Libro V de Las Leyes
ATENIENSE. —Vosotros, que habéis oído lo que he dicho acerca de los dioses, y de aquellos a quienes debemos la existencia, prestadme de nuevo vuestra atención. Después de los dioses, el alma es lo más divino que el hombre tiene, y lo que le toca más de cerca. Hay en nosotros dos partes; la una, más poderosa y mejor, está destinada a mandar; a la otra, inferior y menos buena, le toca obedecer. Es preciso dar siempre la preferencia a la parte que tiene derecho a mandar sobre la que debe obedecer. Y así, tengo razón para ordenar, que nuestra alma ocupe el primer lugar en nuestra estimación después de los dioses y de los seres que les siguen en dignidad. Se cree hacer al alma todo el honor que se merece, pero en realidad casi nadie lo hace; porque el honor es un bien divino, y nada malo es digno de ser honrado. Por lo tanto el que cree ensalzar su alma por medio de los conocimientos, las riquezas, el poder, y no trabaja en hacerla mejor, se imagina que la honra; pero no hay nada de eso.
Desde la infancia se persuade todo hombre de que está en estado de conocerlo todo; cree que las alabanzas que prodiga a su alma, son otros tantos honores que le hace y se apresura a concederle la libertad de hacer todo lo que quiera. Pero nosotros decimos, por el contrario, que obrar de esta manera es perjudicar a su alma en lugar de honrarla; al alma que, como hemos dicho, merece ocupar el primer puesto después de los dioses. Tampoco es honrar a su alma, por más que nos hagamos la ilusión de creerlo así, achacar siempre a los demás sus propias faltas y la mayor parte de sus defectos, hasta los más graves, y Creerse absolutamente inocente; lejos de esto, se le causa un grande mal. Tampoco se la honra, cuando a pesar de las razones y de las indicaciones del legislador, se abandona uno a los placeres; entonces más bien se la deshonra, llenándola de males y de remordimientos. También se la degrada en vez de honrarla, cuando en lugar de hacerse superior, por medio de la paciencia, a los trabajos, a los temores, al dolor y a los disgustos, a que la ley recomienda que resistamos, se cede ante ellos por cobardía. Tampoco se la honra, cuando se cree que la vida es el mayor de los bienes; antes por el contrario se la deshonra, porque mirando entonces lo que pasa en el otro mundo como un mal, se sucumbe a esta funesta idea, no se tiene valor para resistirla, ni para razonar consigo mismo, ni para convencerse de que no sabemos si los dioses, que reinan en los infiernos, nos reservan allá los más preciosos bienes.
Es también deshonrar el alma de la manera más positiva y más completa el preferir la belleza a la virtud, porque esta preferencia da ventaja al cuerpo sobre el alma, lo cual es contra toda razón, puesto que nada de lo terrestre debe superará lo que tiene su origen en el cielo; y todo el que se forme otra idea distinta de su alma, ignora lo magnifico del bien que desdeña. Tampoco se honra al alma por medio de presentes, cuando se aspira a amontonar riquezas por medios pocos honrosos, y cuando no se indigna uno contra sí mismo por haberlas adquirido de esta manera; y no se la honra ciertamente de este modo, puesto que equivale a vender por un poco de oro lo más precioso que tiene el alma, y todo el oro que hay sobre la tierra y que se encierra en sus entrañas, no puede ponerse en parangón con la virtud. En una palabra, todo el que no se abstiene, en cuanto de él dependa, de las cosas que el legislador prohíbe como vergonzosas y malas, y no se apega, por el contrario, con todo su poder a las que el mismo le propone como bellas y buenas, no advierte que, obrando de esta manera, trata a su alma, este ser completamente divino, del modo más ignominioso y más ultrajante. Casi ninguno de los que así se conducen fija su atención en el terrible castigo que el crimen lleva consigo, castigo que consiste en la asimilación con los malos, y en la aversión que esta asimilación hace que nos inspiren los hombres de bien y las pláticas sobre la virtud, obligándonos a romper todo trato con ellos y a buscar con empeño la compañía de los que son malos como nosotros hasta pegarnos a ellos en cierta manera; y cuando se ha llegado a este punto, es una necesidad que se haga y se sufra lo que es natural que los malos hagan y digan entre sí. Y aún no es éste el verdadero castigo, porque todo lo que es justo es bello, y el castigo, que forma parte de la justicia, es igualmente bello. El verdadero castigo es la vindicación que se sigue a la injusticia. El malo que la experimenta y el que no la experimenta son igualmente desgraciados; éste, por verse privado del único remedio que puede sanarle; y aquél, porque perece para servir de ejemplo saludable.
Lo que nos honra verdaderamente es atender a lo mejor que hay en nosotros y dar toda la perfección posible a lo que es menos bueno, pero susceptible de enmienda. Ahora bien, nada hay en el hombre que tenga naturalmente más disposición para huir del mal y para aspirar al soberano bien, y una vez conseguido, para mantenerse siempre unido a él, que el alma. Ésta es la razón que he tenido para darle el segundo lugar en nuestra estima. El que reflexione un poco, hallará que en el orden natural el cuerpo merece el tercer puesto. Pero es preciso examinar qué honores le corresponden y discernir los verdaderos de los falsos. Este discernimiento pertenece al legislador, y he aquí, a mi juicio, lo que nos dice sobre esta materia. No son la belleza, ni la fuerza, ni la soltura, ni la esbeltez del cuerpo, ni, como muchos imaginan, la salud, lo que constituye el mérito del cuerpo, ni tampoco seguramente las cualidades contrarias. Un justo medio entre todas estas cualidades opuestas es mucho más seguro y más propio para inspirarnos la moderación, porque las primeras llenan el alma de orgullo y de presunción, y las segundas dan origen a sentimientos bajos y serviles.
El mismo juicio se debe formar de la posesión del dinero y demás bienes de fortuna, que sólo son apreciables dentro de la misma medida. Las riquezas excesivas son para los Estados y para los particulares un origen de sediciones y de enemistades, y el extremo opuesto conduce de ordinario a la esclavitud. Que nadie acumule tesoros en consideración a sus hijos, para dejarles después una rica herencia, lo cual no es ventajoso, ni para ellos, ni para el Estado. Una renta módica, que no exponga su juventud a los lazos de los aduladores, ni les prive de lo necesario, es lo mejor y lo más conveniente, porque el acuerdo y armonía que este término medio mantiene, libra la vida de infinitos disgustos. No son montones de oro y si un gran fondo de pudor lo que es preciso dejar a los hijos. Se cree inspirarles esta virtud, reprendiéndolos cuando ofenden este pudor con su conducta; pero estas máximas por medio de las que seles dice, que la modestia sienta bien a un joven en todas ocasiones, no son lo más eficaz para el caso. Un sabio legislador exhortará más bien a los que han llegado a la edad madura a que respeten a los jóvenes, teniendo gran cuidado de no decir ni hacer en su presencia nada que no sea decente, porque necesariamente la juventud aprende a no ruborizarse por nada, cuando la ancianidad le da el ejemplo. La verdadera educación, lo mismo de la juventud que de todas las demás edades de la vida, no consiste en reprender, sino en hacer constantemente lo que se diría a los demás al reprenderlos.
