Timeo o de la naturaleza

SÓCRATES — TIMEO — HERMÓCRATES — CRITIAS

SÓCRATES. —Uno, dos, tres. Pero, mi querido Timeo,[1] ¿dónde está el cuarto de los que fueron ayer mis convidados y que se proponen hoy obsequiarme?

TIMEO. — Precisamente debe estar indispuesto, Sócrates, porque voluntariamente de ninguna manera hubiera faltado a esta reunión.

SÓCRATES. —A ti, pues, y a todos vosotros os corresponde ocupar su lugar, y desempeñar su papel a la par que el vuestro.

TIMEO. — Sin dificultad; y haremos todo lo que de nosotros dependa. Porque no sería justo que, después de haber sido tratados ayer por ti como deben serlo los que son convidados, no lo tomáramos con calor nosotros, los que aquí estamos, para pagarte obsequio con obsequio.

SÓCRATES. —¿Recordareis qué cuestiones eran y qué importantes, las que comenzamos a examinar?

TIMEO. —Sólo en parte; pero lo que hayamos podido olvidar, tú nos lo traerás a la memoria. O más bien, si esto no te desagrada, comienza haciendo un resumen en pocas palabras, para que nuestros recuerdos sean más precisos y más exactos.

SÓCRATES. —Conforme. Ayer os hablé del Estado, y quise exponeros muy particularmente lo que debe ser, y de qué hombres debe componerse, para alcanzar lo que, en mi opinión, es lo más perfecto posible.[2]

TIMEO. — Es, en efecto, eso mismo lo que dijiste, y que nos satisfizo cumplidamente.

SÓCRATES. —¿No separamos en el Estado desde luego la clase de labradores y de artesanos de la gente de guerra?

TIMEO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y no hemos atribuido a cada uno, según su naturaleza, una sola profesión y un solo arte? ¿No hemos dicho, que los que están encargados de combatir por los intereses públicos, deben de ser los únicos guardadores del Estado, y que si algún extranjero o los mismos ciudadanos producen algún desorden, deben tratar con dulzura a los que están bajo su mando, por ser sus amigos naturales, y herir sin compasión en la pelea a todos los enemigos que se pongan a su alcance?

TIMEO. —Seguramente.

SÓCRATES. —He aquí, por qué hemos dicho, que estos guardadores del Estado debían unir a un gran valor una grande sabiduría, para mostrarse como es justo, suaves para con los unos y duros para con los otros.

TIMEO. —Sí.

SÓCRATES. —Y en cuanto a su educación, ¿no hemos resuelto, que debía educárseles en la gimnasia, en la música y en todos los conocimientos que puedan serles convenientes?

TIMEO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Además hemos añadido, que una vez educados de esta manera, no deben mirar como propiedad, suya particular ni el oro, ni la plata, ni cosa alguna; sino que, recibiendo estos defensores de los que protegen un salario por su vigilancia, salario modesto, cual conviene a sabios, deben gastarle en común, porque en comunidad tienen que vivir, sin correr con otro cuidado que el cumplimiento de su deber, y despreciando todo lo demás.

TIMEO. —Es lo mismo que dijimos, y de la manera que lo dijimos.

SÓCRATES. —Respecto a las mujeres, declaramos, que sería preciso poner sus naturalezas en armonía con la de los hombres, de la que no difieren, y dar a todas las mismas ocupaciones que a los hombres, inclusas las de la guerra, y en todas las circunstancias de la vida.

TIMEO. — Sí, también eso se dijo, y de esa misma manera.

SÓCRATES. —¿Y la procreación de los hijos? ¿No es fácil retener lo que se dijo a causa de su novedad: que todo lo que se refiere a los matrimonios y a los hijos sea común entre todos; que se tomen tales precauciones, que nadie pueda conocer sus propios hijos, sino que se consideren todos padres, no viendo más que hermanos y hermanas en todos los que puedan serlo por la edad, padres y abuelos en los que hayan nacido antes, hijos y nietos en los que han venido al mundo más tarde?

TIMEO. —Sí, y todo eso es fácil retenerlo, por la misma razón que tú das.

SÓCRATES. —Y para conseguir en todo lo posible hijos de un carácter excelente, ¿no recordamos haber dicho, que los magistrados de ambos sexos, deberían, para la formación de los matrimonios, combinarse secretamente, de manera que, haciéndolo depender todo de la suerte, se encontrasen los malos de una parte, los buenos de otra, unidos a mujeres semejantes a ellos, sin que nadie pudiese experimentar sentimientos hostiles hacia los gobernantes, por creer todos que los enlaces eran obra de la suerte?

TIMEO. —De todo eso nos acordamos.

SÓCRATES. —¿Y no hemos dicho también, que sería preciso educar(l) los hijos de los buenos, y trasladar, por el contrario, en secreto a una clase inferior los de los malos? ¿Después, cuando se hayan desarrollado, examinar con cuidado a unos y a otros, para exaltar a los que sean dignos, y enviar a donde convenga a los que se hiciesen indignos de permanecer entre vosotros?[3]

TIMEO. — Es cierto.

SÓCRATES. —Y bien, todo lo que ayer se expuso, ¿no lo hemos recorrido ahora, aunque sumariamente? ¿O acaso, mi querido Timeo, se nos ha olvidado algo?

TIMEO. —De ninguna manera; hemos recordado toda la discusión, Sócrates.

SÓCRATES. —Escuchad ahora cuál es mi parecer y lo que creo respecto del Estado, que acabamos de describir. Mi opinión es poco más o menos la misma que se experimenta, cuando, considerando preciosos animales representados por la pintura, o si se quiere, reales y vivos, pero en reposo, se desea verlos ponerse en movimiento, y entregarse a los ejercicios que requieren sus facultades corporales. He aquí precisamente lo que yo experimento respecto al Estado descrito. Tendría mucho gusto en oír contar, respecto a estas luchas que sostienen las ciudades, que el Estado que hemos descrito las arrostra contra los demás, marchando noblemente al combate, y mostrándose durante la guerra digno de la instrucción y de la educación dada a los ciudadanos, sea en acción sobre el campo de batalla, sea en los discursos y en las negociaciones con las ciudades vecinas. Seguramente, mis queridos Critias[4] y Hermócrates,[5] me confieso incapaz para alabar dignamente, como se merecen, tales hombres y tal Estado. En mí no es esto extraño; pero me imagino que lo mismo sucede a los poetas de los antiguos tiempos y los poetas de hoy día. No es que desprecie yo la raza de los poetas; pero es una cosa sabida por todo el mundo, que la clase de imitadores imitará fácilmente y bien las cosas en que ha sido educada; mientras que respecto a las cosas extrañas al género de vida que ha observado, es difícil reproducirlas en las obras, y más difícil aún en los discursos. En cuanto a la raza de los sofistas, los tengo por gentes expertas en muchas clases de discursos y en otras cosas muy buenas; pero temo que, errantes como viven de ciudad en ciudad, sin domicilio fijo, no pueden dar su parecer sobre lo que los filósofos y los políticos deban hacer o decir en la guerra y en los combates, y en las relaciones que tienen con los demás hombres, ya en cuanto a la acción, ya en cuanto a la palabra. Resta la raza de los hombres de vuestra condición, que participan por su carácter y por su educación de los unos y de los otros.[6] ¿Hay en la culta Locres, en Italia,[7] un ciudadano que supere por la fortuna o el nacimiento a Timeo, que ha sido revestido con los más importantes cargos y las mayores dignidades de su patria, y que en mi opinión ha subido también a la cima de la filosofía? Con respecto a Critias, ¿quién de nosotros ignora que está familiarizado con todos los asuntos de estas conversaciones? En cuanto a Hermócrates, su carácter y su educación hacen que esté al alcance de todas estas cuestiones, y de ello tenemos numerosos testimonios. En esta persuasión accedí ayer con gusto a la súplica que me hicisteis de que hablara del Estado, convencido de que cada uno de vosotros podía, si quería, tomar parte en la discusión. Porque ahora que hemos puesto nuestra república en estado de hacer noblemente la guerra, sólo vosotros, entre todos los hombres de nuestro tiempo, podéis acabar de darle todo lo que la conviene. Ahora que he concluido mi tarea, a vosotros toca llevar a cabo la vuestra. Habéis convenido y concertado obsequiarme con un discurso en cambio del que yo os dirigí, y heme aquí pronto y completamente dispuesto a recibir lo que queráis ofrecerme.

HERMÓCRATES. —Sin duda, como ha dicho Timeo, mi querido Sócrates, nosotros no buscamos falsos pretextos, ni queremos más que hacer lo que tú exijas. Desde ayer al salir de aquí, aun antes de haber llegado a la casa de Critias, durante todo el camino, examinamos de nuevo esta cuestión. Critias nos refirió entonces una historia de los antiguos tiempos. Repítela, Critias, para que Sócrates vea si se refiere o no a nuestro asunto.

CRITIAS. —Lo haré, si Timeo, nuestro tercer compañero, opina lo mismo.

TIMEO. —Seguramente sí.

CRITIAS. —Escucha, Sócrates, una historia muy singular, pero completamente verdadera, que referia en otro tiempo el más sabio de los siete sabios, Solón. Era a la vez padre y amigo de mi bisabuelo Dropido,[8] como él mismo lo dice repetidas veces en sus versos.[9] Refirió a Critias, mi abuelo, y éste en su ancianidad nos lo repetía, que en otro tiempo habían tenido lugar en esta ciudad[10] grandes y admirables cosas, que babian caído en el olvido por el trascurso de los tiempos y las grandes destrucciones de los hombres, y que entre tales cosas había una más digna de consideración que todas las demás. Quizá recordándola, podremos justamente atestiguarte nuestro razonamiento; y celebrar en esta asamblea del pueblo,[11] de una manera conveniente a la diosa, como si la cantáramos un himno.

SÓCRATES. —Muy bien. Pero ¿qué suceso es este que Critias contaba, con referencia a Solón, no como una fábula, sino como un hecho de nuestra antigua historia?

CRITIAS. —Voy a referir esta historia, que no es nueva, y que oí a un hombre, que no era joven. Critias, según él mismo lo decía, tocaba entonces en los noventa años, cuando yo apenas contaba diez. Era el día Cureotis de las fiestas Apaturias.[12] En la fiesta tomamos parte los que éramos jóvenes, en la forma acostumbrada, y nuestros padres propusieron premios para los que sobresalieran entre nosotros en la declamación de versos. Se recitaron muchos poemas de varios poetas, y como entonces eran nuevas las poesías de Solón, muchos las cantaron. Alguno de nuestra tribu, fuera porque así lo creyese o porque quisiera complacer a Critias, dijo que Solón no sólo le parecía el más sabio de los hombres, sino también el más noble de los poetas. Elanciano Critias, me acuerdo bien, se entusiasmó al oír esto, y dijo complacido: «Aminandro, si Solón, en lugar de hacer versos por pasatiempo, se hubiera consagrado seriamente a la poesía como otros muchos; si hubiera llevado a cabo la obra que trajo de Egipto; si no hubiera tenido precisión de dedicarse a combatir las facciones y los males de toda clase, que encontró aquí a su vuelta; en mi opinión, ni Hesíodo, ni Homero, ni nadie le hubieran superado como poeta».

—¿Y qué obra era esa Critias? —preguntó Aminandro.

—Es la historia del hecho más grande y de más nombradla, que fue realizado por esta ciudad, y cuyo recuerdo, a causa del trascurso del tiempo y de la muerte de sus autores, no ha llegado hasta nosotros.

—Repítenos desde el principio —replicó el otro— lo que contaba Solón, qué tradición era esa, y quién se lo contó como una historia verdadera.

—Hay —dijo Critias— en Egipto, en el Delta, en cuyo extremo divide el Nilo sus aguas, un territorio llamado Saitico, distrito cuya principal ciudad es Sais, patria del rey Amasis,[13] Los habitantes honraban como fundadora de su ciudad a una divinidad, cuyo nombre egipcio es Neith, y el nombre griego, si se les ha de dar crédito, es Atena.[14] Aman mucho a los atenienses, y pretenden en cierto modo pertenecer a la misma nación. Solón decía que cuando llegó a aquel país, había sido acogido perfectamente; que había interrogado sobre las antigüedades a los sacerdotes más versados en esta ciencia; y que había visto, que ni él ni nadie, entre los griegos, sabía, por decirlo así, ni una sola palabra de estas cosas. Un dia, queriendo comprometer a los sacerdotes a que se explicaran sobre las antigüedades, Solón se propuso hablar de todo lo que nosotros conocemos como más antiguo, de Foroneo, llamado el primero,[15] de Niobe,[16] y después del diluvio,[17] de Deucalión y Pyrro, con todo lo que a esto se refiere; explicó la genealogía de todos los descendientes de aquellos, y ensayó, computándolos años, fijar la fecha de los sucesos. Pero uno de los sacerdotes más ancianos, exclamó:

—¡Solón! ¡Solón! ¡vosotros los griegos seréis siempre niños; en Grecia no hay ancianos!

—¿Qué quieres decir con eso? —replicó Solón

—Sois niños en cuanto al alma —respondió el sacerdote—, porque no poseéis tradiciones remotas ni conocimientos venerables por su antigüedad. He aquí la razón. Mil destrucciones de hombres han tenido lugar y de mil maneras, y se repetirán aún, las mayores por el fuego y el agua, y las menores mediante una infinidad de causas. Lo que se refiere entre vosotros, de que en otro tiempo Faetonte, hijo del Sol, habiendo uncido el carro de su padre y no pudiendo conservarle en la misma órbita, abrasó la tierra y pereció él mismo, herido del rayo, tiene todas las apariencias de una fábula; pero lo que es muy cierto e innegable, es que en el espacio que rodea la tierra y en el cielo se realizan grandes revoluciones, y que los objetos que cubren el globo a largos intervalos desaparecen en un vasto incendio. En tales circunstancias los que habitan las montañas, y en general los lugares elevados y áridos, sucumben más bien que los que habitan las orillas de los ríos y del mar. Con respecto a nosotros, el Nilo, nuestro constante salvador, nos salvó también de esta calamidad desbordándose. Cuando por otra parte, los dioses, purificando la tierra por medio de las aguas, la sumergen, los pastores en lo alto de las montañas y sus ganados de toda clase se ven libres de este azote; mientras que los habitantes de vuestras ciudades se ven arrastrados al mar por la corriente de los ríos. Pues bien, en nuestro país, ni entonces, ni en ninguna ocasión, las aguas se precipitan nunca desde las alturas a las campiñas; por el contrario, manan de las entrañas de la tierra. Por estos motivos, se dice, que entre nosotros es donde se han conservado las más antiguas tradiciones. La verdades que en todos los países, donde los hombres no tienen precisión de huir por un exceso de agua o por un calor extremado, subsisten siempre en más o en menos, pero siempre en gran número. Así es que, sea entre vosotros, sea aquí, sea en cualquiera otro país de nosotros conocido, no hay nada que sea bello, que sea grande, y que sea notable en cualquiera materia, que no haya sido consignado desde muy antiguo por escrito, y que no se haya conservado en nuestros templos. Pero entre vosotros y en los demás pueblos, apenas habéis adquirido el uso de las letras y de todas las cosas necesarias a los Estados, cuando terribles lluvias, a ciertos intervalos, caen sobre vosotros como un rayo, y sólo dejan sobrevivir hombres iliteratos y extraños a las musas; de manera que comenzáis de nuevo, y os hacéis niños sin saber nada de los sucesos de este país o del vuestro, que se refieran a los tiempos antiguos. Ciertamente esas genealogías, que acabas de exponer, Solón, se parecen mucho a cuentos de niños; porque además de que sólo hacéis mención de un solo diluvio, aunque fue precedido por otros muchos, ignoráis que la mejor y más perfecta raza de hombres ha existido en vuestro país, y que de un solo germen de esta raza que escapó a la destrucción, es a lo que debe vuestra ciudad su origen. Vosotros lo ignoráis, porque los que sobrevivieron, murieron durante muchas generaciones, sin dejar nada por escrito. En efecto, en otro tiempo, mi querido Solón, antes de esta gran destrucción mediante las aguas, esta misma ciudad de Atenas, que vemos hoy día, sobresalía en las cosas de la guerra, y superaba en todo por la sabiduría de sus leyes; y a ella se atribuyen las acciones más grandes, y las mejores instituciones de todos los pueblos de la tierra.

Solón, sorprendido y lleno de curiosidad al oír este discurso, decía que había suplicado a los sacerdotes que le expusieran en todo su desarrollo y con toda exactitud la historia de sus antepasados. A lo que el sacerdote respondió: «Con mucho gusto, Solón; lo haré, no sólo por respetos a ti y a tu patria, sino sobre todo, en consideración a la diosa, que ha protegido, instruido y engrandecido vuestra ciudad y la nuestra; la vuestra mil años antes, formándola de una semilla tomada de la tierra y de Vulcano, y la nuestra después; y nota que según nuestros libros sagrados, han pasado ocho mil años desde nuestra fundación. Voy a darte a conocer las instituciones que tenían tus conciudadanos de hace nueve mil años, y en cuanto a sus hechos, te referiré los más gloriosos. Con respecto a los detalles, otra vez, cuando tengamos más espacio, te lo contaré todo minuciosamente, teniendo a la vista los libros sagrados. Compara las leyes de la antigua Atenas con las nuestras, y hallarás que la mayor parte de ellas están hoy en vigor entre nosotros. Por lo pronto, la casta de los sacerdotes está separada de todas las demás; después sigue la de los artesanos, cada uno de los cuales ejerce su profesión sin confundirse con los demás; y a seguida la de los pastores, la de los cazadores y la de los labradores. La clase de guerreros, ya lo sabes, es también distinta de todas las demás clases; y la ley no permite que se consagren éstos a otros cuidados que a los de la guerra. Con respecto a las armas, nosotros hemos sido los primeros pueblos delAsia que hemos usado del broquel y de la lanza, habiendo aprendido su uso de la diosa, que desde un principio nos lo enseñó. En cuanto a la ciencia, ya ves el cuidado que a ella presta la ley desde su origen, elevándonos desde el estudio del orden del mundo hasta la adivinación y la medicina, que cuidan de la salud; caminando así de las ciencias divinas a las humanas, y poniéndonos en posesión de todos los conocimientos que se refieren a éstas. Tal es la constitución y tal el orden que la diosa había establecido desde un principio entre vosotros, después de haber escogido el país en que habéis nacido, sabiendo bien que la admirable temperatura de las estaciones produciría en él hombres excelentes para la sabiduría. Amiga de la guerra y de la ciencia, la diosa debía escoger, para fundar un Estado, el país más capaz de producir hombres que se parecieren a ella. Vosotros erais gobernados por estas leyes y por instituciones mejores aún; superabais al resto de los hombres en todo género de virtud, cual convenía a hijos y discípulos de los dioses.

»Entre la multitud de hazañas que honran a vuestra ciudad, que están consignadas en nuestros libros, y que admiramos nosotros, hay una más grande que todas las demás, y que revela una virtud extraordinaria. Nuestros libros refieren cómo Atenas destruyó un poderoso ejército, que, partiendo del Océano Atlántico, invadió insolentemente la Europa y elAsia. Entonces se podía atravesar este Océano. Había, en efecto, una isla, situada frente al estrecho, que en vuestra lengua llamáis las columnas de Hércules. Esta isla era más grande que la Libia y elAsia reunidas; los navegantes pasaban desde allí a las otras islas, y de estas al continente, que baña este mar, verdaderamente digno de este nombre. Porque lo que está más acá del estrecho de que hablamos, se pareced un puerto, cuya entrada es estrecha, mientras que lo demás es un verdadero mar, y la tierra que le rodea un verdadero continente. Ahora bien en esta isla Atlántida los reyes habían creado un grande y maravilloso poder, que dominaba en la isla entera, así como sobre otras muchas islas y hasta en muchas partes del continente. Además en nuestros países, más acá del estrecho, ellos eran dueños de la Libia hasta el Egipto, y en la Europa hasta la Tirrenia. Pues bien; este vasto poder, reuniendo todas sus fuerzas, intentó un día someter de un solo arranque nuestro país y el vuestro, y todos los pueblos situados de este lado del estrecho. En tal coyuntura, Solón, fue cuando vuestra ciudad hizo brillar, a la faz del mundo entero, su valor y su poder. Ella superaba a todos los pueblos vecinos en magnanimidad y en habilidad en las artes de la guerra; y primero a la cabeza de los griegos, y después sola por la defección de sus aliados, arrostró los mayores peligros, triunfó de los invasores, levantó trofeos, preservó de la esclavitud a los pueblos, que aún no estaban sometidos, y con respecto a los situados, como nosotros, más acá de las columnas de Hércules, a todos los devolvió su libertad. Pero en los tiempos, que siguieron a estos, grandes temblores de tierra dieron lugar a inundaciones; y en un solo día, en una sola fatal noche, la tierra se tragó a todos vuestros guerreros, la isla Atlántida desapareció entre las aguas, y por esta razón hoy no se puede aún recorrer ni explorar este mar, porque se opone a su navegación un insuperable obstáculo, una cantidad de fango, que la isla ha depositado en el momento de hundirse en el abismo».

He aquí, Sócrates, en pocas palabras, la historia del viejo Critias, que la había oído a Solón. Cuando hablabas ayer del Estado y de sus ciudadanos, me sorprendía al recordar lo que acabo de deciros, pensando en mi interior que por una rara casualidad, sin saberlo ni quererlo, estabas tú de acuerdo en la mayor parte de los puntos con las palabras de Solón; palabras de que no quise daros conocimiento en el acto, esperando a tomarme el tiempo necesario, para precisar bien mi recuerdo. Me pareció, pues, oportuno, repasarlas primero en mi memoria, para después referirlas. Por esta razón, acepté desde luego la tarea, que ayer me impusiste, persuadido de que lo esencial, en esta clase de conversaciones, es ofrecer a nuestros amigos un objeto conforme con sus deseos, y que éste, de que ahora se trata, debe por su naturaleza satisfacer vuestros planes. Así es que ayer, al salir de aquí, como ha dicho Hermócrates, yo les referí lo que en aquel acto me vino a la memoria; y después de haberme separado de ellos, reflexionando por la noche, he podido recordar todo lo demás. ¡Qué cierto es que tenemos la maravillosa facultad de acordarnos de lo que aprendimos siendo jóvenes! Lo que oí ayer, no estoy seguro en verdad de recordarlo por entero hoy; pero lo que aprendí hace muchos años, gran chasco llevaría si dejara de recordar la menor cosa; tenía entonces tanto placer, tanto gozo infantil, en oír esta historia al anciano; me instruía con tan decidida voluntad, y respondía con tanto gusto a mis preguntas, que ha quedado grabado en mi memoria con caracteres indelebles. Así que esta mañana ya se la he contado para tener con ellos un objeto de conversación. Ahora, y este es el punto a que quería venir a parar, estoy dispuesto, Sócrates, a exponer todo esto, no de una manera compendiosa, sino como yo mismo la oí, con todos sus detalles. Trasportaremos a la esfera de la realidad los ciudadanos, la ciudad misma, que nos has presentado ayer como una ficción; colocaremos tu ciudad en esta antigua ciudad ateniense, y declararemos que tus ciudadanos, tales como tú los has concebido, son verdaderamente nuestros antepasados, aquellos de que hablaba el sacerdote. Entre los unos y los otros habrá un acuerdo perfecto, y no nos separaremos de la verdad, diciendo que los ciudadanos de tu república son los atenienses de los antiguos tiempos. Haremos todos un esfuerzo y cuanto nos sea posible para llevar a cabo nuestra tarea. Ahora a ti toca, Sócrates, decidir, si el asunto es oportuno o si es preciso buscar otro.

