Si la ausencia del dueño pasa de los cinco días, llamará a los astinomos, y después de haber roto los sellos en su presencia, hará sus pesquisas y en seguida volverá a poner los sellos en presencia de los de la casa y de los astinomos.

Respecto a las posesiones dudosas, habrá un término fijado de antemano, más allá del cual el que haya poseído durante este intervalo no podrá ya ser inquietado. Con respecto a las tierras y a las casas no puede haber duda entre nosotros. En cuanto a las demás cosas, si el que tiene la posesión se sirve de ellas en la ciudad, en la plaza pública, en los templos, sin que nadie las reivindique, y el dueño de estas cosas pretende haberlas hecho buscar durante este tiempo, sin que el otro por su parte haya tratado nunca de ocultarlas; después de pasado un año, el uno disfrutando la cosa y el otro buscándola, no será permitido reclamarla. Sí el poseedor de la cosa no se sirviese de ella en la ciudad, ni en la plaza pública, sino sólo en el campo, al descubierto, y aquél a quien pertenece no se ha apercibido de ello en el espacio de cinco años, pasado este término, no podré ya reivindicarla. Si el poseedor hace uso de ella en la ciudad, pero sólo en su casa, la prescripción no tendrá lugar sino después de tres años; y al cabo de diez, si solo usase de ella en el campo, en el interior de su casa. En fin, si sólo se sirve de ella en país extranjero, no tendrá nunca lugar la prescripción, y la cosa volverá a su primitivo dueño en cualquier tiempo que dé con ella. Si alguno emplea la fuerza para impedir al que con él litiga o a los testigos que comparezcan en juicio, y la persona a quien hace esta violencia es su esclavo o el esclavo de otro, la sentencia que obtenga en este caso a su favor será nula. Si es persona libre, además de la nulidad de la sentencia, el detentador será condenado a cadena por un año, y podrá todo ciudadano acusarle de plagio.

Si alguno impide a viva fuerza que su competidor venga a disputar el premio en los combates gimnásticos, musicales o de cualquiera otra especie, se pondrá el hecho en conocimiento de los presidentes de los juegos, los cuales facilitarán la libertad y entrada en los juegos al que quiera combatir. Pero si esto no fuere posible, en caso que la victoria se haya declarado en favor del que impidió venir al otro, se dará el premio a este último, y hará que se inscriba su nombre en calidad de vencedor en el templo que quiera; se prohibirá al primero fijar en ninguna parte inscripción ni monumento alguno que acredite su victoria; y ya salga en la disputa vencedor o vencido, el que ha sido por él excluido tendrá acción contra él por el daño que ha recibido.

El que guarde y oculte una cosa hurtada sabiendo que lo es, por pequeña que sea, estará sujeto a la misma pena que si la hubiera robado. Será condenado a muerte el que albergue en su casa a un desterrado.

Que ninguno tenga otros amigos ni otros enemigos que los del Estado; y si alguno hiciese, en su propio nombre y sin deliberación pública, la paz o la guerra con quien quiera que sea, será castigado con la muerte. Si una parte de los ciudadanos de un Estado hiciese por si un tratado de paz o una declaración de guerra, los generales citarán en justicia a los autores de semejante hecho, y si resultan convictos, serán condenados a muerte.

Es preciso que los que tienen cualquier cargo público le ejerzan sin recibir presentes nunca ni bajo ningún pretexto, y sin alegar la razón muy admitida de que se puede recibir para hacer bien, pero no para hacer mal. Este discernimiento no es fácil siempre; y cuando se hace, no es más fácil el dejar de tomar algo. Lo más seguro es atender a la ley, obedecerla, y desempeñar el cargo con desinterés. El que la viole en este punto, aun cuando sea una sola vez, sí se le prueba en justicia, será castigado con la muerte.

Respecto a las contribuciones para atender a las necesidades del Estado, es necesario por muchas razones que se conozca con precisión el valor de los bienes de los ciudadanos, y que cada tribu dé por escrito a los agoranomos un estado de su cosecha anual, a fin de que, como hay contribuciones de dos géneros, el fisco pueda escoger cada año la que estime conveniente después de una madura deliberación; sea que prefiera hacerse pagar en proporción de la estimación general de los bienes da los particulares, o en proporción de la renta de cada año, sin comprender en esto, sin embargo, lo que cada cual debe suministrar para las comidas en común.

Es conveniente que todo hombre que ame la medianía, no haga a los dioses más que ofrendas modestas. La tierra y los hogares de cada habitación están ya consagrados a todos los dioses, y por lo tanto que nadie los consagre por segunda vez. En las demás repúblicas el oro y la plata que brillan en las casas particulares y en los templos excitan la envidia. El marfil, sacado de un cuerpo separado de su sima, no es una ofrenda pura. El hierro y el bronce están destinados a los usos de la guerra. Que todos bagan en madera o en piedra en los templos públicos la ofrenda que les parezca con tal que sea en una sola pieza. Que el tejido que se ofrezca no exceda a lo que pueda hacer una mujer en un mes. El color blanco, en los tejidos, como en todo lo demás, es lo más acepto a los dioses; y no se hará uso de tintes que estarán reservados para los adornos militares. Las ofrendas más divinas son las aves y las imágenes de ellas que un pintor puede hacer en un día. Todas las demás se harán tomando estas por modelo.