El que honra y respeta a sus padres y a todos aquellos que, procedentes de la misma sangre, están protegidos por los mismos dioses penates, tiene motivo para esperar que los dioses, que presiden a la generación, le serán propicios en la procreación de sus hijos. En razón de amistades y relaciones en el comercio de la vida, la verdadera manera de granjearse amigos es ensalzar y estimar los servicios que se reciben de los demás, más que lo que ellos mismos los estiman; y aminorar los servicios que se prestan, poniéndolos por bajo del verdadero valor que tengan. El mayor servicio que se puede hacer a su patria y a su conciudadanos, no es tanto el distinguirse en los juegos olímpicos o en los demás combates guerreros o pacíficos, como obedecer a las leyes y mostrarse toda la vida su más fiel servidor.
Estamos bien persuadidos de que nada hay más sagrado que los deberes de la hospitalidad, y que todo lo que a ellos se refiere está bajo la protección de un dios, que vengará con más severidad las faltas cometidas contra los extranjeros que las que se cometan contra un conciudadano; porque el extranjero, encontrándose lejos de sus parientes y de sus amigos, interesa más a los hombres y a los dioses, y así el que tiene más poder para vengarle lo hace con más ardor. Este poder ha sido especialmente confiado a demonios y a dioses consagrados de antemano a la guarda de cada hombre, y que sirven de comitiva a Júpiter hospitalario. Por esta razón, por poco que atienda el hombre a sus propios intereses, no debe omitir ningún cuidado para llegar al término de la vida sin tener que acusarse de ninguna falta contra los extranjeros. Pero de todas las faltas de que puede uno hacerse culpable, tanto respecto a los extranjeros como a sus conciudadanos, la más grave es la que concierne a los suplicantes; porque el mismo dios, que el suplicante ha puesto por testigo de las promesas que se le han hecho, cuida particularmente de los ultrajes que pueda recibir y no deja ni uno sólo impune.
Hemos hablado de lo que cada uno debe a sus padres, a sí mismo, a su patria, a sus amigos, a sus parientes, a sus conciudadanos y a los extranjeros. Ahora debemos examinar los deberes que hacen la vida más agradable, y que no pueden ser objeto de una ley, pero que la opinión debe recomendar para hacer más fácil la observancia de las leyes. La verdad, para los dioses como para los hombres, es el primero de todos los bienes. Al que quiera ser feliz, debe parecerle poco cuanto haga para adherirse a la verdad y vivir unido a ella todo el tiempo posible, porque el hombre verídico inspira confianza; el que se complace diciendo mentiras voluntarias es indigno de esa confianza; y el que miente involuntariamente es un insensato. Ninguno de estos caracteres debe excitar la envidia, porque el perverso y el ignorante no tienen amigos; y cuando con el tiempo llega a conocerse lo que son, se preparan para la época más triste de la vida una soledad horrible, hasta tal punto que se los puede mirar como abandonados de todo el mundo, ya vivan o no sus hijos y las personas que les sean más queridas. El que no comete ninguna injusticia merece ser honrado; pero el que no sufre ni aún que los demás sean injustos, merece doblemente tantos y más honores que el primero; el uno no es justo sino para sí mismo, mientras que el otro lo es para otros muchos, es decir, para todos aquellos cuya injusticia revela a los magistrados. En cuanto al que se une a los magistrados para castigar con todo su poder a los malos, deseo que sea considerado en la ciudad como un gran ciudadano y como modelo completo de virtud. Lo que digo de la justicia, debe entenderse también de la templanza, de la prudencia y de las demás virtudes, que puede uno, no sólo poseer para sí mismo, sino también inspirar a lo demás. Se dispensarán, por tanto, los mayores honores a quien haga germinar estas virtudes en el corazón de sus conciudadanos. En segundo lugar se pondrá a aquel que, teniendo la misma voluntad, no tenga el mismo talento para realizarlo. En cuanto al envidioso, que se niegue a comunicar a los demás por favor las dotes que posee, merecerá el desprecio, teniendo cuidado, sin embargo, de no pasar del desprecio de la persona al del bien que ella posee, sino que antes por el contrario deben hacerse los esfuerzos posibles para adquirirlo. Que haya entre todos los ciudadanos un combate de virtud, pero sin celos. La gloria de un Estado consiste en tener habitantes que disputan con todas sus fuerzas el precio de la virtud, pero que no se valgan de ningún manejo indigno para impedir a demás aspirar al mismo bien. Por el contrario, el envidioso, que no cuenta tanto con sus propios esfuerzos como con los obstáculos que opone a los de sus rivales, tiene él mismo menos entusiasmo por la verdadera virtud y des alienta a sus rivales con las censuras injustas con que los abruma; y privando de esta manera al Estado de la noble emulación de la virtud, rebaja cuanto puede el honor de su patria.
Es preciso saber unir a una gran dulzura una gran firmeza. En efecto, cuando los vicios de los demás han llegado a tal extremo, que es difícil y quizá imposible mejorarlos, el único partido que debe tomarse para evitar el caer en ellos, es triunfar de los mismos rechazando sus ataques y reprimirlos sin tregua. Es imposible q un alma llegue a realizar semejante empresa, si no es secundada por un valor a prueba. Respecto a aquellos cuyos vicios no son incurables, es bueno saber ante todo que ninguno es injusto voluntariamente, porque nadie gusta de mantener en si los más grandes males que se conocen en el mundo, y menos cuando afectan a la parte más preciosa de uno mismo. El alma es, como ya hemos dicho, lo más precioso que hay en nosotros, y nadie puede admitir en ella voluntariamente el mayor de los males y pasar toda la vida con tan desdichado huésped. Y así el hombre malo y todo el que alimenta en su alma el mal son dignos de compasión; y sobre todo, debe reservarse esta compasión para el que ofrece alguna esperanza de enmienda. Respecto de éste conviene reprimir su cólera, pero sin entregarse a arrebatos y agrias reprensiones, que sólo cuadran a una mujer. Si en algún caso hay que dar rienda suelta a la indignación, esto sólo puede tener lugar contra los perversos, entregados enteramente al vicio e incapaces de enmienda. Por esto hemos dicho que el carácter del hombre de bien debe ser una mezcla de severidad y de dulzura.
La mayor de todas las enfermedades del hombre es un defecto, que trae consigo al nacer, con el que todo el mundo transige, y del cual, por consiguiente, nadie procura deshacerse, y es lo que se llama amor propio; amor, que según se dice, es natural, legítimo, y hasta necesario. Pero no es menos cierto que cuando es excesivo, es la causa ordinaria de todos nuestros errores; porque el amante es ciego con relación a lo que ama, y juzga mal de lo que es justo, bueno y bello, cuando cree deber preferir siempre sus intereses a los de la verdad. El que quiera hacerse un gran hombre, no debe embriagarse con el amor de sí mismo y con todo lo que le pertenece; sólo debe amar el bien y la justicia, que percibe en sí mismo o en los demás. Como resultado de este defecto, el ignorante parece sabio a sus propios ojos, se persuade de que lo sabe todo, aunque, por decirlo así, no sepa nada; y rehusando confiar a los demás el manejo de los negocios, que él no puede administrar, cae en mil errores inevitables. Es un deber de todo hombre el estar prevenido contra este amor desordenado de Sí mismo y de no avergonzarse de unirse a los que valen más que él.
