Crátilo o de la propiedad de los nombres

HERMÓGENES — CRÁTILO — SÓCRATES

HERMÓGENES. —Aquí tenemos a Sócrates. ¿Quieres que lo admitamos como tercero, dándole parte en nuestra discusión?

CRÁTILO.[1] —Como gustes.

HERMÓGENES.[2] —Ve aquí, mi querido Sócrates, a Crátilo, que pretende que cada cosa tiene un nombre, que la es naturalmente propio; que no es un nombre aquel de que se valen algunos, después de haberse puesto de acuerdo, para servirse de él; y que un nombre de tales condiciones solo consiste en una cierta articulación de la voz; sosteniendo, por lo tanto, que la naturaleza ha atribuido a los nombres un sentido propio, el mismo para los griegos que para los bárbaros. Entonces yo le he preguntado, si Crátilo es verdaderamente su nombre o no lo es. El confiesa que tal es su nombre. ¿Y el de Sócrates?, le dije. Sócrates, me respondió. Y respecto de todos los demás hombres, el nombre con que los designamos, ¿es el de cada uno de ellos? No, dijo; tu nombre propio no es Hermógenes, aunque todos los hombres te llaman así. Y aunque yo le interrogo con el vivo deseo de comprender lo que quiere decir, no me responde nada que sea claro, y se burla de mí. Finge pensar en sí mismo cosas, que si las hiciera conocer claramente, me obligarían sin duda a ser de su opinión, y a hablar como él habla. Por lo tanto, si pudieses, Sócrates, explicarme el secreto de Crátilo, te escucharía con mucho gusto; pero tendré mucho más placer aún en saber de tus labios, si consientes en ello, qué es lo que piensas acerca de la propiedad de los nombres.

SÓCRATES. —¡Oh, Hermógenes, hijo de Hipónico!, dice un antiguo proverbio, que las cosas bellas son difíciles de saber;[3] y ciertamente la ciencia de los nombres no es un trabajo ligero. ¡Ah!, si yo hubiera oído en casa de Pródico[4] la demostración, a cincuenta dracmas por cabeza, que nada deja que desear sobre esta cuestión, como lo dice él mismo, no tendría ninguna dificultad en hacerte conocer acto seguido la verdad sobre la propiedad de los nombres; pero yo no lo oí a este precio, pues solo recibí la lección de un dracma. Por consiguiente, no puedo saber sobre los nombres lo que es cierto y lo que no lo es. Sin embargo; estoy dispuesto a unir mis esfuerzos a los tuyos y a los de Crátilo, y a hacer las posibles indagaciones con vosotros. En cuanto a lo que dice de que Hermógenes no es verdaderamente tu nombre, créelo, no es más que una broma. Sin duda entiende que, persiguiendo constantemente la riqueza, no puedes nunca conseguirla.[5] Sea de esto lo que quiera, no es fácil, como antes dije, ver claro en estas materias; examinemos, por lo tanto, juntos si eres tú el que tienes razón o si es Crátilo.

HERMÓGENES: —Respecto a mí, mi querido Sócrates, después de muchas discusiones con nuestro amigo y con muchos otros, no puedo creer que los nombres tengan otra propiedad, que la que deben a la convención y consentimiento de los hombres. Tan pronto como alguno ha dado un nombre a una cosa, me parece que tal nombre es la palabra propia; y si, cesando de servirse de ella, la reemplaza con otra, el nuevo nombre no me parece menos propio que el primero. Así es que, si el nombre de nuestros esclavos lo sustituimos con otro, el nombre sustituido no es menos propio que lo era el precedente. La naturaleza no ha dado nombre a ninguna cosa; todos los nombres tienen su origen en la ley y el uso; y son obra de los que tienen el hábito de emplearlos. Si este es un error, estoy dispuesto a instruirme, y a tomar lecciones, no solo de Crátilo, sino de todo hombre entendido, cualquiera que él sea.[6]

SÓCRATES. —Quizá dices verdad, querido Hermógenes. Examinemos el punto. ¿Basta que dé uno un nombre a una cosa, para que este nombre sea el de esta cosa?

HERMÓGENES: —Así me lo parece.

SÓCRATES. —¿Y es indiferente que esto lo haga un particular o un Estado?

HERMÓGENES. —Es indiferente.

SÓCRATES. —Entonces, si quiero nombrar la primera cosa que se me presente, por ejemplo, lo que llamamos hombre, llamándolo caballo; y lo que llamamos caballo, llamándolo hombre; ¿un mismo ser tendrá el nombre de hombre para todo el mundo, y para mí solo el de caballo; y el mismo ser tendrá el nombre de hombre para mí solo y el de caballo para todo el mundo? He aquí claramente lo que tú dices.

HERMÓGENES. —Me parece que es así.

SÓCRATES. —Veamos; responde a lo siguiente. ¿Admites que haya algo a que tú llames verdadero, o a que llames falso?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Por consiguiente, ¿existe un discurso verdadero y un discurso falso?

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿El discurso, que dice las cosas como son, es verdadero; y el que las dice como no son, es falso?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Luego es posible decir, mediante el discurso, lo que es y lo que no es?[7]

HERMÓGENES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —El discurso verdadero, ¿es verdadero por entero, mientras que sus partes no son verdaderas?

HERMÓGENES. —No; sus partes son verdaderas igualmente.

SÓCRATES. —¿Sus grandes partes son verdaderas, mientras que las pequeñas no lo son; o bien lo son todas?

HERMÓGENES. —Creo que todas.

SÓCRATES. —¿Y crees tú, que haya en el discurso alguna otra parte más pequeña que el nombre?

HERMÓGENES. —Ninguna es más pequeña.

SÓCRATES. —Pero el nombre, ¿no es parte de un discurso verdadero?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Luego esta parte es verdadera por lo que tú dices?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Pero la parte de un discurso falso, ¿no es falsa?

HERMÓGENES. —Conforme.

SÓCRATES. —Luego puede decirse del nombre, que es falso o verdadero; puesto que puede decirse esto mismo del discurso. HERMÓGENES. —Es evidente.

SÓCRATES. —Pero desde que alguno da un nombre a una cosa, ¿es verdaderamente el nombre de esta cosa?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Luego cada cosa tendrá tantos nombres como se le asignen, y solo por el tiempo que se les asigne?

HERMÓGENES. —Mi querido Sócrates, yo no reconozco en los nombres otra propiedad que la siguiente: puedo llamar cada cosa con el nombre que yo le he asignado; y tú con tal otro nombre, que también le has dado a tu vez. Así es que veo que en diferentes ciudades las mismas cosas tienen nombres distintos, variedad que se observa lo mismo comparando griegos con griegos, que griegos con bárbaros.

SÓCRATES. —Y bien, querido Hermógenes; ¿te parece que los seres son de tal naturaleza, que la esencia de cada uno de ellos sea relativa a cada uno de nosotros, según la proposición de Protágoras, que afirma que el hombre es la medida de todas las cosas; de manera que tales como me parecen los objetos, tales son para mí; y que tales como te parecen a ti, tales son para ti? O más bien, ¿crees que las cosas tienen una esencia estable y permanente?

HERMÓGENES. —En otro tiempo, Sócrates, no sabiendo qué pensar, llegué hasta adoptar la proposición de Protágoras; pero no creo que las cosas pasen completamente[8] como él dice.

SÓCRATES. —Entonces, ¿has llegado alguna vez a pensar, que ningún hombre es completamente malo?

HERMÓGENES. —No, ¡por Zeus! Me he encontrado muchas veces en situaciones que me han hecho creer, que hay hombres completamente malos, y en gran número.

SÓCRATES. —Y bien, ¿no te parece igualmente que existen hombres completamente buenos?

HERMÓGENES. —Son bien raros.

SÓCRATES. —Pero, sin embargo, ¿los hay?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Cómo lo explicas? ¿No es que los hombres completamente buenos, son completamente sabios; y que los hombres completamente malos, son completamente insensatos?

HERMÓGENES. —Eso es precisamente lo que yo pienso.

SÓCRATES. —Pero si Protágoras dice verdad, si es la verdad misma la proposición de que tales como nos parecen las cosas, tales son; ¿es posible que unos hombres sean sabios, y los otros insensatos?

HERMÓGENES. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —Luego, a mi parecer, estás completamente persuadido de que, puesto que existe una sabiduría y una insensatez, es completamente imposible que Protágoras tenga razón. En efecto, un hombre no podría nunca ser más sabio que otro, si la verdad no fuera para cada uno más que lo que le parece.

HERMÓGENES. —Conforme.

SÓCRATES. —Pero tú tampoco admites con Eutidemo,[9] que todas las cosas son las mismas a la vez y siempre para todo el mundo. En efecto; sería imposible que unos fuesen buenos y otros malos, si la virtud y el vicio se encontrasen igualmente y siempre en todos los hombres.

HERMÓGENES. —Dices verdad.

SÓCRATES. —Luego, si todas las cosas no son para todos de la misma manera a la vez y siempre; y si cada objeto no es tampoco propiamente lo que parece a cada uno, no cabe la menor duda de que los seres tienen en sí mismos una esencia fija y estable; no existen con relación a nosotros, no dependen de nosotros, no varían a placer de nuestra manera de ver, sino que existen en sí mismos, según la esencia que les es natural.

HERMÓGENES. —Me parece bien, Sócrates; tienes razón.

SÓCRATES. —Ahora bien; siendo los seres así, ¿pueden ser sus acciones de otra manera? O más bien, ¿no son una especie de seres las acciones?

HERMÓGENES. —Verdaderamente, sí.

SÓCRATES. —Por consiguiente; las acciones se hacen también según su propia naturaleza, y no según queramos. Por ejemplo; he aquí una cosa que es preciso cortar: ¿la cortaremos como queramos, y con lo que queramos? ¿No debemos, por el contrario, cortar como es natural cortar, y como una cosa debe de ser cortada, si queremos cortar en efecto, y llevar a feliz término nuestra operación? Y si nos ponemos en oposición con la naturaleza, ¿no nos expondremos a un chasco?

HERMÓGENES. —Ése es mi parecer.

SÓCRATES. —Y si es preciso quemar alguna cosa, no pretenderemos quemarla de cualquier manera, sino de la que nos parezca buena; y la buena es la que se conforma con la naturaleza, que quiere que se queme y que una cosa sea quemada de una cierta manera y con un cierto instrumento.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —¿Y sucede lo mismo respecto de todas las demás acciones?

HERMÓGENES. —Absolutamente lo mismo.

SÓCRATES. —Pero hablar, ¿no es también una acción?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Entonces, si alguno habla sin otra regla que su capricho, ¿hablará bien? ¿No es preciso, por el contrario, que diga las cosas como es natural decirlas, y que sean dichas sirviéndose del instrumento conveniente para hablar con verdad; mientras que, si procede de otra manera, se engañará y no hará nada de provecho?

HERMÓGENES. —Creo que tienes razón.

SÓCRATES. —Pero nombrar es una parte de lo que llamamos hablar. Los que nombran, hablan; ¿no es cierto?

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Luego nombrar es una acción, puesto que hablar es una acción, que se refiere a las cosas.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Pero nos ha parecido, que las acciones no dependen de nosotros, sino que tienen en sí mismas una naturaleza propia.

HERMÓGENES. —Así es.

SÓCRATES. —Luego es preciso nombrar las cosas como es natural nombrarlas, y nombrarlas con el instrumento conveniente, y no según nuestro capricho; si queremos, al menos, ser consecuentes con nosotros mismos. Y si procedemos así, ¿nombraremos efectivamente; si no, no?

HERMÓGENES. —Así me parece.

SÓCRATES. —Veamos. ¿No decimos que el que quiere cortar tiene necesidad de lo que es necesario para cortar?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Y el que quiere tejer, ¿tiene necesidad de lo que es preciso para tejer; y el que quiere horadar, de lo que es preciso para horadar?

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y el que quiere nombrar, ¿tiene necesidad de lo que es preciso para nombrar?

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —¿Qué es lo que sirve para horadar?

HERMÓGENES. —Un barreno.

SÓCRATES. —¿Y para tejer?

HERMÓGENES. —Una lanzadera.

SÓCRATES. —¿Y para nombrar?

HERMÓGENES. —Un nombre.

SÓCRATES. —Perfectamente. Luego el nombre es también un instrumento.

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y si yo te preguntare: ¿qué instrumento es la lanzadera? Aquel con que se teje, dirías; ¿no es así?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Pero al tejer, ¿qué se hace? ¿No se separa la trama de la urdimbre, que estaban confundidas?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Lo mismo me dirás con respecto al barreno, y a todos los demás instrumentos.

HERMÓGENES. —Absolutamente lo mismo.

SÓCRATES. —¿Y no puedes decirme otro tanto con respecto al nombre? Puesto que nombre es un instrumento, ¿cuando nombramos, qué hacemos?

HERMÓGENES. —Eso es lo que yo no puedo explicar.

SÓCRATES. —¿No nos enseñamos algo los unos a los otros, y no distinguimos, por medio de ellos, las maneras de ser los objetos?

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Luego el nombre es un instrumento propio para enseñar y distinguir los seres, como la lanzadera es propia para distinguir los hilos del tejido.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —La lanzadera, ¿es un instrumento del arte de tejer?

HERMÓGENES. —¿Cómo negarlo?

SÓCRATES. —El tejedor hábil se servirá bien de la lanzadera, quiero decir, como tejedor. Y el maestro hábil se servirá bien del nombre, quiero decir, como maestro.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Cuando el tejedor emplea la lanzadera, ¿a quién debe esta lanzadera?

HERMÓGENES. —Al carpintero.

SÓCRATES. —¿Es todo hombre carpintero, o lo es solo el que posee este arte?