SÓCRATES. —¿Cuál otro, mi querido Critias, podemos preferir, que corresponda mejor al sacrificio que en este día se ofrece a la diosa, sobre todo cuando no se trata de una leyenda sino de una historia verdadera? ¿Dónde y cómo encontrar un objeto mejor, si abandonamos éste? No hay medio. A vosotros corresponde tomar la palabra bajo tan favorables auspicios; y con respecto a mí, después de mi discurso de ayer, debo a mi vez descansar y prestaros toda mi atención.

CRITIAS. —Observa, Sócrates, de qué manera hemos ordenado el festín hospitalario, que debemos ofrecerte. Hemos decidido que Timeo, el más sabio entre nosotros en astronomía y el que más ha trabajado para conocer la naturaleza de las cosas, tome el primero la palabra, comenzando por la formación del universo, y concluyendo por la del hombre; y que yo, en seguida, recibiendo en cierta manera de sus manos los hombres creados por su palabra, y algunos de los tuyos superiormente instruidos por tus discursos, los haga comparecer delante de vosotros, como delante de jueces, conforme a las leyes y a las instituciones de Solón, a fin de que los declaréis ciudadanos de nuestra república, como si fueran atenienses de los antiguos tiempos, que han desaparecido, pero cuyo recuerdo ha quedado en los libros sagrados; y que en adelante figuren en nuestros discursos como conciudadanos, como verdaderos atenienses.

SÓCRATES. —Con usura, según veo, me vais a devolver el discurso, con que os obsequié ayer. A ti, Timeo, te corresponde tomar la palabra, después de haber invocado a los dioses como debe hacerse según costumbre.

TIMEO. —En efecto, Sócrates, todo hombre por escasos que sean sus conocimientos, en el acto de intentar una empresa pequeña o grande, implora el auxilio de los dioses. En cuanto a nosotros, que vamos a discurrir acerca del universo, de cuál es su origen o si no le tiene, si no queremos extraviarnos, debemos sentir la necesidad de implorar el auxilio de los dioses y de las diosas, y de suplicarles que nos inspiren palabras que satisfagan primero a ellos y después a nosotros. Lo que pido a los dioses respecto a ellos acabo de decirlo, y lo que pido respecto de nosotroses que permitan que vosotros me comprendáis fácilmente, y que yo os exponga con claridad mi pensamiento sobre el objeto que nos ocupa.

Si no me engaño, es preciso comenzar por distinguir dos cosas; lo que existe siempre sin haber nacido, y lo que nace siempre sin existir nunca. Lo primero es comprendido por el pensamiento acompañado del razonamiento,[18] porque subsiste lo mismo; lo segundo es conjeturado por la opinión[19] acompañada de la sensación irracional, porque nace y perece sin existir jamás verdaderamente. Todo lo que nace, proviene necesariamente de una causa, porque sin causa nada puede nacer. Cuando un obrero, con la vista fija en lo que no cambia, trabaja conforme a este modelo y se esfuerza en reproducir la idea y la virtud del mismo, hace necesariamente una obra bella; y por el contrario, si sólo se fija en aquello que pasa, y trabaja conforme a un modelo perecible, no hace nada que sea bello.

En cuanto al universo, que llamamos cielo o mundo o con cualquiera otro nombre, lo primero que debemos averiguar es aquello, por lo que, según hemos dicho, debe comenzarse en todos los casos, a saber: si ha existido siempre, no habiendo tenido principio; o si, habiendo tenido principio, no ha existido siempre. El mundo ha tenido principio. En efecto, el mundo es visible, tangible, corporal; todo lo que tiene estas cualidades es sensible: y todo lo que es sensible y está sometido a la opinión acompañada de la sensación, ya lo sabemos, nace y es engendrado. Además decimos que todo lo que nace procede de una causa necesariamente. ¿Cuál es en este caso el autor y el padre de este universo? Es difícil encontrarle; y, cuando se le ha encontrado, es imposible hacerle conocer a la multitud.

En segundo lugar, es preciso examinar conforme a qué modelo el arquitecto del universo lo ha construido; si ha sido según un modelo inmutable y siempre el mismo, o si ha sido según un modelo que ha comenzado a existir. Si el mundo es bello y si su autor es excelente, es claro que tuvo fijos sus ojos en el modelo eterno; si, por el contrario, no lo son, lo que no es permitido decir, entonces se ha servido de un modelo perecible. Pero es evidente que el imitado ha sido el modelo eterno. En efecto, el mundo es la más bella de todas las cosas creadas; su autor la mejor de las causas. El universo engendrado de esta manera ha sido formado según el modelo de la razón, de la sabiduría y de la esencia inmutable, de donde se desprende, como consecuencia necesaria, que el universo es una copia.

Importa extraordinariamente principiar en todas las cosas por el comienzo natural. Por esta razón debe distinguirse desde luego entre la copia y el modelo, teniendo en cuenta que las palabras tienen una especie de parentesco con las cosas que expresan. Los discursos, que se refieren a objetos estables, inmutables, inteligibles, deben ser ellos también estables, inquebrantables, invencibles, si puede ser, ante todos los esfuerzos de la refutación, y esto de una manera absoluta. En cuanto a los discursos que se refieren a lo que ha sido copiado de estos objetos, como no son más que una copia, basta que sean probables[20] mediante la analogía con el objeto. En efecto, lo que la existencia es a la generación, es la verdad a la creencia.[21] Por lo tanto, Sócrates, después de tantos como han hablado de los dioses y del origen de las cosas, si no puedo llegar a darte una explicación exacta de todo punto y exenta de toda contradicción, no lo extrañes; y antes bien, si adviertes que mi explicación no cede a ninguna otra en el terreno de la probabilidad, date con eso por satisfecho, y acuérdate de que yo, que hablo, y vosotros, que me juzgáis, todos somos hombres; y que en asuntos de esta naturaleza debemos aceptar una explicación probable, sin aspirar a profundizar más.

SÓCRATES. —Perfectamente, Timeo, es indispensable atenerse a lo que dices. Estamos encantados con el preludio; acaba ahora tu canto sin interrumpirlo.

TIMEO. —Veamos por qué causa o motivo el Ordenador de todo este universo le ha formado. Era bueno, y el que es bueno no puede experimentar ningún género de envidia.

Extraño a este sentimiento, quiso que todas las cosas, en cuanto fuese posible, fueran semejantes a él mismo. Cualquiera que, instruido por hombres sabios, admitiera que ésta es la principal razón de la formación del mundo, admitiría indudablemente la verdad.

Dios quería, pues, que todo fuese bueno y nada malo, en cuanto de él dependiese; y por esto, habiendo tomado todas las cosas visibles, que lejos de estar en reposo se agitaban en un movimiento sin regla ni medida, las hizo pasar del desorden al orden, estado que le pareció preferible. Un ser bueno no podía ni puede hacer nada que no sea excelente. A la luz de la razón encontró que de todas las cosas visibles no podía absolutamente sacar ninguna obra, que fuese más bella que un ser inteligente, y que en ningún ser podría encontrarse la inteligencia sin tener un alma. En consecuencia puso la inteligencia en el alma, el alma en el cuerpo; y ordenó el universo de manera que resultara una obra de naturaleza excelente y perfectamente bella. De suerte que la probabilidad nos obliga a decir que este mundo es verdaderamente un ser animado e inteligente, producido por la providencia divina.

Sentado esto, el orden de las ideas nos conduce a la averiguación de cual es el ser, a cuya semejanza Dios ha formado el mundo. No creeremos que haya sido a semejanza de ninguna de las especies particulares que existen. Nada de lo que se parece a lo imperfecto, puede ser bello. El ser que comprende como partes todos los animales tomados individualmente o por géneros; he aquí, diremos, el modelo del universo. Este modelo, en efecto, encierra en sí todos los animales inteligibles, como el mundo abraza a nosotros mismos y a todos los seres visibles. Porque Dios, queriendo hacerle lo más semejante posible a lo más bello y a lo más perfecto entre las cosas inteligibles, ha hecho un solo animal visible, el cual envuelve a la vez todos los animales particulares, unidos por lazos de parentesco.

¿Hemos tenido razón al no hablar sino de un solo cielo, o acaso sería más razonable, que contáramos muchos y, si se quiere, hasta un número infinito? Si está formado según al modelo, no hay más cielo que uno. Lo que contiene en sí todos los animales inteligibles, no consiente un segundo ser semejante; porque en tal caso sería preciso admitir un tercer animal, que encerrase los otros dos como partes, y entonces el mundo sería la copia, no de estos dos, sino de estaque los comprende. Por lo tanto, para que este mundo fuese semejante por su unidad al anima perfecto, el autor de Jos mundos no ha formado dos ni un número infinito de ellos; y así no hay más que un solo cielo creado, y no habrá nunca otro.

Lo que ha comenzado a ser es necesariamente corporal, visible y tangible. Pero nada puede ser visible sin fuego, ni tangible sin solidez, ni sólido sin tierra. Dios, al comenzar a formar el cuerpo del universo, le hizo primero de fuego y tierra. Pero es imposible combinar bien dos cosas sin una tercera, porque es preciso que entre ellas haya un lazo que las una. No hay mejor lazo que aquel que forma de él mismo y de las cosas que une un solo y mismo todo. Ahora bien; tal es la naturaleza de la proporción que ella realiza perfectamente esto. Porque cuando de tres números, de tres masas o de tres fuerzas cualesquiera, el medio es al último lo que el primero es al medio, y al primero lo que el último es al medio; y si el medio se hace el primero y el último, y el primero y el último se hacen medios, todo subsiste necesariamente tal como estaba, y como las partes están entre sí en relaciones semejantes, no forman más que uno como antes. Por consiguiente, si el cuerpo del universo hubiera debido ser una simple superficie, y no tener profundidad, un solo medio término hubiera bastado para unir sus dos extremidades, uniéndose a ellas él mismo. Pero en el actual estado de las cosas, como convenía que el cuerpo del mundo fuese un sólido, y para unir los sólidos, es preciso, no uno, sino dos medios términos,[22] Dios puso el agua y el aire entre el fuego y la tierra; y habiendo establecido, en cuanto era posible, entre estas cosas una exacta proporción, de tal manera que él aire fuese al agua lo que el fuego es al aire, y el agua a la tierra lo que el aire es al agua, construyó y encadenó, por medio de estas relaciones, el cielo visible y tangible.

He aquí como de estos cuatro elementos ha sido formado el cuerpo del mundo. Lleno de armonía y de proporción, sostiene por naturaleza esta amistad, mediante la cual está tan íntimamente unido consigo mismo, que ningún poder le puede disolver, como no sea aquel que ha encadenado sus partes.

Para componer el mundo ha sido precisa la totalidad de cada uno de los cuatro elementos. Porque con todo el fuego, con toda el agua, con todo el aire, con toda la tierra, le ha formado el Supremo Ordenador; no ha dejado, fuera del universo, ninguna parte, ningún poder, para que el animal entero fuese lo más perfecto posible, como compuesto de partes perfectas; y también para que fuese único, no quedando nada de donde pudiese nacer algún otro ser semejante; y por último, para que no estuviese sometido a la vejez y a las enfermedades. Dios sabe, en efecto, que los principios que unen los cuerpos, lo caliente y lo frío y todos los agentes de gran energía, si llegan a rodearles exteriormente y a unirse a ellos fuera de tiempo, ocasionan inmediatamente las enfermedades y la decrepitud, y los hacen perecer.

He aquí el porqué y por qué razones Dios formó con muchos todos un todo único perfecto, no sujeto a la vejez ni a las enfermedades.

En cuanto a la forma, le dio la más conveniente y apropiada a su naturaleza; porque la forma más conveniente a un animal, que debía encerrar en sí todos los animales, sólo podía ser la que abrazase todas las formas. Así, pues, dio al mundo la forma de esfera, y puso por todas partes los extremos a igual distancia del centro, prefiriendo así la más perfecta de las figuras y la más semejante a ella misma; porque pensaba que lo semejante es infinitamente más bello que lo desemejante. Y alisó con cuidado la superficie de este globo por varios motivos. El mundo no tenía, en efecto, necesidad de ojos, puesto que nada queda que ver en el exterior; ni de oídos, porque nada queda fuera que escuchar. Sin aire exterior, ¿qué necesidad tenía de respirar? Tampoco tenía necesidad de ningún órgano, ni para recibir los alimentos, ni para arrojar el residuo de la digestión, porque ¿cómo podía entrar ni salir en él cosa alguna, cuando nada tiene que admitir ni desechar? El mundo encuentra su nutrimento en sí mismo, en sus propias pérdidas, y todas sus maneras de ser, activas y pasivas, nacen de él y en él. El autor de las cosas ha creído, que el mundo sería más perfecto, bastándose a sí mismo, que no necesitando el auxilio de otro. ¿Para qué dar manos a quien nada tiene que coger ni desechar? Dios no se las dio, como no le dio pies, ni nada de lo necesario para andar. Le aplicó un movimiento apropiado a la forma de su cuerpo, aquel de los siete que más relación tiene con la inteligencia y el pensamiento. Quiso, por consiguiente, que el mundo girase sobre sí mismo en torno de un mismo punto, y con un movimiento uniforme y circular. Le negó los demás movimientos, privándole así de medios para andar errante de un punto para otro.[23] Y como para realizar esta especie de evolución no hacen falta pies, le creó sin pies y sin piernas. Fundado en estas razones el dios, que existe eternamente, meditando en el dios que existiría un día, le dio un cuerpo liso, uniforme, con extremos igualmente distantes del centro, completo, perfecto y compuesto de cuerpos perfectos. Ahora bien; en medio de este cuerpo universal puso un alma, la extendió por todas las partes de aquel, y hasta le envolvió con ella exteriormente. De este modo formó un cielo esférico que se mueve circularmente, único y solitario, que tiene la virtud de unirse consigo mismo y de bastarse a sí propio, sin tener necesidad de nada que le sea extraño; y que se conoce y se ama en la medida conveniente. De este modo produjo un dios completamente dichoso.

Pero esta alma, de que acabamos de hablar, no fue la última que Dios formó. No hubiera permitido, al unir el alma al cuerpo, que el más viejo recibiese la ley del más joven. No es extraño que nosotros, que tanto dependemos del azar, hablemos en ocasiones a la aventura; pero Dios hizo el alma anterior y superior al cuerpo en edad y en virtud, porque debía mandar como jefe y el cuerpo obedecer como esclavo; y he aquí cómo y de qué principios la compuso.

De la esencia indivisible y siempre la misma[24] y de la esencia divisible y corporal[25] Dios formó, combinándolas, una tercera especie de esencia intermedia,[26] la cual participa a la vez de la naturaleza de lo mismo[27] y de la de lo otro,[28] y se encuentra así colocada a igual distancia de la esencia indivisible y de la esencia corporal y divisible. Tomando en seguida estos tres principios, formó una sola especie, uniendo a viva fuerza la naturaleza rebelde de lo otro con la de lo mismo. Después de lo cual y de haber mezclado lo indivisible y lo divisible con la esencia,[29] y compuesto con estas tres cosas un solo todo, dividió por último este todo en tantas partes como convenía, cada una de las cuales contenía a la vez de lo mismo, de lo otro y de la esencia.[30] Ahora ved cómo hizo esta división. Del todo separó primero una parte; después una segunda parte, doble de la primera; una tercera, equivalente a vez y media la segunda y tres veces la primera; una cuarta, doble de la segunda; una quinta, triple de la tercera; una sexta, óctuplo de la primera; una séptima, equivalente veintisiete veces la primera. Después de esto llenó los intervalos dobles y triples, quitando del mismo todo partes nuevas y colocándolas en estos intervalos, de manera que hubiese en cada uno dos términos medios, el primero de los cuales es superior a uno de sus extremos e inferior al otro en una misma parte de cada uno de ellos, y el segundo excede a uno de sus extremos y es inferior al otro en un número igual. Pero como de la interposición de estos términos medios en los precedentes intervalos, resultaron intervalos nuevos, de tal modo que cada número valió el precedente multiplicado por uno más una mitad, o por uno más un tercio, o por uno más un octavo; llenó me tas dos esencias incorporales, con que Dios ha formado el alma del mundo, la una, la esencia individual, imagen sobre todo de la forma de las ideas y en la cual domina la identidad, no es otra cosa que el intelecto eterno e inmutable que existe en Dios mismo; la otra, esencia divisible, imagen de la materia de las ideas más que de su forma y en la que el principio de diversidad tiene más parte, no es otra cosa que el poder sensitivo y motriz derramado en la materia segunda de los cuerpos; es un alma móvil y mudable, que nace siempre y no es o existe nunca, y que Dios ha sometido al orden forzándola a unirse con el intelecto. Pero como esta unión era difícil de hacer, Dios al pronto sólo obró sobre una parte de esta esencia desordenada, y uniéndola a la esencia indivisible más estrechamente que hubiera podido hacerlo con la totalidad, formó de este modo una esencia intermedia. En fin, la esencia del alma del mundo, tal como Dios la ha compuesto, es a la vez una y triple, y resulta de la asociación de la esencia divisible, de la esencia intermedia y de la esencia indivisible; y cada una de estas tres esencias explica la existencia de las tres facultades intelectuales que Platón distingue en las almas inmortales, a saber: la opinión, la ciencia, y el intelecto.

Mediante intervalos de uno más un octavo los intervalos de uno más un tercio, dejando de cada uno de estos una parte tal que el último inserto estuviese con el número siguiente en la relación de doscientos cincuenta y seis a doscientos cuarenta y tres. Y de esta manera la mezcla primitiva, sucesivamente dividida en estas diversas partes, resultó empleada por entero.[31] Dios cortó esta composición nueva en dos en el sentido de su longitud; cruzó estas dos partes, aplicando una banda sobre el medio de la otra, formando una X:[32] las arqueó, haciendo dos círculos; unió las dos extremidades de cada una entre sí y con las de la otra en el punto opuesto a su intersección, y las imprimió un movimiento de rotación uniforme y siempre sobre el mismo punto. Hizo de manera que uno de estos círculos fuese exterior y el otro interior;[33] y llamó al movimiento del círculo exterior movimiento de la naturaleza de lo mismo; y al del círculo interior movimiento de la naturaleza de lo otro.[34] Dirigió el movimiento de la naturaleza de lo mismo siguiendo el lado de un paralelogramo, hacia la derecha; y el movimiento de la naturaleza de lo otro, siguiendo la diagonal, hacia la izquierda.[35] Dio la supremacía al movimiento de lo mismo y de lo semejante, no dividiéndolo; por el contrario, dividió en seis partes el movimiento interior; y de esta manera formó siete círculos desiguales, de los cuales unos siguen la progresión de los dobles, otros la de los triples, de manera que cada progresión tenga tres, intervalos.[36] Dio a estos círculos movimientos contrarios, y quiso que tres de ellos marchasen con una misma velocidad, y los otros cuatro con velocidades que fueran diferentes entre sí y diferentes de las de los otros tres, pero todos con medida y armonía.[37]

Cuando el autor de las cosas hubo formado el alma del mundo a su gusto, arregló dentro de ella el cuerpo del universo, y los unió ligando el centro del uno con el del otro. El alma derramada así por todas las partes, desde el centro a las extremidades del cielo, hasta excederle y envolverle en todas direcciones, estableció, al girar sobre sí misma, el principio divino de una vida perpetua y sabia por todo el curso de los tiempos. Así nacieron el cuerpo visible del cielo y el alma invisible, la cual participa de la razón y de la armonía de los seres inteligibles y eternos, y es la más perfecta de las cosas que el Ser perfecto ha formado: Compuesta de la combinación de los tres principios, la naturaleza de lo mismo, de la de lo otro y de la esencia (intermedia); dividida y unida en sus partes con proporción; girando siempre sobre sí misma, sea que el alma encuentre algún objeto, cuya esencia es divisible, o cualquiera otro, cuya esencia es indivisible, ella declara por el movimiento de todo su ser a que se parece cada cosa y en que se diferencia, por qué, dónde, cuándo y de qué manera sucede que esta cosa existe o sostiene algunas relaciones con las cosas particulares sujetas a la generación y con las que son siempre las mismas. La razón, que no es capaz de conocer la verdad sino por su relación con lo que es lo mismo, puede tener por objeto lo mismo y lo otro; y cuando en los movimientos a que se entrega sin voz y sin eco, entra en relación con lo que es sensible, y el círculo de lo otro, en su marcha regular, lleva al alma entera nuevas de su mundo, entonces se producen opiniones y creencias sólidas y verdaderas. Y cuando se liga a lo que es racional y el círculo de lo mismo, girando oportunamente, lo descubre al alma, hay necesariamente conocimiento y ciencia perfectos. ¿Dónde se produce este doble conocimiento? Si alguno pretende que es en otra parte que en el alma, no puede estar más distante de la verdad.

Cuando el padre y autor del mundo vio moverse y animarse esta imagen de los dioses eternos,[38] que él había producido, se gozó en su obra, y lleno de satisfacción, quiso hacerla más semejante aún a su modelo. Y como este modelo era un animal eterno, se esforzó para dar al universo, en cuanto fuera posible, el mismo género de perfección. Pero esta naturaleza eterna del animal inteligible no había medio de adaptarla a lo que es engendrado. Así es que Dios resolvió crear una imagen móvil de la eternidad, y por la disposición que puso en todas las partes del universo, hizo a semejanza de la eternidad, que descansa en la unidad, esta imagen eterna, pero divisible, que llamamos el tiempo. Los días y las noches, los meses y los años no existían antes, y Dios los hizo aparecer, introduciendo el orden en el cielo. Éstas son partes del tiempo, y como el tiempo huye el futuro y el pasado son formas que en nuestra ignorancia aplicamos muy indebidamente al Ser eterno. Nosotros decimos de él: ha sido, es y será; cuando sólo puede decirse en verdad: él es. Las expresiones «ha sido, será», sólo convienen a la generación, que pasa y se sucede en el tiempo. Tales expresiones representan movimientos, y el Ser eterno inmutable, inmóvil, no puede ser más viejo ni más joven; no existe, ni ha existido, ni existirá en el tiempo; en una palabra, no está sujeto a ninguno de los accidentes que la generación pone en las cosas que se mueven y están sometidas a los sentidos; éstas son formas del tiempo que imita la eternidad, realizando sus revoluciones medidas por el número. Las demás locuciones: lo pasado es lo pasado, lo presente es lo presente, lo futuro es lo futuro, el no-ser es el no-ser, no tienen tampoco exactitud alguna.[39] Pero no son ni este lugar ni este momento oportunos para entrar en más detalles sobre este punto.