Hay aún otros preceptos de menor importancia, y muchas veces repetidos, que es bueno recordemos de nuevo, para que apenas acabe un discurso empiece otro; porque la memoria es un manantial que repara incesantemente las pérdidas que experimentamos en sabiduría. Digamos, pues, que es preciso abstenerse de todo exceso en el reír y el llorar; que todos los ciudadanos deben observarse mutuamente para moderar sus transportes de alegría o de dolor, manifestando siempre serenidad en los acontecimientos prósperos que el destino les depare, y lo mismo en los reveses, cuando el mismo destino opone a sus empresas montañas insuperables; y, en fin, tener la firme confianza de que suceda lo que suceda a los hombres de bien, si son males, los dioses los harán más suaves y cambiarán su condición presente en otra mejor; mientras que, por el contrario, si son bienes, lejos de ser pasajeros, su goce les será asegurado para siempre. Con estas dulces esperanzas es preciso vivir; con estos recuerdos es preciso fortificarse representándolos distintamente a sí mismo y a los demás en todas las ocasiones, lo mismo en las situaciones serias que en los momentos de desahogo y de placer.
Tal es el ideal de perfección a que el hombre debe aspirar; pero esta perfección es más propia de los dioses que de los hombres, y es preciso por lo tanto proporcionar nuestras ordenanzas a la debilidad humana, puesto que tratamos de hombres y no de dioses. El placer, el dolor y el deseo, todo esto es lo propio de la naturaleza humana; estas son las energías de todo animal mortal, y las que determinan todos sus grandes movimientos. Y así, cuando se trata de ensalzar la virtud a los ojos de los hombres, no basta mostrarles que es en sí lo más honroso que hay, sino que es preciso hacerles también ver que, si se la quiere gustar desde los primeros años y no renunciar a ella apenas pasen éstos, tiene sobre todas las demás cosas superioridad por el lado mismo que más afecta a nuestro corazón, en cuanto nos procura mayores placeres y menos penas durante todo el curso de la vida, lo cual no tardará en experimentarse de una manera sensible, si se quiere hacer el ensayo cual conviene. Pero ¿cómo conviene hacerlo? Para esto es preciso consultar a la razón y examinar con ella si lo que voy a decir es conforme o no con nuestra naturaleza. En la comparación de las diversas condiciones relativamente al placer o al dolor, he aquí las reglas que es preciso seguir. Nosotros queremos gustar el placer, no preferimos ni queremos el dolor; y con respecto al estado intermedio, damos al placer la preferencia sobre él y le preferimos al dolor. Queremos toda condición, en que haya mucho placer y poco dolor, y no queremos aquella en que el dolor sobrepuja al placer. En cuanto a aquella condición, en que los placeres y los dolores se equilibran, es difícil decidir si la deseamos. Nuestra elección y nuestra voluntad se determinan o quedan en suspenso, según que los placeres y los dolores son más o menos numerosos, más o menos grandes, más o menos vivos, en una palabra, según que subsiste o no el equilibrio entre ellos. Puesto que este es el orden necesario de las cosas, se sigue que en toda condición, en que los placeres y los dolores son muy numerosos y muy vivos, si domina el placer, la queremos; y si domina el dolor, no la queremos; que, por el contrario, en toda condición en que los placeres y los dolores son pocos en número, débiles y tranquilos, si los dolores superan, no la queremos; y si los placeres tienen la superioridad, la queremos. En fin, cuando todo es igual de una y otra parte, nos vemos condenados, como dijimos antes, a no saber qué querer, pues que nuestra voluntad no se determina en pro o en contra, sino en cuanto predomina el objeto de su amor o el de su aversión.
Ahora es preciso fijarse en que todos los géneros de vida están encerrados necesariamente en los limites que acabo de señalar, y sólo se trata de saber hacia cuál de ellos se inclina el hombre naturalmente. Si alguno se atreviese a decir que lo que desea está fuera de estos límites, acreditaría, al hablar de esta manera, su ignorancia y su poca experiencia de los diversos estados de la vida. Pero entre estos estados diversos, ¿cuál es el que debe abrazarse con conocimiento de causa tomándolo para sí mismo como regla de vida, con la confianza de haber escogido el más agradable, más querido y al mismo tiempo más honroso para vivir tan dichosamente como un hombre puede prometerse?
Reduzcámoslos a cuatro: uno, en el que reina la templanza; otro segundo, en el que reina la razón; otro tercero, en el que reina el valor; y otro cuarto, en el que entra como base la salud. A estas condiciones opongamos otras cuatro, en las que entran la demencia, la cobardía, la intemperancia y las enfermedades. Todo el que se haya formado la idea de la vida templada, convendrá en que es moderada en todo; que sus placeres y sus dolores son tranquilos, sus deseos parcos, y sus amores sin arrebato; que, por el contrario, en la vida intemperante todo es excesivo; los placeres y los dolores son muy vivos; los deseos fogosos y arrebatados, y los amores violentos hasta el furor; que en la primera los placeres superan a los dolores, y en la segunda los dolores a los placeres, sea por su magnitud, sea por su número, sea por su vivacidad; que, por lo tanto, la primera es por su naturaleza necesariamente más agradable, la segunda más incómoda; y que el que quiera ser feliz, no puede abrazar voluntariamente la vida desarreglada. De donde se sigue evidentemente, si lo que acabamos de decir es cierto, que el hombre no se abandona al desorden sino a pesar suyo, y que la ignorancia o la violencia de las pasiones, o una y otra a la vez, son las que alejan a la mayor parte de los hombres de las reglas que prescribe la templanza. Respecto de los estados de salud y de enfermedad, he aquí el juicio que de ellos debe formarse. Tiene cada cual sus placeres y sus dolores, mas en la salud superan los placeres a los dolores, y en la enfermedad los dolores superan a los placeres. Pero nuestra inclinación no nos lleva hacia la vida en que superan los dolores, y tenemos por más agradable aquella eh que el placer domina. También, según nosotros, los placeres y los dolores son menores en número y en magnitud en la condición del hombre templado, sabio o fuerte, que en la del intemperante, del insensato y del cobarde; y al mismo tiempo en la condición en que reinan la sabiduría y la fuerza, los placeres superan a los dolores, como los dolores superan a los placeres en la condición del cobarde y del insensato. Por consiguiente, la vida que participa de la templanza, del valor, de la sabiduría o de la salud, es más agradable que aquella en que se encuentran la intemperancia, la cobardía, la demencia o la enfermedad. Y para comprender todo esto bajo una idea general, la vida que participa de las buenas cualidades del alma o del cuerpo, es preferible en razón del placer a la que participa de las malas disposiciones del uno y de la otra, sin contar que tiene también otra ventaja en razón de la belleza, de la honestidad, de la virtud y de la gloria. Y así, semejante vida proporciona al que la adopta una felicidad mayor en todos conceptos que la vida opuesta. Cerremos aquí el preludio general de nuestras leyes.