HERMÓGENES. —El que posee este arte.

SÓCRATES. —El que barrena la madera, ¿a qué artesano debe el barreno de que se sirve?

HERMÓGENES. —Al herrero.

SÓCRATES. —¿Y son todos herreros, o solo el que posee este arte?

HERMÓGENES. —Solo el que posee este arte.

SÓCRATES. —Perfectamente. Y cuando se sirve del nombre el maestro, ¿de quién es la obra que emplea?

HERMÓGENES. —Eso es lo que yo no puedo decir.

SÓCRATES. —¿No puedes decir quién nos suministra los nombres de que nos servimos?

HERMÓGENES. —No, en verdad.

SÓCRATES. —¿No te parece que es la ley la que nos los suministra?

HERMÓGENES. —Es probable.

SÓCRATES. —Luego de la obra del legislador se sirve el maestro, cuando se sirve del nombre.

HERMÓGENES. —Así lo creo.

SÓCRATES. —¿Y crees tú que todo hombre es legislador, o que lo es solo el que posee este arte?

HERMÓGENES. —Es solo el que posee este arte.

SÓCRATES. —Luego no es árbitro todo el mundo, mi querido Hermógenes, de imponer nombres, sino que lo es solo el verdadero obrero de nombres; y este es, al parecer, el legislador, que es de todos los artesanos el que más escasea entre los hombres.

HERMÓGENES. —Es probable.

SÓCRATES. —Pues bien; examina ahora qué es lo que el legislador debe tener en cuenta para designar los nombres. Para este examen, ten presente lo que antes dijimos. ¿Qué es lo que el carpintero tiene en cuenta para hacer la lanzadera? ¿No es la operación de tejer, y no atiende a la naturaleza de esta operación?

HERMÓGENES. —Es evidente.

SÓCRATES. —Pero si la lanzadera se rompe en manos del obrero, ¿construirá otra esforzándose en copiar la anterior, o bien se guiará por la idea que sirvió de base a su primer trabajo?

HERMÓGENES. —A mi juicio, se atendrá a esta idea.

SÓCRATES. —Y esta idea, ¿no es justo y exacto llamarla la lanzadera en sí?

HERMÓGENES. —Así me lo parece.

SÓCRATES. —Puesto que toda tela, fina o basta, de hilo o de lana, o de cualquier otra materia, no puede fabricarse sino con una lanzadera, es preciso que el obrero haga todas las lanzaderas según la idea de la lanzadera; pero dando a cada una la forma que la haga más propia para cada género de tejido.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Y lo mismo sucede con todos los demás instrumentos. Después de haber encontrado el instrumento, naturalmente propio para cada género de trabajo, el obrero debe echar mano de los materiales que se presten a ello, no según su capricho, sino según lo ordena la naturaleza. Por ejemplo; es preciso saber forjar con hierro el barreno propio para cada operación.

HERMÓGENES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Y en cuanto a la lanzadera, propia naturalmente para cada género de trabajo, debe saber componerla con la madera que corresponda.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Porque a cada género de tejido corresponde naturalmente una cierta lanzadera; y lo mismo sucede en todo lo demás.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Por consiguiente; es preciso, mi excelente amigo, que el legislador sepa formar, con sonidos y sílabas, el nombre que conviene naturalmente a cada cosa; que forme y cree todos los nombres, fijando sus miradas en el nombre en sí; si quiere ser un buen instituidor de nombres. Porque todos los legisladores no formen cada nombre con las mismas sílabas, no por eso debe desconocerse esta verdad. Todos los herreros no emplean el mismo hierro, aunque hagan el mismo instrumento para el mismo fin. Sin embargo; con tal que reproduzca la misma idea, poco importa el hierro; siempre será un excelente instrumento, ya se haya hecho entre nosotros o entre los bárbaros. ¿No es cierto?

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —Por lo tanto; lo mismo juzgarás del legislador, sea griego o bárbaro. Con tal que, conformándose a la idea del nombre, dé a cada cosa el que la conviene, poco importan las sílabas de que se sirva; no por eso dejará de ser buen legislador, sea en nuestro país o sea en otro.

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —¿Quién decidirá si a un trozo de madera se le ha dado la forma propia de una lanzadera? ¿Será el que la ha hecho, el carpintero; o el que debe servirse de ella, el tejedor?

HERMÓGENES. —Lo más probable, Sócrates, es que sea el que se ha de servir de ella.

SÓCRATES. —¿Y quién es el que debe servirse de la obra de un fabricante de liras? ¿No será este el más capaz de presidir al trabajo del obrero, y de juzgar en seguida si la obra está bien o mal ejecutada?

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Y quién es ese juez?

HERMÓGENES. —El tocador de lira.

SÓCRATES. —¿Y quién es el que debe servirse de la obra del constructor de naves?

HERMÓGENES. —El piloto.

SÓCRATES. —¿Y quién vigilará mejor el trabajo del legislador, y juzgará con más acierto si ha obrado bien, sea entre nosotros, sea entre los bárbaros? ¿No es el mismo que debe servirse de él?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y el que debe servirse de él, no es el que posee el arte de interrogar?

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Y también el de responder?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y al que posee el arte de interrogar y de responder, no le llamas dialéctico?

HERMÓGENES. —Así le llamo.

SÓCRATES. —Pero el carpintero, ¿no tiene precisión de construir el timón bajo la vigilancia del piloto, si quiere que el timón llene su objeto?

HERMÓGENES. —Es justo.

SÓCRATES. —Y el legislador en la designación de los nombres, ¿no es indispensable que tome por maestro a un dialéctico, si quiere designarlos convenientemente?

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —No es este, mi querido Hermógenes, un negocio sencillo; porque la institución de nombres no es tarea para un cualquiera, ni para gente sin talento. Y Crátilo habla bien cuando dice que hay nombres que son naturales a las cosas, y que no es dado a todo el mundo ser artífice de nombres: y que solo es competente el que sabe qué nombre es naturalmente propio a cada cosa, y acierta a reproducir la idea mediante las letras y las sílabas.

HERMÓGENES. —Nada tengo que oponer, Sócrates, a lo que acabas de decir. Sin embargo, es difícil darse por convencido desde ahora; y creo que me convencerías mejor si me explicases cuál es esta propiedad de los nombres, fundada, según tu opinión, en la naturaleza.

SÓCRATES. —Yo, excelente Hermógenes, no me atrevo a tanto; y olvidas lo que decía antes; que ignorante de estas cosas, estaba pronto a examinarlas contigo. Pero el resultado de nuestras comunes indagaciones es que, al contrario de lo que creíamos al principio, nos parece ahora que el nombre tiene una cierta propiedad natural; y que todo hombre no es apto para dar a las cosas nombres convenientes. ¿No es cierto?

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —Sentado esto, debemos indagar, puesto que deseas saberlo, en qué consiste la propiedad del nombre.

HERMÓGENES. —En efecto, deseo saberlo.

SÓCRATES. —Pues bien; examínalo.

HERMÓGENES. —Sí; ¿pero cómo es preciso examinarlo?

SÓCRATES. —El medio más propio para llegar a este resultado, mi querido amigo, es el siguiente: dirigirse a los hombres hábiles, pagarles bien, y además de la paga, darles las gracias. Los hombres hábiles son los sofistas. Tu hermano Calias, que les ha dado gruesas sumas, pasa por sabio. Y puesto que tú no posees parte alguna del patrimonio de tu familia, es preciso que halagues a tu hermano, y le supliques que te haga conocer esta propiedad de los nombres, que le enseñó Protágoras.

HERMÓGENES. —Sería de mi parte una extraña súplica, Sócrates, si después de haber rechazado absolutamente la Verdad de Protágoras,[10] diese yo algún valor a las consecuencias de esta Verdad.

SÓCRATES. —¿No te agrada este medio? Pues vamos en busca de Homero y de los demás poetas.

HERMÓGENES. —¿Y qué dice Homero de la propiedad de los nombres, y en qué pasaje?

SÓCRATES. —En muchos. Los más extensos y bellos son aquellos en los que distingue, respecto de un mismo objeto, el nombre que le dan los hombres, y el que le dan los dioses. ¿No crees, que Homero en estos pasajes nos dice cosas notables y admirables sobre la propiedad de los nombres? Porque es evidente que los dioses emplean los nombres en su sentido propio, tal como le ha hecho la naturaleza. ¿No es ésta tu opinión?

HERMÓGENES. —Creo que si los dioses nombran ciertas cosas, las nombran con propiedad; ¿pero de qué cosas quieres hablar?

SÓCRATES. —Ese río, que bajo los muros de Troya, tiene un combate singular con Vulcano, ¿no sabes que Homero dice[11] que los dioses le llaman Janto, y los hombres Escamandro?

HERMÓGENES. —Lo sé.

SÓCRATES. —Pues bien; ¿no crees que importa saber por qué a este río se le llama con más propiedad Janto, que Escamandro? O si quieres, fíjate en ese pájaro del que dice el poeta:[12] los dioses le llaman Calcis, y los hombres Cimindis. ¿Crees tú que no es interesante saber por qué se le llama Calcis con más propiedad que Cimindis? Y lo mismo sucede con la colina Batieia, llamada también Mirina,[13] y con otros mil ejemplos, tanto de este poeta como de otros. Pero quizá estas son dificultades, que ni tú ni yo podemos resolver. Mas los nombres de Escamandro y de Astiánax, que, según Homero, son los del hijo de Héctor, están más a nuestro alcance; y es más fácil descubrir la propiedad que les atribuye. ¿Conoces los versos, donde están los nombres de los que hablo?[14]

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —¿Cuál de estos dos nombres te parece que Homero juzgó más propio para el joven Astiánax o Escamandro?

HERMÓGENES. —No puedo decirlo.

SÓCRATES. —Razonemos de esta manera. Si se te preguntara: ¿son los más sabios, los que dan los nombres con más propiedad; o son los menos sabios?

HERMÓGENES. —Evidentemente los más sabios, respondería yo.

SÓCRATES. —Hablando en general, ¿son las mujeres las que te parecen más sabias en las ciudades, o los hombres?

HERMÓGENES. —Los hombres.

SÓCRATES. —Pero sabes que Homero dice, que el joven hijo de Héctor era llamado Astiánax por los troyanos; y es claro, que era llamado Escamandro por las mujeres, puesto que los hombres le llamaban Astiánax.

HERMÓGENES. —Es probable.

SÓCRATES. —¿Pero Homero juzgaba a los troyanos más sabios que a sus mujeres?

HERMÓGENES. —Así lo creo.

SÓCRATES. —Luego debía parecerle el nombre de Astiánax más propio que el de Escamandro.

HERMÓGENES. —Probablemente.[15]

SÓCRATES. —Indaguemos la razón. ¿Pero no nos la da él mismo, mejor que ningún otro? Dice:[16]Él solo defendía la ciudad y sus elevados muros. Parece, por consiguiente, que se llamaba con razón al hijo del salvador, el Astiánax[17] de lo salvado por su padre, como lo hace Homero.

HERMÓGENES. —Así me lo parece.

SÓCRATES. —Entonces, ¿en qué consiste que yo no estoy seguro de comprender esto, y tú lo comprendes?

HERMÓGENES. —¡Por Zeus! Tampoco lo comprendo yo.

SÓCRATES. —Y bien, mi querido amigo, ¿no será Homero mismo el que ha dado este nombre de Héctor al héroe troyano?

HERMÓGENES. —¿Por qué?

SÓCRATES. —Porque este último nombre me parece muy análogo al de Astiánax, y ambos se parecen de un modo singular a voces griegas. Ánax y héktor significan poco más o menos la misma cosa, y son igualmente nombres de reyes. En efecto, de lo que un hombre es ánax (jefe) ciertamente es igualmente héktor (poseedor); porque dispone a su voluntad, es dueño de ello; lo posee, échei. ¿Pero, quizá crees que no digo cosa que merezca la pena, y que es una ilusión mía el creer haber encontrado algún rastro de la opinión de Homero acerca de la propiedad de los nombres?

HERMÓGENES. —¡Por Zeus! No hay nada de eso; y a mi parecer estás en buen camino.

SÓCRATES. —Verdaderamente es exacto, si no me engaño, llamar león a la descendencia del león, y caballo a la del caballo. No hablo de los monstruos; como sucedería si de un caballo naciese otra cosa que un caballo; sino que hablo de la descendencia natural de cada raza. Si un caballo produjese contra naturaleza la descendencia natural de un buey, se llamaría a esta, no potro, sino becerro. Lo mismo sucede con el hombre: es preciso, que su descendencia sea la de un hombre, y no la de ninguna otra especie, para merecer el nombre de hombre. Lo mismo sucede con los árboles y con todo lo demás. ¿No es ésta tu opinión?

HERMÓGENES. —Sí, lo es.

SÓCRATES. —Bien dicho. Ten cuidado, sin embargo, no sea que te sorprenda. El mismo razonamiento prueba que el vástago de un rey debe de ser llamado rey. Por lo demás, que una cosa sea expresada por tales o cuales sílabas, poco importa; ni tampoco que se añada o se quite una letra. Basta que la esencia de la cosa domine en el nombre, y que se manifieste en él.

HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir con eso?

SÓCRATES. —Una cosa muy sencilla. Sabes que designamos las letras por los nombres, y no por sí mismas; excepto cuatro e, u, o y ô (épsilon, ýpsilon, ómicron y omega). En cuanto a las demás, vocales o consonantes, sabes que añadimos a ellas otras letras, para formar sus nombres; y si hacemos predominar en cada nombre la letra que designa, se le puede llamar con razón el nombre propio de esta letra. Por ejemplo, la beta, ya ves que la adición de la e, de la t y de la a (eta, tau y alfa), no impide que la palabra entera exprese claramente la letra, que el legislador ha querido designar. Hasta este punto ha sobresalido en el arte de nombrar las letras.