El tiempo fue, pues, producido con el cielo, a fin de que, nacidos juntos, perezcan juntos, si es que deben algún día perecer; y fue hecho según el modelo de la naturaleza eterna, para que se pareciese a ésta todo lo posible. Porque el modelo está siendo de toda eternidad, y el tiempo es desde el principio hasta el fin, habiendo sido, siendo y debiendo ser. Con este designio y con este pensamiento, Dios, para producir el tiempo, hizo nacer el Sol, la Luna y los otros cinco astros, que llamamos planetas, y que están destinados a marcar y mantener la medida del tiempo. Después de haber formado sus cuerpos, colocó hasta el número de siete en las siete órbitas que describe el círculo de la naturaleza de lo otro: la Luna en la órbita más cerca a la tierra, el Sol en la segunda, y en seguida Venus y el astro consagrado a Mercurio, que recorren sus órbitas con tanta rapidez como el Sol, pero en sentido contrario. De donde resulta, que el Sol, Mercurio y Venus se alcanzan, y son alternativamente alcanzados los unos por los otros en sus evoluciones. Con respecto a los otros astros, si quisiéramos exponer dónde y por qué los ha colocado Dios, sería una digresión, que nos ocuparía más que el punto principal; volveremos en otra ocasión, cuando haya espacio, a hablar de este punto, y lo trataremos entonces con la extensión que merece.

Luego que estos astros, necesarios todos para la existencia del tiempo, emprendieron cada uno el curso conveniente; cuando estos cuerpos, unidos por los lazos del alma, se hicieron animales, y aprendieron la tarea que les fue impuesta, recorrieron, siguiendo el movimiento de lo otro, oblicuo con relación al movimiento de lo mismo y dominado por él, los unos órbitas más grandes, los otros órbitas más pequeñas; y el movimiento de aquellos, cuya órbita era más pequeña, fue más rápido; y menos rápido, el de los de órbita más grande. Y en el movimiento de lo mismo pareció que los astros más rápidos eran alcanzados por los más lentos. En efecto, como este movimiento hace girar todos los círculos en espiral, y como estos círculos se mueven al mismo tiempo en dos direcciones contrarias, resulta, que los que se alejan más lentamente de este movimiento, el más rápido de todos, parece que le siguen de más cerca. Ahora bien, para que hubiese una medida evidente de la lentitud y de la velocidad relativas de los astros, y para que sus ocho revoluciones pudiesen realizarse regularmente, Dios encendió en el segundo círculo, por encima de la tierra, esa luz que llamamos Sol; iluminó de esta manera con un vivo resplandor toda la extensión del cielo, e hizo participar de la ciencia del número a todos los seres vivos, a quienes convenía, los cuales la aprendieron por el estudio de lo mismo y de lo semejante; así nacieron el día y la noche, la revolución uniforme y regular del movimiento circular;[40] el mes, cuando la Luna después de haber recorrido su órbita, se encuentra con el Sol; y el año, cuando el Sol mismo ha recorrido el círculo en que se mueve. Respecto a los demás planetas, como los hombres no han procurado estudiar sus revoluciones, excepto las de un pequeño número, no les han dado nombres, ni saben determinar sus relaciones por números; si bien, a decir verdad, no saben que el tiempo es medido también por estos movimientos infinitos en número y de una admirable variedad. También es posible concebir que la unidad perfecta del tiempo, el año perfecto,[41] se realiza, cuando las ocho revoluciones de velocidades diferentes han vuelto a su punto de partida, después de una duración, medida por el círculo de lo mismo y de lo semejante. Ved cómo y por qué han sido producidos aquellos astros que, en su marcha al través del cielo, debieron volver periódicamente sobre sí mismos,[42] a fin de que el universo se pareciese todo lo más posible al animal perfecto e inteligible, mediante esta imitación de su naturaleza eterna.

El mundo entero, antes de la generación dél tiempo, fue copiado exactamente del modelo de que debía ser fiel imagen; pero como no abrazaba todos los animales, pues que aún no habían nacido, le faltaba este último rasgo de semejanza. Dios reparó este defecto, y acabó su obra conforme al ejemplar que tenía a la vista. Creyó que todas las especies, que el espíritu concibe en el animal realmente existente, debían existir en el mismo número y las mismas en el universo. Y bien, estas son cuatro; primero, la raza celeste de los dioses; en seguida, la raza alada, que vive en los aires; en tercer lugar, la que vive en las aguas; y en fin, la que marcha en la tierra en que habita.

La especie divina la compuso Dios casi enteramente de fuego, para que apareciese muy brillante y muy bella; la hizo perfectamente redonda, para que remedase al universo; le dio el conocimiento del bien, para que marchase de acuerdo con el mundo; y la distribuyó por toda la extensión del cielo, para derramar por todas partes la variedad y la hermosura. Cada uno de estos dioses recibió dos movimientos; en virtud del uno, se mueven sobre sí mismos con uniformidad y sin mudar de lugar,[43] porque perseveran en la contemplación de lo que no pasa; en virtud del otro, marchan hacia adelante,[44] porque son dominados por la revolución de lo mismo y de lo semejante. Pero les quitó los otros cinco movimientos,[45] a fin de que cada uno de ellos tuviese toda la perfección posible. Por este motivo formó Dios los astros, que no son errantes,[46] animales divinos, eternos, y que, situados siempre en el mismo punto, giran sin cesar sobre sí mismos. Respecto de los otros, que son errantes y que van y vuelven de aquí para allá, ya hemos explicado su origen. En cuanto a la Tierra, nuestra nodriza, que gira alrededor del eje que atraviesa todo el universo, Dios la hizo la productora y la guardiana del día y de la noche, así como también la primera y la más antigua de las divinidades nacidas en el interior del cielo.[47] Pero los coros de danzas formados por estos dioses, los círculos que describen, cómo retroceden o avanzan, se aproximan o se alejan los unos de los otros; en qué épocas estos se ocultan detrás de aquellos para reaparecer en seguida; las alarmas y los presagios que inspira este espectáculo a los que están versados en estos cálculos: todo esto sería una empresa vana, si se quisiera explicar sin tener a la vista una imagen.[48] Lo que precede debe bastar, y no entraremos en más detalles sobre los dioses visibles y engendrados.

En cuanto a las otras divinidades, no nos creemos capaces de explicar su origen. Lo mejor es referirse a los que en otro tiempo han hablado de ellos, y que, nacidos de estos dioses, según ellos mismos dicen, deben conocer a sus antepasados. ¿Y qué medio hay para no creer a los hijos de los dioses, aun cuando sus razones no sean probables ni sólidas? Lo que refieren es la historia de sus familias, y es preciso aceptarlo con confianza según es costumbre.[49] He aquí, según dicen, y no debemos ponerlo en duda, la genealogía de estos dioses. De la Tierra y del Cielo nacieron el Océano y Tetis; de estos, Forcis, Saturno, Rea y otros muchos; de Saturno y Rea, Júpiter y Juno, y todos los hermanos que se les atribuye, lo mismo que toda su posteridad.

Cuando todos estos dioses vinieron a la vida, lo mismo los que realizan manifiestamente sus evoluciones, que los que sólo hacen su aparición cuando quieren, el Autor del universo les habló de esta manera:

«Dioses, hijos de los dioses,[50] vosotros, de quienes soy yo autor y padre, vosotros sois indisolubles, porque yo lo quiero. Todo lo que es compuesto puede ser disuelto; pero sólo un mal intencionado puede querer disolver lo que es bello y bien proporcionado. Vosotros, por lo mismo que habéis nacido, no sois inmortales, ni naturalmente indisolubles, y sin embargo no seréis disueltos, ni sufriréis la muerte, porque mi voluntad es para vosotros un lazo más poderoso y más fuerte, que el que os encadenó en el instante de vuestro nacimiento. Ahora escuchadme y sabed lo que espero de vosotros. Tres razas mortales quedan aún por nacer. Si no existiesen, el mundo sería imperfecto, porque no encerraría todas las especies de animales, y sin esto no puede darse la perfección. Ahora bien, si recibiesen de mí la existencia y la vida, serían semejantes a los dioses. Para que sean inmortales, y que este universo sea naturalmente el universo, aplicaos, según vuestra naturaleza, a formar estos animales, imitando el poder a que debéis vosotros la existencia. Con respecto a los animales, que habrán de alcanzar el nombre de inmortales, poseer una parte divina y servir de guías a los demás animales que quieran ser justos, siguiendo vuestros pasos, yo os daré la semilla y el principio para su formación. Después vosotros ligareis una parte mortal a la inmortal, formareis de esto los animales, los liareis crecer, suministrándoles alimentos; y cuando mueran, los recibiréis en vuestro seno».

Así dijo; y en la misma copa, donde había compuesto el alma del mundo con la primera mezcla, puso lo que quedaba de los mismos elementos y los mezcló de una manera análoga. Sólo que, lejos de ser tan puros como antes, lo eran dos y tres veces menos. Después de haberlos fundido en un todo, dividió éste en tantas almas, como astros hay; dio una a cada uno de ellos, y haciendo que estas almas ascendieran como si fueran en un carro, les mostró la naturaleza del universo, y les reveló sus eternos decretos, que son los siguientes. El primer nacimiento sería el mismo primitivamente para todos a fin de que ninguno pudiese quejarse de Dios. Las almas, colocadas en aquel órgano del tiempo que más conviene a su naturaleza,[51] producirían necesariamente el más religioso de los seres animados; y siendo la naturaleza humana doble, el sexo, que más tarde se llamará viril, sera la parte más noble de aquella. Cuando por una ley fatal las almas estén unidas a cuerpos, y que estos cuerpos reciban y pierdan sin cesar nuevas partes, estas impresiones violentas producirán, en primer lugar, la sensación común a todos; en segundo lugar, el amor mezclado con placer y con pena; y después, el temor, la cólera, y todas las pasiones que nacen de éstas o son sus contrarias; que los que lleguen a dominarlas, vivirán en la justicia, así como en la injusticia los que se dejen dominar por ellas; que el que haga buen uso del tiempo, que se le haya concedido para vivir, volverá al astro que le sea propio, permanecerá allí y pasará una vida feliz; que el que delinquiese, será transformado en mujer en un segundo nacimiento, y si aun así no cesa de ser malo, será convertido en un nuevo nacimiento y según la naturaleza de sus vicios, en el animal, a cuyas costumbres se haya asemejado más; y en fin, que ni sus metamorfosis ni sus tormentos concluirán en tanto que, dejándose gobernar por la revolución de lo mismo y de lo semejante y domando mediante la razón esta masa irracional, esta oleada tumultuosa de las partes del fuego, agua, aire y tierra, añadidas más tarde a su naturaleza, no se haga digno de recobrar su primera y excelente condición.

Promulgadas estas leyes, y con el objeto de no responder, para lo sucesivo, de la maldad de estas almas, Dios las sembró, estas en la Tierra, aquellas en la Luna, y otras en los demás órganos del tiempo. Hecha esta distribución, Dios dejó a los dioses jóvenes el cuidado de formar cuerpos mortales, añadir al alma humana lo que aún le faltaba, proveer a todas sus necesidades y, en fin, guiar y conducir este animal mortal lo mejor y lo más sabiamente posible, a menos que no se haga él mismo causa de sus propias desgracias.

Establecido este orden, el Autor de las cosas entró de nuevo en su reposo acostumbrado. Mientras descansaba, sus hijos, conformándose con el plan de su padre, tomaron el principio inmortal del animal mortal; y a imitación del artífice de su ser, tomando del mundo partes de fuego, tierra, agua y aire, que en su día habrían de volver a él, las pusieron juntas, uniéndolas, no por lazos indisolubles como los que ligaban a ellos, sino mediante mil clavijas invisibles a causa de su pequeñez. Habiendo compuesto así con estos diversos elementos cuerpos particulares, colocaron los círculos del alma inmortal en estos cuerpos, que sin cesar pierden partes y sin cesar las renuevan. Estos círculos, sumidos como en un río, sin ser vencedores ni vencidos, tan pronto arrastraban como se veían arrastrados por la corriente, de suerte que todo el animal se veia agitado sin orden, sin objeto, sin razón, llevado por los seis movimientos. Hecho presa de las aguas en todos rumbos, caminaba adelante, atrás, a la derecha a la izquierda, a lo alto, a lo bajo. La ola, que avanzando y retirándose, daba al cuerpo su nutrimento, estaba ya bastante agitada; ¡pero cuánto mayor fue la agitación producida por el impulso que recibió de fuera, cuando el cuerpo se vio afectado por un fuego exterior, por la dureza de la tierra, por las exhalaciones húmedas del agua, o por la violencia de los vientos llevados por el aire, movimientos que pasan todos del cuerpo al alma, y que han sido y son hoy todavía llamados en general sensaciones![52] Estas sensaciones excitaron entonces grandes y numerosas emociones, y viniendo a encontrarse con la corriente interior, agitaron con violencia los círculos del alma; detuvieron enteramente por su tendencia contraria el movimiento de lo mismo; le impidieron proseguir y terminar su carrera, e introdujeron el desorden en el movimiento de lo otro; de suerte, que los tres intervalos dobles y los tres intervalos triples, con los intervalos de uno más un medio, de uno más un tercero, y de uno más un octavo, que les sirven de lazos y de términos medios, no pudiendo ser completamente destruidos sin la intervención del que los ha formado, fueron por lo menos separados de su curso circular y extraviados en todos sentidos y siguiendo movimientos desordenados, en cuanto era posible. Permaneciendo aún un tanto unidas entre sí estas partes del alma, se movían bien, pero se movían sin razón; tan pronto opuestas, tan pronto oblicuas, tan pronto trastornadas, a la manera de un hombre, que puesta su cabeza en el suelo y los pies para arriba, mira a otro: en esta situación recíproca del paciente y del espectador, cada cual se figura que la derecha del otro es la izquierda, y la izquierda la derecha. En medio de estos desordenes y otros semejantes, cuando los círculos llegan a encontrar de la parte de fuera algún objeto de la especie de lo otro, dan a estos objetos los nombres de lo mismo y de lo otro en oposición con la verdad; se hacen mentirosos y extravagantes, y no hay entre ellos ningún círculo que dirija y conduzca a los demás. Sucede a veces, que sensaciones, venidas de fuera, conmueven el alma y la invaden en toda su extensión; y entonces, destinadas como están a obedecer, quieren al parecer mandar.[53]

A causa de todas estas diversas impresiones, parece el alma, hoy como en los primeros tiempos, privada de inteligencia en el acto de ser encadenada a un cuerpo mortal. Pero cuando la corriente de alimento y de crecimiento disminuye, y los círculos del alma, entrando en reposo, siguen su via propia y se moderan con el tiempo, entonces arreglando sus movimientos a imitación del de los círculos, que abraza toda la naturaleza, no se engañan ya sobre lo mismo y sobre lo otro, y hacen sabio al hombre, en quien se encuentran. Y si a esto se agrega una buena educación, el hombre completo y perfectamente sano nada tiene que temer de la más grande de las enfermedades. El que, por el contrario, ha despreciado el cuidado de su alma y recorrido con paso vacilante el camino de la vida, vuelve a la estancia de Plutón, sin haberse perfeccionado y sin haber alcanzado ninguna ventaja sobre la tierra. He aquí lo que ocurre en la sucesión de los tiempos. Pero es preciso volver a nuestro objeto y tratarlo con más precisión. Remontándonos más, tratemos de describir, en cuanto al cuerpo, las partes de que se forma, y en cuanto al alma, las miras y los designios de la Providencia divina, sin separarnos jamás, ni de lo que ofrezca mayor probabilidad, ni del plan que nos hemos trazado.

Los dioses encerraron los dos círculos divinos del alma en un cuerpo esférico, que construyeron a imagen de la forma redonda del universo, que es a lo que nosotros llamamos cabeza, la parte más divina de nuestro cuerpo y la que manda a todas las demás. Así es que los dioses sometieron a ella el cuerpo entero, haciéndole su servidor, en concepto de que participaría ella de todos sus movimientos en diversos sentidos. Temiendo que si la cabeza rodaba sobre la tierra, que está erizada de eminencias y cortada en cavidades, le sería difícil salvar las unas y salir de las otras, le dieron el cuerpo para que la condujera como en un carro. Ésta es la razón porque el cuerpo tiene longitud y está provisto de cuatro miembros extensos y flexibles, que los dioses fabricaron, a fin de que pudiese atraer y rechazar los objetos, marchar en todas direcciones, llevando en lo alto la estancia donde mora lo más divino y más sagrado que hay en nosotros. He aquí por qué tenemos pies y manos. Persuadidos de que las partes anteriores del cuerpo son más nobles que las posteriores y más dignas del mando, los dioses han establecido que ordinariamente marchemos hacia adelante. Era preciso, por lo tanto, que la parte anterior del cuerpo humano se distinguiese y se diferenciase de la otra. Por esta causa colocaron desde luego el semblante sobre esta parte del globo de la cabeza, y distribuyeron en seguida por el semblante los órganos de todas las facultades del alma; después de lo cual, decidieron que esta sección, naturalmente anterior, tendría una parte en la dirección del individuo.

Antes que ningún otro órgano, los dioses fabricaron y colocaron los ojos, que nos procuran la luz.[54] Ved cómo. De la parte de fuego, que no tiene la propiedad de quemar sino tan sólo la de producir esta luz dulce, de que se forma el dia, compusieron un cuerpo particular. Los dioses hicieron que el fuego puro, igual en naturaleza al precedente, que está dentro de nosotros, corriera al través de los ojos en partes muy finas y delicadas; pero para conseguir esto, tuvieron cuidado de estrechar el centro del ojo, de manera que retuviese toda la parte grosera de este fuego, y sólo dejase pasar la parte más sutil. Cuando la luz del día encuentra la corriente del fuego visual,[55] uniéndose íntimamente lo semejante a su semejante,[56] se forma en la dirección de los ojos un cuerpo único, donde se confunden la luz, que sale de dentro, y la que viene de fuera. Este cuerpo luminoso, sujeto a las mismas afecciones en toda su extensión, a causa de la semejanza de sus partes, ya toque a cualquier objeto, o sea tocado, trasmite los movimientos, que recibe al través de todo nuestro cuerpo, hasta el alma, y nos hace experimentar la sensación que llamamos vista.[57] Cuando sobreviene la noche, el fuego exterior se retira, y el cuerpo luminoso desaparece; el fuego interno, no encontrando fuera más que cosas desemejantes, se altera y se extingue y no puede ya unirse al aire que le rodea, porque este aire no contiene ya fuego. El ojo entonces cesa de ver, y en cierta manera llama al sueño. Cuando los párpados, que los dioses han dado a la vista para su conservación, llegan a cerrarse, retienen dentro el fuego interno; y éste, calmando y dulcificando las agitaciones interiores, nos procura el reposo por medio de este adormecimiento. Si es profundo este reposo, entonces nuestro sueño lo es también y lo turban poco los ensueños; por el contrario, si continúan las fuertes agitaciones, según su naturaleza y según la parte del cuerpo en que obran, así provocan diversas representaciones, relativas a lo de dentro o a lo de fuera, y cuyo recuerdo se prolonga aún después de haber despertado.

En cuanto a las imágenes, que aparecen en los espejos y en todas las superficies brillantes y pulimentadas, no es difícil[58] dar razón de este fenómeno. Cuando el fuego interior y el fuego exterior, a causa de la afinidad que hay entre ellos, se unen en una superficie pulimentada, y se mezclan el uno con el otro de mil maneras, resultan de aquí necesariamente imágenes fieles, puesto que el fuego de la vista se une sobre la superficie lisa y brillante con el fuego de la imagen. Sin embargo, la derecha de los objetos parece la izquierda, porque las partes del fuego visual no se oponen a las del fuego exterior en el orden acostumbrado, sino inversamente. Por el contrario, la derecha parece la derecha, y la izquierda la izquierda, cuando la luz interior vuelve y se aplica sobre lo otro; pero esto sucede cuando estando la superficie pulimentada de los espejos doblada hacia adelante por ambos lados, la luz de la derecha es despedida hacia la izquierda del fuego visual, y recíprocamente. Cuando se vuelven los espejos de esta naturaleza en el sentido de lo ancho de la cara, la imagen, que allí se refleja, aparece al revés, porque la luz de la parte inferior del semblante es despedida hacia lo alto de la luz visual, y la de lo alto hacia lo bajo.

Éstas no son más que causas secundarias, de que Dios se sirve para realizar, en cuanto es posible, la idea del bien. A los ojos de la mayor parte de los hombres, no son sólo secundarias sino principales, porque ellas calientan, enfrian, condensan, dilatan y producen muchos efectos análogos.[59] Pero estas causas son incapaces de obrar nunca con razón e inteligencia. Entre todos los seres, la inteligencia sólo puede pertenecer al alma, y el alma es invisible, mientras que el fuego, el agua, el aire y la tierra son cuerpos esencialmente visibles. Y el deber del amigo de la inteligencia y de la ciencia consiste en indagar, en primer lugar, las causas racionales; y sólo en segundo lugar, las que mueven y son movidas por una especie de necesidad. He aquí los principios porque debemos gobernarnos. Debemos exponer estas dos especies de causas, distinguiendo las que realizan con inteligencia lo bello y lo bueno, y las que, desprovistas de razón, se ejercitan siempre al azar y sin orden.