Al preámbulo es necesario que siga la ley, o hablando con más exactitud, el croquis y bosquejo de la ley. Así como en toda clase de tejido no puede suceder que el hilo de la trama y el de la urdimbre sean de la misma naturaleza, y es absolutamente preciso que el hilo de la urdimbre sea más fuerte y más firme, y el otro más suave y más capaz de ceder basta un cierto punto; de igual modo, teniendo en cuenta estas mismas cualidades, debe hacerse en política el discernimiento de los que deben ser elevados a los primeros cargos y de aquellos cuya conducta habitual atestigua una mediana educación. Hay, en efecto, en todo gobierno dos cosas fundamentales; una es el establecimiento de los magistrados, y otra las leyes, según las que los magistrados deben gobernar. Pero antes de llegar a estos dos puntos, será bueno hacer la observación siguiente. Ningún zagal, ningún pastor, ningún hombre que cuide caballos u otros animales semejantes consentirá jamás en cargar con esta responsabilidad, sin hacer antes un espurgo en sus ganados de una manera conveniente. Comenzará por separar las bestias sanas y vigorosas de las débiles y enfermas, y echando estas a otros rebaños, se consagrará al cuidado de las otras, persuadido de que, a no obrar así, el trabajo que se tomase cuidando almas y cuerpos mal constituidos o mal educados sería vano e inútil, y que la parte enferma o viciosa no tardaría en corromper a la parte sana y entera si no se tomara esta precaución. Esto es menos importante respecto de los animales y sólo puede traerse aquí por vía de ejemplo; pero cuando se trata de hombres, toda la atención, que el legislador pueda prestar, será poca, cuando trate de indagar y explicar bien lo que concierne a la manera de depurar un Estado y a los demás deberes de su cargo. He aquí lo que puede decirse sobre esta materia. Entre los numerosos medios de llevar a cabo esta purificación, unos son más suaves, otros más violentos. El legislador puede hacer uso de estos últimos, que son los más eficaces, cuando es al mismo tiempo señor absoluto en el Estado. Pero si establece un gobierno nuevo y nuevas leyes sin tener la autoridad suprema, será mucha empresa para él el llegar a purificar el Estado por medios suaves. En política como en medicina los mejores remedios son más dolorosos. Se corrigen los desordenes según las reglas de la más severa justicia, y el castigo termina muchas veces en el destierro o la muerte. Así es cómo se acostumbra a deshacerse de los grandes criminales, que son incorregibles y perjudiciales al bien público. La purificación más suave se practica de esta manera. Se despide con las mayores muestras de benevolencia a todos aquellos que por su indigencia tienen precisión de darse un jefe, y que, no teniendo nada, están dispuestos a apoderarse de los bienes de los que tienen; y de esta manera, digo, es posible deshacerse de ellos, como de un mal engendrado en el Estado, cubriendo el expediente con el pretexto laudable de fundar en otra parte una colonia. Por aquí es por donde debe comenzar todo el que quiera dar leyes a un Estado. Pero el caso en que nosotros nos hallamos, tiene algo que es más embarazoso. Nosotros no podemos enviar a otra parte colonias, ni hacer ningún escogimiento, ninguna elección de ciudadanos. Los que deben poblar nuestra nueva ciudad pueden compararse con los diferentes arroyos, formados unos por fuentes y otros por avenidas, que van todos a derramar sus aguas a un gran lago; y nuestro deber es hacer el mayor esfuerzo para que esta reunión de aguas sea la más pura que sea posible, ya sacando agua de los arroyos, ya separándola de su lecho.
Una fundación política lleva consigo, como veis, muchos trabajos y peligros. Pero como hasta ahora la ejecución es sólo de palabra y no de realidad, no tenemos más que suponer que nuestra elección está hecha y que es tan pura como podíamos desear, gracias a las precauciones que hemos tomado para cerrar la entrada de nuestra ciudad a los malos, que hubieran querido introducirse en ella para apoderarse del gobierno, después de habernos asegurado suficientemente de su carácter con repetidas pruebas y de haber intentado en vano hacerlos mejores; y gracias también a la acogida favorable y previsora que nosotros habríamos dispensado a los hombres de bien. No pasemos en silencio una gran ventaja, que por casualidad se encuentra en nuestra fundación, y es que nos ponemos a salvo de las querellas, siempre violentas y peligrosas, que se suscitan con ocasión del repartimiento de tierras, de la abolición de las deudas y de la propiedad. La colonia de los heráclidas tiene también esta fortuna, como ya hemos observado. Todo Estado, que se ve precisado a dar leyes sobre esta materia, se encuentra en la imposibilidad de dejar intacto ninguno de los antiguos reglamentos, y al mismo tiempo en la imposibilidad de tocará ellos en cierto modo; de manera que todo se reduce, por decirlo así, a deseos de hacer, y hay que limitarse a pequeños cambios caminando despacio y con infinitas precauciones.
Las reformas, tales como la abolición de las deudas y el repartimiento de tierras, dependen enteramente de los ricos, que, además de sus bienes inmensos, tienen una multitud de deudores, cuando por un espíritu de moderación consienten en hacer partícipes de sus riquezas a los que carecen de todo, sacrificando una parte de sus bienes para asegurar la otra; y cuando, reduciendo su fortuna a una honesta medianía, se persuaden de que no es disminuyendo aquella, y sí aumentando sus deseos, como uno se empobrece. Esta disposición de espíritu en los ricos es el principal fundamento de la salud de un Estado, y sobre este fundamento, como sobre una base sólida, se puede levantar el edificio político que se juzgue conveniente en tales circunstancias; mientras que si la reforma se hace de una manera viciosa, sería muy difícil que pudiera subsistir después ningún sistema de gobierno.
Dijimos ya que nosotros hemos evitado este inconveniente, o por mejor decir, que hemos indicado el medio único de evitarlo, que es amar la justicia y procurar no enriquecerse. No conozco ningún otro camino, ni ancho, ni estrecho, por el que pueda precaverse este mal. Miremos esta disposición de los ricos como el muro más firme de nuestro Estado; porque es preciso que las posesiones de los ciudadanos estén al abrigo de toda murmuración, o si tienen en esta materia antiguas razones para quejarse los unos de los otros, por poco sentido y prudencia que tengan, no irán más adelante, ni se ocuparán de otra cosa que de lo que no hayan remediado bajo este punto de vista. Pero para aquellos a quienes Dios ha dado facultad, como a nosotros, de fundar un Estado nuevo, exento de todo motivo de discordias entre los habitantes, sería de su parte resultado de una ignorancia y de una maldad más que humana arrojar entre si semillas de enemistades con el pretexto del repartimiento de las tierras y de las habitaciones.