HERMÓGENES. —Me parece que dices verdad.

SÓCRATES. —¿Y no deberemos razonar del mismo modo respecto al rey? De un rey nacerá un rey; de un hombre bueno, un hombre bueno; de un hombre hermoso, un hombre hermoso; y así de lo demás. De cada raza nacerá un ser de la misma raza, salvos los monstruos; y por la tanto será preciso emplear los mismos nombres.[18] Pero como es posible variar las sílabas, puede suceder que el ignorante tome, como diferentes, nombres semejantes. Así como medicamentos distintos por el color o por el olor, nos parecen diferentes, aunque sean semejantes; mientras que el médico, que solo considera la virtud de estos medicamentos, los juzga semejantes, sin dejarse engañar por circunstancias accesorias. Lo mismo sucede al que posee la ciencia de los nombres; considera su virtud y no se turba, porque se añada, o se quite, o se trasponga alguna letra; y aunque se exprese la virtud del nombre por letras completamente diferentes. Por ejemplo; los dos nombres de que hemos hablado antes, Astiánax y Héctor no tienen ninguna letra común, y sin embargo, significan la misma cosa. ¿Y qué relación hay en cuanto a las letras, entre estos nombres y el de Arquépolis (jefe de la ciudad)? Y sin embargo, tiene el mismo sentido. Cuántos nombres no hay que significan igualmente un rey; cuántos que significan un general como Agis (jefe), Polemarco (jefe de guerra), Eupólemo (buen guerrero); otros designan un médico Iatrocles (médico célebre), Acesímbroto (curandero de hombres). Otros muchos podríamos nombrar, que, con sílabas y letras diferentes, expresan por su virtud la misma cosa ¿Eres tú de esta opinión?

HERMÓGENES. —Lo soy completamente.

SÓCRATES. —Los seres que nacen según la naturaleza[19] deben ser llamados con los mismos nombres.[20]

HERMÓGENES. —Sin duda alguna.

SÓCRATES. —Pero si nace algún ser contra naturaleza, que pertenece a la especie de los monstruos; si de un hombre bueno y piadoso nace un impío, como en el caso precedente, en el que un caballo produce lo propio de un buey; ¿no es cierto que será indispensable darle el nombre, no del que le ha engendrado, sino del género a que pertenece?

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Luego si de un hombre piadoso nace un impío, será preciso darle el nombre de su género.

HERMÓGENES. —Evidentemente.

SÓCRATES. —No se le llamará ni Teófilo (amigo de Dios), ni Mnesíteo (que se acuerda de Dios), ni ninguna otra cosa análoga; sino que se le dará un nombre, que signifique todo lo contrario, si se ha de atender a la propiedad de los términos.

HERMÓGENES. —Nada más cierto, Sócrates.

SÓCRATES. —Así, Orestes, mi querido Hermógenes, me parece una palabra bien aplicada, ya sea la casualidad, o ya sea algún poeta el autor de ella; porque expresa el carácter bravío y salvaje de este personaje, y todo lo que tiene de montaraz, oreinon.

HERMÓGENES. —Así me lo parece, Sócrates.

SÓCRATES. —El nombre que se dio a su padre, es también perfectamente natural.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —En efecto, Agamenón tiene el aire de un hombre duro para el trabajo y la fatiga, una vez resuelto a ello, y capaz de llevar a cabo sus proyectos a fuerza de virtud. La prueba de esta indomable firmeza está en su larga estancia delante de Troya, a la cabeza de tan numeroso ejército. Era un hombre admirable por su perseverancia, agastós katà tèn epimonén; he aquí lo que expresa el nombre de Agamenón. Quizá el nombre de Atreo no es menos exacto. La muerte de Crisipo,[21] y su crueldad con Tiestes, son cosas funestas y ultrajantes para la virtud, aterà pròs aretén. Este nombre, sin embargo, tiene un sentido un poco inverso y como oculto, lo que hace que no descubre a todo el mundo el carácter del personaje; pero los que saben interpretar los nombres, conocen bien lo que quiere decir Atreo. En efecto; ya se le haga derivar de ateires, inflexible, o de átreston, intrépido, o de aterón, ultrajante, en todo caso este nombre es perfectamente propio. El nombre dado a Pélope me parece también lleno de exactitud; expresa, en efecto, que un hombre, que no ve más que lo que está cerca de él, merece que se le llame así.

HERMÓGENES. —¿Cómo es eso?

SÓCRATES. —De esta manera. Se cuenta que este hombre, cuando hizo perecer a Mirtilo,[22] no pensó en el porvenir, ni previó el cúmulo de desgracias que preparaba a su posteridad. Solo vio lo más próximo, tò eggús, tò engús, lo presente, tò parachrêma, lo que se expresa por el término pélas (y de aquí Pélope), y puso cuanto estaba de su parte para llegar a ser esposo de Hipodamía. Con respecto a Tántalo, ¿quién no tendrá por justo y natural este nombre, si es cierto lo que se cuenta de este personaje?

HERMÓGENES. —¿Y qué se cuenta?

SÓCRATES. —Por lo pronto, durante su vida tuvo que soportar primero las más terribles desgracias, y más tarde la ruina de su patria. Después de su muerte sufre en los infiernos el suplicio de la roca suspendida, talanteia, sobre su cabeza, que tenía una singular conformidad con su nombre. No es inverosímil que la casualidad de la tradición le haya dado este nombre, a la manera de una persona que, queriendo llamarle muy desgraciado (talántaton), hubiese disimulado un poco, y le hubiese llamado Tántalo. El nombre de su padre, Zeus, me parece admirablemente escogido; pero no es fácil penetrar su sentido. El nombre de Zeus encierra él solo todo un discurso. Lo hemos dividido en dos partes, de que indistintamente hacemos uso, diciendo tan pronto Zêna como Día; reunidos estos dos términos, expresan la naturaleza del dios; y tal debe ser, como hemos dicho, la virtud del nombre. En efecto; para nosotros y para todos los seres que existen, no hay otra verdadera causa de la vida, toû zên, que el Señor y Rey del Universo. No podía darse a este Dios un nombre más exacto, que el de aquel por el que viven, di’ on sên, todos los seres vivos; pero, como dije antes, este nombre único ha sido dividido en dos diferentes. Que Zeus sea el hijo de Krónos, parecerá al pronto una cosa impropia,[23] pero es muy racional pensar que Zeus desciende de alguna inteligencia superior. Ahora bien; la palabra kóros, significa, no hijo, sino lo que hay de puro y sin mezcla en la inteligencia, nóos. Pero Cronos mismo es hijo de Ouranós, el cielo, según la tradición; y la contemplación de las cosas de lo alto, se la llama con razón oupanía, (ouranía, orôsa tà a no; es decir, que contempla las cosas desde lo alto). De aquí procede, mi querido Hermógenes, según dicen los que son entendidos en las cosas celestes, el espíritu puro; y por esto el nombre de Ouranós, le ha sido dado con mucha propiedad. Si recordase la genealogía de Hesíodo, y los antepasados de los dioses que acabo de citar, no me cansaría de hacer ver que sus nombres son perfectamente propios; y seguiría hasta hacer la prueba del punto a que podría llegar esta sabiduría, que me ha venido de repente, sin saber por donde, y que no sé si debo darla o no por concluida.

HERMÓGENES. —Verdaderamente, Sócrates, se me figura que pronuncias oráculos a manera de los inspirados.

SÓCRATES. —Creo con razón, mi querido Hermógenes, que semejante virtud me ha venido de la boca de Eutifrón de Prospaltos.[24] Desde esta mañana no le he abandonado prestándole un oído atento; y es muy posible que, en su entusiasmo, no se haya contentado con llenar mis oídos con su divina sabiduría, y que se haya apoderado también de mi espíritu. He aquí, a mi parecer, el mejor partido que debemos tomar. Usemos de esta sabiduría por hoy, y prosigamos hasta el fin nuestro examen sobre los nombres. Mañana, si en ello convenimos, procederemos a las expiaciones, y nos purificaremos, si encontramos alguno que nos ayude, sea sacerdote o sofista.

HERMÓGENES. —Apruebo vuestra proposición, y con mucho gusto oiré lo que falta por decir sobre los nombres.

SÓCRATES. —A la obra, pues. ¿Pero por dónde quieres que comencemos nuestra indagación, ya que hemos adoptado un cierto método para saber si los nombres prueban por sí mismos, que no son producto de la casualidad, sino que tienen alguna propiedad natural? Los nombres de los héroes y de los hombres podrían inducirnos a error. Muchos, en efecto, son tomados de sus antepasados, y ninguna relación tienen con los que los reciben, como dijimos ya al principio; y otros son la expresión de un voto, por ejemplo, Eutíquides (afortunado), Sosias (salvado), Teófilo (amado de los dioses), y muchos más. Creo que debe dejarse aparte esta clase de nombres. Es muy probable que los verdaderamente propios se encuentran entre los que se refieren a las cosas eternas y al orden de la naturaleza. Porque en la formación de estos nombres ha debido ponerse mayor cuidado; y no es imposible que algunos hayan sido formados por un poder, más divino que el de los hombres.

HERMÓGENES. —No es posible hablar mejor, Sócrates.

SÓCRATES. —¿No es oportuno comenzar por los dioses, e indagar por qué razón se les ha podido dar con propiedad el nombre de theoi?

HERMÓGENES. —Muy bien.

SÓCRATES. —He aquí lo que sospecho. Los primeros hombres, que habitaron Grecia, no reconocieron, a mi parecer, otros dioses que los que hoy día admiten la mayor parte de los bárbaros, que son el sol, la luna, la tierra, los astros y el cielo. Como los veían en un movimiento continuo, y siempre corriendo, theonta, a causa de esta propiedad de correr (thein), los llamaron theoi. Con el tiempo las nuevas divinidades que concibieron, fueron designadas con el mismo nombre. ¿Te parece que esto que digo se aproxima a la verdad?

HERMÓGENES. —Me parece que sí.

SÓCRATES. —¿Qué deberemos examinar ahora? Evidentemente los demonios, los héroes y los hombres.

HERMÓGENES. —Veamos los demonios.

SÓCRATES. —Verdaderamente, Hermógenes, ¿qué puede significar este nombre, los demonios? Mira si lo que pienso te parece acertado.

HERMÓGENES. —Habla.

SÓCRATES. —¿Sabes a quiénes llama Hesíodo demonios?

HERMÓGENES. —No me acuerdo.

SÓCRATES. —¿Tampoco te acuerdas que dice que la primera raza de hombres era de oro?

HERMÓGENES. —De eso sí me acuerdo.

SÓCRATES. —El poeta se explica de esta manera:[25]

Desde que la Parca ha extinguido esta raza de hombres,

Se los llama demonios, habitantes sagrados de la tierra,

Bienhechores, tutores y guardianes de los hombres mortales.

HERMÓGENES. —Y bien; ¿qué significa eso?

SÓCRATES. —¿Qué? Que no creo que Hesíodo quiera decir que la raza de oro estuviese formada con oro, sino que era buena y excelente; y lo prueba que a nosotros nos llama raza de hierro.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —¿Crees que si entre los hombres de hoy se encontrase uno bueno, Hesíodo lo colocaría en la raza de oro?

HERMÓGENES. —Probablemente.

SÓCRATES. —Y los buenos, ¿son otra cosa que los sabios?

HERMÓGENES. —Son los sabios.

SÓCRATES. —Esto basta, a mi juicio, para dar razón del nombre de demonios. Si Hesíodo los llamó demonios, fue porque eran sabios y hábiles, daémones, palabra que pertenece a nuestra antigua lengua. Lo mismo Hesíodo que todos los demás poetas tienen mucha razón para decir que, en el instante de la muerte, el hombre, verdaderamente bueno, alcanza un alto y glorioso destino, y recibiendo su nombre de su sabiduría, se convierte en demonio. Y yo afirmo a mi vez que todo el que es daemon, es decir, hombre de bien, es verdaderamente demonio durante su vida y después de la muerte, y que este nombre le conviene propiamente.

HERMÓGENES. —No puedo menos de alabar lo que dices, Sócrates. Pero ¿qué son los héroes?

SÓCRATES. —No es punto difícil de comprender. Esta palabra se ha modificado muy poco; y demuestra que los héroes toman su origen del amor, éros.

HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir con eso?

SÓCRATES. —¿No sabes que los héroes son semidioses?

HERMÓGENES. —¿Y qué?

SÓCRATES. —Es decir, que todos proceden del amor, ya de un dios con una mortal, ya de un mortal con una diosa. Si quieres que me refiera a la antigua lengua ática, entonces me entenderás mejor. Verás que el nombre de amor, al que deben los héroes su nacimiento, se ha modificado muy poco. He aquí cómo es preciso explicar los héroes; o sino hay que decir que eran sabios y oradores, versados en la dialéctica, y particularmente hábiles para interrogar, erotân; porque eírein, significa hablar. Como decíamos, resulta que en la lengua ática son oradores o disputadores, erotetikoí, y la familia de los oradores y de los sofistas es nada menos que la raza de los héroes. Esto es fácil de concebir. Pero es más difícil saber por qué a los hombres se les llama ánthropoi. ¿Puedes tú explicarlo?

HERMÓGENES. —¿Cómo podría hacerlo, mi querido Sócrates? Aunque fuese capaz de dar esta explicación, no lo haría; porque estoy persuadido de que tú la encontrarás mejor que yo.

SÓCRATES. —Está visto, a lo que veo, que tienes fe en la inspiración de Eutifrón.