Ahora que hemos señalado ya el número y el orden de las diversas partes del Estado, y que hemos dictado lo mejor que hemos podido leyes sobre las convenciones más importantes, nos falta arreglar lo relativo a la administración de justicia. Y para comenzar por los tribuna, los primeros jueces serán los que el demandante y demandado hayan elegido de común acuerdo, a los cuales conviene, mejor que el nombre de jueces, el de árbitros. El segundo tribunal se compondrá de los jueces de cada barrio y de cada tribu, distribuidos en cada doceava parte del Estado. Se recurrirá a este tribunal cuando no haya sido posible la avenencia en el primero, y la pena será mayor para el que pierda. El demandado, que habiendo apelado a este tribunal sea condenado en él de nuevo, pagará por vía de multa la quinta parte de la suma expresada en la fórmula de acusación. El que, no estando satisfecho de estos jueces, quiera apelar por tercera vez, llevará su causa a los jueces escogidos; y si allí pierde también, pagará la suma, que es objeto del litigio, y una mitad más de la misma. En cuanto al demandante, si los árbitros le condenan, y no queriendo someterse a su fallo, apela al segundo tribunal: si gana, la quinta parte de la suma será para él; y si pierde, pagará él otro tanto como multa. Si uno se negare a aquietarse con el fallo de los dos primeros tribunales y recurriese al tercero, el demandado, si llega a perder, pagará, como ja hemos dicho, la mitad sobre la suma que se le reclama; y si es el demandante el que sucumbe, pagará la mitad de esta misma suma.

Se ha hablado más arriba de la creación de los tribuna, de la manera de constituirlos, del establecimiento de aquellos que deben secundar a los magistrados en el ejercicio de su cargo, y del tiempo en que debe de hacerse cada una de estas cosas. Hemos tratado igualmente de la manera como los jueces habrán de dar sus votos, los sobreseimientos y demás formalidades indispensables en los procesos, como las acciones intentadas en primera y segunda instancia, la necesidad de las réplicas y de los debates y otros procedimientos semejantes, pero nada se pierde por decir las cosas buenas dos y tres veces. Sin embargo, el legislador veterano no debe ocuparse de reglamentos poco importantes y fáciles de idear, y sí dejar a cargo del legislador novel suplir su silencio en este punto.

Los tribunales particulares quedarán muy bien arreglados de la manera expresada. Respecto a los tribunales públicos y comunes y a lo que deben hacer los magistrados para cumplirlos deberes de su cargo, hay en muchas repúblicas numerosas instituciones que no deben despreciarse, y cuyos autores han sido personajes Sabios. Los guardadores de las leyes escogerán entre estas instituciones las que más convengan a nuestro gobierno naciente. La reflexión y la experiencia los auxiliarán para hacer la elección y para llevar a cabo las reformas que hayan de introducirse, hasta que les parezca que cada cosa ha alcanzado toda la perfección conveniente. Entonces, poniendo fin a su trabajo y el sello de su autoridad a estos reglamentos para hacerlos inquebrantables, harán que se observen siempre en lo sucesivo.

Con relación al silencio de los jueces, a su discreción aro en el hablar, y a los defectos contrarios, así como a otras muchas prácticas diferentes de las que pasan por justas, buenas y honestas en otros muchos Estados, ya hemos dicho algo sobre ello, y aún diremos algo más al final de esta conversación. El que aspiro a la condición de juez perfecto, no apartará su vista de estos reglamentos, los tendrá por escrito y los estudiará, porque entre todas las ciencias la de las leyes es sin comparación la más eficaz para hacer mejor al que se consagra a su estudio. Si las leyes están conformes con la recta razón, no pueden menos de producir este efecto, pues de no ser así, sería cosa vana que la ley verdaderamente divina y admirable tuviese un nombre análogo al de inteligencia.[5] Y ciertamente los escritos compuestos por el legislador son la mejor pauta para juzgar todos los demás escritos, tanto en verso como en prosa, cuyo objeto es alabar o reprender, así como las conversaciones familiares, en que vemos a cada momento, que por un espíritu de disputa se niega lo que no debería negarse, y algunas reces también se conceden cosas que no deberían concederse. Es necesario, por lo tanto, que el buen juez tenga el alma empapada en estos discursos relativos a las leyes, para que le sirvan de antídoto contra todos los demás discursos; que se sirva de ellos para conducirse él y conducir bien al Estado, facilitando a los hombres honrados la perseverancia y el progreso en la justicia, trayendo a su deber a los malos que se extravían por ignorancia, por libertinaje, por cobardía, y en general por cualquier otro principio de injusticia, en cuanto sea posible, si la enfermedad de los mismos es susceptible de remedio. Respecto a aquellos en quienes el vicio forma como un mismo tejido con su alma, la muerte es el único remedio para enfermos de este género; y no nos cansaremos de repetirlo, los jueces y los magistrados que los presiden, al emplear oportunamente este último recurso, sólo elogios tienen que esperar de parte de los ciudadanos.

A medida que se vayan terminando los procesos que se presenten durante el año, he aquí lo que deberá de observarse. En primer lugar, el tribunal que haya dictado la sentencia, entregará a la parte que gane todos los bienes de la parte adversa, a reserva de la tierra inalienable y de lo unido a la misma necesariamente;[6] lo cual deberá ejecutarse por un heraldo y en presencia de los jueces a seguida de dictada la sentencia. Si en el espacio de un mes, a contar desde que se dio la sentencia, el que ha perdido el litigio no se arregla amistosamente con el que ha ganado, el tribunal que haya conocido del negocio, en reconocimiento del derecho del que ha ganado le entregará todos los bienes del que ha perdido. Si estos bienes no bastan, con sólo que falte un dracma, la parte que perdió no podrá entablar acción contra nadie, hasta no haber pagado toda la deuda, al paso que todos los demás ciudadanos podrán entablarla contra él.