¿Y qué es lo que debe hacerse para que tenga lugar un buen repartimiento? Es necesario en primer lugar fijar el número de ciudadanos, después distribuirlos en diferentes clases, una vez convenidos en el número y naturaleza de estas clases, y en fin, es preciso dividir la tierra y las habitaciones en porciones iguales en cuanto sea posible. No hay otro medio de arreglar con exactitud el número de ciudadanos de que debe constar nuestra ciudad, que el de tener en cuenta la extensión de su territorio y las ciudades circunvecinas. Con tal que el territorio baste al sostenimiento de un cierto número de habitantes moderados en sus deseos, es ya bastante grande, y no debe extenderse a más. En razón del número de habitantes debe ser tal, que puedan, en caso de ataque, defenderse de los de las ciudades vecinas, así como prestarles también auxilio si se vieren atacados por otros. Nosotros determinaremos este número de palabra y de hecho cuando hayamos visto cuál es el territorio de nuestra nueva ciudad y cuáles son las fuerzas de los pueblos vecinos. Por ahora fijaremos el número sólo por vía de ejemplo y de modelo, para no detenernos en la exposición de nuestro plan de legislación. Sean, pues, los ciudadanos, entre quienes habrá de hacerse el repartimiento de tierras y que combatirán por la defensa de la parte que les toque en suerte, cinco mil cuarenta; y tengo mis razones para preferir este número. Divídase la tierra y las habitaciones en otras tantas porciones, de suerte que haya tantas como cabezas.
En seguida divídase este número en dos, luego en tres, y también se le puede dividir por cuatro, por cinco, y sucesivamente hasta por diez. Es indispensable, en efecto, por lo que hace a los números, que todo legislador conozca sus propiedades y sepa por lo menos cuál es aquel de que los Estados pueden sacar mayores ventajas. Indudablemente es éste el que mejor se presta a un mayor número de divisiones en orden progresivo. Sólo el número infinito es susceptible de toda clase de divisiones. Con respecto al número cinco mil cuarenta no tiene más que cincuenta y nueve divisores; pero entre ellos hay diez que son correlativos comenzando por la unidad, lo cual es sumamente conveniente, ya en la guerra, ya en la paz, con relación a las diversas especies de convenciones y sociedades de interés, a las contribuciones y a las distribuciones. A los que están encargados por la ley de hacer este estudio, corresponde adquirir por despacio un conocimiento exacto de esta clase de propiedades numéricas. Por lo demás, lo que acabo de decir es exacto, y es necesario por las razones que ya he expuesto que el fundador de un Estado esté instruido en esta materia.
Ya se construya una ciudad nueva, ya se restablezca una antigua que se encuentre en decadencia, si se obra con buen sentido, es preciso respecto de los dioses y de los templos que se levanten en su honor, cualesquiera que sean los dioses o los demonios, bajo cuya advocación se intente erigirlos, no hacer innovación alguna que sea contraria a lo que haya sido arreglado por el oráculo de Delfos, de Dodona, de Júpiter Ammón, o por antiguas tradiciones, cualquiera que sea el fundamento en que éstas se apoyen, ya sean apariciones o inspiraciones. Desde el momento en que, como resultado de esta clase de creencias, hubo sacrificios instituidos con ceremonias, ya procedan éstas del país, ya hayan sido tomadas de los tirrenos, de Chipre o de cualquier otro punto, y que conforme a estas tradiciones se han consagrado ciertas respuestas de los dioses, erigido estatuas, altares y templos, y plantado bosques sagrados, de ninguna manera es permitido al legislador tocar a tan sagrados objetos.
Además será indispensable, que cada clase de ciudadanos tenga su divinidad, su demonio, o su héroe particular, y en el repartimiento de tierras el primer cuidado del legislador será reservar el emplazamiento necesario para los bosques sagrados y fijar todo lo conveniente al culto, a fin de que en las épocas señaladas cada clase de ciudadanos celebre en ellos asambleas que les faciliten todos los recursos necesarios para sus mutuas necesidades, y también con el objeto de que en las fiestas que acompañarán a los sacrificios se den unos a otros pruebas de mutua benevolencia y contraigan conocimientos y relaciones. Nada más ventajoso para un Estado que este trato y familiaridad entre los ciudadanos, porque donde quiera que la luz no alumbra las costumbres de los particulares, y allí donde viven en las tinieblas los unos respecto de los otros, no es posible que se tribute a cada cual los honores y que se le haga la justicia que merece, ni que los cargos públicos se pongan en manos del más digno de desempeñarlos. Y así, bien comparado todo, no hay cosa de que todo ciudadano deba cuidarse tanto como de mostrarse a todos sin ningún disfraz, sencillo y verídico siempre, y de no dejarse engañar por las falsías de los demás.
Siendo la manera como vamos a entrar ahora en la formación de nuestras leyes tan extraordinaria como la entrada por el golpe sagrado[1] en el juego de dados, causará quizá al pronto alguna sorpresa a los que nos escuchen. Sin embargo, después de que hayan reflexionado y de que hayan hecho el ensayo de aquellas, verán que si la constitución que vamos a establecer no es la mejor de todas, sólo cede en valor a una sola. Quizá también algunos tendrán dificultad en conformarse con lo que digamos por no estar acostumbrados a un legislador que no emplea un tono absoluto y tiránico. Lo mejor que puede hacerse es proponer la forma más excelente de gobierno, después una segunda, y luego una tercera, y dejar la elección a quien corresponda decidir. Éste es el rumbo que vamos a tomar, exponiendo primero el gobierno más perfecto, después el segundo, después el tercero, y dando la libertad de escoger a Clinias y a todos aquellos que, tomando parte en esta polémica, quieran conservar, atendiendo cada cual a su inclinación, lo bueno que hayan encontrado en las leyes de su patria.
El Estado, el gobierno y las leyes, que es preciso colocar en primera linea, son aquellos donde se practica más a la letra y en todas las partes que constituye el Estado el antiguo proverbio, que dice, que entre amigos verdaderos todo es común. En cualquier punto, pues, en que suceda o pueda llegar a suceder, que las mujeres sean comunes, los hijos comunes, los bienes de todas clases comunes, y que se hagan los mayores esfuerzos para quitar del comercio de la vida hasta el nombre de propiedad; de suerte que las cosas mismas que la naturaleza ha dado a cada hombre, se hagan en cierta manera comunes a todos, en cuanto sea posible, como los ojos, los oídos, las manos, y que todos los ciudadanos se imaginen que ven, oyen y obran en común; que todos aprueben y desaprueben de concierto las mismas cosas; que sus goces y sus penas recaigan sobre los mismos objetos; en una palabra, que las leyes se propongan con todo su poder hacer el Estado perfectamente uno, y puede asegurarse que esto es el colmo de la virtud política, y que nadie podría en este concepto dar a las leyes una dirección mejor ni más justa. En una ciudad de tales condiciones, ya tenga por habitantes a dioses, ya a hijos de los dioses, que sean más de uno, la vida es completamente dichosa. Por esta razón, no hay necesidad de buscar en otra parte el modelo de un gobierno, sino que es preciso fijarse en éste, aproximándose a él cuanto sea posible. El Estado, que nos hemos propuesto fundar, se alejará muy poco de este modelo inmortal, si la ejecución corresponde al proyecto, y debe colocársele en segunda línea. Con respecto al tercero, trazaremos el plan más adelante, si Dios nos lo permite. Pero ahora hablemos del segundo, exponiendo cuál es y cómo se forma.