Las causas secundarias, que concurren a las operaciones de la vista, han sido suficientemente expresadas. Cuál es la principal ventaja, que Dios se propuso procurarnos al concedernos la vista, es un punto que vamos a tratar. La maravillosa utilidad de la vista, a mi parecer, es que jamás hubiéramos podido discurrir, como lo hacemos, acerca del cielo y del universo, si no hubiéramos estado en posición de contemplar el Sol y los astros, La observación del día y de la noche, las revoluciones de los meses y de los años nos han suministrado el número, revelado el tiempo, e inspirado el deseo de conocer la naturaleza y el mundo. Así ha nacido la filosofía, el más precioso de los presentes que los dioses han hecho y pueden hacer a la raza mortal. Éste es el gran beneficio de la vista, y yo lo proclamo así. En cuanto a los demás beneficios, infinitamente menores, ¿para qué celebrarlos? Sólo aquel, que no es filósofo, y que se vea privado de la vista y de estas últimas ventajas, podría quejarse, pero se quejaría sin razón. Lo que nosotros diremos, es que Dios, al crear la vista y al dárnosla, no ha tenido otro fin que el de capacitarnos para que, después de haber contemplado en el cielo las revoluciones de la inteligencia, podamos sacar partido de esto para las revoluciones de nuestro propio pensamiento, las cuales son de la misma naturaleza que las primeras, por más desordenadas que sean aquellas y ordenadas éstas; a fin de que, instruidos por este espectáculo y atendiendo a la rectitud natural de la razón, aprendamos, al imitar los movimientos perfectamente regulares de la divinidad, a corregir la irregularidad de los nuestros.

La misma observación cabe respecto de la voz y del oído, y son las mismas las razones que han tenido en cuenta los dioses al hacernos este presente. La palabra ha sido instituida para el mismo fin que la vista, y concurre a él notablemente; y si el oído ha recibido la facultad de percibir los sonidos músicos, cuya importancia es incontestable, es a causa de la armonía. La armonía, cuyos movimientos son semejantes a los de nuestra alma, no juicio de los que con inteligencia cultivan el comercio de las musas, destinada a servir, como lo hace ahora, a placeres frívolos. Las musas nos han dado la armonía, para ayudarnos a arreglar según ella y someter a sus leyes los movimientos desordenados de nuestra alma; como nos han dado el ritmo, para reformar las maneras desprovistas de medida y de gracia que se notan en la mayor parte de los hombres. En lo que precede,[60] aparte quizá de algunas palabras, sólo se ha tratado de las operaciones de la inteligencia. Es preciso dar ahora a la necesidad, la parte que la corresponde. El origen de este mundo se debe, en efecto, a la acción doble de la necesidad y de la inteligencia. Superior a la necesidad, la inteligencia la convenció de que debía dirigir al bien la mayor parte de las cosas creadas, y por haberse dejado persuadir la necesidad por los consejos de la sabiduría, se formó en el principio el universo. Si queremos, por consiguiente, explicar el verdadero origen de las cosas, nos es preciso recurrir también a esta especie de causa vagabunda, y seguirla a donde quiera que nos lleve. Necesitamos rehacer el camino, dar al mismo objeto un principio diferente, y como en la discusión precedente, tomar las cosas desde el principio. Hay precisión de explicar cuál era, antes de la creación del mundo, la naturaleza del fuego, del agua, del aire, de la tierra, y cuáles sus cualidades; porque hasta ahora nadie ha estudiado su formación; y sin embargo, como si el fuego y los demás cuerpos semejantes fuesen perfectamente conocidos, declaramos que estos son los principios y los elementos del universo, siendo así que el hombre menos inteligente deberá comprender que ni aun pueden compararse con los elementos reunidos para formar sílabas.[61]

Ahora, escuchad lo que me propongo hacer. No intentaré exponeros la causa o causas y las razones, cualesquiera que ellas sean, de todo lo que existe; y me abstengo de hacerlo, porque me sería muy difícil explicar sobre este punto mi opinión, sin salir del plan de esta discusión. No esperéis que os hable de esto, porque no podré persuadirme fácilmente de que pueda serme conveniente el emprender tarea semejante. Según os anuncié desde un principio, aspiraré sólo a lo probable; pero intentaré en esta esfera llegar todo lo más allá que me sea posible, y con este propósito voy a estudiar de nuevo mi asunto en los pormenores y en el conjunto. Invoquemos también a la divinidad, al entrar en estas nuevas indagaciones; pidámosle que nos libre de los razonamientos extraños e infundados, y que nos guíe hacia opiniones verosímiles; y volvamos a nuestra conversación.

Necesitamos esta vez hacer grandes divisiones en nuestro asunto. Hasta ahora sólo habíamos reconocido dos especies de seres, y ahora tenemos que admitir una tercera. En nuestro precedente discurso nos bastaron las dos especies: la una inteligible y siempre la misma, el modelo; la otra visible y producida, la copia; nada dijimos de la tercera, porque no teníamos necesidad. Pero el curso de esta discusión me obliga a explicaros, en cuanto me sea posible, una especie muy difícil de entender y muy oscura. ¿En qué consiste? ¿Cuál es su naturaleza? Consiste, sin duda, en ser el receptáculo y, por decirlo así, la nodriza de todo lo que nace. Ésta es la verdad; pero es preciso exponerla con mayor claridad. Lo que hace sobre todo difícil este trabajo, es la necesidad de profundizar la naturaleza del fuego y de las otras tres especies de cuerpos. A cuál debe llamarse agua más bien que fuego; qué denominación conviene a una mejor que a las demás, o a cada una de ellas; cómo, en fin, puede emplearse un lenguaje firme y seguro; todos estos son puntos a que es más difícil contestar. ¿Qué debe hacerse entonces? ¿Cómo salir de este embarazo? ¿Dónde encontrar lo más probable?

Por lo pronto, el agua, como hoy la llamamos, al condensarse, se convierte al parecer en piedras y tierra; y al fundirse y dividirse, en viento y aire; el aire inflamado se hace fuego; a su vez el fuego, cuando se comprime y extingue, se transforma en aire; el aire reconcentrado y condensado da origen a las nubes y a las nieblas; cuando estas se comprimen y chocan, se convierten en agua, y del agua se forman de nuevo la tierra y las piedras; de suerte, que estos cuerpos giran en círculo y parecen engendrarse los unos a los otros. No apareciendo nunca bajo una misma figura, ¿quién se atreverá a sostener, que tal o cuál de estos cuerpos tiene derecho a llevar un nombre con exclusión de los demás? Nadie. Mucho más seguro es explicarse de esta manera. Si vemos que un objeto pasa sin cesar de un estado a otro, el fuego, por ejemplo, no digamos: este es fuego, sino que parece fuego; y del agua no digamos: esto es agua, sino que parece agua; y en fin, procedamos de la misma manera respecto a todas las cosas variables, a las que atribuimos, al parecer, estabilidad al designarlas por las palabras esto y aquello. Porque, no subsistiendo siempre las mismas, repugnan las expresiones: esto, de esto, a esto, y todas las demás, que las representan como fijas y constantes. No debe hablarse de esta clase de cosas como individuos distintos, sino que es preciso llamar a todas y a cada una apariencias sometidas a perpetuos cambios. Así, pues, llamaremos fuego a cierta apariencia que se encuentra por todas partes; y lo mismo haremos respecto a todo lo que está sometido a la generación. El principio, en cuyo seno se muestran todas estas apariencias, para desvanecerse en el acto, es el único que puede designarse con exactitud con las palabras esto, aquello; pero no a las cualidades, tales como lo caliente, lo blanco, o sus contrarias, o sus derivadas, pues de ninguna manera pueden convenirles aquellos términos. Procuremos explicarnos aún más claramente.

Si a un lingote de oro se le diese toda especie de formas, se mudase sin cesar cada una de ellas en todas las demás, y, presentando una de estas formas, se preguntase: ¿qué es esto? Diría verdad el que respondiese: es oro. En cuanto al triángulo y todas las demás figuras que este oro pudiera revestir, no sería preciso designarlas como seres, puesto que mudan a medida que se las producen; y si alguno quisiera saber el nombre de tal o de cual apariencia, se le diría que era apariencia y nada más. Todo esto es perfectamente aplicable al principio que contiene todos los cuerpos en sí mismo. Es preciso llamarle siempre con el mismo nombre, porque no muda jamás de naturaleza. Recibe continuamente todas las cosas en su seno, sin tomar absolutamente ninguna de sus formas particulares. Es el fondo y la sustancia de todo lo que existe y no tiene otro movimiento, ni otra forma, que la forma y el movimiento de los seres que él encierra. De ellos es de donde toma sus diferencias. En cuanto a estos seres, que sin cesar entran y sin cesar salen, son copias de los seres eternos, formados a semejanza de sus modelos de una manera maravillosa y difícil de explicar; pero más tarde hablaremos de ello.

Ahora debemos concebir tres géneros diferentes: lo que es producido, aquello en lo que es producido, aquello de dónde o a semejanza de lo que es producido. Puede compararse con exactitud lo que recibe, a la madre; lo que suministra el modelo, al padre; y al hijo toda la naturaleza intermedia. Pero es preciso concebir bien, que debiendo mostrarse las copias bajo los aspectos más diversos, el ser, en cuyo seno aparecen así formadas, no llenaría su destino, si no estuviera privado de todas las formas que debe recibir. Porque si revistiese cualquiera de las formas que en él se imprimen, cuando llegase una contraria o del todo diferente, se avendría mal con ella y la desnaturalizaría, metamorfoseándola a su propia imagen. Es preciso, por consiguiente, que no haya ninguna figura propia en el principio, que debe adoptar indiferentemente todas las figuras; así como para componerlos perfumes que por su olor forman un producto del arte, se comienza por hacer completamente inodoros los líquidos destinados a recibir el olor; y así como para imprimir ciertas figuras sobre una sustancia blanda, se comienza por no darla ninguna forma determinada, y se procura más bien amalgamarla y pulimentarla cuanto es posible. En la misma forma conviene, que lo que está destinado a recibir en toda su extensión representaciones exactas de los seres eternos, sea naturalmente extraño a todas las formas. Por consiguiente, esta madre de las cosas, este receptáculo de todo lo visible y sensible, no lo llamaremos tierra, ni aire, ni fuego, ni agua, ni ninguna otra cosa de las que proceden de ellos ni de las que ellos proceden. No nos engañaremos, si decimos que es una especie de ser invisible e informe, propio para recibir en su seno todas las cosas, que participa de lo inteligible de una manera oscura e inexplicable. En cuanto es posible concebir su naturaleza, por lo que precede, sería exactísimo decir, que deviene o se hace fuego, inflamándose; agua, liquidándose; tierra y aire, recibiendo sus formas. Pero es indispensable tratar de llegar, por medio del razonamiento, a definiciones más precisas aún.

¿Hay un fuego en sí, y existen también en sí todas las cosas, que según dijimos, existen separadamente? ¿Ó acaso los objetos que vemos y que sentimos, mediante las diversas partes de nuestro cuerpo, son los únicos verdaderos? ¿No hay absolutamente otros? ¿No tenemos razón al decir, que cada uno de ellos se refiere a una esencia inteligible, y no son estas otra cosa que vanas palabras? No podemos en este momento resolver esta cuestión sin haberla examinado y discutido, ni añadir a lo largo de nuestro discurso lo largo de una digresión. Pero si nos fuese posible circunscribirnos dentro de estrechos límites, y condensar muchas cosas en pocas palabras, obraríamos perfectamente. He aquí mi dictamen. Si la inteligencia y la opinión verdadera son dos géneros diferentes, existen ciertamente en sí mismas estas ideas, que no caen bajo los sentidos, y son sólo accesibles a la inteligencia. Si, por el contrario, como creen algunos, la opinión verdadera no difiere en nada de la inteligencia, entonces, lo que percibimos por nuestros órganos, es lo que hay de más sólido y real. Pero es preciso decir que son dos cosas distintas, puesto que se forman separadamente y no tienen ninguna semejanza. En efecto, la una nace de la ciencia, la otra de la persuasión. La una es verdadera y conforme a la razón, la otra no conforma con ésta. La una produce una convicción inquebrantable, la otra mudable. Y mientras que la opinión pertenece a todos los hombres, la inteligencia es el privilegio de Dios y de un pequeño número de aquellos. Siendo esto así, es preciso reconocer que existe una especie, que es siempre la misma, sin nacimiento y sin fin, que no recibe nada extrañó en sí misma, ni se ingiere jamás en nada que la sea extraño, indivisible, inaccesible a los sentidos, y objeto propio de las contemplaciones de la inteligencia. Es preciso reconocer, en seguida, una segunda especie, semejante a la primera y con el mismo nombre que ella, pero sensible, engendrada, siempre móvil, naciendo en cierto lugar, para después desaparecer y morir, y que nosotros conocemos mediante la opinión unida a la sensibilidad. Es preciso, en fin, reconocer una tercera especie, la del lugar eterno, que no puede ser destruido, que sirve de teatro a todo lo que nace, que sin estar sometido a los sentidos, es sólo perceptible a una especie de razonamiento bastardo,[62] al que apenas damos crédito, y que vislumbramos como un sueño, al decirnos que es de absoluta necesidad que todo lo que existe, esté en algún lugar y ocupe algún espacio; que lo que no existe ni en la tierra ni en ningún punto del cielo, es nada. Nosotros confundimos todas estas concepciones y sus análogas con la naturaleza, que no sólo soñamos, sino que existe en realidad, de suerte que no nos hallamos en estado de determinar y decir la verdad a la manera de los que están despiertos. La verdad es que la imagen, diferente de la sustancia, en cuyo seno ella nace, y representación mudable de un ser superior, debe por lo mismo producirse en alguna otra cosa, de la que hasta cierto punto recibe la existencia, o bien no ser absolutamente nada. En cuanto al ser, que es verdaderamente ser, la razón viene justamente en su apoyo, declarando con exactitud, que mientras dos cosas difieran entre sí, no puede la una existir en la otra, de manera que puedan ser a la vez dos cosas y una sola cosa.

He aquí el resultado de mis reflexiones, y en resumen mi opinión. El ser, el lugar y la generación son tres principios distintos, anteriores a la formación del mundo.[63] La nodriza de la generación, humedecida, inflamada, recibiendo las formas de la tierra y del aire, sufriendo a la vez todas las modificaciones, que son su resultado, presentaba a la vista una maravillosa variedad; sometida a fuerzas desemejantes y desequilibradas, no podía ella mantenerse en equilibrio; entregada al azar en todos sentidos, recibía a la vez el impulso de estas fuerzas y las imprimía una agitación desordenada. Arrojadas las unas a un lado, las otras a otro, las partes diferentes se separaban. Así como, al manejar los bieldos y demás instrumentos propios para limpiar el trigo, se ve que lo más pesado, cuando se limpian las mieses, se va a una parte, y lo más ligero a otra; en la misma forma, las cuatro especies de cuerpos agitadas en la sustancia, que las había recibido en su seno, y que se movía ella misma a la manera del bieldo, se separaron, aislándose las partes desemejantes, buscándose y reuniéndose las semejantes; de suerte que estos cuerpos ocupaban ya regiones diferentes antes del nacimiento del orden y del universo. Pero entonces estaban dispuestos sin razón y sin medida. Cuando Dios decidió ordenar el universo, el fuego, la tierra, el aire y el agua, llevaban ya señales de su propia naturaleza; pero estaban en la situación en que deben encontrarse las cosas, en que falta Dios, que comenzó por distinguirlas por medio de formas y de números. Dios sacó las cosas de la agitación y confusión en que estaban, y las dio la mayor belleza, la mayor perfección posible. No nos separemos nunca de este principio. En este momento necesito exponeros la formación y colocación de los cuerpos (elementales) en un lenguaje, que no es habitual; pero no siendo vosotros extraños a los métodos y a los procedimientos, que me veré obligado a emplear en mis demostraciones, me seguiréis sin dificultad.

Por lo pronto, el fuego, el aire, la tierra y el agua son cuerpos; esto es evidente para todo el mundo. Todo lo que tiene la esencia del cuerpo, tiene igualmente profundidad. Todo lo que tiene profundidad, contiene necesariamente en sí la naturaleza de lo plano. Una base, cuya superficie es perfectamente plana, se compone de triángulos. Todos los triángulos proceden de dos triángulos solamente; cada uno de los cuales tiene un ángulo recto y los otros dos agudos.[64] Uno de estos triángulos tiene de cada lado una parte igual de un ángulo recto, dividido por lados iguales;[65] el otro, dos partes desiguales de un ángulo recto, dividido por lados desiguales.[66] He aquí el origen que asignamos al fuego y a los otros tres cuerpos; quiero decir, lo verosímil con algo de certidumbre. En cuanto a los principios superiores, que son los de los triángulos, Dios los conoce, y un pequeño número de hombres amados por los dioses.[67]

Es preciso que expongamos cómo han nacido estos cuatro preciosos cuerpos, cómo difieren entre sí, y cómo, disolviéndose, pueden recíprocamente engendrarse. Procediendo así, sabremos la verdadera formación de la tierra y del fuego, así como de los dos cuerpos que les sirven de términos medios;[68] y entonces a nadie concederemos que puedan darse cuerpos más preciosos que estos, cada uno de los cuales pertenece a un género aparte. Necesito emplear todo el esmero posible, para constituir armónicamente estos cuatro géneros de cuerpos tan excelentes por su belleza, a fin de demostraros que be comprendido bien su naturaleza.

De los dos triángulos, de que os he hablado, el isósceles no puede tener más que una sola forma;[69] el triángulo prolongado[70] puede admitir un número infinito.[71] Ésta es la razón porque, entre esta multitud de triángulos, debemos escoger el más bello, si queremos comenzar de una manera conveniente. Si alguno nos puede mostrar uno más bello que el que hemos preferido, nos someteremos a su opinión y le miraremos como un amigo y no como un enemigo. Declaramos, pues, que entre todos estos triángulos[72] hay uno más bello, que los supera a todos, y es aquel de que se compone el triángulo equilátero, el tercero.[73] El por qué sería largo de contar. Pero el que nos demostrase que estamos en un error, recibiría de nosotros una favorable acogida. Quede, pues, sentado, que los triángulos, de que están formados el fuego y los otros cuerpos (elementales), son el isósceles, y aquel en el que el cuadrado del lado mayor es triple del cuadrado del pequeño.

Es llegado el momento de aclarar lo que aún no hemos expuesto sino de una manera oscura. Nos había parecido que las cuatro especies de cuerpos (elementales) nacían los unos de los otros; pero esta es una ilusión. En efecto, estas cuatro especies nacen justamente de los triángulos que hemos mencionado; pero tres son formadas de uno mismo, a saber: del que tiene los lados desiguales; y sólo la cuarta procede del isósceles. Por consiguiente, no es posible que los cuatro cuerpos, al disolverse, nazcan los unos de los otros, mediante la reunión de un gran número de pequeños triángulos en un menor número de otros más grandes y recíprocamente. Esto sólo puede tener lugar respecto de tres de ellos. En efecto; estando formados estos tres cuerpos de un mismo triángulo, nada impide que de la disolución de amalgamas más grandes, nazca un mayor número de pequeñas amalgamas, compuestas de los mismos elementos, y presentando la misma configuración. Por el contrario, cuando la disolución tiene lugar en cuerpos compuestos de un gran número de pequeños triángulos, se forma un número único, y toda la masa se reúne en otro género más grande. Baste lo dicho sobre la transformación de unos géneros en otros.

Para seguir nuestro discurso, debemos explicar ahora cómo se forma cada género, y con el concurso de qué números. Comencemos por el primero, cuya composición es la más simple. Tiene por elemento el triángulo, cuya hipotenusa es doble del lado menor. Unid dos de estos triángulos, siguiendo la diagonal; haced tres veces esta operación, de manera que todas las diagonales y todos los lados menores concurran en un mismo punto, que les sirva de centro común, y tendréis un triángulo equilátero, compuesto de seis triángulos particulares. Cuatro de estos triángulos equiláteros, mediante la reunión de tres ángulos planos, forman un ángulo sólido, cuya magnitud supera a la del ángulo plano más obtuso; y cuatro de estos nuevos ángulos componen juntos la primera especie de sólido, que divide en partes iguales y semejantes la esfera en que está inscrito.[74] El segundo sólido se compone de los mismos triángulos reunidos en ocho triángulos equiláteros y formando un ángulo sólido de cuatro ángulos planos; y seis de estos ángulos constituyen este segundo cuerpo.[75] El tercer sólido se forma de ciento veinte triángulos elementales de doce ángulos sólidos, rodeados cada uno de cinco triángulos equiláteros, con veinte triángulos equiláteros por bases.[76] Este elemento[77] no debe producir otros sólidos. En cuanto al triángulo isósceles, a él corresponde engendrar la cuarta especie de cuerpos. Reunidos cuatro triángulos isósceles, poniendo en el centro los cuatro ángulos rectos, de manera que compusieran un tetrágono equilátero, seis tetrágonos dieron ocho ángulos sólidos, estando formado cada ángulo sólido de tres ángulos planos, y de esta amalgama resultó el cubo, que tiene por base seis tetrágonos regulares.[78] Restaba una quinta combinación, y Dios se sirvió de ella para trazar el plan del universo.[79] Esta primera especie de sólido es el tetraedro regular o pirámide de base triangular equilátera. Puesto que este sólido comprende cuatro triángulos equiláteros, que comprenden a su vez seis triángulos elementales escalenos, es claro que se compone de veinticuatro triángulos elementales escalenos.

¿Existe un número infinito de mundos o solamente un número limitado? El que reflexione atentamente sobre lo que precede, comprenderá que no se puede sostener la existencia de un número infinito, sin que esto arguya desconocimiento de cosas que nadie puede ignorar. ¿Pero no hay más que un mundo, o es preciso admitir que hay cinco? Es esta una cuestión difícil de resolver. A nosotros nos parece que la opinión de un mundo único es la más probable; pero otros, mirando la cuestión bajo un punto de vista diferente, podrían muy bien pensar de otra manera.

Pero demos treguas a estas indagaciones, y asignemos cada una de las figuras de que acabamos de hablar, al fuego, a la tierra, al agua y al aire.

Demos a la tierra la figura cúbica. La tierra es, en efecto, el más noble de los cuatro cuerpos (elementales) y el más capaz de recibir una forma determinada; y estas cualidades suponen en el cuerpo que las tiene, las bases más firmes. Ahora bien, entre los triángulos, que desde el principio distinguimos, los que tienen los lados iguales tienen una base naturalmente más firme que los que los tienen desiguales; y de las dos figuras planas que ellos forman, el tetrágono equilátero es una base más estable que el triángulo equilátero; porque así en sus partes como en su totalidad, está más sólidamente constituido. No nos separamos, pues, de lo probable al atribuir esta forma a la tierra. No es menos probable que debe atribuirse la forma menos móvil al agua, la más móvil al fuego, y la que es un término medio al aire; el cuerpo más sutil al fuego, el más grueso al agua, y el que ocupa un lugar intermedio al aire. En la misma forma debe referirse el cuerpo más agudo al fuego; el que sigue a éste, al aire; y el tercero, al agua. De todos estos cuerpos[80] el que tiene las bases más pequeñas es necesariamente más móvil y más delicado, porque es igualmente más agudo en todos sentidos y más ligero que todos los demás, como formado de los mismos elementos, pero en mucho menor número. El que tiene menos bases, después del precedente, ocupa el segundo rango bajo todas estas relaciones; y el que está en tercer lugar, según las bases, está igualmente en tercer lugar con respecto a las cualidades. Digamos, pues, conforme a lo que dictan la recta razón y la probabilidad, que el sólido, que tiene la forma de una pirámide, es el elemento y el germen del fuego; que el segundo, cuya formación hemos expuesto,[81] es el del aire; y el tercero[82] el del agua. Es preciso concebir todos estos elementos de tal modo pequeños, que, tomados uno a uno en cada género, escapen a la vista por su pequeñez, y no se hagan visibles, sino a condición de reunirse en gran número y de formar masas. En cuanto a sus relaciones, sus números, sus movimientos y sus demás propiedades, Dios, por todos los medios a que se prestó la necesidad, convencida por la inteligencia, arregló y ordenó todas estas cosas con una perfecta exactitud, haciendo que reinaran por todas partes la proporción y la armonía.