Si alguno, después del juicio, ofende a los jueces que le han condenado, los ofendidos le entregarán al tribunal de los guardadores de las leyes; y si resulta convicto, será condenado a muerte, porque un crimen de esta naturaleza es un atentado contra el Estado y contra las leyes.

Después que un ciudadano, nacido y educado en nuestra ciudad, haya llegado a ser padre, haya criado a sus hijos, se haya conducido con equidad en sus relaciones con los demás, o que, si ha causado daño, lo ha reparado, y exigido igualmente la reparación de los que él haya sufrido; en una palabra, que conforme a la ley del destino haya llegado a la vejez siendo observador de las leyes, será preciso que por fin pague el tributo debido a la naturaleza y que muera. Respecto a los muertos, sean hombres o mujeres, los intérpretes serán absolutamente los árbitros de arreglar las ceremonias y los sacrificios que en tales ocasiones deben hacerse a las divinidades de la tierra y de los infiernos. Por lo demás, no se abrirá tumba ni se levantará monumento, pequeño ni grande, en ninguna tierra que sea buena para el cultivo, sino que se consagrará a este uso la tierra que no puede prestar otro servicio que el de recibir y ocultaren su seno los cuerpos de los muertos, sin ninguna incomodidad para los vivos. Ninguno, sea el que sea, puede durante su vida y después de su muerte privará ningún ciudadano del alimento que la tierra, madre común de los hombres, está dispuesta a suministrarle. Al monumento sólo se le dará de altura lo que cinco hombres puedan hacer en cinco días de trabajo. En cuanto al mármol que haya de ponerse sobre la tumba, no debe exceder su extensión de lo preciso para que pueda expresarse en él el elogio del difunto, que se encerrará en cuatro versos heroicos. El cadáver sólo estará expuesto en ta casa el tiempo necesario para asegurarse de si parece que está muerto o sí lo está realmente; y por lo general el término de tres días, a contar desde el momento de la muerte hasta el del entierro fúnebre, es suficiente.

Es necesario tener fe en todo lo que dice el legislador, pero con especialidad cuando afirma que el alma es enteramente distinta del cuerpo; que hasta en esta vida ella sola constituye lo que somos; que nuestro cuerpo no es más que una imagen que acompaña a cada uno de nosotros; y que con razón se ha dado el nombre de apariencias a los cuerpos de los muertos; que nuestra persona es una sustancia inmortal por naturaleza, que se llama alma; que, según refiere la tradición, después de la muerte esta alma va en busca de otros dioses, para darles cuenta de sus acciones, cuenta que es tan consoladora para el hombre de bien, como temible para el hombre malo, que no encontrará en este momento apoyo en nadie, porque durante su vida ha sido cuando debieron sus deudos venir en su auxilio, para que viviese sobre la tierra tan justa y santamente como fuese posible, y se librara de esta manera en la otra vida de los suplicios destinados a las acciones criminales. Siendo todo esto así, no debe el hombre arruinarse con gastos, por estar en la falsa persuasión de que esta masa de carne, que es conducida a la tumba, es la persona misma que nos es tan querida. Por el contrarío, debe tenerse en cuenta que este hijo, este hermano, esta persona que tanto sentimos y para con la que cumplimos los últimos deberes, nos ha abandonado después de acabar y terminar su carrera; y que al presente cumpliremos con nuestro deber para con él, haciendo un modesto gasto para su tumba, así como para erigir un altar inanimado consagrado a los dioses Subterráneos. Sólo el legislador puede graduar a lo que debe extenderse este gasto. Ved, pues, la ley: los gastos funerarios no excederán de lo justo, si no pasan de cinco minas para los ciudadanos de la primera clase, de tres para los de segunda, de dos páralos de tercera, y de una para los de cuarta.

Los guardadores de las leyes tienen muchos deberes que cumplir y muchos asuntos a que debe extenderse su cuidado; pero sobre todo es indispensable que velen continuamente sobre los jóvenes, sobre los hombres formados, sobre los ciudadanos de cualquier edad; y cuando alguno haya muerto, los parientes del difunto elegirán uno entre los guardadores de las leyes para que dirija los funerales. Esto le honrará, si los funerales se verifican con el decoro y en los limites prescritos; y no le honrará, si se hacen de otra manera. La exposición del cadáver y lo demás se hará conforme a lo que las leyes hayan dispuesto. Es preciso permitir a la ley civil que dicte la disposición siguiente: Sería indecoroso ordenar o prohibir que se derramaran lágrimas sobre el muerto; pero conviene prohibir las lamentaciones y los gritos fuera de la casa e impedir que vaya el cadáver descubierto por las calles; que se le dirija la palabra durante la procesión fúnebre, y que se esté fuera de la ciudad antes del día. Tales son las leyes sobre este punto. El que las observe fielmente estará al abrigo de todo castigo; pero si alguno desobedece en este punto a uno de los guardadores de las leyes, estos magistrados le harán sufrir la pena que juzguen conveniente. Con respecto a los funerales particular res que se hagan a ciertos muertos, y de los crímenes que dan lugar a la privación de sepultura, tales como el parricidio, el sacrilegio y los demás de esta naturaleza, ya hemos hablado de ello más arriba. Y así, el plan de nuestra legislación está casi acabado.