HERMÓGENES. —Completamente.

SÓCRATES. —Es una fe fundada. Creo, en efecto, tener en el espíritu una idea buena; y corro el riesgo, si no estoy en guardia, de encontrarme hoy más sabio aún de lo que es menester. Escucha lo que voy a decir. Por lo pronto, es preciso hacer una observación con motivo de los nombres. Muchas veces, cuando queremos nombrar una cosa, añadimos letras a los nombres, o las quitamos, o mudamos el lugar de los acentos. Por ejemplo: Diì phílos, querido para Zeus. Para formar un nombre de esta locución hemos quitado la segunda i, y la sílaba del medio, que tenía el acento, la hemos hecho grave, Dífilos. Otras veces, por el contrario, añadimos letras, y sobre una sílaba grave colocamos el acento agudo.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —De una de estas modificaciones es de donde ha salido el nombre de los hombres, si yo no me engaño. Se ha formado un nombre de una locución de la que se ha suprimido una letra, una a, y hecho grave la sílaba final.

HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir con eso?

SÓCRATES. —Lo siguiente. Este nombre ánthropos, significa que los demás animales ven las cosas sin examinarlas ni dar razón de ellas, ni contemplarlas, anathrei; mientras que cuando el hombre ha visto una cosa, eorake, lo que expresa igualmente la palabra ópope, la contempla y se da razón de ella. El hombre es el único, entre los animales, a quien puede llamarse con propiedad ánthropos, es decir, contemplador de lo que ha visto, anathrôn hà opôpen.

HERMÓGENES. —Y bien, ¿quieres ahora que yo te pregunte acerca de los nombres que quisiera conocer?

SÓCRATES. —Con mucho gusto.

HERMÓGENES. —He aquí una cosa, que parece resultado de lo que acaba de decirse. Hay, en efecto, en el hombre lo que llamamos alma, psyché, y el cuerpo, sôma.

SÓCRATES. —Sin duda.

HERMÓGENES. —Tratemos de explicar estas palabras, como hemos hecho con las demás.

SÓCRATES. —¿Quieres que examinemos cómo el alma ha merecido que se la llame psyché, y que en seguida veamos lo relativo al cuerpo?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —A juzgar por lo que a primera vista me parece, he aquí cuál pudo ser el pensamiento de los que han creado el nombre de alma, psyché. Mientras el alma habita en el cuerpo, es causa de la vida de este; es el principio que le da la facultad de respirar, y que le refresca, anapsychon; y tan pronto como este principio refrigerante le abandona, el cuerpo se destruye y muere. He aquí, en mi opinión, por qué ellos lo han llamado psyché. Pero aguarda un poco. Me parece entrever una explicación, que habrá de parecer más aceptable a los amigos de Eutifrón. Con respecto a la que acabo de dar, temo que la desprecién y la juzguen demasiado grosera. Mira ahora si esta será de tu gusto.

HERMÓGENES. —Habla.

SÓCRATES. —¿Qué es lo que a tu parecer mantiene la naturaleza de nuestro cuerpo, y le trasporta hasta el punto de hacerle vivir y andar? ¿No es el alma?

HERMÓGENES. —Es el alma.

SÓCRATES. —Y bien, ¿crees, con Anaxágoras, que la naturaleza en general está gobernada y sostenida por una inteligencia y un alma?

HERMÓGENES. —Así lo pienso.

SÓCRATES. —No se podía dar a este poder, que transporta y mantiene la naturaleza, (physin ochei kai echei); otro nombre mejor que physéche. Y bien puede decirse, con más elegancia, psyché.

HERMÓGENES. —Perfectamente; esta nueva interpretación me parece más ingeniosa que la otra.

SÓCRATES. —Lo es en verdad; pero la palabra, tal como ha sido formada al principio, parece ridícula.

HERMÓGENES. —Ahora, ¿cómo explicaremos la palabra que sigue?

SÓCRATES. —¿La palabra sôma, cuerpo?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Puede hacerse de muchas maneras; ya modificándola un tanto, ya tomándola como es. Algunos dicen, que el cuerpo es la tumba, sêma, del alma, y que está allí como sepultada durante esta vida. Se dice también, que por medio del cuerpo, el alma expresa todo lo que expresa, semaínei hà án semaíne, y que a causa de esto, se le llama justamente, sêma. Pero, si no me engaño, los partidarios de Orfeo aplican esta palabra a la expiación de las faltas que el alma ha cometido. Ella está encerrada en el recinto del cuerpo, como en una prisión, en que está guardada, sózetai. El cuerpo, como lo indica la palabra, es para el alma, hasta que esta ha pagado su deuda, el guardador, sôma, sin que haya necesidad de alterar una letra.

HERMÓGENES. —Estos puntos están suficientemente aclarados. Pero respecto de los nombres de los dioses, ¿no podríamos, como hicimos antes con el de Zeus, examinar en igual forma, cuál puede ser su propiedad?

SÓCRATES. —¡Por Zeus!, mi querido Hermógenes; la mejor manera de examinar, si fuéramos prudentes, sería confesar que nosotros nada sabemos, ni de la naturaleza de los dioses, ni de los nombres con que se llaman a sí mismos; nombres que, sin dudar, son la exacta expresión de la verdad. Después de esta confesión, el partido más razonable es llamar a los dioses, como la ley quiere que se les llame en las preces, y darles nombres que les sean agradables, reconociendo que nada más sabemos. En mi opinión, esto es lo más sensato que podemos hacer. Entreguémonos, pues, si quieres, al examen en cuestión; pero comenzando por dar fe ante los dioses, que no indagaremos su naturaleza, para lo cual nos reconocemos incapaces; y que solo nos ocuparemos de la opinión que los hombres han formado de los dioses, y en cuya virtud les han dado esos nombres. En esta indagación nada hay que pueda provocar su cólera.

HERMÓGENES. —No puede hablarse con más cordura, Sócrates; hagámoslo así.

SÓCRATES. —¿Comenzaremos por Hestia (Vesta), según es de ley?[26]

HERMÓGENES. —Es justo.

SÓCRATES. —¿Cuál podía ser el pensamiento del que la nombró Hestia?

HERMÓGENES. —¡Por Zeus!, no es fácil adivinarlo.

SÓCRATES. —Me parece, mi querido Hermógenes, que los primeros que instituyeron los nombres, no eran espíritus despreciables, sino antes bien espíritus sublimes y de una gran penetración.

HERMÓGENES. —¿Por qué?

SÓCRATES. —Porque la institución de los nombres solo puede ser obra de hombres de recta condición. Que se tome cualquiera el trabajo de considerar también los nombres extranjeros,[27] y verá que no hay nada de que no pueda darse explicación. Así, lo que llamamos nosotros ousía, otros lo llaman esía, y otros osía. Por lo pronto, se ha podido muy bien, en vista del segundo de estos términos, llamar a la esencia de las cosas hestía; y si designamos por hestía todo lo que tiene esencia, se sigue, que Hestía (Vesta) es nombrada con propiedad; porque resulta, que nosotros igualmente hemos dicho en otro tiempo esía, por ousía. Además, si nos fijamos en las ceremonias de los sacrificios, no se dudará que tal ha debido ser el pensamiento de los inventores de este nombre. En efecto, era natural que Hestía fuese invocada antes que todos los dioses en los sacrificios, por los que la habían nombrado la esencia de las cosas. En cuanto a los que dicen osía por ousía, quizá han creído, con Heráclito, que todo pasa, que nada subsiste; y siendo el principio que pone las cosas en movimiento, el principio de impulsión, tò othoun, la causa de este flujo perpetuo, han debido creer oportuno llamarla Osía. Mas para gentes que nada entienden, es bastante lo dicho sobre este punto. Después de Hestía conviene examinar Rhea y Krónos (Rea y Cronos), si bien ya hemos dado explicaciones sobre el nombre de este último. Pero quizá valga bien poco lo que voy a decir.

HERMÓGENES. —¿Por qué, Sócrates?

SÓCRATES. —Mi querido amigo, tengo en el espíritu todo un enjambre de sabias explicaciones.

HERMÓGENES. —¿Qué explicaciones?

SÓCRATES. —Parecerán sin duda ridículas; sin embargo, no dejan de ser verosímiles.

HERMÓGENES. —Veamos.

SÓCRATES. —Creo observar que Heráclito ha expresado con sagacidad ideas muy antiguas que verdaderamente se refieren a Krónos y a Rhea, y que Homero había expresado ya.

HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir con eso?

SÓCRATES. —Heráclito dice que todo pasa; que nada permanece; y comparando las cosas con el curso de un río, dice que no puede entrarse dos veces en un mismo río.

HERMÓGENES. —Es exacto.

SÓCRATES. —Y bien; ¿te parece que difiere de la opinión de Heráclito, el que ha dado por antepasados a los demás dioses, Rhea y Krónos?[28] ¿Crees que ha sido una casualidad el haber dado a estas dos divinidades los nombres de corredores? ¿No dice Homero a su vez:[29]

El Océano padre de los dioses y su madre Tetis?

Hesíodo me parece hablar en el mismo sentido. En fin, Orfeo en cierto pasaje se expresa de esta manera:[30]

El Océano con su flujo y reflujo majestuoso se une el primero por el himeneo con su hermana Tetis, nacida de la misma madre.

Mira como todas estas citas concuerdan y se amoldan a la doctrina de Heráclito.

HERMÓGENES. —Se me figura que tienes razón, Sócrates; pero el nombre de Tetis no veo lo que quiere decir.

SÓCRATES. —Pues se explica casi por sí mismo. No es más que el nombre de manantial un poco disimulado. Porque las palabras diattómenon, lo que salta, y ethoúmenon, lo que corre, nos dan la idea de un manantial. Pues bien, de la combinación de estas dos palabras se ha formado la de Tethýs, Tetís.

HERMÓGENES. —He aquí, Sócrates, una preciosa explicación.

SÓCRATES. —¿Por qué no? ¿A quién pasaremos ahora? De Zeus ya hemos hablado.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Hablemos entonces de sus hermanos Poseidón (Neptuno) y Plutón, y también del segundo nombre con que este es conocido.

HERMÓGENES. —Conforme.

SÓCRATES. —Creo que al inventor de la palabra Poseidôn se le ocurrió por la siguiente circunstancia. Según caminaba, la mar detuvo sus pasos, y no le permitió pasar adelante, siendo para él como una cadena puesta a sus pies: llamó al dios que preside a este poder Poseidôn, es decir, que es una cadena para los pies, posidesmos ôn; y se habrá añadido «ei» por pura elegancia. O quizá, en lugar de la sigma (s) había primitivamente dos lambdas, y significaba entonces el dios que lo sabe todo, polla eidós. Quizá también de la acción de conmover la tierra se le ha llamado el que conmueve, o hò seíon; y se habrá añadido una pi y una delta. En cuanto a Plutón, su nombre procede, de que es el que da la riqueza, ploutos, porque ella sale del seno de la tierra. El otro nombre de este dios Hades, según opinión de la mayor parte de los hombres, expresa lo invisible, tò aeidés, y como este nombre inspira terror, prefieren llamarle Plutón.

HERMÓGENES. —¿Pero qué te parece a ti, Sócrates?

SÓCRATES. —Creo que los hombres se engañan de muchas maneras respecto del poder de este dios, y que no hay fundamento para temerle tanto. El motivo de este temor es que, una vez muerto el hombre, baja a sus estancias, sin esperanza de volver; así es como el alma, abandonando el cuerpo, se traslada cerca de este dios. Yo creo que hay una maravillosa concordancia entre el poder de este dios y su nombre.

HERMÓGENES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Voy a decirte lo que pienso. Respóndeme: ¿cuál es el lazo más fuerte para retener en un punto a un animal cualquiera? ¿Es la necesidad o el deseo?

HERMÓGENES. —Sin duda, Sócrates, es el deseo.

SÓCRATES. —¿No crees que muchos huirían del Hades si el dios no retuviera, con el lazo más fuerte, a los que han bajado a su morada?

HERMÓGENES. —Sin duda alguna.

SÓCRATES. —Por el deseo los encadena; puesto que los encadena por el lazo más fuerte, y no por la necesidad.

HERMÓGENES. —Me parece bien.

SÓCRATES. —Pero ¿no hay muchas clases de deseos?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Pero es mediante el deseo, más poderoso de todos, por el que dios los encadena, puesto que debe retenerlos con el lazo más poderoso.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y hay un deseo más poderoso que el del hombre, que entra en relación con otro hombre, con la esperanza de hacerse mejor?

HERMÓGENES. —¡Por Zeus!, no lo hay, Sócrates.

SÓCRATES. —Concluyamos de todo esto, que ninguno de los que han partido de este mundo, aspira a volver a él; ni aun las sirenas, sino que están como encantadas, lo mismo que todos los demás. ¡Tan magníficos son los discursos que Hades les dirige! Este dios, como se ve, es un sofista consumado, así como es un gran bienhechor para los que están cerca de él; puesto que hasta a los habitantes de la tierra envía también magníficos tesoros. Es preciso, pues, que allá abajo posea riquezas en abundancia; y he aquí de donde le viene el nombre de Plutón. Por otra parte, rehusando la sociedad de los hombres, entorpecidos con sus cuerpos, y entrando en comercio con aquellos cuya alma está libre de todos los males y de todas las pasiones del cuerpo, ¿no te parece que Plutón se muestra como un verdadero filósofo? Comprendió bien que le sería fácil retener hombres de esta naturaleza encadenándolos mediante el deseo de la virtud, y que mientras se viesen envueltos en la estupidez y locura del cuerpo, no conseguiría mantenerlos cerca de sí, aun cuando Cronos los encadenase con los lazos que llevan su nombre.