Si nos referimos a lo que se ha dicho antes, con relación a los cuatro géneros de cuerpos, he aquí lo que nos parecerá más probable. La tierra puesta en contacto con el fuego y dividida por sus agudas puntas, erraba acá y allá en estado de disolución, sea en el fuego mismo, sea en el aire, sea en el agua, hasta que, llegando a encontrarse sus partes en algún punto, se reunieron de nuevo y volvieron a ser otra vez tierra, porque jamás podrían transformarse en otro género.[83] Otra cosa sucede con el agua: dividida por el fuego y aun por el aire, puede, recomponiéndose, convertirse en un cuerpo de fuego o en dos cuerpos de aire. Si el aire está en disolución, de los fragmentos de una sola de sus partes pueden nacer dos cuerpos de fuego. Recíprocamente, si se encierra fuego en el aire, en el agua o en la tierra, en pequeña cantidad relativamente a la masa ambiente, y es arrastrado por el movimiento de esta masa, vencido a pesar de su resistencia y hecho trizas, entonces dos cuerpos de fuego pueden reunirse y componer una sola parte de aire. Si resulta vencido, roto y disuelto el aire, entonces se necesitan dos cuerpos y medio de aire para producir una sola parte de agua. Pero consideremos aún estas cosas de otra manera.

Cuando uno de los otros tres géneros, envuelto en el fuego, es cortado por el filo agudo de sus ángulos sólidos y de sus ángulos planos, apenas ha tomado, al descomponerse, la naturaleza del fuego, cuando cesa de estar dividido; porque en cada género, semejante e idéntico a sí mismo, ningún individuo puede modificar a otro individuo semejante e idéntico a él mismo, ni ser modificado por él. Pero siempre que un género se mezcla con otro, y siendo más débil lucha con otro más fuerte, está en una incesante disolución. En igual forma, cuando cuerpos más pequeños y en pequeño número se encuentran envueltos en cuerpos más grandes y en gran número, y son despedazados y extinguidos en su seno, basta que tomen la forma de los vencedores, para que cesen inmediatamente de ser destruidos y despedazados; y así es como se forma el aire del fuego, y el agua del aire. Pero, en general, cuando un género está en lucha con otro, la disolución no se detiene sino cuando, enteramente pulverizados y divididos, se refugian en cuerpos de la misma naturaleza que ellos; o cuando los vencidos han formado, reuniéndose, un cuerpo semejante al vencedor, del cual ya no se separan.[84]

Otro efecto de estas modificacioneses que todas las cosas mudan de lugar. Porque, por lo pronto, los corpúsculos de cada género se separan de los de los otros géneros, y van a reunirse al lugar que les es propio, bajo la influencia del movimiento de la sustancia que los contiene en su seno; y en seguida, cuando los corpúsculos de un género cesan de parecérsele, por hacerse semejantes a otro género, se ven arrastrados a causa de la sacudida que han recibido, hacia el lugar ocupado por aquellos, con los cuales se han hecho semejantes.

He aquí de qué causas proceden los cuerpos simples y primitivos. En cuanto a las especies diversas, que se han formado en cada uno de estos géneros, tienen su razón de ser en la naturaleza de los dos elementos constitutivos de las cosas.[85] Como cada uno de estos triángulos no tenía siempre la misma magnitud, engendraron, desde el principio, cuerpos tan pronto más pequeños como más grandes, y cuyas variedades no son menos numerosas que las especies contenidas en los cuatros géneros. Después de lo cual, estas variedades, combinándose entre sí en cada género y con las de los otros géneros, han dado origen a una diversidad infinita. El que no se consagre a observar estos fenómenos, no será capaz de decir nada probable acerca de la naturaleza.

¿Qué es el movimiento y qué el reposo? ¿Cómo y por qué medios se han producido? Si no discutiéramos ahora este punto, nos veríamos en graves dificultades después. Aunque ligeramente, ya lo hemos tocado, pero conviene insistir en él. Donde reina la uniformidad, no puede haber movimiento. En efecto, que haya una cosa movida sin un motor, o un motor sin una cosa movida, esto es muy difícil o más bien imposible. Luego sin estas dos condiciones no puede haber movimiento; y ellas excluyen la uniformidad. Se sigue de aquí, que es preciso referir el reposo a la uniformidad, y a la diversidad el movimiento. La diversidad tiene su causa en la desigualdad, y ya hemos expuesto el origen de la desigualdad. Pero ¿de dónde procede que los cuerpos, después de haberse separado por géneros, no cesan de moverse y de trasladarse de un punto a otro? Esto no lo hemos explicado; y he aquí lo que tenemos que decir.

El contorno del universo, envolviendo todos los géneros de seres, y tendiendo, por la naturaleza de su forma esférica, a concentrarse en sí mismo, estrecha todos los cuerpos, y no permite que quede lugar alguno vacío. Por esto el fuego está principalmente derramado por todo el espacio; después el aire, porque es el que ocupa el segundo lugar por su tenuidad; y así de los demás géneros. Porque las cosas compuestas de partes grandes, dejan también los mayores vacíos, y las más pequeñas, los más pequeños, al ordenarse y colocarse. El movimiento de condensación lleva las cosas pequeñas a los intervalos de las grandes. Las pequeñas se encuentran de esta manera colocadas al lado de las grandes; las pequeñas se desvían de las grandes; las grandes comprimen las pequeñas; y subiendo y bajando todas, se trasladan al punto que las conviene. Mudando de dimensiones, es indispensable que muden de posición en el espacio. Por estos medios una diversidad, que sin cesar se renueva, produce un movimiento, que se repite y se repetirá sin cesar también.

Es preciso pensar además, que se han formado muchas especies de fuego: la llama; luego lo que, saliendo de la llama y no quemándose, proporciona la luz a los ojos; y en fin, lo que, una vez extinguida la llama, subsiste en los cuerpos inflamados.[86] asimismo hay en el aire una parte muy pura que se llama éter, otra muy densa que se llama nube y niebla, y otras que no tienen nombre y que resultan de la desigualdad de los triángulos. A su vez, el agua se divide por lo pronto en dos especies, una líquida y otra fusible. La especie líquida, que se compone de partes de agua muy pequeñas y desiguales, se mueve fácilmente y fácilmente se deja mover, gracias a la diversidad de sus elementos y a la naturaleza de su forma. La especie fusible, que se compone de partes grandes e iguales, es más estable y pesada, gracias a la uniformidad de sus elementos; pero cuando el fuego la penetra y la disuelve, cuando destruye su uniformidad, se presta mejor al movimiento; y adquirido éste, es arrastrada por el aire que la rodea, y precipitada sobre la tierra. Se designa entonces la división de sus partes, diciendo, que primero se derrite, y luego se desprende sobre la tierra; dos palabras, que expresan este cambio. Y luego, como el fuego contenido en el agua fusible se escapa y no puede evaporarse en el vacío, comprime al aire que le rodea, el cual lleva el agua, aún fluida, a los puntos que ocupaba el fuego, y él mismo se une con ella. El agua comprimida de esta maneta, recobrando su uniformidad mediante la retirada del fuego, que le había ocasionado la desigualdad, vuelve sobre sí misma y recobra su naturaleza. Este desprendimiento del fuego se ha llamado enfriamiento, y congelación la condensación que es su resultado. De todas las aguas que hemos llamado fusibles, la que tiene partes más tenues y más iguales, que es la más densa, género único, cuyo color es un amarillo brillante y el más precioso de los bienes, es el oro, que se ha formado filtrándose a través de la piedra. El nudo del oro, cuando se ha hecho muy duro y negro a causa de su densidad, es llamado adamas.[87] Otro cuerpo, cercano al oro por la pequeñez de las partes, pero que tiene muchas especies, cuya densidad es superior a la del oro, que encierra una escasa liga de tierra muy ligera, siendo por esto más duro que el oro y al mismo tiempo más ligero, gracias a los poros que tiene su masa, es una de estas aguas brillantes y condensadas, que se llama bronce. Cuando la porción de tierra que contiene es separada por la acción del tiempo, ella se muestra a la vista, y se la da el nombre de orín. No tendríamos mayor dificultad en explicar, tomando por regla la verosimilitud, otros fenómenos análogos; y si alguno para distraerse, despreciando el estudio de los seres eternos, quiere e intenta formarse ideas probables sobre la generación, proporcionándose así un placer sin remordimientos, se procurará un entretenimiento sabio y moderado. Prosigamos, pues, nuestras indagaciones, y lo mismo a las cuestiones que siguen que a las que han precedido, procuremos dar respuestas probables.

El agua mezclada con el fuego, que se llama líquido a causa del movimiento que la hace derramarse y rodar sobre la tierra, y blanda a causa de sus bases, que, menos estables que las de la tierra, ceden fácilmente, si se encuentra separada del fuego y del aire y aislada, se hace más uniforme, se contrae por el desprendimiento de estos dos cuerpos y se condensa; y entonces se transforma en granizo si la operación tiene lugar por encima de la tierra, y en hielo si se verifica en la tierra. Si las partes son más pequeñas y están medio coaguladas, dan origen, por encima de la tierra, a la nieve; y en la tierra, mezcladas con el rocío, a lo que se llama escarcha. La mayor parte de las especies de aguas tienen su origen en las plantas de la tierra que las destilan, y se las llama generalmente jugos. Estos jugos, diversificados al infinito a causa de sus combinaciones, forman una multitud de especies innumerables; pero hay cuatro que contienen fuego, y que por ser más notables han recibido nombres particulares. Una, que calienta al alma al mismo tiempo que al cuerpo, es el vino; otra, que es sólida y divide el fuego visual y a causa de esto parece lustrosa, brillante y vistosa, es la especie oleosa, a la que corresponden la goma, el jugo de ricino y el aceite mismo, y todos los demás jugos dotados de propiedades análogas; el que mezclándose a las especies alimenticias tiene la virtud de hacerlas más agradables al paladar, recibe frecuentemente el nombre de miel; en fin, el que disuelve la carne y que bajo el influjo del calor se hace espumoso, es distinto de todos los demás jugos y se le ha llamado opio.

Pasemos a las especies de la tierra. Ved cómo la tierra, purificada por el agua, da origen a los cuerpos pétreos. Cuando el agua, mezclada con la tierra, está dividida en porciones, en el seno mismo de la mezcla se transforma en aire; hecha aire, asciende al lugar que le es propio; no existiendo el vacío, este aire comprime el aire vecino; éste, en virtud de su pesantez, oprime fuertemente la masa de la tierra, en cuyo derredor está repartida y la precisa a llenar los lugares dejados libres por el aire nuevamente formado. Comprimida así por el aire, sin que por esto esté completamente privada de agua,[88] la tierra se transforma en piedra: bella, si es trasparente con partes iguales y uniformes;[89] fea, en caso contrario. Toda la humedad se evapora bajo la acción del fuego, y la tierra se condensa en un cuerpo más seco que la tierra, y aparece lo que llamamos teja. Sucede algunas veces, que, sin perder su humedad, la tierra es derretida por el fuego; entonces, enfriándose, produce una piedra de color negro.[90] O bien cuando, evaporándose la mayor parte del agua, la tierra se reduce a partes muy tenues y saladas, nace entonces un cuerpo medio sólido y susceptible de disolverse de nuevo en el agua, que es, de una parte, el nitro, bueno para quitar las manchas de aceite y tierra; y de otra, la sal que se une tan bien a los alimentos, para hacerles agradables al gusto; y que, según los términos de la ley, es una ofrenda estimada por los dioses.

En cuanto a los cuerpos compuestos de tierra y agua, que insolubles en el agua no pueden ser disueltos sino por el fuego, he aquí cómo se coagulan. Ni el fuego ni el aire pueden disolver un volumen de tierra. En efecto, siendo más delgados que los intervalos de sus partes, pasan al través de sus anchos poros sin violencia y no causan ninguna descomposición, ninguna disolución. Por el contrario, siendo las partes del agua más grandes, se abren paso violentamente, y por consiguiente disuelven y funden la tierra. Así cuando la tierra no está condensada fuertemente, sólo el agua puede disolverla; el fuego sólo tiene este poder, cuando está compacta, porque es el único que puede penetrar en ella. El agua sólo puede ser disuelta por el fuego, si sus partes están fuertemente unidas; puede serlo por el fuego y por el aire a la vez, si lo están débilmente, introduciéndose éste en los intervalos, y aquel entre los triángulos que la constituyen. Si el aire está fuertemente condensado, nada puede disolverle, como no sea dividiendo sus elementos;[91] no condensado, sólo es soluble mediante el fuego.[92] Por lo tanto, en los cuerpos compuestos de tierra y agua, como ocupan el agua los intervalos de la tierra, aun la comprimida con fuerza, las partes de agua, que llegan de fuera, no encuentran abertura y se deslizan alrededor de la masa entera sin poder fundirla; por el contrario, las partes de fuego se introducen en los intervalos del agua, obran sobre ella, como el agua sobre la tierra y el mismo fuego sobre el aire, y sólo ellas tienen la virtud de fundir el cuerpo compuesto y de hacerle de naturaleza líquida. Entre estos cuerpos compuestos, unos contienen menos agua que tierra, como el vidrio y todas las piedras que se llaman fusibles; otros contienen más, como la cera y todas las sustancias aromáticas.

Las especies diversas, que nacen de las figuras (matemáticas), de sus mezclas, de sus transformaciones, acaban de ser explicadas; qué impresiones producen sobre nosotros y por qué: he aquí lo que conviene que expliquemos ahora. La primera condición es que los cuerpos, de que se habla, ténganla propiedad de ser sentidos. En cuanto a la carne y a la formación de ésta; en cuanto a la parte mortal del alma,[93] nada hemos dicho aún. Pero no es posible hablar de ello, de una manera conveniente, sin tratar de las impresiones acompañadas de sensación y recíprocamente. Sin embargo, no pueden abrazarse estos dos objetos a la vez. Es preciso exponer el uno primero, y volver enseguida al que haya sido aplazado.

A fin de estudiar las impresiones en el mismo orden que los géneros de los cuerpos que las producen, comencemos por los que se refieren al cuerpo (en su totalidad) y al alma.[94]

Por lo pronto, ¿por qué decimos que el fuego es caliente? Esto es lo que hay precisión de examinar, indagando qué clase de separación y de división opera en nuestro cuerpo. Porque casi todos sentimos que la impresión del fuego es la de un cuerpo acerado. Debemos, pues, considerar que son tales la delicadeza de sus espinas y de sus puntas y la rapidez de su movimiento, que, fuerte y afilado, corta cuanto encuentra. Nos es preciso recordar su forma y su origen, a fin de concebir, que su naturaleza, haciéndole más propio que cualquiera otro objeto, para dividir en porciones los cuerpos, da perfectamente razón de la impresión del calor, y del nombre con que le distinguimos.[95]

La impresión contraria es fácil de comprender, y sin embargo, es preciso hablar de ella. Nuestro cuerpo está rodeado de líquidos; los que de ellos tienen partes muy grandes, al penetrar en nosotros, rechazan los líquidos, que tienen partes muy pequeñas. Como no pueden ocupar su lugar, los comprimen; de móviles que eran, los hacen inmóviles; de desiguales, uniformes; y en fin, los coagulan. Un combate se traba naturalmente entre lo que se aproxima así contra naturaleza y los elementos opuestos. Este combate, esta conmoción, es el temblor, el escalofrío; y se ha dado el nombre de frío a todas estas impresiones reunidas, así como a su causa.

Si cede nuestra carne a un cuerpo, el cuerpo es duro; si cede el cuerpo a nuestra carne, el cuerpo es blando. Lo mismo sucede con los cuerpos comparados entre sí.[96] Pues bien, ceden los que tienen pequeñas bases; por el contrario, los que tienen bases triangulares, teniendo en su virtud una gran estabilidad, forman la especie más sólida; y como adquiere más densidad, ella opone la mayor resistencia.

Para explicar claramente la pesantez y la ligereza, es preciso desde luego dar razón de lo que se llama lo alto y lo bajo. Que existen naturalmente en el universo dos regiones distintas, opuestas, en que está dividido: lo bajo, hacia lo que cae todo lo que tiene una cierta masa corporal; lo alto, a donde nada sube sino por fuerza, son cosas que no pueden admitirse con verdad. En efecto, puesto que el cielo entero es esférico, todas las partes, que, colocadas a igual distancia del centro, son extremidades, son en igual forma y por la misma razón sus extremidades; y el centro, colocado a igual distancia de las extremidades, está necesariamente en la misma situación con relación a todas. Construido así el mundo, ¿cuál de las regiones, que acabamos de citar, puede ser llamada lo alto, cuál lo bajo, sin exponerse a dar un nombre, que de ninguna manera le convenga? Porque el centro del mundo no es naturalmente ni lo alto ni lo bajo, es el centro; y la circunferencia no es el centro; y ninguna parte tiene con el centro otra relación que la que tiene la parte opuesta. Siendo, pues, semejantes todas las partes del mundo, y estando semejantemente dispuestas, ¿con qué derecho las aplicaremos denominaciones contrarias? Supongamos un cuerpo sólido, regular, colocado en el centro del universo; no se inclinará más hacia una extremidad que hacia otra a causa de su perfecta semejanza. Que cualquiera dé la vuelta alrededor de ese cuerpo y encontrará que, si se detiene en puntos opuestos, llamará sucesivamente con los nombres de alto y de bajo a la misma parte de este cuerpo. Siendo el universo esférico, como acabamos de decir, es contrario a la razón distinguir en él una región inferior y otra superior.

Y entonces, ¿de dónde nacen estas denominaciones de alto y de bajo? ¿Cuál es el origen de esta costumbre de dividir el mundo en dos partes distintas? Para comprender el valor de estas preguntas, es preciso sentar los principios siguientes. Si alguno estuviese colocado en la región del mundo, ocupada particularmente por el fuego,[97] en donde se encuentra reunido en masa y a donde tienden a reunirse todas sus demás partes,[98] y colocada así esta persona por encima del fuego, tuviese poder para arrancar porciones de él y depositarlas en los platillos de una balanza; si levantase el fiel y colocase por fuerza estas porciones de fuego en el aire, que es una sustancia del todo diferente;[99] es evidente que una porción más pequeña de fuego cedería con más facilidad que una grande. Porque siempre que una misma fuerza obra sobre dos cuerpos, es inevitable que el menor siga más dócilmente el impulso, y que el mayor resista más; y se dice del uno[100] que es pesado y que tira hacia abajo; y del otro[101] que es ligero y que tira hacia arriba.

Pues bien, observémonos a nosotros mismos, obrando de la misma manera en el lugar que nos está asignado. En la tierra en que habitamos, sucede a veces que tomamos sustancias terrestres, y algunas veces porciones de tierra, y las lanzamos al aire desemejante, haciendo violencia a su naturaleza, porque las unas y las otras tienden a permanecer unidas a la masa homogénea; en este caso, la parte que sea más pequeña resiste menos, y penetra la primera en el elemento desemejante. Llamamos ligera a esta pequeña parte, y llamamos lo alto al lugar a donde sube; y llamamos pesado y bajo a lo contrario de lo ligero y de lo alto.

De donde resulta que necesariamente estas relaciones no son siempre las mismas, ocupando las masas de los cuerpos elementales lugares diferentes. Comparad un objeto ligero en una región con un objeto ligero en la región contraria, un objeto pesado con otro objeto pesado, lo bajo con lo bajo, y lo alto con lo alto; y encontrareis, que se hacen y son contrarios, oblicuos, totalmente diferentes los unos relativamente a los otros. Pero se observa una cosa, que es común a todos los cuerpos, sean los que sean; que la dirección de un cuerpo hacia la masa de la misma naturaleza, es lo que hace que se le llame pesado, y lo que hace que se llame bajo al lugar a donde se dirige; y la dirección contraria produce nombres contrarios. Éstas son las causas a que atribuimos estas maneras de ser.

En cuanto a lo áspero y a lo liso, basta dirigir una mirada sobre los cuerpos, para dar razón de estas impresiones. La dureza, unida a la diversidad de las partes, produce lo primero;[102] la uniformidad, unida a la densidad, lo segundo.[103] Resta ahora explicar lo más notable que hay en las impresiones comunes al cuerpo entero; es a saber: la causa de lo que hay de agradable y de penoso en esas mismas de que acabamos de hablar, y por qué ciertas impresiones hacen nacer, en las diversas partes del cuerpo, sensaciones acompañadas de placer y dolor. Comencemos por exponer por qué razones las impresiones son seguidas o no de sensación,[104] recordándolo que antes dijimos de las cosas fáciles de mover; porque así es preciso proceder en la indagación que nos proponemos.

Cuando un órgano, que por naturaleza se mueve fácilmente, llega a recibir una impresión, aun cuando sea ligera, esta impresión se trasmite a las partes que le rodean, y por estas a otras; de suerte que, llegando hasta el alma inteligente, ésta se penetra del poder del agente. Pero si el órgano es de naturaleza contraria,[105] como entonces es estable y no da lugar a ninguna trasmisión circular, sólo él es el impresionado, y no pone en movimiento nada de lo que le rodea; de suerte que no comunican unas partes a otras la primera impresión recibida, la cual subsiste inmóvil en el animal; el paciente queda insensible.[106] Este último fenómeno tiene lugar en los huesos, eu los cabellos, y en todas las partes de nuestro cuerpo, compuestas principalmente de tierra; mientras que el primero se observa en la vista y el oído, sentidos en los que el fuego y el aire desempeñan un gran papel.