Sin embargo, una empresa cualquiera no se considera terminada ni cuando se ha ejecutado lo que se quería hacer o adquirido lo que se proponía adquirir, ni cuando se ha llevado a cabo la fundación que se proyectaba; sino que, sólo cuando se han encontrado recursos para mantener a perpetuidad la obra en toda su perfección, es cuando uno puede lisonjearse de haber hecho todo lo que tenía que hacer. Hasta no llegar a este punto, la empresa debe ser considerada como imperfecta.

CLINIAS. —Extranjero, nada más cierto; pero explícanos más claramente con qué propósito hablas de esa manera.

ATENIENSE. —Mi querido Clinias, entre los nombres más preciosos que los antiguos han dado a las cosas, admiro sobre todo los que dieron a las Parcas.

CLINIAS. —¿Cuáles son?

ATENIENSE. —Llamaron a la primera Láquesis, a la secunda Cloto, y a la tercera Átropos, que es la que da la última mano al trabajo atribuido a sus dos hermanas. Este último nombre se toma de las cosas torcidas al fuego, que tienen la virtud de no poder destorcerse. Esto es lo que debe hacerse en todo Estado y en todo gobierno: no limitarse a dar a los cuerpos salud y seguridad, sino inspirar a las almas el amor a las leyes, o más bien, hacer de modo que las leyes subsistan perpetuamente. Y me parece, que para que nuestra obra sea perfecta, falta imaginar un medio de dar a nuestras leyes la virtud de que no puedan torcerse jamás en sentido contrario.

CLINIAS. —No es ese un punto de pequeña importancia, si es cierto que puede conseguirse en las cosas esa perfección.

ATENIENSE. —Es posible; por lo menos, en este momento así me lo parece.

CLINIAS. —Entonces no abandonemos en manera alguna nuestra empresa hasta haber proporcionado esta ventaja a nuestras leyes; porque sería ridículo tomarse por una cosa, cualquiera que ella sea, un trabajo inútil y que a nada estable parece conducir.

MEGILO. —Apruebo tu empeño, y me encontrarás dispuesto a secundarte.

CLINIAS. —Estoy entusiasmado con esto. ¿En qué consiste ese medio de dar consistencia a nuestra república y a nuestras leyes, y qué recursos deberán adoptarse para conseguirlo?

ATENIENSE. —¿No hemos dicho que debía haber en nuestro Estado un consejo compuesto de los diez guardadores de las leyes más antiguos y de todos aquellos que hayan obtenido el premio de la virtud, al cual pertenecerían también los que, después de haber viajado para aprender lo que puede contribuir al sostenimiento de las leyes, a su vuelta y después de las pruebas suficientes hayan sido considerados dignos de tener un puesto en el consejo? ¿No hemos añadido, que cada uno de ellos debía llevar consigo un joven, que no tendrá menos de treinta años, después de haberlo juzgado por sí mismo digno de esta honra por su carácter y educación y de haberle propuesto luego a los demás, de suerte que sólo es admitido de común consentimiento, y que si fuese desechado, ni los demás ciudadanos ni el mismo joven, nada podrían contra el fallo dado acerca de su persona? Además dijimos que este consejo debía celebrarse al rayar el alba, cuando todavía a nadie ocupan los negocios públicos ni los privados. ¿No es esto todo lo que antes dijimos?

CLINIAS. —SÍ.

ATENIENSE. —Volviendo a este consejo, digo, que si se compone como es debido y si se le mira como el áncora de todo el Estado, podra conservar por sí solo todo lo que queremos que se conserve.

CLINIAS. —¿Cómo?

ATENIENSE. —Yo me explicaré, y no dejaré nada por decir para que conozcáis mi pensamiento.

CLINIAS. —Muy bien, y dinos lo que piensas.

ATENIENSE. —Por lo pronto es preciso observar, mi querido Clinias, que nada existe que no tenga en si una cosa destinada a su conservación; por ejemplo, en el animal el alma y la cabeza.

CLINIAS. —¿Qué es lo que dices?

ATENIENSE. —Digo, que a la virtud propia de estas dos cosas es a lo que debe todo animal la conservación de su ser.

CLINIAS. —¿Cómo, repito?

ATENIENSE. —En el alma reside, entre otras facultades, la inteligencia; en la cabeza, entre otros sentidos, la vista y el oído. Lo que resulta de la unión de la inteligencia y de estos dos sentidos principales, puede llamarse con razón principio de la conservación que hay en cada uno de nosotros.

CLINIAS. —Así parece.

ATENIENSE. —Sin duda. Con relación a una nave ¿en quién reside esta mezcla de la inteligencia y de los sentidos, que lo mismo la conserva en la tempestad que en la calma? ¿No es cierto que el piloto y los marineros, reuniendo los sentidos de estos con la inteligencia que sólo reside en el piloto, se salvan a si propios y a la nave?

CLINIAS. —Sin duda.

ATENIENSE. —No hay necesidad de proponer en este punto muchos ejemplos. Veamos solamente, con relación al arte militar y a la medicina, qué fin se proponen los generales de ejército y los médicos para conseguir la conservación de aquello de que se ocupan. Mu; bien.

ATENIENSE. —El fin del general ¿no es conseguir la victoria y la derrota del enemigo? El del médico y de los que ejecutan sus ordenes, ¿no es proporcionar a los cuerpos la salud?

CLINIAS. —Sin duda.

ATENIENSE. —Pero si el médico ignorase en qué consiste lo que llamamos salud, y el general lo que es la victoria, (otro tanto digo de las demás profesiones de que hemos hablado) ¿podría decirse que tenían el conocimiento de estos objetos?