HERMÓGENES. —Se me figura que tienes razón, Sócrates.

SÓCRATES. —Y el nombre de Hades, mi querido Hermógenes, no es probable que se dedujera de aeidés, tenebroso. El poder que este dios tiene de conocer, eidenai, todo lo que es bello; es el que ha inclinado al legislador a llamarle Hades.

HERMÓGENES. —Sea así. Pero ¿qué diremos de Deméter (Ceres), Hera (Juno), Apóllon, Athéna (Minerva); Hefaistos (Vulcano); Ares (Marte) y otros dioses?

SÓCRATES. —Deméter, creo, se llama así a causa de los alimentos que nos da como una madre (didoûsa hos méter), Hera es una divinidad amable (eraté tis), pues que, según se refiere, fue amada por Zeus. Quizá también preocupado con las cosas del cielo, el legislador ha querido ocultar bajo este nombre el de aire, aer, descomponiéndolo un poco y poniendo la letra del principio al fin; lo que se hace patente cuando se pronuncia Hera muchas veces seguidas. Pherréphatta (Perséfone, Proserpina) es un nombre que, lo mismo que el de Apolo, inspira gran terror a la mayor parte de los hombres; y esto es, a mi parecer, porque ignoran la propiedad de los nombres. En efecto, ellos lo alteran hasta ver en este nombre el Phersephóne,[31] que les parece temible. En realidad, ¿qué expresa? La sabiduría de esta diosa. En el movimiento que impulsa todas las cosas, la sabiduría consiste en poder tocarlas, cogerlas, seguirlas en su huida. Pherépapha, era maravillosamente propia, para designar la sabiduría; es decir, la facultad de tocar y de coger lo que marcha, epaphé toû pheroménou. Y si Perséfone-Proserpina aparece unida al sabio Hades, es porque ella también es sabia. Pero hoy día se altera su nombre, y prefiriendo el placer del oído a la verdad, se la llama Pherréphatta. Lo mismo sucede respecto a Apolo: los más temen el nombre de este dios, como si expresase alguna cosa terrible.[32] ¿No lo sabes?

HERMÓGENES. —Perfectamente; es verdad lo que dices.

SÓCRATES. Y sin embargo, en mi opinión, tal nombre tiene una maravillosa relación con los atributos de este dios.

HERMÓGENES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Trataré de hacerte conocer lo que pienso. No hay nombre que mejor pueda dar a conocer, por una sola palabra, los cuatro atributos de este dios; ni que pueda más claramente expresar la música, la adivinación, la medicina, y el arte de lanzar flechas.

HERMÓGENES. —Explícate, porque me hablas de un nombre ciertamente extraordinario.

SÓCRATES. —De un nombre lleno de armonía, como conviene a un dios músico. Por el pronto, las evacuaciones y las purificaciones, ya de la medicina, ya de la adivinación; las fumigaciones de azufre en el tratamiento de las enfermedades y en las operaciones adivinatorias; y las abluciones y las aspersiones; todas estas prácticas no tienen otro objeto que el de hacer al hombre puro de cuerpo y alma. ¿No es cierto?

HERMÓGENES. —Exactamente.

SÓCRATES. —Luego el dios que purifica, que lava, apolouon, que liberta, apolyon, de los males del alma y del cuerpo, ¿no será Apolo?

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —Por lo tanto, a causa de la liberación y de la purificación de todos estos males, que él verifica en calidad de médico, puede llamársele con razón Apolouon. Con relación a la adivinación, a lo verdadero y a lo simple, tò haploûn, que es una misma cosa, con razón se le llamaría, como le llaman con mucha exactitud los tesalienses; todos, en efecto, le denominan Haplôn. Hábil en el arte de lanzar flechas y de dar en el blanco, él es el que lanza siempre un tiro certero, así aeì bal-lon. En cuanto al arte musical, hagamos por lo pronto una observación. Sucede muchas veces, como en akólouthos y ákoitis, que la letra a tiene el mismo sentido que el adverbio homoû; y de esta manera la palabra en cuestión expresa el movimiento que tiene lugar con igualdad, tèn homoû pólesin, alrededor del cielo; es decir, alrededor de los polos y con la armonía del canto, que se llama sinfonía; porque los versados en la música y en la astronomía, afirman que todas estas cosas se mueven con la misma armonía, poleî hama. Ahora bien, el dios de que hablamos preside la armonía, imprimiendo a la vez este doble movimiento, homopolôn, entre los dioses y entre los hombres. Y así como en lugar de homokéleuthos y homókoitis, hemos dicho akólouthos y ákoitis, remplazando la o con la a; de igual modo hemos formado Apóllon de homopolôn, y hemos intercalado una segunda lambda para evitar la semejanza con una palabra desagradable. Los que desconocen el verdadero valor de este nombre, Apolo, lo temen, como si expresara una calamidad. Pero es todo lo contrario; como acabamos de decir, se aplica perfectamente a los atributos del dios que es simple, haplou; que lanza tiros certeros, aei ballontos; que preside a las purificaciones, apolouontos; y que regula el movimiento del cielo y del canto, homopolountos. El nombre de las musas, y en general de la música, parece venir de môsthai, y designa la indagación y la filosofía. Letó (Latona), expresa la dulzura de la diosa, su buena voluntad de oír las súplicas, katà tò ethelémona eínai. O quizá los extranjeros tienen razón cuando muchos de ellos dicen, Lethó. Pronunciado de esta manera, parece referirse este nombre al carácter, exento de dureza, fácil y llano, de la diosa, tò toû éthous leîon. Artemis (Diana), parece significar la integridad, tò artemés, y la decencia, aludiendo el amor de Artemis por la virginidad. Quizá también el que ha dado nombre a la diosa, ha querido decir que tiene la ciencia de la virtud, aretês hístora; o que detesta el comercio del hombre con la mujer, ároton misesases. El autor de este nombre sin duda lo ha inventado en vista de alguna de estas razones o de todas juntas.

HERMÓGENES. —¿Y Diónysos (Baco)? ¿Y Aphrodíte (Venus)?

SÓCRATES. —Cuestiones difíciles son esas, ¡oh, hijo de Hipónico! Los nombres dados a estas divinidades tienen un doble sentido; uno serio y otro pueril. Con respecto al sentido serio, pregúntaselo a otros; pero el pueril, podemos examinarlo, porque estas divinidades no son enemigas del estilo festivo. Diónysos es el que da el vino (hò didoús tòn oînon), y por burla se le ha llamado Didoinysos. En cuanto al mismo vino, oinos, como hace creer a la mayor parte de los bebedores que tienen razón no teniéndola, oiesthai noun echein, ha podido ser llamado con completa exactitud oionous. Con respecto a Aphrodíte, no es posible contradecir a Hesíodo; y es preciso reconocer con él, que ha sido nombrada así, porque ha nacido de la espuma del mar, to û aphroû.

HERMÓGENES. —Pero, Sócrates, tú eres un buen ateniense, y no puedes olvidar a Athéna (Minerva); ni pasar en silencio a Hephaistos (Vulcano) y Ares (Marte).

SÓCRATES. —No, no sería justo.

HERMÓGENES. —De ninguna manera.

SÓCRATES. —El otro nombre de la diosa deja conocer bastante lo que significa.

HERMÓGENES. —¿Qué nombre?

SÓCRATES. —Nosotros la llamamos aún Palas.

HERMÓGENES. —En efecto.

SÓCRATES. —Estaríamos en lo cierto, a mi entender, creyendo que este nombre viene del Arte de las armas, tês en toîs hóplois orchéseos. En efecto, la acción de lanzarse uno mismo, o de lanzar algún objeto, levantándolo de la tierra y blandiéndolo en las manos, la expresamos con las palabras pal-lein y pal-lestai, orchein y orcheisthai.

HERMÓGENES. —Muy bien.

SÓCRATES. —De aquí el nombre de Palas.

HERMÓGENES. —Perfectamente. Pero el otro nombre, ¿cómo le explicas?

SÓCRATES. —¿El de Athéna?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Eso, amigo mío, es más difícil. Creo que los antiguos se han representado a Atenea de la misma manera que lo hacen nuestros hábiles intérpretes de Homero. Los más de ellos explican el pensamiento del poeta, diciendo que ha querido representar por esta diosa la inteligencia misma y la razón. El inventor de los nombres parece haber formado la misma idea, y aun más profunda; y la llamó inteligencia de Dios, theou noeesin, como si se dijese hà theonóa, reemplazando la eta con la alfa, según un dialecto extranjero,[33] y suprimiendo a la vez la épsilon y la sigma. O quizá no es esto, sino que la ha nombrado theonóe, porque conoce las cosas divinas de un modo superior, tà theîa nooúses. También puede ser que haya querido llamarla Ethonóe, como siendo la inteligencia, la razón de las costumbres en tò éthei nóesin. El inventor de los nombres, o algunos de sus sucesores, han creído hablar con más elegancia, diciendo Athéna.

HERMÓGENES. —Y Héphaistos, ¿cómo lo explicas?

SÓCRATES. —¿Quieres saber mi opinión sobre este poderoso árbitro de la luz, pháeos hístora?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —¿No ve todo el mundo claramente en su nombre phaîstos, luminoso, con una eta por añadidura?

HERMÓGENES. —Quizá sea así; a menos que tú mismo tengas otra opinión, lo cual es muy posible.

SÓCRATES. —Para que no tenga otra, pregúntame cuál es el sentido de Ares.

HERMÓGENES. —Pues ya te lo pregunto.

SÓCRATES. —Pues bien, si quieres, Ares procederá de árren, varonil, y de andreîon, viril. O también, a causa de su carácter intransigente e inflexible, lo cual se expresa por árraton, este dios, eminentemente guerrero, será llamado con razón Ares.

HERMÓGENES. —Conforme.

SÓCRATES. —Pero ¡por los dioses!, dejémoslos ya en paz. De ellos no puedo menos de hablar con temor. Sobre cualquier otro objeto interrógame lo que quieras, y verás lo que valen los corceles de Eutifrón.[34]

HERMÓGENES. —Haré lo que dices; pero permíteme que te haga una pregunta aún sobre Hermes (Mercurio), ya que Crátilo niega que yo sea verdaderamente Hermógenes. Examinemos el sentido de esta palabra, Hermes, y sepamos si Crátilo tiene razón.

SÓCRATES. —Me parece que Hermes se refiere muy particularmente al discurso. Intérprete, mensajero, raptor, seductor, orador, protector del comercio; todos estos atributos suponen el poder de la palabra. Pero, como ya dijimos, el término eírein expresa el uso de la palabra; y por otra parte, la palabra emésato, empleada muchas veces por Homero, tiene el sentido de inventar. Por medio de estas dos cosas, la palabra y la invención de la misma, el legislador parece mostrarnos a Hermes y decirnos: «Oh hombres, al que ha inventado la palabra, eírein emésato, será justo que lo llaméis Eiremes». Pero nosotros, creyendo ser más elegantes, le llamamos hoy Hermes. Iris parece también derivar su nombre de eírein, en razón de su cualidad de mensajera.

HERMÓGENES. —¡Por Zeus!, ahora creo que Crátilo tenía razón al no querer que fuese yo Hermógenes, porque, en verdad, no soy un hábil artífice de palabras.

SÓCRATES. —¿Y Pan, mi querido amigo? Probablemente es hijo de Hermes, y tiene una doble naturaleza.

HERMÓGENES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Sabes que el discurso expresa todo, pan, y que rueda y circula sin cesar, poleî aei. Sabes igualmente que es de dos modos: verdadero y falso.

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —La parte verdadera del discurso debe de ser llana, divina, colocada en lo alto entre los inmortales; la parte falsa debe estar situada acá abajo entre la multitud de los hombres, y ser de una naturaleza brutal y análoga a la de la cabra; porque en este género de vida es donde tienen su origen la mayor parte de las fábulas y de las mentiras.

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —El que lo anuncia todo, pan, y que circula sin cesar, aei polon, será llamado con exactitud pan aipolos, hijo de Hermes, con doble naturaleza, liso y limpio en la parte superior; velludo como una cabra en la parte inferior. Por consiguiente, si Pan es hijo de Hermes, es, o el discurso, o hermano del discurso; ¿y qué tiene de extraño que el hermano se parezca al hermano? Pero, como dije antes, mi excelente amigo, dejemos en paz a los dioses.

HERMÓGENES. —Sí, Sócrates; dejemos a estos, si quieres. Pero bien podemos conversar sobre otra clase de divinidades, tales como el sol, la luna, los astros, la tierra, el éter, el aire, el fuego, el agua, las estaciones y el año.

SÓCRATES. —A fe que no es poco lo que me propones; pero, si es de tu gusto, examinémoslo.

HERMÓGENES. —Sí, y mucho.

SÓCRATES. —¿Por dónde quieres que comencemos? ¿Será por el sol, que es el primero que has nombrado?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —La palabra Hélios se hace más clara si se la estudia en el dialecto dórico. Los dorios dicen Halios. Halios podría significar que este astro, en el momento que nace, reúne a los hombres, alíxein, o bien, que gira perpetuamente, aeì eílein, alrededor de la tierra; o bien, que viste de colores diversos, poikíl-lei, en su carrera, todos los productos de la tierra; porque poikíl-lein y aioleîn tienen el mismo sentido.

HERMÓGENES. —¿Y la luna seléne?

SÓCRATES. —Ésa es una palabra que mortifica a Anaxágoras.

HERMÓGENES. —¿Por qué?

SÓCRATES. —Porque parece atestiguar la antigüedad de la doctrina, recientemente enseñada por este filósofo, de que la luna recibe la luz del sol.