Veamos ahora cómo es preciso concebir el placer y el dolor. La impresión contra naturaleza y violenta, si tiene lugar repentinamente y con fuerza, es dolorosa. La impresión, que vuelve las cosas a su estado natural, si tiene también lugar repentinamente y con fuerza, es agradable.[107] La que se produce suavemente y poco a poco, es insensible. Lo contrario sucede en las impresiones contrarias. Pero siempre que una impresión se produce con facilidad, es perfectamente sensible, sin participar nada, ni del placer ni del dolor.[108] Tales son las impresiones que se refieren al fuego visual, el cual forma, como se ha dicho, durante el día, un cuerpo estrechamente unido a nuestro cuerpo. Ni cortaduras, ni quemaduras, ni otras afecciones del mismo género le hacen experimentar dolor alguno,[109] ni siente tampoco placer, cuando vuelve a su forma primitiva. Nosotros, sin embargo, tenemos sensaciones muy vivas y muy claras,[110] según que el fuego visual recibe tal o cual impresión, y que en su emisión encuentra tal o cual objeto; y es que él se separa y se reúne sin ninguna especie de violencia. Por el contrario, los cuerpos compuestos de partes más grandes, cediendo con dificultad al agente y trasmitiendo los movimientos recibidos a todo el animal, experimentan placer y dolor; dolor, cuando son alterados; placer, cuando vuelven a su estado primitivo. Todos los órganos, cuyas pérdidas y evacuaciones se verifican con lentitud, y que reciben bruscamente partes nuevas y numerosas, insensibles a la salida de los elementos antiguos, sensibles a la salida de Jos nuevos, no causan ningún dolor al alma mortal, y la procuran grandes placeres. Esto es precisamente lo que sucede con los olores buenos. Los órganos que, por el contrario, se alteran de repente y con fuerza, y que vuelven con dificultad y poco a poco a su primer estado, son el asíento de sensaciones opuestas a las precedentes.[111] Esto es precisamente lo que tiene lugar en las quemaduras y cortaduras del cuerpo.

Quedan expuestas las impresiones comunes a todo el cuerpo,[112] y los nombres dados a sus causas.[113] Ahora debemos dar a conocer, según podamos, las impresiones propias de ciertas partes del cuerpo,[114] y las causas que las hacen nacer.

Pongamos por lo pronto en claro, en cuanto sea posible, lo que hemos omitido antes al hablar de los jugos; a saber: las impresiones particulares que se refieren a la lengua.[115] Es claro, que estas impresiones, como la mayor parte de las otras, resultan de ciertas contracciones y expansiones; pero además de esto, ellas están más estrechamente ligadas que las demás a lo áspero y a lo liso. En efecto, cuando partes compuestas de tierra y líquidas se introducen por las pequeñas venas, que, a manera de mensajeros, van de la lengua al corazón, y encuentran las partes húmedas y tiernas de la carne, estrechan y desecan las venas, y nos parecen agrias, si son más ásperas; acedas, si lo son menos. A las que son detergentes, que lavan toda la superficie de la lengua, y que a causa de su acción excesiva la arrancan algo y disminuyen su sustancia, como hace el nitro, se las llama amargas. Las que tienen en menor grado la propiedad del nitro y limpian moderadamente la lengua, nos parecen saladas sin amargura, y más amigas de nuestra naturaleza. Las que se calientan y ablandan mediante la temperatura de la boca, y después de haber recibido de ella el fuego y el calor, la queman a su vez, y se suben por su ligereza hacia las partes superiores de la cabeza despedazando todo lo que encuentran, a causa de estas propiedades, se las llama picantes. Sucede algunas veces, que estas partes, aminoradas por la putrefacción, penetran en las venas estrechas; encuentran en ellas partes terrosas y partes de aire en cierta proporción, las mezclan agitándolas; después de mezcladas todas estas partes, se encuentran, se infiltran las unas en las otras, forman vacíos, extendiéndose en torno de las partes que entran en las venas; y entonces, haciéndose el líquido cóncavo y extendiéndose alrededor del aire, tan pronto terroso, como puro, se forman vasos redondos y huecos, compuestos de agua y llenos de aire, de los cuales unos, los puros, parecen como trasparentes y llevan el nombre de ampollas; otros, los terrosos, se agitan y remontan, y se los designa con los nombres de levadura y fermentación. La causa de todas estas impresiones es lo que se llama lo ácido. La impresión contraria a todas las precedentes,[116] procede de una causa contraria. Cuando las partes, que entran líquidas, son de tal manera, que convienen á, la naturaleza de la lengua, si ésta se halla irritada, la calman; si está dilatada, la estrechan; si está contraída, la ensanchan; restableciéndola de esta manera a su estado natural. Este remedio universal de las impresiones violentas, agradable y estimado por todos los hombres, es lo que se llama lo dulce.

Tales son los sabores. El sentido que se ejercita por la nariz no tiene especies determinadas. ¿Por qué? Porque el género de los olores es imperfecto, puesto que ningún cuerpo está proporcionado de manera que tenga un olor. Las venas, afectadas por el olor, son demasiado estrechas para las partes de tierra y de agua, y demasiado anchas para las partes de fuego y de aire. Así es que nadie ha encontrado olor a estas partes, y para ser odoríferas, es preciso que se mojen, o que se pudran, o que se fundan, o que se volatilicen. Cuando el agua se convierte en aire o el aire en agua, el olor se forma en el tránsito de cada uno de estos cuerpos al otro, y no es ni más ni menos que un humor o un vapor. Lo que siendo aire, se convierte en agua, es lo que se llama vapor; lo que siendo agua, se convierte en aire, es lo que se llama humor. De aquí procede, que los olores son más finos que el agua, y más gruesos que el aire. Esto es lo que manifiestamente sucede, cuando un hombre poniendo un obstáculo a su respiración,[117] otro aspira con fuerza el hálito del primero; ningún olor se mezcla con el aire, y el soplo llega completamente inodoro. Se han distinguido sólo dos géneros de olor, cuyas variedades no han recibido nombre, porque no se componen de un mayor o menor número de especies simples; y estos dos géneros, que aparecen en claro, han sido llamados lo agradable y lo desagradable; el uno irrita y atormenta toda la cavidad, que se extiende desde la coronilla de la cabeza hasta el ombligo; y el otro acaricia esta misma parte y la restituye con un sentimiento de placer a su estado natural.

Un tercer sentido,[118] un tercer órgano, se ofrece a nuestro examen, que es el oído. ¿Cuáles son las causas de las impresiones que a él se refieren? He aquí lo que tenemos que explicar. Digamos, en general, que el sonido es un impulso trasmitido por el aire, a través de los oídos, del cerebro y de la sangre[119] hasta el alma. El movimiento producido de esta manera, que parte de la cabeza y termina en la región del hígado, es la impresión del oído.[120] Si el movimiento es rápido, el sonido es agudo; si es lento, el sonido es grave; si es uniforme, el sonido es igual y dulce, y es rudo en el caso contrario. En cuanto a la armonía entre unos y otros sonidos, es asunto que trataremos más adelante.

Resta un cuarto sentido, un cuarto órgano, en el que es preciso distinguir mil variedades, que llamamos colores; especie de llama que sale de los cuerpos, y cuyas partículas, proporcionadas al fuego de la vista, se unen a él para producir la sensación. Las causas y el origen del fuego visual han sido precedentemente explicadas, y es llegado el momento de dar razón de los colores de la manera más verosímil. De las partículas que se desprenden del cuerpo y vienen a encontrar al fuego visual, unas son más pequeñas que las partes del fuego, visual, otras son más grandes y otras iguales. Las partículas iguales no causan sensación, y se las llama trasparentes; pero las que son más grandes y más pequeñas, las unas contraen, las otras dilatan, el fuego visual, obrando sobre él como obran lo caliente y lo frío sobre la carne, y como lo agrio y todas las sustancias activas que hemos llamado picantes sobre la lengua. Lo blanco y lo negro son impresiones análogas a las precedentes, pero relativas a un órgano distinto, y por esta razón nos parecen diferentes. Es preciso definirlas de esta manera: lo blanco es lo que dilata el fuego visual, y lo negro lo que tiene la propiedad contraria. Cuando el fuego exterior, encontrando el de la vista con un movimiento más rápido, le dilata hasta los ojos, cuyas aberturas disuelve y divide violentamente y hace correr esta mezcla de fuego y agua, que llamamos lágrimas; cuando el fuego visual, a su vez, sale al encuentro y salta como la llama de un relámpago; cuando el fuego, que se introduce de la parte de fuera, se extingue en la humedad del ojo; cuando, en fin, mil colores nacen de estas combinaciones, entonces decimos que la impresión experimentada es la del rayo, y llamamos brillante y resplandeciente a la causa que lo produce. Hay otro género de fuego, intermedio entre los precedentes que llega hasta el líquido contenido en los ojos, que se mezcla con él, que no brilla, pero que por su esplendor, combinado con esta humedad en que penetra, presentad color de la sangre, y es lo que llamamos lo encarnado. Lo brillante, unido a lo encarnado y a lo blanco, da origen al color leonado. La proporción de esta mezcla, aunque se supiese, no sería prudente decirla, puesto que no se puede dar de ella una razón cierta, ni aun probable. Lo encarnado, combinado con lo negro y lo blanco, produce el color púrpura. La misma composición, más encendida y con una dosis mayor de negro, produce un color más oscuro. Lo rojo es una mezcla de lo leonado y de lo moreno. Lo moreno, de lo blanco y de lo negro. Lo amarillo, de lo blanco y de lo leonado. Lo blanco, unido a lo brillante y cayendo en lo negro recargado, da origen al azul oscuro. Éste, combinado con el blanco, da el azul claro; y lo rojo combinado con lo negro, da el verde. Con respecto a los demás colores, estos ejemplos dejan ver suficientemente, por qué mezclas se puede dar razón de su formación de una manera verosímil. Pero si se intentase verificar estas indicaciones mediante la experiencia, se desconocería la diferencia que separa la naturaleza humana de la divina. Son tales la esencia y el poder de la divinidad, que es para ella un juego el reunir una multitud de elementos; siendo así que no hay hombre, ni le habrá jamás, que sea capaz de realizar ni una ni otra de estas operaciones.

Éstos son los principios que existían por virtud de la necesidad, y el Artífice de lo mejor y más bello, que existe, tomó estos elementos de entre las cosas que devienen o tienen comienzo, cuando engendró el dios que se basta a sí mismo, porque es perfecto.[121] Se sirvió de ellos, como causas auxiliares, para ejecutar sus designios, y él, por su parte, se esforzó en formar todas sus obras a imagen del bien. He ahí por qué es preciso que distingamos dos clases de causas, la una necesaria, la otra divina; y que indaguemos en todas las cosas la causa divina, a fin de obtener una vida dichosa en la medida que permite nuestra naturaleza, pero sin despreciar la causa necesaria por respetos a la otra; debiendo estar persuadidos de que sin ellas jamás seremos capaces de comprender este supremo objeto de nuestros estudios y de nuestros deseos; ni, por consiguiente, de poseerle y de participar de él en cierta manera.

Ahora que, a manera de obreros, hemos reunido en estos dos géneros de causas los materiales necesarios para acabar el tejido de nuestro discurso, apresurémonos a volver al punto de partida, a recorrer de nuevo el camino andado, y llevemos esta discusión al fin y al término que le convienen.[122]

Como dijimos al principio, todas las cosas estaban en desorden, cuando Dios puso en cada una, tomada aparte, y en todas, tomadas en junto, toda la medida y toda la armonía que estaban en su poder, y que la naturaleza de aquellas consentía. Porque antes ninguna de ellas mostraba el menor rastro de este orden, como no fuera por casualidad; y en general puede decirse que nada merecía ser llamado con los nombres con que hoy día designamos las cosas, tales como el fuego, el agua y otras. Dios, por lo pronto, puso orden en esta confusión; después se sirvió de todo ello para formar este universo, animal único, que encierra todos los animales mortales e inmortales. Él mismo fue el artífice de los animales divinos; pero respecto a los animales mortales, encargó a sus propios hijos el cuidado de producirlos.

Estos dioses siguieron el ejemplo de su padre. Habiendo recibido de sus manos el principio inmortal del alma, construyeron y dieron a ésta un cuerpo mortal, como un carro, para conducirla. En este mismo cuerpo colocaron además otra especie de alma, la que es mortal, asiento de las pasiones violentas y fatales; por lo pronto, el placer, el mayor cebo para el mal; después el dolor, que nos aleja del bien; la audacia y el temor, imprudentes consejeros; la cólera, rebelde a la persuasión; la esperanza, que se deja seducir por la sensación irracional y por el amor desenfrenado. De todas estas cosas, mezcladas según las leyes de la necesidad, compusieron la especie mortal. Por temor de manchar el principio divino más de lo necesario, señalaron al alma mortal una estancia distinta en otra parte del cuerpo, después de haber colocado como un istmo y un límite entre la cabeza y el pecho, el cuello, para separarlos.

En el pecho y en lo que se llama tórax sujetaron el género mortal del alma. Pero como en esta alma había todavía una parte mejor y otra peor, dividieron en dos estancias la cavidad del tórax, al modo como se hace para separar el departamento de las mujeres del de los hombres, y pusieron en medio el diafragma a manera de tabique. La parte del alma, que participa del ardor viril y del valor, dispuesta a atrevidas empresas, la colocaron más cerca de la cabeza, en el intervalo que media entre el diafragma y el cuello, a fin de que, subordinada a la razón y de acuerdo con ella, comprimiese mediante la fuerza los deseos violentos, cuando no se sometían espontáneamente a las ordenes que la razón les envía de lo alto de su ciudadela. El corazón, nudo de las venas y origen de la sangre que se derrama desde allí con fuerza por todos los miembros, fue colocado en la estancia de estos satélites de la razón; a fin de que, siempre que el alma belicosa se irrite, advertida por la razón de que se va a realizar alguna acción injusta bajo la influencia de las excitaciones exteriores o de las pasiones de dentro, el corazón trasmita sobre la marcha, por todos los canales y a todas las partes del cuerpo, los consejos y las amenazas de la razón, para que todas estas partes se sometan a ella y sigan exactamente el impulso recibido, y que se asegure la autoridad de aquello que es lo mejor que existe en nosotros. Y después, como el corazón debía estremecerse en la espera del peligro y en el calor de la cólera, y como sabían de antemano que todo este furor tendría su causa en la acción del fuego, los dioses vinieron en auxilio del corazón; formaron y colocaron sobre él el pulmón, órgano blando y desprovisto de sangre, y que además está lleno interiormente de poros, como una esponja, a fin de que, recibiendo el aire y las bebidas, refrescase el corazón, le calmase y le aliviase del calor en que arde. He aquí por qué dirigieron los conductos de la traquearteria hacia el pulmón, y colocaron a éste próximo al corazón, a manera de una blanda almohada; a fin de que, cuando la cólera hiciese latir el corazón con fuerza, encontrase éste un órgano que cede ante él y lo refresca, y pudiese obedecer con menos fatiga a la razón al mismo tiempo que al alma belicosa.

Con respecto a la parte del alma, que desea los alimentos y las bebidas, cosas todas que constituyen una necesidad, atendida la naturaleza del cuerpo, los dioses la colocaron en la región que se extiende desde el diafragma hasta el ombligo. Construyeron en todo este espacio como una despensa, donde el cuerpo pudiese encontrar su alimento. Le encadenaron allí como una bestia feroz, que era necesario alimentar, si la raza mortal había de subsistir. Para que pudiese alimentarse sin cesar en tal departamento, y para que, estando situada lo más lejos posible del alma, que tiene el gobierno, causase la menor turbación y el menor ruido posible, y pudiese escoger en paz el partido más prudente consultando el interés común; los dioses, por todos estos motivos, la redujeron a ocupar este puesto. Vieron que no estaba en su naturaleza el comprender la razón de las cosas; que si llegaba a experimentar alguna sensación, no se molestaría en indagar las causas; que día y noche se dejaría seducir por imágenes y fantasmas, y entonces, con la idea de prestarle auxilio, los dioses formaron el hígado, y lo colocaron en su misma estancia. Le hicieron denso, liso, brillante, suave, y le dieron al mismo tiempo amargor, a fin de que el poder del pensamiento, al salir de la inteligencia, fuese a reflejar sobre su superficie, como sobre un espejo, que, recibiendo las impresiones de los objetos, presenta a la vista las imágenes. De esta suerte el pensamiento sujeta esta tercera alma y la amedrenta con sus amenazas, cuando, utilizando la parte amarga del hígado, la derrama o esparce sutilmente por el órgano entero, que toma el color de la bilis; le estrecha y le comprime; le hace áspero y le cubre de arrugas; y entonces también, doblando el gran lóbulo que estaba recto, contrayéndole, cerrando y obstruyendo las puertas y los depósitos del hígado, nos causa dolor y disgusto. Pero cuando una inspiración serena, nacida de la inteligencia, pinta en el hígado imágenes contrarias; cuando deja en reposo la parte amarga, evitando mover y tocar nada que contrarié su naturaleza; cuando utiliza y se sirve de la dulzura contenida en el hígado; cuando restituye a las partes del mismo su posición recta, su lisura y su libertad; entonces hace gozosa al alma, que habita cerca del hígado, y le da durante la noche la calma y la tranquilidad; y durante el sueño, le da la adivinación, que ocupa el lugar de la razón y de la sabiduría, de que no participa.

De este modo, los autores de nuestro ser,[123] teniendo en cuenta las ordenes de su padre, que mandó dar a la raza mortal toda la perfección posible, organizaron de un modo excelente hasta la parte inferior de nuestra naturaleza; y para que pudiese al menos vislumbrar la verdad, le dieron la adivinación. Es evidente que la adivinación no es más que un modo de suplir la imperfección intelectual del hombre. En efecto, nadie en el pleno ejercicio de la razón, ha llegado nunca a una adivinación inspirada y verdadera, porque para esto es preciso que el pensamiento esté entorpecido por el sueño, o extraviado por la enfermedad o por el entusiasmo.[124] Pero al hombre sano es a quien toca examinar las palabras pronunciadas durante el sueño o la vigilia, cuando el espíritu es trasportado por la adivinación o por el entusiasmo; discutir y someter a la prueba del razonamiento las visiones y las apariciones; e indagar cómo y para quiénes anuncian un bien o un mal presente, pasado o futuro. El que ha estado delirando y aún le dura el delirio, no se baila en estado de juzgar sus propias visiones y sus propias palabras; y se ha dicho con razón, hace ya mucho tiempo, que sólo el sabio obra bien, se conoce a sí mismo, y sabe lo que le concierne. Ved por qué la ley ha instituido los profetas, jueces de las adivinaciones inspiradas. A veces se los llama adivinos, ignorando que en realidad son los intérpretes de las palabras y de las visiones enigmáticas, y que lejos de ser adivinos, su verdadero nombre es el de profetas de las cosas reveladas por la adivinación.[125] Tal es, pues, la razón de la naturaleza del hígado, y del lugar en que ha sido colocado; a saber, la adivinación. Durante la vida, presenta los signos más claros de este hecho; privado de la vida, se hace oscuro: y los indicios que suministra aparecen demasiado borrados, para que puedan deducirse presagios ciertos.[126]

En cuanto a la víscera vecina, oíd la razón de su formación y del lugar que ocupa al lado izquierdo. Su misión consiste en mantener el hígado siempre puro y brillante, como una esponja, destinada a limpiar un espejo, y siempre dispuesto a llenar este oficio. Por esta razón, cuando estando enfermo el cuerpo, el hígado se encuentra sucio, la sustancia esponjosa del bazo que está hueco y sin sangre, recibe estas impurezas y vuelve al órgano su primera limpieza. Lleno de estas impurezas, el bazo se agranda y se infla; pero desde el momento en que el cuerpo recobra la salud, vuelve a su volumen natural. En cuanto a la naturaleza del alma, a la distinción entre una parte mortal y otra parte divina, a su separación y a su localización, y en cuanto a las razones que han determinado esta distribución, para poder decir: he aquí la verdad, sería preciso haberlo aprendido de Dios mismo. Pero por lo menos, que deben tenerse por probables todas estas consideraciones, es lo que tanto más se puede afirmar, cuanto más en ello se reflexiona. Prosigamos, pues, nuestros estudios, siguiendo el mismo método. Es preciso que acabemos de explicar la formación del cuerpo. He aquí el razonamiento según el que se puede conocer mejor su estructura.

Los autores del género humano sabían la intemperancia con que nos arrojaríamos a comer y beber, y que en nuestra glotonería iríamos más allá de lo conveniente y de lo que reclaman nuestras necesidades. Para alejar de nosotros las enfermedades y la muerte, y para que la especie mortal no pereciese desde el instante de su nacimiento, los dioses previsores hicieron lo que se llama el bajo vientre, para que sirviera de receptáculo al sobrante de las bebidas y de los alimentos. Colocaron los intestinos formando circunvoluciones, temerosos de que si pasaba el alimento con excesiva rapidez, el cuerpo experimentaría demasiado pronto la necesidad de un nuevo alimento; y esta insaciable avidez y esta glotonería habrían hecho a nuestra especie incapaz para la filosofía, extraña a las musas e indócil con relación a la parte divina de nosotros mismos.

Sobre los huesos, la carne y las demás cosas de esta naturaleza, he aquí lo que debemos decir. Todas tienen su principio en la formación de la médula. Por estar ligados a la médula, es por lo que los lazos de la vida, mediante los cuales el alma está unida al cuerpo, son como las raíces de la especie mortal; en cuanto a la médula misma, proviene de diversos elementos. Dios tomó, entre los triángulos, aquellos, que siendo primitivos, regulares y lisos, fuesen capaces de producir lo más exactamente el fuego, el agua, el aire y la tierra; los separó de los géneros a que pertenecían; mezcló en debida proporción los unos con los otros; y preparando así la semilla universal de la especie mortal, formó la médula. En seguida plantó en la médula y unió a ella todos los géneros de almas, y como debía recibir[127] diferentes formas y diferentes figuras, la dividió desde esta primera operación, en estas mismas formas. Una parte debía, como un campo fértil, encerrar la semilla divina; la redondeó por todas partes, y dio a esta porción de la médula el nombre de encéfalo; porque, la cabeza[128] sería, en el animal completo, como la vasija que habría de contenerla. La otra parte de la médula destinada a servir de asiento al alma mortal, fue dividida en formas redondas y anchas, y retuvo el nombre de médula en toda su extensión. Dios ligó a ella, a manera de anclas, los lazos de la vida,[129] construyendo todo el cuerpo en torno de la misma, después de haberla puesto al abrigo mediante una cubierta ósea.