CLINIAS. —No, seguramente.

ATENIENSE. —¿Y qué? Cuando se trata de un Estado ¿se puede llamar con razón magistrado al que ignora el fin a que tiende toda política, ni estará en posición de conservar una cosa cuyo fin no conoce?

CLINIAS. —¿Cómo ha de poder?

ATENIENSE. —Por consiguiente, si queremos que nuestra colonia alcance toda la perfección, es preciso que haya en el cuerpo del Estado una parte que conozca en primer lugar el fin a cuya consecución debe tender nuestro gobierno; y en segundo, por qué caminos se puede llegar a conseguir y cuáles son ante todo las leyes y después las personas, cuyos consejos le aproximen o le alejen de él. Si un Estado está privado enteramente de este conocimiento, no debe extrañarse que al verse sin inteligencia y sin sentidos para gobernarse, se deje conducir por el azar en todas sus acciones.

CLINIAS. —Tienes razón.

ATENIENSE. —¿Podremos decir ahora cuál es en nuestro Estado la parte o la función suficientemente provista de todo lo necesario, para conservar el conocimiento de que se trata?

CLINIAS. —Extranjero, yo no puedo decirlo con certidumbre, pero si es permitido conjeturar, me parece que al hablar así tienes en cuenta ese consejo que, según decías antes, debía reunirse al rayar el alba.

ATENIENSE. —Has adivinado perfectamente, Clinias; y es preciso, atendidas las razones que acabamos de aducir, que este consejo reúna en sí todas las virtudes políticas, siendo la más principal de ellas la de no vagar en la incertidumbre entre muchos fines diferentes, sino fijarse en uno solo, al cual deben dirigir, por decirlo así, incesantemente todos sus tiros.

CLINIAS. —Así debe de ser.

ATENIENSE. —Ahora comprenderemos que no es extraño que no haya nada fijo en las instituciones de la mayor parte de los Estados, porque en ellos las leyes tienden a diferentes objetos. Ni tampoco es cosa sorprendente, que en ciertos gobiernos se haga consistir la justicia en elevar a los primeros puestos cierto género de ciudadanos, tengan o no virtud; que en otros puntos no se piense más que en enriquecerse, sin cuidarse de si se es esclavo o libre; que en otros Estados todos los afanes tengan por fin la libertad; que algunos dicten sus leyes con el doble objeto de establecer la libertad dentro y la dominación fuera; y en fin, que los que se creen más hábiles, se proponen todos estos objetos diferentes a la vez, sin poder decir que aso tengan un objeto principal, al cual deba referirse todo.

CLINIAS. —En este caso, extranjero, hemos tenido razón, cuando al principio de esta conversación hemos dicho que todas nuestras leyes debían tender siempre a un solo y único objeto, que según hemos convenido, no podía ser otro que la virtud.

ATENIENSE. —Sí.

CLINIAS. —Y cuando en seguida hemos dividido esta virtud en cuatro partes.

ATENIENSE. —Muy bien.

CLINIAS. —Y cuando hemos puesto a la cabeza de todas la inteligencia, por ser a la que deben referirse las otras tres partes y todo lo demás.

ATENIENSE. —Has atendido perfectamente a lo que se ha dicho, Clinias, y dinos ahora lo que falta. Hemos explicado cuál es el objeto a que debe tender la inteligencia del piloto, del médico y del general, y ahora tratamos de indagar el objeto a que debe tender el hombre de Estado. Supongamos por un momento que hablamos con uno de estos hombres de Estado, y preguntémosle: Tú, querido mío, ¿cuál es tu fin?, ¿cuál es el punto único a que te diriges? El médico entendido en su arte sabe muy bien decirnos cuál es el suyo. Tú, que te jactas de ser superior a todos los demás en sabiduría, ¿no podrás decirnos cuál es el tuyo? Megilo y Clinias, ¿podríais vosotros, haciendo sus veces, decirme con precisión cuál es ese objeto, en la forma en que yo mismo lo he hecho, tomando el lugar de otros para discutir con vosotros en muchas ocasiones?

CLINIAS. —Extranjero, eso yo no puedo hacerlo.

ATENIENSE. —¿Por lo menos me diréis que nada debe omitirse para conocerlo, y me enseñareis dónde debemos buscarlo?

CLINIAS. —¿Dónde?

ATENIENSE. —Puesto que la virtud, como ya hemos dicho, se divide en cuatro especies, es evidente que cada una de estas especies es una, puesto que son cuatro.

CLINIAS. —Sin duda.

ATENIENSE. —Sin embargo, damos a todas cuatro un nombre común; decimos que el valor es virtud, la prudencia virtud, y así de las otras dos especies, como si no fuesen muchas cosas sino una sola, a saber, la virtud.

CLINIAS. —Es cierto.

ATENIENSE. —No es difícil explicar en qué difieren la fortaleza y la prudencia, y por qué tienen cada una su nombre, y lo mismo puede decirse de las otras dos especies. Pero no es igualmente fácil decir por qué se ha dado a estas dos cosas y a las otras dos el nombre común de virtud.

CLINIAS. —¿Qué quieres decir?

ATENIENSE. —Una cosa que no es difícil de entender. Para esto interroguémonos, y respondamos sucesivamente.

CLINIAS. —¿Cómo? Explícate, te lo suplico.