HERMÓGENES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Las palabras sélas y phôs tienen el mismo sentido (luz).

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Pues bien; la luz que recibe la luna es siempre nueva y vieja, néon kaì énon aeì, si los discípulos de Anaxágoras dicen verdad; porque girando el sol alrededor de la luna, le envía una luz siempre nueva; mientras que la que ha recibido el mes precedente es ya vieja.

HERMÓGENES. —Conforme.

SÓCRATES. —Muchos llaman a la luna selanaía.[35]

HERMÓGENES. —Conforme.

SÓCRATES. —Y puesto que la luz es siempre nueva y vieja, sélas néon kaì énon aeí, ningún nombre puede convenirle mejor que selaenoneoáeia, de donde por abreviación se dice: selanaía.

HERMÓGENES. —He aquí una palabra verdaderamente ditirámbica, Sócrates. ¿Pero qué me dices de meis, meses, y de los ástra (astros)?

SÓCRATES. —Mein de meioûsthai, disminuir, debería decirse propiamente meies. Los astros parece que toman el nombre de su brillo, astrapé; palabra que viniendo de tà ôpa anastrophé, que atrae las miradas, debería decirse anastropé; pero para hacerlo más elegante se ha pronunciado astrapé.

HERMÓGENES. —¿Y las palabras pûr, fuego y húdor, agua?

SÓCRATES. —La palabra pûr me pone en un aprieto. Precisamente la musa de Eutifrón me ha abandonado, o esta cuestión es de las más difíciles. Pero observa a qué expediente acudo en las indagaciones de esta clase, cuando me veo embarazado para resolverlas.

HERMÓGENES. —Veámoslo.

SÓCRATES. —He aquí. Respóndeme: ¿podías decirme cómo se ha formado la palabra pûr?

HERMÓGENES. —¡Por Zeus!, no podría.

SÓCRATES. —Examina, pues, lo que yo sospecho. Creo que los griegos, sobre todo los que viven bajo la dominación de los bárbaros, han tomado de estos gran número de nombres.

HERMÓGENES. —¿Y qué es lo que infieres de eso?

SÓCRATES. —Que si se intentase interpretar estas palabras dentro de la lengua griega, y no de aquella a que pertenecen, es irremediable tropezar con grandes dificultades.

HERMÓGENES. —Es exacto.

SÓCRATES. —Mira, por consiguiente, si esta palabra, pûr, es de origen bárbaro. Es difícil hacerla derivar de la lengua griega; y los frigios emplean en verdad esta misma palabra, apenas modificada. Lo mismo sucede con las palabras húdor, y kýon, perro, y muchas otras.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —No hay que atormentarse por estas palabras; algún otro podrá dar razón de ellas.[36] Por lo tanto, me desentiendo de pûr y húdor. Pero el aire, mi querido Hermógenes, ¿no ha sido llamado aér porque levanta, aírei, lo que está sobre la tierra? ¿O será porque se escurre siempre, aeì rheî, o porque el viento nace del movimiento del aire que pasa? Los poetas, en efecto, llaman algunas veces a los vientos aétai. Es como si se dijese pneumatórroun, aetórroun. Y he aquí lo que ha hecho decir del aire, que es aér. La palabra éter, aithér, significa, a mi parecer, que corre siempre, deslizándose alrededor del aire, aeì theî perì tòn aéra rhéon, y sería más exacto decir aeither. El sentido de la palabra [leído ‘gué’], tierra, sería mucho más claro si se pronunciase gaia. En efecto, gaia significaría propiamente gennéteira, generadora, según la manera con que se expresa Homero, que dice gegáasi, por gegennêsthai.[37] Sea así. ¿Pero qué es lo que corresponde examinar ahora?

HERMÓGENES. —Las estaciones horai, y el año eniautós, étos.

SÓCRATES. —Es preciso pronunciar la palabra horai como se hacía en otro tiempo entre los atenienses, si se quiere descubrir su probable sentido. Se llaman las estaciones horai porque determinan, horízein, el invierno, el estío, la época de los vientos y de los frutos de la tierra. Lo que se llama horai, podría llamarse perfectamente horizousai. En cuanto a eniautós y étos, me ha parecido que tienen trazas de formar una sola palabra; que expresa lo que da a luz y experimenta en sí mismo, en autô exetazon, todas las cosas que nacen y crecen. Y así como hemos dicho, que el nombre de Zeus ha sido dividido en dos, nombrándole unos Zêna, otros Dia; así, los unos llaman al año eniautós de en autô, y los otros etos de etazei. La locución completa es en auto etazon, y que es una y doble; lo que hace que con una sola palabra han podido formarse dos nombres, eniautos y etos.

HERMÓGENES. —En verdad, Sócrates, haces grandes progresos.

SÓCRATES. —Me parece que marcho rápidamente por la senda de la sabiduría.

HERMÓGENES. —No es posible mayor rapidez.

SÓCRATES. —Luego, ya será otra cosa.

HERMÓGENES. —Después de esta clase de palabras, gustaría examinar la propiedad de todos estos bellos nombres relativos a la virtud, como por ejemplo: phrónesis, la sabiduría, sýnesis, la comprensión, dikaiosýne, la justicia, y todos los de la misma clase.

SÓCRATES. —¡Ah!, amigo mío, me traes a cuento una colección de nombres que no es breve. Sin embargo, puesto que me he vestido con la piel de león, no me es lícito retroceder. Por lo tanto, es preciso examinar las palabras gnomé, conocimiento, episteme, ciencia, y todos esos preciosos nombres de los que hablas.

HERMÓGENES. —Sí, ciertamente; no podemos abandonar esta materia.

SÓCRATES. —¡Por el Perro! Me parece que no adivinaba yo mal cuando imaginaba que a los hombres que en la alta antigüedad han designado los nombres de las cosas, les ha pasado lo mismo que a la mayor parte de nuestros sabios; y que a fuerza de retorcerse en todos sentidos en sus indagaciones sobre la naturaleza de los seres, se han deslumbrado, y han creído ver todas las cosas moviéndose en torno suyo, y huyendo sin cesar. Y ¡ya que achacaran esta concepción a su disposición interior como a su causa!; pero prefieren creer que las cosas nacen sin cesar; que no hay una que sea durable y fija; que todo pasa, y que todo está en un movimiento sin fin y en una eterna generación. Y esta reflexión la aplico a todas las palabras de las que se trata.

HERMÓGENES. —¿Cómo es eso, Sócrates?

SÓCRATES. —¿Quizá nunca te has fijado en que estas palabras suponen que todos los seres se mueven, pasan y mudan o cambian incesantemente?

HERMÓGENES. —No; nunca tal idea me vino al espíritu.

SÓCRATES. —Por lo pronto, la primera palabra, que acabamos de citar, tiene completamente este sentido.

HERMÓGENES. —¿Cuál?

SÓCRATES. —Phrónesis; significa, en efecto, la inteligencia de aquello que se mueve y corre, phoras kai rhou noesis. O quizá podría explicarse por la ventaja que se saca del movimiento, phoras onesin. En todo caso, se refiere al movimiento. Si te parece, gnomé será el examen de la generación, gones nomesin, porque noman y skopein tienen el mismo sentido: examinar. Si quieres, noesis, la inteligencia, será el deseo de la novedad, neou esis. Por novedad de las cosas es preciso entender que mudan sin cesar. El que ha inventado la palabra neoesis, ha querido decir que el alma desea este perpetuo cambio; porque en otro tiempo no se decía noesis, sino que en lugar de la eta se ponían dos épsilon, neoesis. Sophrosýne, la prudencia, es la conservadora de aquello de lo que acabamos de hablar, de la sabiduría, phroneseos. Episteme, la ciencia, nos representa un alma, que de acuerdo con la razón, sigue las cosas en su movimiento, sin perderlas jamás de vista; porque ni se adelanta ni se atrasa. Es preciso, pues, eliminar la épsilon y nombrar la ciencia pistéme, fiel, sýnesis parecería formada como syl-logismos; pero cuando se dice synienai, comprender, es como si se dijese epistasthai, saber; porque expresa que el alma marcha de concierto con las cosas. El sentido de la palabra Sophía, la sabiduría, es alcanzar el movimiento. Esto, sin embargo, es un poco más oscuro y extraño. Pero recordemos el modo de hablar de los poetas, cuando designan a alguno, que poniéndose en movimiento, avanza desde luego con rapidez; dicen, esýthe, se lanzó. ¿No ha existido entre los lacedemonios un personaje célebre que se llamaba Sous? Ésta es en efecto la palabra con que los lacedemonios expresan un arranque rápido. Sophía significa, por lo tanto, la acción de alcanzar el movimiento, phoras epaphen, en el flujo general de los seres. La palabra agathon, el bien, conviene a lo que hay de admirable, tô agastô, en la naturaleza entera. Moviéndose todos los seres, los unos lo hacen con rapidez, los otros con lentitud. Todas las cosas no son rápidas, pero algunas son admirables por su rapidez; y la expresión agathon se aplica a lo que es admirable por su rapidez, ton thoou tô agastô. Dikaiosýne fácilmente se ve que es el nombre dado a la comprensión de lo justo, dikaiou synesei. Pero esta misma palabra dikaion, es difícil de entender. Sobre algunos extremos los más están de acuerdo, pero no lo están sobre otros. Los que creen que todo está en movimiento, suponen que la mayor parte del universo no hace más que pasar; pero que hay un principio que va de una parte a otra del mismo, produciendo todo lo que pasa, y en virtud del cual las cosas mudan como mudan; y que este principio es de una velocidad y de una sutileza extremas. ¿Cómo, en efecto, podría atravesar en su movimiento este universo móvil, si no fuese bastante sutil, para no verse detenido por nada, y bastante rápido, para que todo estuviese con relación a él como en reposo? Puesto que este principio gobierna todas las cosas, penetrándolas, diaion, se le ha dado con toda propiedad el nombre de dikaion, formado con aquella palabra y una kappa para hacer la pronunciación más suave. Hasta aquí, como ya he dicho, todo el mundo está de acuerdo en que tal es la naturaleza de lo justo. Pero yo, querido Hermógenes, deseoso de conocerlo mejor, me he informado en secreto; y he descubierto que lo justo es también la causa; (por causa se entiende lo que da el ser a una cosa) y se me ha dicho en confianza, que de aquí procede la propiedad de la palabra dikaion. Pero cuando, después de haber recibido esta respuesta, digo con dulzura, para mejor ilustrarme: si es así, decidme, por favor, ¿qué es lo justo?, entonces parecen atrevidas mis preguntas, y creen que salto, como suele decirse, la barrera. Exclaman que basta ya de preguntas, y que lo que he oído debe satisfacerme; y después, cuando han querido contestarme, los unos me dicen una cosa, otros otra, sin que puedan ponerse de acuerdo. Éste dice que lo justo es el sol. ¿No es el sol el que gobierna los seres, penetrándolos y calentándolos, diaionta kai kaonta? Me apresuro a contar a otro este descubrimiento que creo magnífico, y se burla de mí; y me pregunta, si no hay justicia entre los hombres después de puesto el sol. Pregunto entonces a este hombre, qué piensa de lo justo, y me contesta que es el fuego. Pero esto no es fácil concebirlo. Otro dice: no es el fuego mismo, sino el calor que reside en el fuego. Otro pone en ridículo todas estas explicaciones; y pretende que lo justo es lo que dice Anaxágoras; a saber, la inteligencia. En su soberanía ordena todas las cosas, y sin mezclarse en ninguna, las penetra en todos sentidos, dià (panton) ionta. Entonces, mi querido amigo, me encuentro en una incertidumbre mayor que la que tenía antes de haber comenzado a hacer indagaciones sobre la justicia. Y sin embargo, aquellos con quienes hablo están muy persuadidos de que saben la verdadera explicación de la palabra dikaion.

HERMÓGENES. —Al parecer, Sócrates, tú refieres lo que has oído decir a los demás; pero no nos dices tu propia opinión.

SÓCRATES. —¿Y no he hecho lo mismo con respecto a los otros nombres?

HERMÓGENES. —No sucedió precisamente lo mismo.

SÓCRATES. —Escúchame con atención, porque quizá te engañes pensando que no he oído lo que voy a decirte. Después de la justicia, ¿cuál es la palabra que debemos considerar? Me parece que aún no hemos examinado andreia, el valor. Porque con respecto a la palabra adikia, injusticia, es evidente que es el obstáculo de aquello que penetra, empodisma tou diaiontos. Andreia indica que el valor toma su nombre del combate. Porque el combate, si es cierto que las cosas pasan y corren, no puede ser más que una corriente contraria a otra, enantian rhoen. Si se quita la delta de la palabra andreia, se tendrá an-rheia, contra corriente, que expresa lo que constituye propiamente el valor. Es claro, sin embargo, que el valor no es una corriente contraria a otra cualquiera, sino a una corriente que lucha contra la justicia. De otra manera, ¿en qué concepto podría ser laudable el valor? Las palabras arren, varonil y anér, hombre, tienen un origen análogo, y vienen de ano rhoe, corriente de abajo a arriba. Gyné, mujer, me parece querer decir generación, thély, hembra, me parece derivarse de thelé, teta. Y thelé, querido Hermógenes, ¿no expresa lo que hace germinar, tethelenai, lo que riega?

HERMÓGENES. —Es verosímil, Sócrates.

SÓCRATES. —La misma palabra thal-lein, me parece representar el crecimiento de los jóvenes por lo rápido y repentino que es; y es lo que ha querido imitar el autor de este nombre al formarlo combinando thein, correr y al-lesthai, lanzarse. Pero ¿no observas que yo me voy a derecha e izquierda tan pronto como me encuentro en un terreno más firme? Y sin embargo, ¡cuántas y cuán importantes cuestiones nos quedan por resolver!