Por lo pronto, que nuestros ciudadanos repartan entre sí la tierra y las habitaciones y que no trabajen en común, puesto que, como se ha dicho, sería exigir demasiado de hombres nacidos, alimentados y educados en la forma en que lo son hoy. Pero que al hacer este repartimiento se persuada cada cual de que la porción que le ha tocado en suerte, no es más suya que del Estado, y que siendo la tierra su patria, debe sentir por ella más respeto aún que por una madre, tanto más cuanto que es una divinidad y, por esta razón, soberana de sus habitantes,[2] que no son más que mortales. Que tengan la misma veneración a los dioses y a los demonios del país; y para que estos sentimientos se conserven siempre en su corazón, se servirán de los medios siguientes. El número de hogares, que hemos fijado, será siempre el mismo, y no se permitirá aumentarlo ni disminuirlo, y para que esta disposición sea constantemente observada en toda la ciudad, cada padre de familia no instituirá heredero de la porción de tierra y habitación, que le haya tocado en suerte, sino a uno solo desús hijos, al que mejor le parezca, el cual le sustituirá en su puesto para cumplir en él los mismos deberes para con los dioses, su familia y su patria, para con los vivos y los muertos. Los que tengan muchos hijos acomodarán las hembras según las disposiciones de la ley, que daremos luego; con respecto a los varones los cederán a aquellos de sus conciudadanos que no tengan hijos varones, y particularmente a aquellos a quienes quieran dar una prueba de su reconocimiento. A falta de este motivo, si el número de hijas o de hijos fuere excesivo en cada familia, o si, por el contrario, a causa de una esterilidad general fuese demasiado pequeño, en todos estos casos el más elevado de los poderes que estableceremos se encargará de tomar las medidas oportunas con respecto a este aumento o disminución de ciudadanos, para hacer de modo que no haya nunca ni más ni menos de cinco mil cuarenta familias. Hay muchos medios de conseguirlo. Se puede por una parte prohibir la generación, cuando es demasiado prolífica; y por otra favorecer el aumento de la población mediante toda clase de cuidados y de esfuerzos, de distinciones honrosas, de reprensiones y avisos dados con oportunidad a los jóvenes por los ancianos.
En fin, si fuese absolutamente imposible atenerse al número siempre igual de cinco mil cuarenta familias y la unión entre los dos sexos produjese una gran afluencia de ciudadanos, en tal conflicto es potestativo recurrir al antiguo expediente, de que tantas veces hemos hablado; quiero decir, de enviar, previas las demostraciones recíprocas de amistad, el excedente de ciudadanos a establecerse en cualquier otro punto, que se haya creído conveniente. Y si, por un accidente contrario, el Estado, afligido con una plaga de enfermedades o arrasado por la guerra, viese que el número de ciudadanos era mucho menor que el que debía de ser, no debe suplirse, en cuanto sea posible, esta escasez introduciendo extranjeros, que sólo hayan recibido una educación adulterada. Sin embargo, como suele decirse, Dios mismo no puede hacer violencia a la necesidad.
He aquí la lección que de las presentes consideraciones se desprende para los ciudadanos de nuestro Estado: ¡Oh, los mejores de los hombres!, les dice; esforzaos por ser siempre semejantes a vosotros mismos; honrad la igualdad, la uniformidad y el concierto establecidos por la naturaleza, tanto en lo que concierne a vuestro número, como en todo lo que es bello y laudable. Por lo pronto, con respecto al número, no salgáis jamás de los limites que os han sido asignados. Tampoco despreciéis nunca la parte proporcional que os ha tocado en suerte, y que no sea objeto de ningún contrato de compra o venta. Si lo hacéis, ni el dios que presidió al reparto, ni el legislador ratificarán semejantes contratos.[3]
Aquí es donde la ley comienza por primera vez a hablar como quien manda, prescribiendo las condiciones a que es preciso someterse so pena de no ser partícipe del repartimiento. Estas condiciones consisten, en primer lugar, en mirar su partija como consagrada a todos los dioses; en segundo lugar, en tener por bueno, que los sacerdotes y las sacerdotisas, en los primeros, en los segundos, y aun en los terceros sacrificios, pidan a los dioses que castiguen con una pena proporcionada a su faltó al que venda sus tierras y su casa, y lo mismo al que la compre. Era, dice Heráclides, cosa vergonzosa entre los lacedemonios vender sus tierras, y estaba prohibido por la ley a todo ciudadano dividir entre muchos la porción de heredad que le hablado asignada al principio.
Se grabará el nombre de cada ciudadano, con la designación de la parte que le tocó en suerte, en tablas de ciprés, que se expondrán en los templos para instrucción de la posteridad; y la guarda de estos monumentos se confiará a los magistrados que tengan más reputación de previsores, a fin de que no se les oculte nada de lo que podría hacerse en fraude de la ley, y de que castiguen al culpable que contravenga a las ordenes del legislador y de los dioses. Por lo demás, sirviéndome del antiguo proverbio, jamás un hombre malo comprenderá hasta qué punto así esta disposición como las demás que se dirán, son ventajosas a un Estado que las practique fielmente; es preciso para esto haber hecho la prueba de las mismas y estar dotado de un carácter muy moderado. En efecto, esta disposición aleja la pasión de enriquecerse, y de aquí resulta que ninguno de los medios bajos y sórdidos de hacer fortuna es legítimo ni permitido, no habiendo cosa más opuesta a la nobleza de sentimientos que las profesiones mecánicas y serviles, y debiendo tener todo el mundo a menos amontonar riquezas por semejantes medios.
A esta ley sigue naturalmente otra, que prohíbe a todo particular tener en su casa oro ni plata; pero, como es indispensable una moneda para los cambios diarios, sea para pagar a los obreros el precio de sus mercancías o para otros usos semejantes, sea para dar el salario a los mercenarios, a los esclavos, a los arrendadores, se tendrá para esto una moneda, que corra en el país, pero que no será de ningún valor a los ojos de los extranjeros.[4] En cuanto a la que tiene curso en toda la Grecia, el Estado no se servirá de ella sino para las expediciones militares, las embajadas, legacías y gastos públicos de esta naturaleza. Si algún particular se ve en la necesidad de viajar, no lo hará sino después de haber obtenido el permiso del magistrado; y si a su vuelta se encuentra con algunas monedas extranjeras, las llevará al Tesoro público para recibir su importe en especies del país. Si se descubre que alguno ha dado un giro torcido a este dinero, tendrá lugar la confiscación; el que habiéndolo sabido no lo denuncie a la autoridad, estará sujeto a las mismas imprecaciones y a los mismos oprobios que el culpable, y será condenado además a una multa, cuyo importe no será menor que la moneda extranjera que haya sido importada.