ATENIENSE. —Pregúntame por qué, después de haber comprendido bajo un solo nombre la idea de virtud, la damos en seguida dos nombres, el de valor y el de prudencia. Te daré la razón, y es que el valor recae sobre las cosas que se tercien; de donde resulta, que se encuentra en parte en las bestias y en el alma de los niños desde sus primeros años, porque el alma puede ser valiente por naturaleza, sin que en ello se mezcle la razón; mientras que, donde no existe la razón, no ha habido, ni hay, ni habrá jamás un alma dotada de prudencia y de inteligencia, lo cual prueba que la prudencia no es valor.

CLINIAS. —Dices verdad.

ATENIENSE. —Acabo de explicarte en qué difieren estas especies de virtud y cómo son dos; y ahora a tu vez dame la razón de por qué son una misma cosa. Figúrate que a ti te corresponde decirme cómo estas cuatro especies son una, y cuando me lo hayas mostrado, pregúntame a mí cómo son cuatro. Consideremos en seguida, si para tener un conocimiento exacto de una cosa, cualquiera que ella sea, que tiene un nombre y una definición, basta saber el nombre, aunque se ignore la definición; o si no es vergonzoso para el que se estime en algo ignorar el nombre y la definición de las cosas, sobre todo de las que se distinguen por su mérito y belleza.

CLINIAS. —Me parece que eso es vergonzoso.

ATENIENSE. —¿Hay para un legislador, para un guardador de las leyes, y para todo hombre que se crea superior en virtud a los demás y que efectivamente haya conseguido el premio de aquella, objetos de mayor interés que los que nos ocupan en este momento, el valor, la templanza, la prudencia y la justicia?

CLINIAS. —¿Cómo puede haberlos?

ATENIENSE. —¿No es indispensable que sobre todos estos objetos los intérpretes, los jefes, los legisladores, los guardadores de los demás ciudadanos sean más capaces que ningún otro de enseñar y explicar en qué consisten la virtud y el vicio a los que deseen saberlo y a los que, separándose del deber, tienen necesidad de ser encaminados y corregidos? ¿Consentiremos que un poeta, que venga a nuestra ciudad, o cualquier otro que se dé el aire de institutor de la juventud, aparezca mejor instruido en esta clase de cosas que un ciudadano sobresaliente en todo género de virtudes? Y visto esto, si los guardadores de un Estado no cuidan suficientemente de su conservación, hablando y obrando; si no tienen un conocimiento profundo de la virtud, ¿será extraño, que un Estado semejante, que vive en el abandono, experimente los mismos males que la mayor parte de los Estados de nuestros días?

CLINIAS. —De ninguna manera, ni puede tampoco esperarse otra cosa.

ATENIENSE. —Bien, ¿ejecutaremos nosotros lo que acaba de decirse? ¿O de qué medio nos valdremos para hacer que nuestros guardadores sean hombres que en punto a virtud sobrepujen al resto de los ciudadanos, lo mismo en sus discursos que en su conducta? ¿Cómo haremos para que nuestra ciudad se parezca a la cabeza y a los sentidos de las personas sabias, y tenga en si misma una guarda en todo semejante a la de aquellas?

CLINIAS. —Extranjero, ¿cómo y de qué manera esta semejanza podría tener lugar?

ATENIENSE. —Es evidente que eso no puede verificarse sino en tanto que el Estado entero represente la cabeza; que los guardadores jóvenes, los mejores entre los de su edad, colocados como los ojos en lo alto de la cabeza, dotados de una gran penetración y sagacidad de espíritu, dirijan sus miradas sobre el conjunto del Estado; que, estando de centinela, confíen a su memoria lo que hayan observado sus sentidos y hagan sabedores a los guardadores ancianos de lo que pasa en la ciudad; que estos, en razón de su singular prudencia y de la extensión de sus conocimientos, representen la inteligencia, deliberen, y sirviéndose del ministerio de los guardadores jóvenes con la discreción conveniente procuren de concierto unos con otros la salud del Estado. ¿No es así como debe de hacerse? ¿O crees que pueda conseguirse nuestro objeto de otra manera? ¿Querrías, que los ciudadanos se pareciesen y que entre ellos no fuesen unos mejor educados y mejor instruidos que otros?

CLINIAS. —En ese caso, querido mío, todo lo que proyectamos sería imposible.

ATENIENSE. —Por lo tanto es preciso idear una educación más perfecta que aquella de que se ha hablado antes.

CLINIAS. —Así parece.

ATENIENSE. —Pero quizá esa de que acabamos de hablar, aunque de paso, es la misma que buscamos.

CLINIAS. —Podrá suceder.

ATENIENSE: ¿No dijimos que para ser un excelente obrero, un excelente guardador de cualquier cosa, no basta ser capaz de dirigir la mirada sobre muchos objetos, sino que era preciso además dirigirse a un punto único, conocerle bien, y después de haberle conocido, subordinar a él todo lo demás, abrazando todos los objetos con una sola mirada?

CLINIAS. —Muy bien.

ATENIENSE. —¿Hay un método más exacto para examinar algo, sea lo que sea, que aquel que nos hace capaces de abrazar bajo una sola idea muchas cosas que difieren entre sí?

CLINIAS. —Quizá.

ATENIENSE. —Deja a un lado ese quizá, querido mío, y di decididamente que no hay para el espíritu humano método más luminoso que éste.

CLINIAS. —Créote bajo tu palabra, extranjero; prosigamos por ese camino nuestra conversación.