Compuso los huesos de la manera siguiente. Después de haber acribado una tierra pura y suave al tacto, la roció y la deslió con la médula; la expuso al fuego y la templó en el agua; volvió a exponerla al fuego y a templarla en el agua; y mediante esta doble operación, muchas veces repetida, la hizo de modo que no pudiera ser disuelta ni mediante el fuego, ni mediante el agua. Lo primero que hizo con esta composición, fue construir alrededor del cerebro una esfera ósea, dejándola una estrecha abertura. En seguida, para proteger la médula del cuello y de la espalda, formó vértebras, colocando las unas encima de las otras, a manera de ejes, desde la cabeza hasta la extremidad del tronco. Puso igualmente en seguridad la esperma, que queda encerrada[130] en un recinto óseo, que tuvo cuidado de proveer de articulaciones, y recurrió a una sustancia de la naturaleza de lo otro,[131] que colocó en medio de estas articulaciones, a fin de hacerlas más propias para los diversos movimientos e inflexiones.

Pero Dios pensó que los huesos son demasiado secos y demasiado duros naturalmente, y que, bajo la influencia de las alternativas de lo caliente y de lo frío, se gastarían y corromperían la semilla que encierran, y entonces formó los nervios y la carne; los nervios, para ligar unos miembros a otros, y por medio de su tensión y su relajamiento alrededor de las vértebras procurar al cuerpo la facultad de doblarse y enderezarse; la carne, para defenderle contra los excesivos calores, garantizarle contra los fríos excesivos, y preservarle en las caídas, a manera de un vestido embutido de lana. Porque la carne cede suave y fácilmente al choque de los cuerpos, y contiene en su sustancia un líquido caliente, que exhala y traspira en el estío, proporcionando a todo el cuerpo una frescura natural, y en el invierno lo defiende por su calor propio de la influencia del frío exterior. Considerando estas cosas, el autor de nuestro cuerpo mezcló en debida proporción agua, fuego y tierra; añadió a esta mezcla una levadura, compuesta de partes agrias y saladas, y formó de esta manera la carne blanda y llena de jugo. En cuanto a los nervios, los compuso combinando huesos y carne sin levadura, lo que produjo una nueva sustancia intermedia entre las otras dos, a la que dio un color leonado. De esto resulta, que los nervios tienen una estructura más tensa y más viscosa que la carne, más blanda y más húmeda qué los huesos. Dios rodeó los huesos y la médula con los nervios y con la carne, ligando con los nervios las diferentes partes del cuerpo, y cubriéndolas todas con la carne. Los huesos, que contenían más alma, recibieron una capa más delgada de carne; los que contenían menos alma, recibieron una capa más espesa. También las junturas de los huesos, en tanto que la razón no aconsejase obrar de otra manera, fueron provistas de una pequeña cantidad de carne, porque esta sino, siendo un obstáculo a las inflexiones del cuerpo, le hubiera hecho pesado y difícil para moverse; porque una carne compacta, maciza y apretada, hubiera a causa de su densidad impedido la sensación, adormecido la memoria y paralizado la inteligencia.

He aquí por qué los muslos, las piernas, las caderas, los brazos y antebrazos, todos los huesos no articulados, todos los que, encerrando poca alma en la médula, están vacíos de pensamiento; he aquí, repito, porque todos estos huesos han sido cubiertos con mucha carne; y por el contrario, las partes que sirven más al pensamiento, son menos carnosas, a no ser cuando ha querido Dios componer de carne un órgano de sensaciones, tal como la lengua. Pero la regla general es la que dejamos consignada. Ningún ser, formado y desenvuelto conforme a las leyes naturales, puede unir a huesos abultados y a una carne maciza la finura y la delicadeza de las sensaciones. Porque, más que parte alguna del cuerpo, la cabeza era acreedora a haber reunido estas tres ventajas, si hubieran sido compatibles; y el género humano, con una cabeza carnosa, nerviosa y fuerte, hubiera alargado su vida dos veces, cien veces más que lo que hoy dura, y hubiera estado menos sujeta a enfermedades y dolores. Pero, los artífices de nuestro ser, comparando una vida más larga, pero peor, con una vida más breve, pero mejor, creyeron que valía más vivir bien poco tiempo, que vivir mal mucho. Fundados en esto, formaron la cabeza de un hueso delgado; y como no tenía que doblarse, le dieron ni carne ni nervios. De aquí nace, que ninguna parte del cuerpo humano es más débil que la cabeza, pero ninguna es tampoco más apta para las sensaciones y para el pensamiento.

De la misma manera y por los mismos motivos, Dios juntó los nervios a la extremidad (inferior) de la cabeza, los reunió simétricamente alrededor del cuello, y ligó con ellos la parte inferior de las quijadas por bajo de la cara; los demás nervios, los dispersó entre todos los miembros, para unir unas articulaciones con otras. En cuanto a la boca, los dientes, la lengua y los labios, los divinos ordenadores arreglaron todas estas cosas, como lo están boy dia, consultando a la vez la necesidad y el bien; la necesidad, para la entrada; el bien, para la salida. Porque la necesidad exige, que al cuerpo se le den alimentos para nutrirse; y el chorro de palabras, que sale de nuestros labios y que sirve para el desarrollo de la inteligencia, es el más precioso y el mejor de los arroyos.

Pero la cabeza no podía ni quedar con su caja ósea desnuda, expuesta sin defensa a la intemperie de las estaciones, ni recibir por abrigo una masa de carne, que la hubiera hecho estúpida e incapaz para las sensaciones. Por esta razón, en la superficie de la carne, siempre húmeda, se formó una corteza, que se distingue de ella y que es lo que llamamos piel. Esta piel, creciendo y desarrollándose a causa de la humedad del cerebro, ocupó bien pronto toda la cabeza. Infiltrándose la humedad al través de las junturas del cráneo, humedeció la piel y reunió las extremidades como con un nudo en la coronilla de la cabeza. Estas junturas o costuras de formas muy diversas son el resultado del doble poder de los círculos del alma y del alimento; cuando estos dos movimientos se combaten más, las junturas son mayores; y cuando se combaten menos, son más pequeñas.

La Divinidad, con el auxilio del fuego, abrió en esta piel, que rodea la cabeza, una multitud de poros. Agujereada de esta manera la piel, y esparramándose por aquí el humor, todo cuanto contenía de puro líquido y de puro calor desapareció; pero las partes que contenían elementos semejantes a los de la piel, elevándose por su propio movimiento, se extendieron hacia fuera tenues como los poros por que salían; rechazados a causa de su pesantez por el aire exterior, volvieron hacia la piel, echando en ella raíces, y de este modo los cabellos nacieron en el tejido mismo de la piel. Se parecen a correhuelas de la misma sustancia de la piel, pero son más duras y más compactas merced a la acción del frío, que condensa los cabellos, enfriándolos cuando salen de la piel. Ved cómo y por qué causas el autor de nuestro ser nos dio una cabeza velluda, persuadido de que, mejor que la carne, los cabellos serían una cubierta ligera, que protegería el cerebro, que le abrigaría contra los rayos del sol y contra el frío, sin oponer nunca dificultades a la vivacidad de la sensación.

Los dedos están formados de nervios, de piel y de huesos entrelazados; de estas tres sustancias mezcladas, y desecadas después, se compuso una piel dura que participa de todas tres.[132] Éstas son las causas segundas; pero la verdadera causa es la Providencia que lo ha hecho así, teniendo en cuenta el porvenir. Los autores del género humano sabían, en efecto, que de los hombres debían nacer las mujeres y los demás animales,[133] y que los más de éstos tendrían necesidad de uñas para la mayor parte de las cosas que habrían de hacer. Por esta razón quisieron que las uñas comenzasen a formarse al mismo tiempo que el hombre, y aquí tenéis la razón y los motivos de que nos dieran y formaran la piel, los cabellos y las uñas a la extremidad de los miembros.

Cuando todas las partes y todos los miembros del animal mortal estuvieron unidos, como debía indispensablemente sacar la vida del fuego[134] y del aire, los dioses, temerosos de que no pareciese consumido o disuelto por ellos, le procuraron al efecto un recurso. Crearon una nueva especie de seres, análoga a la especie humana, aunque con otras formas y otros sentidos, y que era como una especie distinta de animales. Son estos los árboles, las plantas, los granos, producidos y recogidos por la agricultura y sometidos a nosotros, porque primitivamente no existían más que especies salvajes, que son el origen de las especies domesticadas. Y en efecto, todo lo que participa de la vida, con razón debe llamarse un animal. Los seres de que hablamos participan ciertamente de la tercera especie de alma; de la que está colocada entre el diafragma y el ombligo; la que, privada de opinión, de razonamiento y de inteligencia, experimenta al menos las sensaciones agradables y desagradables, así como los apetitos respectivos. Porque el vegetal constantemente experimenta todas estas impresiones, pero como toda su agitación se reconcentra en él mismo;[135] como se resiste a todo movimiento extraño, y sólo usa del que le es propio,[136] no le es permitido razonar sobre lo que le es útil o dañoso, ni tampoco conocerse a sí mismo. Vive a manera de un animal, pero vive inmóvil y arraigado en el suelo, porque está desprovisto de la facultad de trasladarse de un lugar a otro.

Cuando los dioses, que tan superiores son a nosotros, produjeron, para alimento de sus inferiores, todas estas especies (vegetales), abrieron canales en nuestro cuerpo, como se hace en los jardines, a fin de regarle como con la corriente de un arroyo. Hicieron, por lo pronto, dos conductos ocultos bajo la carne y la piel; a saber, las venas dorsales, que corresponden a los costados derecho e izquierdo del cuerpo.[137] Los extendieron a lo largo de la espina dorsal, con la médula genital en medio, a fin de que ésta tuviese el mayor grado de vigor posible, y que la sangre, regando el cuerpo de arriba a abajo, derramase en todas ditas partes una gran humedad. Dividieron en seguida hacia la cabeza estas venas en muchas ramas, cruzaron unas con otras, dirigiendo las de la derecha hacia el lado izquierdo del cuerpo, las de la izquierdo hacia el lado derecho, y obtuvieron así un doble resultado; sirvieron ellas y la piel de lazo de unión entre el resto del cuerpo y la cabeza, que no envuelven los nervios hasta la coronilla; y las impresiones de la sensibilidad, nacidas en partes opuestas, pudieron ser trasmitidas por toda la extensión del cuerpo. Por último, ved cómo hicieron circular el líquido (nutridor) por los canales. Comprenderemos mejor la explicación que sigue, si comenzamos por observar que los cuerpos, compuestos de elementos más pequeños, retienen los que se componen de elementos más grandes, mientras que estos no pueden retener aquellos; y que el fuego es, entre todos los cuerpos, el que consta de partes más pequeñas; de donde se sigue que se escapa al través del agua, de la tierra y del aire, sin que nada pueda retenerlo.

Pues bien, esto es lo que pasa precisamente en nuestro vientre. Cuando entran en él los alimentos y las bebidas, los retiene, pero el aire y el fuego, que son más delicados que las partes de que el vientre se compone, no pueden ser detenidas por éste. Dios se sirve de ellos para hacer pasar el líquido (nutridor) del vientre a las venas.[138]

Con el aire y el fuego compuso una red, semejante a una nasa, que tenía en su abertura dos bolsas interiores, siendo una de ellas también doble,[139] y a partir de estas bolsas, extendió circularmente una especie de cordones hasta el extremo de la nasa y en toda su extensión. Hizo de fuego el interior de la nasa, y de aire las bolsas; y tomando todo esto, lo colocó de la manera siguiente en el cuerpo del animal, formado por él. Puso la abertura de una de las bolsas en la boca, y como esta bolsa era doble, hizo bajar una parte por las arterias[140] al pulmón, y la otra al vientre,[141] siguiendo el curso de las arterias. La segunda bolsa la dividió en dos, pero hizo pasar una y otra parte por los canales de la nariz, y la puso así en comunicación con la primera. De esta manera, si la bolsa, que abre en la boca, cesase de funcionar, la otra llenaría los vasos de ésta al mismo tiempo que los suyos. El resto de la red[142] fue extendido por la cavidad de nuestro cuerpo. De estas disposiciones resulta que tan pronto el fuego de la nasa o red corre suavemente por las bolsas compuestas de aire, como el aire de las bolsas refluye hacia la nasa; que el tejido todo de la nasa puede igualmente entrar y salir a la vez al través del cuerpo, que se presta a ello; que los rayos del fuego interior siguen el doble movimiento del aire[143] con que están mezclados; y, en fin, que todas estas operaciones no cesan un instante de realizarse, mientras subsiste el animal mortal. El que ha dado nombre a las cosas, ha dado a este doble fenómeno los nombres de inspiración y espiración; y a este trabajo activo y pasivo es al que nuestro cuerpo, regado y refrescado, debe la nutrición y la vida. Porque en este vaivén de la respiración, el fuego interior sigue el mismo movimiento, penetra en el vientre, toma los alimentos y las bebidas, los disuelve, los divide en partículas, los trasporta a los canales que recorre, y tomándolos como de un manantial, para derramarlos en las venas, hace que corran estos arroyos al través del cuerpo, como si fuera al través de un valle.

Es indispensable continuar examinando el fenómeno de la respiración, e indagar a qué causas debe ser tal como es hoy. Hélas aquí. Como no existe vacío que reciba los cuerpos en movimiento, es evidente que el aliento que se exhala de nuestros labios no entra en el vacío, sino que desaloja el aire vecino del punto que ocupa. Este aire desalojado empuja a su vez al aire próximo; el aire empujado así en toda su extensión y de una manera necesaria hacia el punto de donde ha salido el hálito, se precipita en él y le llena a continuación del soplo espirado; y todo este movimiento se realiza consecutivamente, semejante al de una rueda, y esto es porque no existe el vacío. He aquí cómo el pecho y el pulmón, después de haber espirado el hálito, se llenan del aire que rodea al cuerpo, y que estrechado por todas partes, penetra al través de los poros de la piel; y a su vez el aire, que perdemos y que sale de nuestro cuerpo, produce la espiración, empujando al aire hacia los conductos de la boca y de las narices. ¿Cuál es la causa que determina este movimiento? Es la siguiente. Todo animal posee en la sangre y en las venas un calor muy intenso, el cual es para él como una fuente de fuego. Es lo que hemos comparado con el tejido de una red o nasa, cuya parte interior está formada de fuego, así como la exterior de aire. Ahora bien, es indudable que el calor ha de dirigirse naturalmente al exterior, hacia la región que le es propia, y tiende a reunirse a la masa de la misma naturaleza. Y como existen dos salidas, una al través del cuerpo, y otra por la boca y las narices, cuando el calor hace esfuerzo por uno de estos puntos, rechaza el aire hacia el otro. El aire rechazado encuentra al fuego y se calienta; el aire que sale, se enfría. Mudando así el calor de lugar, y haciéndose el aire, que ocupa una de las salidas, más caliente, el fuego interior que tiende a reunirse con lo que le es semejante, se dirige en el acto hacia él, y empuja el aire exterior que rodea la otra salida; éste sufre el mismo cambio y produce el mismo efecto; y llevado así de una parte para otra, en una continua serie de acciones y de reacciones, da origen al acto de la respiración.[144]

Según esta misma ley, se explican las ventosas que aplican los médicos; la deglución, los movimientos de los cuerpos, sea que se eleven por los aires, sea que se arrastren por la tierra; los sonidos rápidos o lentos, que parecen agudos o graves, y que forman tan pronto disonancias, cuando los movimientos que excitan en nosotros son desemejantes, como consonancias, cuando estos movimientos son semejantes; porque cuando los primeros sonidos más rápidos están a punto de extinguirse y se hacen unísonos, sobrevienen sonidos más lentos, que se unen a los que les han precedido, y cuyo movimiento continúan. No turban el primer movimiento por el movimiento nuevo, que ellos producen, sino que ponen en armonía el movimiento más lento que comienza, con el movimiento más rápido que concluye; y de esta manera componen, con un tono agudo y un tono grave, una resultante que causa placer al vulgo, y un goce verdadero a los sabios, porque representan la armonía divina en los movimientos mortales. No de otra manera se explica el curso de las aguas, la caida del rayo, y la maravillosa propiedad de atraer los cuerpos que tienen el ámbar y la piedra de Heráclea;[145] porque en vano sería buscar en estos cuerpos una fuerza de atracción, sino que no existiendo el vacío, todos los cuerpos se empujan sucesivamente los unos a los otros; se dilatan, se contraen, mudan de lugar entre sí y vuelven a él; y a causa de todas estas acciones y reacciones se verifican los fenómenos más sorprendentes, como verán cuantos sepan conducir con orden su pensamiento.

Así pues, la respiración, volviendo a nuestro punto de partida, tiene lugar de esta manera y por estas causas, en la forma que hemos expuesto. El fuego divide los alimentos, se agita en el interior del cuerpo, siguiendo el movimiento de la respiración; por esta agitación llena las venas de lo que el vientre contenía, sacando de éste lo que está en él disuelto, y de este modo corrientes cargadas de alimentos, convertidos en partículas, recorren el cuerpo entero de todos los animales. Estas partículas nutritivas, unidas con sustancias de la misma naturaleza, yerbas o frutos, que Dios ha producido expresamente para alimentarnos, presentan colores muy diversos a causa de su mezcla; sin embargo, es el rojo el que domina, efecto de la acción enérgica del fuego y de la impresión que deja en el líquido (nutritivo). Este líquido, que corre al través del cuerpo, tiene el aspecto que hemos descrito,[146] y es lo que llamamos sangre. Alimenta la carne y el cuerpo todo; y regándole, repara sus pérdidas.

Como todos los movimientos del universo, la evacuación y la repleción tienen lugar según la ley que exige que lo semejante busque su semejante. Las cosas exteriores, que nos rodean, no cesan de disolver nuestro cuerpo y de dispersar las partes, que van a unirse con las masas de la misma naturaleza. Y la sangre, a su vez, dividida dentro de nosotros, y encerrada en la organización de cada animal, como en un pequeño mundo, se encuentra en la necesidad de imitar el movimiento del universo. Cada una de sus partes se dirige hacia las materias semejantes, y de esta manera llena los vacíos a medida que se forman. Si las pérdidas superan al principio reparador, el animal perece; si son menores, el animal crece. En la juventud, cuando la constitución del animal es aún reciente, como hay triángulos nuevos, que conservan exactamente su forma primitiva, los mantiene estrechamente ligados, sólidamente unidos; y, sin embargo, el animal es blando y delicado en toda su sustancia, porque está formado de médula y alimentado con leche. Entonces los triángulos, que vienen de fuera y penetran en él, cualquiera que sea el origen de los alimentos y bebidas que los suministren, más viejos y más débiles que los triángulos de dentro, se ven vencidos, divididos por estos triángulos nuevos, y el animal se desarrolla en mayores proporciones, porque es nutrido por numerosos triángulos semejantes. Pero cuando la punta de estos triángulos se embota, a causa de los numerosos combates que han tenido que sostener en los múltiples encuentros con innumerables adversarios, se hacen incapaces de dividir los que se introducen con el alimento y de asimilárselos; por el contrario, son divididos ellos mismos por los que llegan después; el animal vencido en esta lucha desigual desfallece, y este estado es el que se llama la ancianidad. En fin, cuando relajados por la fatiga los lazos que mantienen unidos los triángulos de la médula, no pueden resistir más, abandonan a su vez los lazos del alma. Libre y restituida a su primitiva naturaleza, el alma vuela entonces llena de gozo; porque todo lo que es contra la naturaleza, es doloroso; y todo lo que es natural, agradable. Por esta razón la muerte, resultado de las enfermedades y de las heridas, es dolorosa y violenta; pero la que sobreviene a la vejez, al término marcado por la naturaleza, es la más dulce de todas las muertes y va más bien acompañada de placer que de pena.

De dónde provienen las enfermedades, es cosa que cualquiera puede ver claramente. En efecto, estando formado el cuerpo de cuatro géneros de sustancias, la tierra, el fuego, el agua y el aire; su exceso, su falta, su trasposición del punto que les es propio a otro distinto, las transformaciones inconvenientes, puesto que el fuego y los otros géneros comprenden muchas especies, y otros mil accidentes semejantes; he aquí otras tantas causas de desorden y de las enfermedades. Cada uno de estos cuerpos (elementales) se encuentra, en efecto, modificado en contra de su naturaleza; de frío se hace caliente; de seco, húmedo; de pesado, ligero; y experimentan otros mil cambios. Sólo se mantiene sano y salvo el que se junta a su semejante, o se separa de él uniforme, idéntica y proporcionalmente. Lo que no se conforma a estas reglas, que va y viene sin orden, causa toda clase de alteraciones, enfermedades y males sin cuento.

Pero como además de las composiciones primitivas, existen composiciones secundarias, que tienen igualmente su armonía natural, cualquiera que reflexione en ello, deberá reconocer una segunda clase de enfermedades. La médula, los huesos, la carne, que se forman de los primeros géneros; la sangre, que también tiene la misma procedencia, aunque por una combinación diferente;[147] he aquí el asíento de las enfermedades más graves y más terribles, de que somos víctimas; las más numerosas tienen el origen precedentemente indicado. Si estas composiciones secundarias se forman contrariando el orden natural, entonces es cuando ellas se corrompen. Naturalmente la carne y los nervios nacen de la sangre; los nervios de las fibras a causa de la analogía de naturaleza; la carne del resto de la sangre que se coagula separándose de las fibras. De los nervios y de la carne proviene una sustancia viscosa y espesa, que sirve a la vez para unir la carne a los huesos, y para nutrir y acrecentar la cubierta ósea, que cubre la médula. En fin, al través del espesor de los huesos, se infiltra un jugo, compuesto de los triángulos más puros, más lisos y más brillantes, cuyo destino es humedecer la médula. Si las cosas pasan de esta manera, resulta la salud; si lo contrario, la enfermedad. En efecto, cuando la carne se corrompe; cuando el líquido de ella procedente entra corrompido en las venas, una sangre muy abundante circula con el aire por estos vasos; sangre formada de especies diversas, de diferentes colores, de un sabor amargo, agrio y salado, y que contiene toda clase de bilis, de serosidades y de flemas. Estos humores desnaturalizados y viciados alteran por lo pronto la sangre, y después, sin suministrar ningún alimento, marchan errantes y a la aventura por las venas, trastornan el orden de las revoluciones naturales, se hacen la guerra en lugar de auxiliarse mutuamente, atacan lo más consistente y durable del cuerpo, lo disuelven y lo corrompen. Las partes más viejas de la carne, que han sido disueltas, difícilmente se corrompen, y toman un color negro a causa de la combustión que han sufrido, y hechas amargas, como resultado de la corrupción que las ha roído, dañan a todas las demás partes del cuerpo, que no se habían aún corrompido.