HERMÓGENES. —Es la verdad.

SÓCRATES. —Una de ellas consiste en averiguar lo que la palabra techné, arte, quiere decir.

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Pues bien; ¿no significa un modo de ser la inteligencia, exin nou? Basta eliminar la tau e intercalar una entre la chi (χ) y la ny (ν) y otra entre la ny (ν) y la eta (η).[38]

HERMÓGENES. —He allí, Sócrates, una explicación que no tiene nada de buena.

SÓCRATES. —¡Oh, mi excelente amigo! Tú no sabes que los nombres primitivos han sido completamente desfigurados a fuerza de querer hacerlos magníficos. Se han añadido letras y se han quitado, consultando la armonía; en fin, han quedado desfiguradas las palabras en todos sentidos, ya a causa de falsos embellecimientos, ya por efecto del tiempo. Así, en la palabra katoptron, espejo, ¿no se ha intercalado la rho contra toda razón?[39] He aquí cómo se conducen los que no buscan la verdad, y solo hacen caso de la pronunciación. A fuerza de intercalar letras en las palabras primitivas, las han alterado, hasta tal punto, que nadie puede saber hoy lo que significan. Por ejemplo, ellos llaman a la esfinge, sphigx, en lugar de phix. Podrían citarse otras muchas palabras que están en el mismo caso.

HERMÓGENES. —Es muy cierto, Sócrates.

SÓCRATES. —Pero, si por otra parte pudiéramos hacer en las palabras todas las supresiones y adiciones que quisiéramos, nuestra tarea sería sencilla, y podríamos acomodar toda clase de nombres a toda clase de cosas.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Muy cierto, en efecto. Necesitamos guardar cierta medida, y a ti te corresponde ejercer sobre mis palabras una prudente vigilancia.

HERMÓGENES. —Tendré en ello mucho gusto.

SÓCRATES. —Y yo también, querido Hermógenes. Sin embargo, amigo mío, no seas demasiado severo, para que mi ánimo no decaiga. Porque he aquí que habré llegado al punto que debe coronar nuestras indagaciones precedentes, después que haya examinado, a continuación de la palabra techen, la palabra mechané, habilidad. Creo que indica la acción de ejecutar, anein, con perseverancia; porque mekos, significa extensión. De la reunión de estos dos términos, mekos y anein, ha sido formada la palabra mechanén. Pero, como dije antes, es preciso llegar al coronamiento de nuestras indagaciones precedentes.[40] Éste es, en verdad, el momento de examinar las palabras areté, virtud, y kakía, maldad, y ver lo que quieren decir. La primera de estas palabras, aún no la comprendo; pero la otra me parece perfectamente clara, y conviene perfectamente con lo que ya hemos dicho. En efecto, si todas las cosas marchan en un continuo movimiento, todo lo que marcha mal, kakôs ion, será nombrado con razón kakía. Pero cuando es en el alma donde las cosas van mal, entonces se aplica esta expresión con más propiedad. ¿Y qué es marchar mal? Lo sabremos examinando deilía, cobardía, que hemos pasado en silencio, y que debió examinarse después de andreia, valor. Pero hemos omitido otras muchas palabras. Deilía significa un lazo del alma; desmós un lazo muy fuerte: porque el término lían, mucho, expresa la idea de fuerza. La cobardía será, por lo tanto, un lazo muy fuerte y muy poderoso que encadena nuestra alma. Lo mismo que la cobardía, la vacilación, aporía, y en general, todo lo que pone algún obstáculo al movimiento y a la marcha, ienai poreuesthai, de las cosas, es un mal. De donde resulta que marchar mal significa moverse con lentitud y embarazo; y cuando es tal el estado del alma, está sumida en la maldad, kakía. Si este es el sentido de kakía, la palabra areté, debe tener el opuesto, y expresar, por lo pronto, el movimiento fácil, la euporía, en seguida el libre curso, rhoen, de un alma buena. Lo que marcha o corre siempre, aei rheon, sin coacción y sin obstáculo; he aquí la significación de areté. Quizá valdría más decir aeireíte. Quizá también la verdadera palabra es haireté, preferible, porque la virtud es el estado del alma preferible entre todos, hairetotáte; pero mediante una contracción, se dijo: areté. Pero vas a decir otra vez que invento cuanto me parece. Yo te responderé: si he determinado bien el sentido propio de kakía, es imposible que no haya determinado bien el sentido propio de areté.

HERMÓGENES. —¿Pero esta palabra kakón, mal, de que te has servido en muchas de tus explicaciones, de donde procede?

SÓCRATES. —¡Por Zeus!, esa es una palabra extranjera, de la que es difícil dar razón. Voy, por lo tanto, a acudir a mi famoso expediente.

HERMÓGENES. —¿Qué expediente?

SÓCRATES. —El de decir que es una palabra de origen bárbaro.

HERMÓGENES. —Y así es, según todas las apariencias. Por lo tanto, si te parece, dejemos esto, y tratemos de descubrir el verdadero valor de las palabras kalón, bello y aischrón, vergonzoso, [feo].

SÓCRATES. —Respecto de aischrón, veo claramente su sentido. Es análogo al de las palabras precedentes. El que inventó los nombres, a mi parecer, miraba mal en general todo lo que impide y retarda el movimiento de las cosas; y por esto, a lo que detiene siempre su curso, aei ischonti ton rhoun, le dio este nombre, aeischoroun, y por contracción aischrón.

HERMÓGENES. —¿Y kalón?

SÓCRATES. —Esta palabra es más difícil de entender; y sin embargo, se ve bien que proviene de un simple cambio en el acento y la cantidad de la sílaba ou.[41]

HERMÓGENES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Este nombre me parece ser una especie de segundo nombre del pensamiento.

HERMÓGENES. —¿Qué quieres decir?

SÓCRATES. —Veamos cuál es, en tu opinión, la causa de que las cosas se llamen como se llaman. ¿No lo es el que ha inventado los nombres?

HERMÓGENES. —Indudablemente.

SÓCRATES. —Luego la causa es o el pensamiento de los dioses o el de los hombres, o el uno y el otro.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Luego lo que ha llamado las cosas por su nombre, tò kalésan, y lo bello, tò kalón, son la misma cosa; esto es, el pensamiento.

HERMÓGENES. —Así parece.

SÓCRATES. —Luego todo lo que es obra de la inteligencia y del pensamiento es laudable; y lo contrario, reprensible.

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —Ahora bien; el arte de curar produce curaciones; y el arte de edificar, edificios. ¿No lo crees así?

HERMÓGENES. —Lo creo.

SÓCRATES. —Por consiguiente, lo bello deberá producir cosas bellas.

HERMÓGENES. —Así es preciso que suceda.

SÓCRATES. —Pero lo bello, ya lo hemos dicho, es el pensamiento.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Luego la palabra kalón cuadra perfectamente a la inteligencia, que produce todas estas cosas que llamamos bellas y que alabamos porque lo son.

HERMÓGENES. —Pienso lo mismo.

SÓCRATES. —Entre las palabras de este orden, ¿cuáles nos quedan por examinar?

HERMÓGENES. —Las que se refieren al bien y a lo bello de que acabamos de hablar; xymphéron, lo ventajoso, lysiteloûn, lo provechoso, ophélimon, lo útil, kerdaléon, lo lucrativo, y sus contrarias.

SÓCRATES. —Encontrarás tú mismo fácilmente el sentido de xymphéron, si tienes presentes las observaciones precedentes. Hay, en efecto, un próximo parentesco entre esta palabra y epistéme, ciencia; porque expresa el movimiento simultáneo, háma phorán, del alma hacia los seres. Todas las cosas que se realizan bajo el imperio de este movimiento, se llaman symphéronta y symphóra de la palabra symperiphéresthai, ser arrastrado simultánea y circularmente.

HERMÓGENES. —Muy bien.

SÓCRATES. —Respecto kerdaléon, viene de kérdos, ganancia; y kérdos, si se reemplaza la delta con una ny, muestra bastante lo que quiere decir. Es otra manera de nombrar el bien, tò agathón. Se la ha nombrado así, porque expresa la propiedad que tiene el bien de mezclarse, keránnutai, en todas las cosas, penetrándolas. Se ha puesto una delta donde había una ny, y se ha pronunciado kérdos.

HERMÓGENES. —¿Y lysiteloûn?

SÓCRATES. —No me parece, mi querido Hermógenes, que esta palabra tenga el sentido que le atribuyen los mercaderes; lo que libra de la deuda, eàn tò análoma apolýe; sino que designa lo que hay de más rápido en la existencia; lo que no permite a las cosas detenerse, ni al movimiento llegar al fin, ni cesar un instante; lo que le libra, lýei, siempre de todo lo que podría imponerle un fin, télos, haciéndole así permanente o inmortal. Por esta razón puede también llamarse al bien lysiteloûn, palabra que significa lo que libra al movimiento de llegar d su término, tês phorâs lýon tò télos. En cuanto a ophélimon, es una palabra extranjera de la que Homero se sirve en muchos pasajes en la forma de ophel-lein; tiene el sentido de alimentar y de hacer.

HERMÓGENES. —¿Y qué diremos de las contrarias a estas palabras?

SÓCRATES. —A mi parecer, no debemos ocuparnos de las que son simplemente negativas.

HERMÓGENES. —¿Cuáles?

SÓCRATES. —Axýmphoron, no ventajoso, ophélimon, inútil, alusitelés, no aprovechable y akerdés, no lucrativo.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —Pero nos ocuparemos de bláberon, dañoso, y zemiôdes, funesto.

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —Bláberon significa lo que impide el curso de las cosas, tò blápton tòn rhoûn. Y blápton, a su vez indica lo que quiere encadenar, boulómenon áptein; porque áptein tiene el mismo sentido que deîn, y lo que pone obstáculos al movimiento, siempre es mirado como un mal por el inventor de las palabras. Había, pues, perfecta razón para dar a lo que quiere encadenar el movimiento de las cosas (bóulomenon áptein rhoûn), el nombre de boulapteroûn, del cual se ha formado para mayor elegancia en la pronunciación, bláberon.

HERMÓGENES. —Verdaderamente, Sócrates, las palabras toman extrañas formas en tus manos. He creído oírte silbar el preludio del himno a Atenea[42] cuando pronunciaste tu boulapteroûn.

SÓCRATES. —No es a mí, querido Hermógenes, a quien debes dirigirte, sino a los que han creado esta palabra.

HERMÓGENES. —Es cierto. ¿Pero qué debemos pensar de zemiôdes, funesto?

SÓCRATES. —¿Qué pensamos de zemiôdes? Considera, querido Hermógenes, con cuánta verdad hablo, cuando digo que basta añadir o quitar algunas letras a las palabras, para que muden de sentido completamente; y que se puede, por medio de una pequeña modificación, darles una significación contraria a la que tenían en su origen. Esto es lo que ha sucedido con la palabra déon, conveniente. Recuerdo que esta palabra me ha hecho comprender lo que voy a decirte: que nuestra nueva lengua, que se cree tan bella, ha hecho expresar a déon, y a zemiôdes, lo contrario de lo que expresaban, ocultando su verdadero valor; mientras que nuestra antigua lengua muestra claramente su verdadero sentido.

HERMÓGENES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Escucha. Sabes que nuestros mayores hacían un gran uso de la iota y de la delta, como se observa aún en las mujeres, que conservan por más tiempo el antiguo lenguaje.[43] Pero hoy remplazamos la iota por la épsilon o por la eta, y la delta por la dseta, porque encontramos en estas letras más nobleza.

HERMÓGENES. —Muéstrame algunos ejemplos.

SÓCRATES. —Pues bien; los antiguos llamaban al día, los unos himéra, los otros heméra, hoy se le llama hêméra.

HERMÓGENES. —En efecto.

SÓCRATES. —¿Y no sabes que solo la palabra antigua deja ver el pensamiento del inventor? Porque, a causa de desear, himeírousi, los hombres encontrar la luz después de las tinieblas, han llamado al día himéra.

HERMÓGENES. —Así parece.

SÓCRATES. —Pero hoy día, a causa de su forma magnífica, no se concibe ya lo que quiere decirla palabra hêméra. Algunos, sin embargo, suponen que ha sido nombrado así el día, porque hace los objetos más dulces, émera.

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —Ya sabes que en lugar de zygón, yugo, los antiguos decían dyogón.

HERMÓGENES. —Muy bien.

SÓCRATES. —Ahora bien, zygón no significa nada; por el contrario, dyogón expresa muy bien que están unidos dos animales para conducir algo juntos, toin duoin eneka tes deseos es ten agogen. Pero hoy día se dice zygón, y lo mismo sucede con una multitud de palabras.

HERMÓGENES. —Es probable.

SÓCRATES. —Y he aquí cómo la palabra déon, escrita también de modo análogo, viene a tener un sentido opuesto al de todas las palabras que se refieren al bien; porque siendo una de las especies de bien, parece, sin embargo, que lo conveniente, déon, es el lazo, desmós, el obstáculo del movimiento; y por decirlo así, el hermano de lo dañoso.

HERMÓGENES. —En efecto, Sócrates, tal parece ser el sentido de esta palabra.