ATENIENSE. —Nos será preciso, por consiguiente, según todas las apariencias, obligar a los guardadores de nuestra divina república, a que formen ante todo una justa idea de eso a que damos con razón un solo nombre, el de virtud, y que bien que sea una por su naturaleza, se divide, según decimos, en cuatro, fortaleza, templanza, justicia y prudencia. Y si queréis, mis queridos amigos, apuremos de firme este punto, y no le abandonemos hasta que hayamos conocido suficientemente cuál es ese objeto a que es preciso dirigirse, ya sea una cosa simple, ya un todo, ya lo uno y lo otro; en una palabra, cualquiera que sea su naturaleza. Si ignoramos esto, ¿podremos lisonjearnos de tener un conocimiento exacto de lo que pertenece a la virtud, no pudiendo explicar sí es cuatro cosas o muchas o si es simple? Por esta razón, si seguís mi consejo, haremos los esfuerzos posibles para introducir en nuestra república un conocimiento tan precioso; o si lo preferís, no hablemos más de esto.

CLINIAS. —Nada de eso, extranjero: en nombre de Júpiter Hospitalario, no abandonemos esta materia. Lo que dices nos parece enteramente exacto; ¿pero cómo llegar a lo que propones?

ATENIENSE. —No examinemos aún cómo podremos descubrirlo. Comencemos por decidir de común acuerdo, si esto es necesario o no.

CLINIAS. —Si es posible, es necesario.

ATENIENSE. —¡Pero qué! ¿No pensamos lo mismo respecto de lo bello y de lo bueno que respecto de la virtud? ¿Y es bastante que nuestros guardadores conozcan que estas cosas son muchas? ¿No es preciso además que sepan cómo y por dónde estas cosas son una?

CLINIAS. —Me parece indispensable que tengan el concepto de cómo ellas son una.

ATENIENSE. —¿Basta que lo conciban aunque por otra parte no pueden demostrarlo de palabra?

CLINIAS. —No, sin duda; eso serla parecerse a aquellos hombres groseros que no son capaces de dar a conocer lo que piensan.

ATENIENSE. —¿No debe decirse otro tanto de todos los objetos de interés serio? ¿Y no es indispensable que el que habrá de ser guardador verdadero de las leyes conozca a fondo la verdad en cada uno de estos objetos, que pueda explicarla, que se conforme con ella en la práctica, y que forme sobre ellos su juicio sobre lo que está o no está ajustado a las reglas de lo bello?

CLINIAS. Sin duda.

ATENIENSE. —¿No es uno de los conocimientos más preciosos el que tiene por objeto los dioses y lo que hemos demostrado con tanto esmero tocante a su existencia y a la extensión de su poder, de suerte que se sepa en esta materia todo lo que es permitido saber al hombre? Enhorabuena que la mayor parte de los habitantes se limiten en este punto a lo que las leyes les enseñan; pero no es posible que los destinados a ejercer el cargo de guardadores del Estado, dejen de dedicarse a la adquisición de todo lo que es posible saber sobre los dioses. Debemos fijar toda nuestra atención en no elevar a la dignidad de guardador de las leyes, ni contar entre los ciudadanos distinguidos por su virtud, a nadie que no sea un hombre divino y que no esté profundamente versado en estas materias.

CLINIAS. —En efecto, es justo, como dices, declarar extraño a las cosas buenas al que no tiene ni gusto ni disposición para ellas.

ATENIENSE. —¿Sabes qué dos cosas nos obligan a creer lo que se ha expuesto más arriba tocante a los dioses?

CLINIAS. —¿Cuáles son?

ATENIENSE. —La primera es lo que hemos dicho del alma; que es el más antiguo y el más divino de todos los seres, cuya generación ha sido dirigida por el movimiento, y a que éste ha dado una esencia móvil. La otra es el orden que reina en las revoluciones de los astros y de todos los demás cuerpos, gobernados por la inteligencia que ha ordenado el universo. No hay nadie, por enemigo que se le suponga de la Divinidad, que, después de haber considerado este orden con sus ojos, por poco atento e instruido que sea, no sienta venir a su espíritu ideas contrarias a las que en el vulgo produce esta consideración. El vulgo se imagina, que aquellos que, auxiliados por la astronomía y demás artes necesarias, se dedican a la contemplación de estos objetos, se hacen ateos, porque por este medio descubren que todo lo que sucede en este mundo es obra de la necesidad, y no de los designios de una Providencia que dirige todo hacia el bien.

CLINIAS. —¿Pues qué es lo que se piensa?

ATENIENSE. —Se piensa, como he dicho, todo lo contrario de lo que se pensaba cuando se tenían los astros por cuerpos inanimados. No es que entonces no llamaran la atención de los espíritus tantas maravillas y que no se sospechara lo que hoy pasa por averiguado entre los que han examinado las cosas más de cerca, esto es que no era posible, que cuerpos destituidos de alma y de inteligencia se moviesen según cálculos de una precisión admirable; antes bien algunos de ellos[7] se han arriesgado hasta decir que la inteligencia ha combinado todos los movimientos celestes. Pero de otro lado estos mismos filósofos, engañándose en lo relativo a la naturaleza del alma, que es anterior a los cuerpos, e imaginándose que ha existido después de ellos, lo han trastornado todo, por decirlo así, y se han creado a sí mismos las mayores dificultados. Todos los cuerpos celestes que velan con sus ojos, les han parecido llenos de piedras, de tierra y de otras materias inanimadas, a las que han atribuido las causas de la armonía del universo. Ved ahí lo que ha producido tantas acusaciones de ateísmo, y ha quitado a tantas personas el gusto por esta ciencia. Ved ahí lo que ha dado origen a las invectivas de los poetas, y a que compararan a los filósofos con los perros, que hacen resonar el aire con sus vanos ladridos. Pero nada más infundado que semejantes injurias, y como ya he dicho, hoy sucede todo lo contrario.