Se prohíbe igualmente al que casa una hija darle dote y al novio recibirla.[5] Queda también prohibido el poner dinero en depósito como caución o prestar a interés, y en este último caso autorizaremos al que toma el dinero para no volver niel capital ni los réditos. Para juzgar con acierto de la sabiduría de estas instituciones, es preciso remontar hasta el principio de ellas y penetrar la intención del legislador. La intención de éste, si es prudente y buen político, no es la que piensan los más, que pretenden que un buen legislador, celoso del bien de la ciudad que administra, debe querer hacerla todo lo rica que sea posible, que rebose en ella el oro y la plata, y que extienda su dominación por mar y por tierra tan lejos como pueda; y añadirían también, que, para darle nuevas leyes, debería tenerse en cuenta la necesidad de hacerla muy virtuosa y muy feliz. Una u otra de estas cosas es posible, pero la reunión de las dos es imposible. El legislador se limitará por lo tanto a lo que es posible, y no se propondrá lo que no lo es, ni intentará una empresa inútil. Y así encontrándose la felicidad necesariamente en la virtud, podrá querer que sus ciudadanos sean a la vez dichosos y virtuosos; pero es imposible que sean al mismo tiempo muy ricos y virtuosos, si se toma este término de rico en el sentido que se le da comúnmente. Ahora bien; se entiende por esto la condición de los pocos hombres que poseen en abundancia esta clase de bienes, que se estiman en dinero, y que puede poseer un hombre malo lo mismo que cualquiera otro. Si se me pregunta la razón, responderé, que al que no distingue lo justo dé lo injusto, es doblemente fácil el enriquecerse, a diferencia del que no quiere adquirir nada sino mediante justo título; y que el que no quiere hacer gasto alguno, cualquiera que sea el motivo, legítimo o no, debe necesariamente ahorrar el doble que el hombre de bien, dispuesto siempre a gastar su fortuna en fines honestos. De donde se sigue, que con la mitad menos de ganancia y el doble de gastó no puede hacerse uno más rico que el que tiene una ganancia doble y la mitad menos de gasto. Y bien; el que es menos rico y gasta más es el hombre de bien; con respecto al otro, no es malo, si es económico, pero algunas veces también es completamente malo, cosa que no puede suceder al hombre de bien, como se acaba de probar. Porque el que toma a manos llenas justa o injustamente y no hace ningún gasto ni justo ni injusto, no puede menos de enriquecerse, si es económico, mientras que el que es completamente malo, siendo de ordinario desarreglado y pródigo, es muy pobre. Pero el hombre que no se niega a hacer ningún gasto honesto y no conoce otros medios de adquirir que los que son justos, no pueden hacerse ni excesivamente rico, ni excesivamente pobre. Tenemos, por lo tanto, razón para decir que los que poseen enormes riquezas no son hombres de bien, y si no son hombres de bien, no son dichosos. Sin embargo, entra en el plan de nuestras leyes que nuestros ciudadanos sean perfectamente dichosos y que reine entre ellos la unión más perfecta. Pero jamás los ciudadanos estarán unidos allí donde haya muchos litigios y se cometan muchas injusticias, y esta unión no puede encontrarse más que en donde los litigios sean raros y sobre objetos de poco interés. Por esta razón no queremos que haya entre nosotros oro ni plata; que nadie quiera enriquecerse por medid de oficios mecánicos, ni con la usura, ni con el tráfico vergonzoso de bestias, sino tan sólo por el comercio de las cosas que produce la agricultura; y esto de modo que el cuidado de amontonar riquezas no haga descuidar el alma y el cuerpo, para los que han sido hechas las riquezas, y los cuales nunca valdrían nada sin el auxilio de la gimnasia y de las demás partes de la educación. He aquí por qué no nos cansamos de repetir que el último de nuestros cuidados debe ser el de los bienes de fortuna. En efecto, rodando toda la atención del hombre sobre tres objetos, el tercero y último en que debe fijarse es la riqueza justamente adquirida, siendo el cuerpo el segundo y el alma el primero. Si en el plan de legislación que trazamos, se llega a observar este orden respecto de todo lo que merece nuestra estimación, nada habrá que censurar en nuestras leyes. Pero si alguna de las que establecemos en este momento se fija más en la salud que en la templanza, o en las riquezas más que en la templanza y en la salud, habrá razón para decir que es defectuosa. Por consiguiente, es preciso que el legislador se diga muchas veces a sí mismo: ¿qué es lo que pretendo hacer aquí? Si se verifica tal o cual cosa, ¿no se frustrará el objeto que me propongo? Sólo así puede salir con honor de su empresa y ahorrar a otros el trabajo de reformarla.
Volviendo a nuestras leyes, ninguno entrará en posesión de la porción, que le ha cabido en suerte, sino bajo las condiciones convenidas. Sería de desear que, al llegar todos a nuestra colonia, no tuviesen unos más que otros; pero como esto no es posible y uno llevará consigo más riquezas y otro menos, es indispensable por muchas razones, y también para que haya igualdad en los elementos del Estado, que los censos sean desiguales, a fin de que en la designación para los cargos, en la imposición de los subsidios y en las distribuciones se atienda, no sólo al mérito personal y al de los antepasados de cada individuo, a la fuerza y a la belleza del cuerpo, sino también a las riquezas y a la indigencia; y para que, por lo que hace a los honores y dignidades, estando establecida la igualdad entre los ciudadanos mediante un reparto, que es desigual en sí, pero proporcionado a la situación de cada cual, no haya disensiones sobre este punto. A este fin necesitamos distribuir los ciudadanos en cuatro clases en razón de sus rentas. Se los llamará primeros, segundos, terceros y cuartos, o se adoptará cualquiera otra denominación que sojuzgue conveniente, ya permanezcan en la misma clase, o ya, por hacerse de pobres ricos o de ricos pobres, pasen de unas clases a otras según sus rentas.
Daré a esta ley la forma siguiente: en una ciudad tal como la nuestra, que debe estar libre del mayor de los males, quiero decir, de la sedición,[6] no es preciso que los ciudadanos sean unos excesivamente pobres y otros excesivamente ricos, porque estos dos extremos conducen directamente a la sedición. Por consiguiente, es un deber del legislador fijar un límite a lo uno y a lo otro. El límite de la pobreza será, pues, la parte que haya tocado a cada cual en suerte. Tiene obligación de conservarla íntegra, y ni los magistrados ni los hombres celosos por la virtud consentirán que a dicha parte se la toque en lo más mínimo. Fijado este límite, el legislador no debe llevar a mal que se adquiera el doble, el triplo, y si se quiere, hasta el cuádruplo de lo señalado. Pero el que posea más, sea que lo haya encontrado, o que se le haya donado, o que lo haya adquirido por su industria o de cualquiera otra manera, dará este exceso al Estado y a los dioses protectores del mismo; y obrando así, se honrará a sí mismo y se pondrá a cubierto de las persecuciones de la ley. Si se niega a obedecer, el que le denuncie tendrá como recompensa la mitad de dicho sobrante, la otra mitad irá a los dioses, y el culpable será además condenado a pagar una suma igual a la que ha poseído en fraude de la ley. Todo lo que cada cual tenga, además de su porción hereditaria, será inscripto en un paraje público, guardado por magistrados nombrados de antemano para este efecto por la ley, a fin de que los litigios, que se promuevan con motivo de los bienes, sean claros y fáciles de decidir.