Algunas veces, las partes ennegrecidas, en lugar de ser amargas, son agrias cuando se demacran. Otras veces las partes amargas, sumidas en la sangre, presentan el color rojo; y mezcladas con lo negro, el color verde. Sucede también, que el color amarillo se encuentra mezclado con el sabor amargo, cuando la carne nuevamente formada se funde al fuego de la inflamación. La bilis es el nombre común que se ha dado a todos estos humores, ya por los médicos, ya por cualquiera hombre que ha sido capaz de abrazar muchos objetos desemejantes con una sola mirada, y de ver en ellos un género único, digno de una sola denominación. En cuanto a las diversas especies de bilis, han recibido nombres particulares tomados de sus colores. La serosidad, que viene de la sangre, es dulce; la que procede de la bilis negra y agria, es amargo, cuando, efecto del calor, está mezclada con un sabor salado, y es la llamada flema agria. Otra nace de la disolución de una carne nueva y tierna mediante el concurso del aire. El aire, que se introduce en ella, se encuentra rodeado de humedad; se forman una multitud de burbujas invisibles, separadamente a causa de su pequeñez, pero visibles miradas en masa, y cuyo aspecto se ha hecho blanquizco por la espuma que las mismas engendran. Este líquido, resultado de la licuefacción de una carne tierna y mezclada de aire, es el que designamos con el nombre de flema blanca. De la flema nuevamente formada, nacen el sudor, las lágrimas y todas las demás secreciones, que salen del cuerpo constantemente. Estos humores son otras tantas causas de enfermedades, cuando en lugar de renovarse la sangre, como pide la naturaleza, mediante la asimilación de los alimentos y de las bebidas, la reparación se verifica en sentido contrario y contra las leyes de la naturaleza. Mientras la carne atormentada por estas enfermedades conserva, sin embargo, sus bases, el mal es sólo a medias, y puede reponerse sin gran trabajo. Pero cuando el humor, que une la carne con los huesos, está enfermo; cuando la sangre secretada por las fibras y por los nervios no suministra ya nutrimento a los huesos, ni sirve de lazo entre los huesos y la carne; cuando de gruesa, compacta y viscosa se hace agria, salada y seca bajo el influjo de un mal régimen; entonces este jugo, alterado de esta manera, se retira de la carne y de los nervios; se separa de los huesos; las carnes se desprenden de sus raíces; dejan al descubierto los nervios en medio de este jugo salado; y arrastradas en el movimiento de la sangre, hacen más terribles las enfermedades, de que hemos hecho mención. Sin embargo, por funestas que sean estas afecciones del cuerpo, otras las preceden que son más terribles; y esto sucede cuando el hueso, a causa de la densidad de la carne, no es suficientemente refrescado por la respiración; pues entonces se recalienta, se corrompe y se gangrena; no recibe ya el nutrimento de que tiene necesidad; pierde, por el contrario, su propia sustancia, que se desprende, como si se la arrancase con las uñas; los jugos nutritivos, así alterados, vuelven a la carne, la carne a la sangre, y sobrevienen entonces enfermedades más graves que todas las que hemos mencionado. Pero ninguna tan peligrosa como la que afecta a la médula por exceso o por defecto. De todas las enfermedades es la que conduce más infaliblemente a la muerte, porque toda la armonía del cuerpo es necesariamente trastornada y sin remedio posible.

Existe también una tercera clase de enfermedades, que es preciso dividir en tres series, según que son producidas por el aire respirado, o por la flema, o por la bilis. Cuando el pulmón encargado de distribuir el aire por el cuerpo, no tiene sus conductos libres, sino que estando obstruido por corrimientos, este aire, no llegando a ciertos puntos y penetrando con exceso en otros, deja corromperse los que no son refrescados; y además, se introduce con violencia en las venas, las tuerce con fuerza, disuelve el cuerpo, se encierra en la región interior ocupada por el diafragma, y engendra mil enfermedades dolorosas, acompañadas de sudores excesivos. Muchas veces, cuando la carne se encuentra dividida en el interior del cuerpo, se forma allí aire, que no pudiendo escapar, produce los mismos dolores que el aire que se introduce desde fuera; y estos sufrimientos son aún más grandes, cuando este aire, rodeando los nervios y las venas de estas partes e hinchando los tendones y los nervios correspondientes, produce una tensión en sentido inverso. De esta tensión han tomado estas enfermedades el nombre de tétano[148] y de opistotonos.[149] Poner remedio a esto, no es fácil; casi siempre se curan merced a las fiebres que sobrevienen. La flema blanca es peligrosa, si el aire de sus ampollas está retenido en el interior: y benigna, cuando se abre paso al través del cuerpo; pero mancha la piel con erupciones blancas y otras afecciones análogas, engendradas por ella. Mezclada con la bilis negra, y esparciéndose entre las revoluciones divinas, que se realizan en la cabeza, turba su armonía; desarreglo ligero, cuando se verifica durante el sueño; pero que difícilmente sé repara, y se hace invencible a los esfuerzos del arte, cuando tiene lugar en la vigilia. Esta enfermedad, atacando lo más sagrado de nuestra naturaleza, ha sido llamada con razón enfermedad sagrada.[150] La flema agria y salada es el origen de todas las enfermedades catarrales. Según las diversas partes del cuerpo en que se desenvuelve, recibe también diversos nombres. Las inflamaciones, que ordinariamente se achacan a la flema, proceden de verse el cuerpo atormentado por la bilis. Si encuentra salida la bilis, produce en el exterior, al hervir, toda clase de tumores; si se queda encerrada en los órganos, es origen de un gran número de enfermedades inflamatorias; sobre todo, cuando mezclada con la sangre pura, separa de su sitio regular las fibras que están derramadas en la sangre, a fin de hacerla participar en medida igual de la tenuidad y espesor, para evitar que por demasiado líquida se evapore y marche de los cuerpos ligeros por la acción del calor, o que por ser demasiado espesa y difícil de moverse, apenas corra en las venas. Las fibras son las que conservan la sangre en este justo medio. En efecto; quítense las fibras de una sangre, de la que se haya retirado la vida, y se hará fluida y líquida; que se la vuelvan las fibras, ellas la coagularán con el concurso del frío exterior. Siendo tal el papel de las fibras en la composición de la sangre, la bilis que por su origen no es más que una sangre vieja, y que vuelve de la carne a la sangre, ligeramente caliente y húmeda en el momento en que se mezcla con ella, sufre la influencia de las fibras y se condensa; y condensada así y extinguida por una fuerza extraña, produce en el interior frío y temblores. Si corre en la sangre en mucha abundancia, entonces triunfa de las fibras mediante el calor que le es propio, las conmueve con agitación e introduce en ellas la confusión; y si es bastante poderosa para completar la victoria, penetra hasta la médula, rompe los lazos que retienen el alma como las anclas de un navío, y la dan la libertad. Por el contrario; si corre en pequeña cantidad, el cuerpo resiste a la disolución, y vencida a su vez, o sucumbe en todo el cuerpo, o reobrando al través de las venas sobre la parte superior y la inferior del vientre y forzada a abandonar el cuerpo como se huye de un pueblo agitado por las sediciones, es causa de las diarreas, de las disenterías y de todas las enfermedades de esta especie.

El exceso de fuego en el cuerpo produce ardores y fiebres continuas; el de aire, fiebres diarias; el del agua, fiebres intermitentes; porque el agua es más lenta que el aire y el fuego. En cuanto a la tierra, como es más lenta que las otras tres, necesita intervalos de un tiempo cuádruplo para purificarse, y produce las cuartanas, difíciles de curar.[151] Tal es el origen de las enfermedades del cuerpo. Ved ahora cómo las del alma nacen de nuestras disposiciones corporales. Por lo pronto reconoceremos, que la enfermedad del alma consiste en general en la falta de inteligencia. Esta falta de inteligencia tiene dos modos, que son la locura y la ignorancia. Siempre que se experimente cualquiera de estas dos afecciones, se tiene una enfermedad. Por esta razón los placeres y los sentimientos profundos deben ser considerados como las mayores enfermedades del alma. Porque en el exceso de la alegría y de la pena, el hombre, al apurarse para conseguir tal o cual objeto, ya no es capaz, ni de ver, ni de entender bien; y a la manera de un furioso, para nada se vale de la razón. Aquel, cuya médula engendra una esperma abundante e impetuosa, semejante a un árbol cargado de fruto, experimenta grandes dolores y grandes placeres en las pasiones y sus resultados; pasa, como un insensato, la mayor parte de su vida en medio de estos placeres y de estas penas; su alma sufre, arrastrada lejos de la sana razón por el cuerpo; y es mirado indebidamente como un malvado, cuando se le debe mirar como un enfermo. La verdad es que el desarreglo en los goces del amor, producido en gran parte por el semen que se derrama al través de los poros de los huesos y humedece todo el cuerpo, es una enfermedad del alma. La mayor parte de los cargos que se dirigen a los intemperantes, como si lo fuesen voluntariamente, son injustos. Ninguno es malo porque quiera serlo;[152] una mala disposición del cuerpo, una mala educación, he aquí lo que hace que el malo sea malo. No evita esta desgracia el que quiere. Los dolores, que atormentan al cuerpo, pueden causar igualmente en el alma los más grandes desordenes. Cuando la flema agria y salada y, en general, cuando los humores amargos y biliosos andan errantes al través del cuerpo sin encontrar salida; cuando, retenidos en el interior, confunden sus emanaciones y las mezclan con los movimientos del alma, entonces nacen de esto mil enfermedades en más o menos número, más o menos graves. Estos humores, dirigiéndose a los tres departamentos del alma, según en el que fijan su residencia, provocan en nosotros mil tristezas y mil disgustos, la audacia y la cobardía, y también el olvido y la dificultad de aprender. Además de esto, cuando los vicios de temperamento son reforzados por malas instituciones, por discursos pronunciados en público y en particular, y las doctrinas enseñadas a la juventud no ponen ningún remedio a estos males, los malos se hacen más malos por la sola influencia de estas dos causas, sin que entre en ello para nada su voluntad. Los culpables son menos los hijos que los padres, menos los discípulos que los maestros. Cada cual debe hacer cuanto pueda por medio de la educación, de las costumbres y del estudio, para huir del mal y buscar el bien, pero no es este el lugar en que debe tratarse esta cuestión.

Respecto de lo que precede, conviene exponer los medios por los que se conservan en buen estado el cuerpo y el alma, porque vale más que demos mayores explicaciones sobre el bien que sobre el mal. Al bien acompaña siempre lo bello, y a lo bello la armonía; de donde se infiere, que un animal no puede ser bueno sino mediante la armonía. Pero no somos sensibles a la armonía, ni la tenemos en cuenta sino en las cosas pequeñas; en las grandes, en las más importantes, las despreciamos enteramente. En efecto; lo mismo respecto a la salud y a la enfermedad, que respecto a la virtud y al vicio, todo depende de la armonía del alma y del cuerpo o de su oposición. Sin embargo, no nos curamos de esto, y no tenemos en cuenta que si una alma grande y poderosa es conducida por un cuerpo débil y miserable, o si se verifica lo contrario, el animal todo carece de belleza, porque le falta la primera de las armonías; en el caso contrario, es para el que lo ve el espectáculo más bello y agradable. Que el cuerpo tenga las piernas desiguales o cualquiera otra desproporción, además de ser causa de fealdad, experimenta en las acciones, que los miembros deben realizar en común, mil fatigas, mil estirones, hasta que vacila y cae, y se causa a sí mismo una porción de males. Notemos bien, que lo mismo sucede con este ser doble, que llamamos animal. Si el alma, más poderosa que el cuerpo, se irrita al verse allí encerrada, le agita interiormente y le llena de enfermedades. Si se consagra con ardor a adquirir conocimientos y a hacer indagaciones, entonces le consume. Si emprende el instruir a los demás, entonces se entrega a luchas de palabras en público y en particular, y entre combates y querellas le inflama y le disuelve, y le ocasiona catarros, dando ocasión a que los médicos achaquen estos males a causas imaginarias. Si, por el contrario, el cuerpo, por demasiado desenvuelto, supera al alma, animada por un pensamiento flaco y débil, como que en la naturaleza humana hay dos pasiones, la del cuerpo por los alimentos y la de la parte más divina de nuestro ser por la sabiduría; el esfuerzo del más fuerte, paraliza el del otro; y triunfando del alma, hace a ésta estúpida, incapaz de aprender y de acordarse, y engendra finalmente la peor de las enfermedades, la ignorancia. No hay más que un remedio para los males de estos dos principios: no ejercitar el alma sin el cuerpo, ni el cuerpo sin el alma, a fin de que, defendiéndose el uno contra el otro, conserven el equilibrio y la salud. El que se aplica a la ciencia o a cualquiera otro trabajo intelectual, debe tener cuidado de procurar al cuerpo movimientos convenientes y dedicarse a la gimnasia; y el que se preocupa demasiado de su cuerpo, debe igualmente proporcionar a su alma movimientos convenientes, acudiendo a la música y a la filosofía; y sólo así merecerá que se le llame a la vez bueno y bello.

Es preciso cuidar las partes lo mismo que el conjunto, y para ello imitar lo que pasa en el universo. El cuerpo es de tal condición, que todo lo que penetra en él, le calienta o le enfría; los objetos exteriores le desecan o le humedecen, y bajo esta doble influencia experimenta mil modificaciones análogas. Si se deja debilitar el cuerpo en el reposo; si se le abandona dejándole que sea presa de las impresiones extrañas, no tardará en sucumbir y perecer. Pero si, por el contrario, a imitación de la que hemos llamado nodriza y madre del universo,[153] no permitimos que el cuerpo se debilite nunca en el reposo; si le damos sacudidas y movimientos saludables; si procuramos establecer una armonía natural entre la agitación de fuera y la de dentro; si por medio de una acción moderada establecemos un orden conveniente en las partes del cuerpo y las impresiones que sufre, respetando sus relaciones mutuas, entonces, como dijimos antes hablando del universo, no permitiremos que el enemigo en lucha con el enemigo engendre en el cuerpo guerras y enfermedades, sino que uniendo al amigo con el amigo, nos mantendremos en salud. Ahora bien, de todos los movimientos, el mejor es el que uno produce en sí mismo y por sí mismo,[154] porque ningún otro se parece tanto al movimiento del pensamiento y del universo; no es tan bueno el movimiento que viene de los demás.[155] El peor es el que se experimenta en tal o cual parte del cuerpo, mediante una intervención extraña, estando acostado y en reposo.[156] Por esta razón, de todos los esparcimientos, el primero por excelencia es la gimnasia; el segundo el paseo sin fatiga en bote, en carro o en cualquier otro vehículo; y el tercero, que sólo es útil cuando le aconseja la necesidad y que fuera de este caso no debe usarse, es el que se obtiene mediante las drogas medicinales.[157] Siempre que una enfermedad no ofrezca grave peligro, debe uno guardarse de irritarla con medicamentos.[158] La naturaleza de las enfermedades se parece hasta cierto punto a la de los animales. Es tal la constitución de los animales, que la duración de su vida está determinada de antemano, y es la misma para todos los individuos de su especie; de manera que cada animal tiene un cierto tiempo de vida determinado por el destino, salvos los accidentes inevitables. Porque los triángulos, que son el principio y la fuerza del animal, no tienen virtualidad sino para durar un tiempo determinado, más allá del cual no hay vida posible. No sucede otra cosa con las enfermedades. Si contra el orden irrevocable del tiempo, se las violenta con remedios, se ve que nace de una pequeña enfermedad una grande, y de una sola muchas. Es preciso tratarlas según un régimen prudente, en cuanto sea posible, y no irritar con medicamentos un mal caprichoso. Pero baste lo dicho sobre el animal complejo y su parte corporal, y sobre la manera de gobernar su cuerpo y de gobernarse a sí mismo, para conformar todo lo posible su vida con la recta razón.

Parece que debería tratarse desde luego y sobre todo de la parte destinada para gobernar al hombre, a fin de que adquiera toda la perfección posible en este punto. Para tratar convenientemente este punto, se necesitaría una obra especial; pero algunas consideraciones rápidas, que son consecuencias de los principios establecidos, no estarán fuera de lugar al final de esta conversación.

Hemos dicho y repetido que existen en nosotros tres almas, que habitan lugares diferentes y que tienen movimientos propios. Añadamos ahora en pocas palabras, que la que entre ellas permanece en la inacción y no se mueve como debe hacerlo, se hace necesariamente la más débil; y la que se ejercita, la más fuerte. Es preciso, pues, vigilar para que se muevan con armonía las unas en relación con las otras. En cuanto a la más perfecta de las tres almas, tenemos que decirnos a nosotros mismos, que Dios nos la ha dado como un genio, porque ocupa la cumbre del cuerpo, y, merced a su parentesco con el cielo, nos eleva por encima de la tierra, como plantas que nada tienen de terrestres, y que pertenecen al cielo. Dios, al dirigir hacia los lugares en que tuvo su primer origen a nuestra alma, que es para nosotros como la raíz de nuestro ser, dirige igualmente nuestro cuerpo todo. El que se abandona a las pasiones y a las querellas, sin cuidarse de lo demás, sólo puede dar de sí naturalmente opiniones mortales, y él mismo se hace mortal en cuanto es posible; ¿ni cómo puede ser de otra manera cuando trabaja sin cesar en desarrollar esta parte de su naturaleza? Pero el que aplica su espíritu al estudio de la ciencia y a la indagación de la verdad, y dirige a este objeto todos sus esfuerzos, necesariamente no tendrá sino pensamientos inmortales y divinos. Si llega al término de sus deseos, participará de la inmortalidad en la medida permitida a la naturaleza humana; y como consagra todos sus cuidados a la parte divina de sí propio, y honra el genio que reside en su seno, llegará al colmo de la felicidad. Por otra parte, no hay más que una sola y misma manera de cultivar todas las partes de nuestra naturaleza, que es dar a cada una el alimento y los movimientos que le convengan. Los movimientos, que cuadran con nuestra parte divina, son los pensamientos y las revoluciones del universo. Es preciso que cada uno de nosotros se comprometa a seguir estas revoluciones. Los movimientos, que se realizan en nuestra cabeza, han sido turbados desde el instante del nacimiento; es preciso que cada uno de nosotros los rectifique, aplicando su espíritu al estudio de las armonías y de las revoluciones del universo. Contemplándolas se hará semejante a los objetos que contempla, según el orden primitivo, y alcanzará toda la perfección de esta vida excelente, que los dioses han concedido a los hombres para el presente y para el porvenir.

Ya hemos casi llegado, a mi parecer, al término de la discusión, que habíamos anunciado al comenzar a hablar sobre la historia del universo hasta la formación del hombre. Sólo nos resta exponer en pocas palabras el origen de otros animales. No por eso nos detendremos demasiado. Guardaremos la medida que conviene al objeto. He aquí lo que vamos a decir.

Entre los hombres, que recibieron la existencia, los que fueron cobardes y pasaron su vida en la injusticia, fueron, según todas las probabilidades, metamorfoseados en mujeres en su segundo nacimiento.[159] En esta época y por esta razón los dioses crearon el deseo de la cohabitación, e hicieron de ella una especie de animal vivo, que pusieron en el hombre, y otro, también a modo de animal, que pusieron en la mujer; y ved cómo procedieron. El conducto por el cual los líquidos, después de haber atravesado el pulmón, penetran por bajo de los riñones en la vejiga, para ser en seguida expulsados de allí por la presión del aire y arrojados fuera por un conducto apropiado, recibe en este mismo punto la médula que desciende de la cabeza por el cuello y la espina dorsal, y que ya llamamos antes esperma. Esta esperma, viva y animada, encontrando en esta salida el aire necesario para la respiración, causa entonces un vivo deseo de emisión y produce así el amor a la generación. He aquí porque las partes genitales, naturalmente sordas a la persuasión, enemigas de todo yugo y de todo freno, se parecen en el hombre a un animal rebelde a la razón, y que, arrastrado por apetitos furiosos, se esfuerza en someterlo todo y mandar en todas partes. Por el mismo motivo, en las mujeres la matriz y la vulva no se parecen menos a un animal ansioso de procrear; de manera, que si permanece sin producir frutos mucho tiempo después de pasada la sazón conveniente, se irrita y se encoleriza; anda errante por todo el cuerpo, cierra el paso al aire, impide la respiración, pone al cuerpo en peligros extremos, y engendra mil enfermedades; y esto no se remedia sino cuando el hombre y la mujer, reunidos por el deseo y por el amor, hacen que nazca un fruto, y le recogen como se recoge el de los árboles. Ellos siembran en la matriz, como en un campo fértil, animales invisibles por su pequeñez y sin forma, cuyas partes se aclaran después al desarrollarse; los nutren en el interior, y finalmente, los dan a luz, y aparecen seres completos. Tal fue el origen de la mujer y de todo el sexo femenino.

La raza de los pájaros provistos de plumas en lugar de pelos, no es más que una ligera metamorfosis de esos hombres sin malicia, frívolos, que hablan mucho de las cosas celestes, y que en su simplicidad creen, que sólo el testimonio de la vista puede dar sólidas demostraciones.[160] Los animales que andan y las bestias bravas proceden originariamente de los hombres extraños a la filosofía, que para nada tienen en cuenta las cosas del cielo, porque incapaces de utilizar los movimientos que se realizan en la cabeza, se dejan ciegamente conducir por el alma, que reside en el pecho. A causa de estos hábitos, tienen los miembros anteriores y la cabeza inclinados hacia la tierra, con la que tienen una especie de parentesco; su cabeza es prolongada, y toma mil formas diversas, según la manera con que la pereza ha comprimido en ellos los círculos del alma; si han recibido cuatro pies o más, es porque Dios ha querido que los más estúpidos tuviesen más apoyos, y estuviesen por lo mismo ligados más estrechamente a la tierra. Los más groseros, cuyo cuerpo se extiende en toda su longitud sobre la tierra, no tuvieron necesidad de pies, y por lo tanto los dioses los crearon sin ellos, y tienen que arrastrarse por la tierra. El cuarto género, que vive en el agua, proviene de los hombres más desprovistos de inteligencia y de conocimientos. Los dioses no han creído dignas de respirar un hálito puro a las almas manchadas por su culpable negligencia; y en lugar de darles un aliento puro y sutil, los han condenado a respirar en el fondo de las aguas un líquido espeso. Tal es la raza de los pescados, de las ostras, y en general de los animales acuáticos, relegados a causa de su ignorancia a esas profundas estancias. Por estas mismas razones hoy mismo vemos transformarse unos animales en otros, según que descienden de la inteligencia a la estupidez, o suben de la estupidez a la inteligencia.

Pongamos aquí fin a nuestro discurso sobre el universo. Así ha sido formado este mundo, que comprende los animales mortales e inmortales, dé que está lleno; animal visible donde están encerrados todos los animales visibles; Dios sensible, imagen del Dios inteligible; mundo único y de una sola naturaleza, que es muy grande, muy bueno, muy bello y absolutamente perfecto.

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