CLINIAS. —¿Cómo?

ATENIENSE. —No es posible que ningún mortal tenga una piedad sólida respecto de los dioses, si no está convencido de las dos cosas de que hablamos; a saber, de que el alma es el más antiguo de todos los seres que existen por vía de generación, que es inmortal y rige a todos los cuerpos; y además, como muchas veces hemos dicho, que en los astros hay una inteligencia que dirige a todos los seres. También es preciso que esté versado en las ciencias necesarias para prepararse a estos conocimientos, y que después de haberse penetrado de la relación íntima que tales ciencias tienen con la música, se sirva de ella para introducir la armonía en las costumbres y en las leyes; y en fin, que se haga capaz de dar razón de las cosas que son susceptibles de una definición. Todo el que no tenga bastante talento para unir estos conocimientos a las virtudes cívicas, jamás será digno de gobernar al Estado en calidad de magistrado, y sólo servirá para ejecutar las ordenes de otro, A nosotros, Megilo y Clinias, corresponde ver si a todas las leyes precedentes deberemos añadir una que establezca un consejo nocturno de magistrados, que sean consumados en las ciencias de que acabamos de hablar, para que sea el guardador de las leyes y de la salud pública, o si hemos de tomar otro rumbo.

CLINIAS. —¿Y cómo hemos de dejar de añadir esta ley a poco que podamos?

ATENIENSE. —Eso es a lo que debemos consagrarnos desde ahora; y yo me ofrezco de buena voluntad a ayudaros en semejante empresa; y quizá, si se tienen en cuenta mi experiencia y las indagaciones que he hecho sobre estas materias, no será extraño que encuentre otros que se unan a mí con el mismo designio.

CLINIAS. —Extranjero, es preciso no abandonar este camino por el que Dios mismo parece conducirnos. Se trata ahora de descubrir y de explicar los medios de realizar esa idea.

ATENIENSE. —Megilo y Clinias, no es posible aún dictar leyes sobre este objeto; cuando se hayan formado los miembros de este supremo consejo, entonces será tiempo de fijar la autoridad que deben tener. Por ahora, si queremos que la empresa salga bien, es preciso prepararla por medio de la instrucción y de frecuentes conversaciones.

CLINIAS. —¿Cómo? ¿Qué quieres decir con eso?

ATENIENSE. —Comenzaremos desde luego por hacer la elección de los que sean más a propósito para la guarda del Estado por su edad, sus conocimientos, su carácter y su conducta. Después de esto, por lo que hace a las ciencias que deben aprender, no es fácil, ni el inventarlas por sí mismo, ni el aprenderlas de otro que las haya inventado. Además, sería inútil fijar por medio de leyes el tiempo en que se debe comenzar y concluir el estudio de cada ciencia, porque los mismos que se dedican a una de ellas no pueden saber exactamente el tiempo necesario para aprenderla, sino cuando se han hecho hábiles en la ciencia misma. Por esta razón es preciso no hablar de esto, ya que no podríamos hacerlo como es debido, y sería inútil; y no hay que precipitarse a tratar de este asunto, porque todo lo que se dijera antes de sazón no ilustraría nada.

CLINIAS. —Entonces, extranjero, ¿qué deberemos hacer?

ATENIENSE. —Amigos mios, como dice el proverbio, nada hay hecho y todo está aún entre nuestras manos; pero si queremos arriesgar el todo por el todo, y obtener, como dicen los jugadores, el punto más alto o el más bajo,[8] es preciso no descuidar nada. Compartiré con vosotros el peligro, proponiéndoos y explicándoos mi pensamiento sobre la educación y la institución de que acabamos de hablar. El peligro es grande en verdad, y no aconsejaré a otro que se exponga a él; pero a ti, Clinias, te exhorto a que hagas un ensayo; porque si se establece una buena forma de gobierno en la república de los Magnetes, o del nombre que los dioses quieran darle, adquirirás una gloria inmortal por haber tenido parte en ella; o por lo menos, en el caso contrario, podrás estar seguro de adquirir una reputación de valor, que no alcanzará ninguno de los que vengan después de ti. Así, pues, cuando hayamos establecido este consejo divino, le confiaremos, mis queridos amigos, la guarda del Estado. Esto no ofrece dificultad; y no hay un solo legislador en la actualidad que pueda ser de otro dictamen. Entonces veremos convertido en realidad lo que nuestra conversación sólo nos ha presentado en idea por medio del emblema de la unión de la cabeza y de la inteligencia, si los miembros que deben componer este consejo viven unidos como deben, si se les da la conveniente educación, y si después de haberla recibido, colocados en la ciudadela que es como la cabeza del Estado, se hacen perfectos guardadores y salvadores del Estado, tales como no hemos visto otros semejantes en todo el curso de nuestra vida.

MEGILO. Mi querido Clinias, después de todo lo que acabamos de oír, es preciso o abandonar el proyecto da nuestro Estado, o no dejar marchar al extranjero y obligarle, por el contrario, apelando a todo género de recursos y de súplicas, a que nos auxilie en nuestra empresa.

CLINIAS. —Dices verdad, Megilo; es lo mismo que yo quiero hacer; auxíliame por tu parte.

MEGILO. Te auxiliaré.

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