Pasemos a otro punto. La ciudad, en cuanto sea posible, debe estar situada en el centro del país, y para su emplazamiento debe escogerse un sitio que reúna todas las comodidades que una población puede desear, cosa fácil de concebir y explicar. En seguida, después de haber levantado en el mismo corazón de la ciudad un edificio, que se llamará ciudadela y que se rodeará de murallas, partiendo de este edificio, como centro, consagrado a Vesta primero, y después a Júpiter y a Minerva, se dividirá la ciudad y todo su territorio en doce partes, que serán iguales entre sí, haciendo más pequeñas las porciones de tierra de buena calidad y más grandes las de mala. El todo se dividirá en cinco mil cuarenta porciones, y cada una de estas porciones en dos partes, que se unirán para formar el lote de cada ciudadano, y que estarán situadas la una cerca y la otra lejos de la ciudad; uniendo la más próxima con la más lejana; la segunda partiendo de la ciudad con la segunda partiendo de las extremidades, y así sucesivamente.[7] En esta distribución de las porciones se atenderá también a la buena o mala calidad del terreno, compensando la ventaja de un campo sobre otro con la desigualdad de la distribución. También es preciso que el legislador, después de haber dividido los demás bienes en doce partes, tan iguales cuanto sea posible, y de haber formado con todo un cuadro, divida los ciudadanos también en doce partes. En seguida, asignadas estas doce partes a doce divinidades, se dará a cada una de aquellas el nombre de la divinidad que le haya correspondido en suerte con el nombre de la tribu que se incorporará a ella. La ciudad se dividirá igualmente en doce partes, lo mismo que el resto del territorio, y cada ciudadano tendrá dos casas, una hacia el centro de la ciudad y otra hacia los extremos.[8] De esta manera queda arreglado lo relativo a la habitación.
Por lo demás, no podemos dispensarnos de observar aquí que es imposible que las circunstancias ayuden a la ejecución de este plan de manera que todo salga a medida de nuestros deseos; que dejemos de encontrar gentes que murmuren, que sufran que se ponga tasa a sus bienes, y se les condene para siempre a una fortuna media; que acepten las condiciones propuestas en lo relativo a la producción de los hijos, y se vean con harto sentimiento privados del oro y de otras muchas cosas, que el legislador les prohibirá, como puede inferirse por lo que se acaba de decir. Quizá serán consideradas como un sueño nuestras disposiciones referentes a la ciudad y a su territorio, a sus habitaciones, colocadas las unas hacia el medio, las otras hacia los extremos, y se creerá que esto es disponer de un Estado y de sus habitantes como si se tratara de la cera. Estas reflexiones no están del todo desprovistas de razón; pero es preciso tener muy presente en el espíritu lo que el legislador nos respondería a esto. Mis queridos amigos, nos diría, no creáis que yo ignore lo que tienen de exacto las objeciones que se acaban de hacer. Pero creo que en toda empresa es muy conforme con el buen sentido, que el que forma su plan haga entrar en él todo lo más bello y más verdadero que existe, y que si después en la ejecución encuentra alguna cosa impracticable, lo deje a un lado y no trate de realizarlo, sin que por eso deje de adoptar lo que más se aproxime y se parezca más a lo que debería hacerse; y es, por lo tanto, preciso permitir al legislador seguir su idea hasta el fin, sin perjuicio de examinar después, de acuerdo con él, lo que está en el caso de ejecutarse y lo que encontraría grandes dificultades, puesto que, aun en las más pequeñas obras, el artista que quiere adquirir reputación, debe trabajar siempre según el mismo plan y ponerse en todo de acuerdo consigo mismo.
Ahora, después de esta división general en doce partes, tenemos que ver cómo a estas doce partes se subordinan un gran número de subdivisiones, que a su vez producen otras, hasta que hayamos agotado el número de cinco mil cuarenta. De aquí las tribus, las curias, los barrios, después la distribución y el movimiento de las tropas, las monedas, las medidas de todos los géneros de consumo, secos y líquidos, los pesos y todo lo demás que la ley deberá arreglar en proporción y en correspondencia perfectas. Y no hay que temer que se nos acuse de minuciosos, si descendemos a los más pequeños pormenores hasta ordenar que entre todos los vasos destinados al uso de los ciudadanos no haya ninguno que no tenga una medida determinada. Obramos así por el convencimiento que tenemos de lo útil que es en todos conceptos conocer las divisiones de los números y las diversas combinaciones de que son susceptibles, tanto en sí mismos como en su aplicación a las magnitudes, a los sonidos y a las diferentes especies de movimiento, tanto en línea recta, ascendente o descendente, como en línea circular. El legislador debe tener este orden siempre presente en el espíritu y prescribir a sus conciudadanos que jamás se separen de él en cuanto les sea posible. En efecto, de todas las ciencias que sirven para la educación, no hay ninguna más útil que la de los números para la administración de los negocios domésticos o públicos y para el cultivo de todas las artes. Pero la mayor ventaja, que esta ciencia proporciona, consiste en despertar el espíritu adormecido e indócil, darle facilidad, memoria, penetración, y por un artificio verdaderamente divino obligarle a hacer progresos a despecho de la naturaleza.
En tal concepto puede colocarse esta ciencia entre los mejores y más poderosos medios de educación, con tal que, por otra parte, se tenga cuidado de sofocar por medio de otros reglamentos y otra disciplina todo sentimiento bajo y todo espíritu de interés en el alma de aquellos para quienes se quiera que el estudio de los números sea provechoso. Sin esto, en lugar de luces, se les dará, sin apercibirse de ello, esa habilidad miserable que sólo sirve para engañar a los demás, como lo vemos entre los egipcios, los fenicios y otras muchas naciones, que se han hecho lo que son por medio de la bajeza de otras profesiones y por medios que han adoptado para enriquecerse, ya se atribuya esta falta a algún legislador poco previsor o a algún accidente lamentable, o a una disposición de espíritu natural en estos pueblos. En efecto, Megilo y Clinias, es preciso no olvidar, que todos los lugares no son igualmente propios para hacer los hombres mejores o peores. La legislación no debe ponerse en contradicción con la naturaleza. En un punto son los hombres de un carácter caprichoso y arrebatado a causa de los vientos de todos géneros y de los calores excesivos que reinan en el país que habitan; en otro es la excesiva abundancia de aguas la que produce los mismos efectos; en otro punto influye la calidad de los alimentos que suministra la tierra, que no sólo afectan al cuerpo, fortificándolo o debilitándolo, sino también al alma produciendo en ella los mismos resultados. De todos los países, los más favorables para la virtud son aquellos donde reina yo no sé qué soplo divino y que han tocado en suerte a demonios, que acogen siempre con benevolencia a los que llegan a establecerse en ellos. Hay también países en que sucede todo lo contrario. Un buen legislador tendrá en cuenta en sus leyes estas diferencias, después de haberlas observado y reconocido en cuanto es dado al hombre poderlas reconocer. He aquí, mi querido Clinias, lo que tú debes también hacer y por dónde tienes que comenzar, ya que corre a tu cargo el fundar una colonia.
CLINIAS. —Extranjero Ateniense, tienes razón; seguiré tus consejos.