SÓCRATES. —No sucederá así, si se refiere a la antigua palabra, que, a lo que parece, debe ser mucho más exacta que la nueva. Se encontrará que está de acuerdo con todas las demás denominaciones del bien, si se remplaza la e con una iota, como se hacia en el antiguo lenguaje. En efecto, dión, recorriendo, y no déon, encadenando, expresa el bien, cuyo elogio hace. De esta manera, el inventor de las palabras se pone en contradicción consigo mismo, y déon, ophélimon, lysiteloûn, kerdaléon, agathón, xymphéron, eúporon, expresan igualmente, con nombres diferentes, la misma cosa, a saber: lo que gobierna y penetra todas las cosas, lo cual se alaba y celebra; mientras que, por el contrario, lo que retarda y encadena es siempre mal mirado. En cuanto a zemiôdes, si, conforme a como se hacia en la lengua antigua, se remplaza la dseta por la delta, aparecerá que es el nombre de lo que encadena la marcha de las cosas, epi tôi dounti to ion, y que ha debido pronunciarse demiôdes.

HERMÓGENES. —Y las palabras hedoné, placer, lýpe, dolor, epithymía, pasión, y otras semejantes; ¿qué dices de ellas, Sócrates?

SÓCRATES. —Que no es difícil dar razón de ellas, Hermógenes. Hedoné me parece ser el nombre de la acción que tiende hacia el bienestar, he pros onesin. Añadiendo una delta, se llama hedoné, en lugar de eone. Lýpe, dolor, es el nombre dado a la disolución, diálysis, que produce en el cuerpo. Anía, tristeza, es lo que impide marchar, iénai. Algedón, pena, me parece ser una palabra extranjera derivada de algeinón, penoso. Odýne viene, yo creo, de la palabra que significa invasión, éndysis, y es la invasión del dolor. Achthedón, opresión, como es evidente para todos, es una palabra que representa la pesadez[44] del movimiento. Chará, alegría, está formada para designar la efusión, diachusei, y la facilidad del movimiento, rhoês, del alma. Térpsis, agrado, viene de terpnón, agradable; y lo agradable se llama así, porque se insinúa, día herpseos, en el alma, semejante a un soplo, pnoe. En rigor debería decirse erpnoun, que con el tiempo se ha convertido en terpnón. Inútil es explicar la palabra euphrosýne, alegría, porque evidentemente significa que él alma se mueve en armonía con las cosas, en xympheresthai. La palabra propia sería euphrosýne; la que nosotros hemos convertido en euphrosýne. Respecto a epithymía, pasión, no hay ninguna dificultad; pues evidentemente expresa un poder que penetra en el corazón, epi ton thymon iouse, y thymos, corazón, valor, toma su nombre del ardor, thyseos y del hervidero del alma. Hímeros, deseo, se aplica a la corriente que arrastra el alma con mucha violencia; porque corre precipitándose a la realización de las cosas, hiemeros rhei, y porque arrastra al alma en la impetuosidad de su curso. En vista, pues, de esta energía, se ha dado al deseo el nombre de hímeros. Se llama pesar, póthos, para mostrar que no se refiere a nada presente, sino a un objeto que está en otra parte y lejos de nuestro alcance, (al-lothi pou ontos kai apontos). De donde resulta que se nombra póthos lo que se llamaba hímeros, cuando el objeto deseado estaba presente. El amor se dice éros, porque es una corriente que se insinúa, esrei, viniendo de fuera, que no es propia de aquel que la experimenta, y se introduce efectivamente por los ojos. He aquí por qué se decía antiguamente esros de esrein; porque entonces se empleaba la ómicron por la omega. Hoy se dice éros, porque la omega ha ocupado el lugar de la ómicron. Pero ¿no propones otros nombres que examinar?

HERMÓGENES. —¿Qué te parece de dóxa, opinión, y de otras palabras semejantes?

SÓCRATES. —Dóxa es el nombre que o procede de seguimiento díoxis, y en este caso es la indagación a la que el alma se consagra para saber la verdad de las cosas; o bien es el nombre del disparo de la flecha tóxon. Yo prefiero esta última explicación. Por lo menos la palabra oíesis, creencia, responde a la misma idea. En efecto, parece expresar el anhelo, oîsis, del alma hacia las cosas para conocer su naturaleza. La misma relación hay entre boulé, voluntad y bolé, tiro o disparo. Boulesthai, querer, significa lanzarse hacia, lo mismo que bouleuesthai, deliberar. Todas estas palabras, que corresponden al mismo orden que dóxa, no son más que diversas expresiones de la idea de tiro o arranque. La palabra negativa aboulía, imprudencia, falta de voluntad, parece designar la desgracia de aquel a quien se le frustra un propósito, ou bálontos; que no consigue lo que quería, ebouleto, lo que se proponía, peri ou ebouleueto, o a lo que aspiraba.

HERMÓGENES. —Se me figura, Sócrates, que ahora apresuras y estrechas tus explicaciones.

SÓCRATES. —Es porque en este momento el dios va a cesar de hablar. Sin embargo, voy a hacer el último ensayo sobre las palabras anágke, y ekoúsion, voluntario, que siguen naturalmente a las precedentes. Lo que cede eîkon sin resistencia; lo que cede al movimiento, eîkon tôi ionti, al movimiento impreso por la voluntad, he aquí lo que significa la palabra ekoúsion. Lo necesario, anagkaîon, es, por el contrario, lo que resiste a la voluntad y lo que oponen a esta la ignorancia y el error; se parece a un viaje en las cañadas, ágke, en las que lo difícil, áspero y peligroso de los caminos impide marchar. Lo necesario ha debido llamarse anagkaîon, comparándolo a un viaje a través de una cañada o vallecito. Y puesto que aún me siento con fuerzas, aprovechémoslas. No aflojes tú y pregúntame.

HERMÓGENES. —Pues bien; voy a preguntarte acerca de las cosas más preciosas que conozco: la verdad, la mentira, el ser; y sobre lo que es objeto de esta conversación, el nombre mismo. ¿Por qué se llama el nombre ónoma?

SÓCRATES. —¿Sabes lo que quiere decir maíesthai?

HERMÓGENES. —Sí; indagar.

SÓCRATES. —La palabra ónoma me parece el resumen de una proposición, en la que se afirma que el ser es el objeto, cuyo nombre es la indagación. Pero esto es más fácil de comprender en la palabra onomastón, lo que se puede nombrar. Declara, en efecto, de una manera muy patente, que el ser es el objeto de la indagación, on ou masma estin. Alétheia, verdad, me parece también una palabra formada de otras muchas. Parece que se ha querido designar con ella el divino movimiento del ser, y que alétheia signifique una carrera divina, ale theia. Pseûdos, mentira, expresa lo contrario del movimiento. En esta palabra encontramos también la reprobación impuesta a todo lo que se detiene, a todo lo que obliga al reposo, y este término representa el estado de las gentes que duermen, katheúdousi. La psi que se ha añadido a esta palabra, impide por lo pronto percibir su verdadero sentido. En cuanto a ón, ser, y ousía, esencia, son muy análogos a lo verdadero, si se añade una iota; ióv significa, en efecto, lo que va. Y de igual modo debe interpretarse el no-ser, ouk ón, que algunos pronuncian ouk ión.

HERMÓGENES. —Encuentro, Sócrates, que has resuelto con firmeza estas dificultades. Pero si en este momento te interpelasen con respecto a estas expresiones ión, marchando, rhéon, corriendo, doûn, ligando, y te preguntasen cuál es la propiedad…

SÓCRATES. —¿Quieres decir que qué respondería? ¿No es esto?

HERMÓGENES. —Exactamente.

SÓCRATES. —Hay un expediente que nos ha sacado ya de conflictos, y que puede pasar por una respuesta suficiente.

HERMÓGENES. —¿Qué expediente?

SÓCRATES. —Decir que las palabras, cuyo sentido no comprendemos, son de origen bárbaro. Y quizá es la pura verdad, respecto a muchas de ellas; y quizá también es la antigüedad de las palabras primitivas, la que nos las hace ininteligibles. Después de las modificaciones de todos géneros que se las ha hecho sufrir, ¿es extraño que las palabras antiguas, comparadas con las de hoy día, parezca que pertenecen a una lengua bárbara?

HERMÓGENES. —Todo lo que dices está muy en razón.

SÓCRATES. —Sí, sin duda. Pero en el combate que sostenemos, no se trata de huir de las dificultades, sino que, por el contrario, es preciso abordarlas de frente. Supongamos que se pregunte de qué palabras se compone un nombre, y estas palabras de qué otras se componen a su vez, y que se prosiga así indefinidamente; ¿no resultará que al fin el interrogado se verá en la necesidad de no responder al interrogador?

HERMÓGENES. —Así me lo parece.

SÓCRATES. —Y bien; ¿cuándo el interrogado tendrá derecho para no responder? ¿Será cuando haya llegado a palabras que son como elementos de las otras palabras y discursos? Porque si estas palabras son verdaderamente elementales, no puede decirse que estén compuestas de otras. Por ejemplo: hemos dicho que la palabra agathós se compone de agastós y de thoós. Quizá podríamos decir que thoós está formada de otras palabras, y estas de otras aún; pero si llegáramos a una que no esté formada de otras palabras, entonces diríamos con razón que es elemental; y que no hay necesidad de relacionarla con otras más simples.

HERMÓGENES. —A mi entender, tienes completa razón.

SÓCRATES. —Luego si las palabras acerca de las que me preguntabas antes, son elementales, necesitamos acudir a algún procedimiento nuevo para apreciar su propiedad y su legitimidad.

HERMÓGENES. —Así parece.

SÓCRATES. —Sí; así parece, Hermógenes, porque todas las palabras a las que hemos pasado revista, vienen, a mi parecer, a resolverse en estas. Y así, si mi suposición es fundada, sígueme con atención, y cuida de que no me extravíe al explicar cuál debe ser la propiedad de los nombres primitivos.

HERMÓGENES. —Habla sin temor; te seguiré con toda la atención de que soy capaz.

SÓCRATES. —No hay más que una sola y misma propiedad para todas las palabras primitivas y derivadas, y ningún nombre, como tal, difiere de otro nombre. He aquí lo que yo pienso, y de seguro tú lo crees como yo.

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Porque, ¿en qué consiste la propiedad de los nombres que hasta aquí hemos examinado? En que nos representan lo que es cada cosa.

HERMÓGENES. —Es incontestable.

SÓCRATES. —Y esto no es menos cierto respecto de los nombres primitivos que de los derivados; puesto que son igualmente nombres.

HERMÓGENES. —Sin duda.

SÓCRATES. —Pero las palabras derivadas toman de las primitivas el poder que tienen de representar las cosas.

HERMÓGENES. —Así parece.

SÓCRATES. —Bien; pero las primitivas que no se componen de otras palabras, ¿de qué manera nos manifestarán las cosas con la claridad posible, como deben hacerlo siendo nombres? Respóndeme. Si nosotros no tuviésemos ni voz ni lengua, y quisiéramos, sin embargo, designarnos los unos a los otros las cosas, ¿no recurriríamos, como los mudos, a los signos de las manos, de la cabeza y de todo el cuerpo?

HERMÓGENES. —Claro que lo haríamos así, Sócrates.

SÓCRATES. —Por ejemplo; si quisiéramos expresar una cosa elevada y ligera, tenderíamos la mano hacia el cielo, imitando así la naturaleza de esta cosa; si una cosa baja y pesada, abatiremos la mano hacia el suelo. Y si se tratase de designar un caballo corriendo, o cualquier otro animal, lo imitaríamos lo mejor posible con nuestras actitudes y gestos.

HERMÓGENES. —Necesariamente habría de hacerse como dices.

SÓCRATES. —De esta suerte se expresaría cada objeto por medio del cuerpo, obligándolo a imitar lo que se quisiera expresar.

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Y como queremos expresar los objetos por medio de la voz, de la lengua y de la boca, esta expresión consistirá, por consiguiente, en la imitación que podamos hacer con la voz, con la lengua y con la boca.

HERMÓGENES. —Necesariamente.

SÓCRATES. —Luego el nombre, a lo que parece, es la imitación de un objeto mediante la voz. El que imita un objeto con la voz, lo nombra al imitarlo.

HERMÓGENES. —Lo creo.

SÓCRATES. —¡Por Zeus! Sin embargo, yo mismo no creo que esto sea precisamente así.

HERMÓGENES. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Nos veríamos precisados a reconocer que los que imitan el balido de las ovejas, el canto del gallo y otros análogos, nombran con esto a los animales que imitan.

HERMÓGENES. —Es cierto.

SÓCRATES. —¿Y te parece esto justo?

HERMÓGENES. —No. Pero, Sócrates, ¿qué clase de imitación es entonces la del nombre?

SÓCRATES. —Por lo pronto, me parece que cuando nombramos, no imitamos como se imitan las cosas en la música, por más que las imitemos entonces por medio de la voz. En segundo lugar; en mi opinión, nombrar no es imitar las mismas cosas que imita la música. Lo que quiero decir es lo siguiente. Todos los objetos, ¿no tienen un sonido y una forma, y la mayor parte de ellos un color?

HERMÓGENES. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Me parece que, si se imitan estas cualidades, semejante imitación ninguna relación tiene con el arte de nombrar. Los que de estas cualidades sacan partido son los músicos y pintores. ¿No es verdad?

HERMÓGENES. —Sí.

SÓCRATES. —Pero ¿no te parece que cada objeto tiene su esencia, como tiene su color y las demás cualidades de las que hablábamos? Y desde luego, el color mismo y la voz, ¿no tienen su esencia lo mismo que todas las demás cosas que merecen ser llamadas con el nombre de seres?

HERMÓGENES. —Lo creo.

SÓCRATES. —Y el que llegase a imitar por medio de letras y de sílabas lo que en cada objeto constituye la esencia, ¿no representaría lo que propiamente es cada objeto? ¿Sí o no?

HERMÓGENES. —Lo representaría perfectamente.

SÓCRATES. —¿Y cómo llamarías al que alcanzase este poder? Los imitadores, de que hablamos antes, eran el uno músico y el otro pintor; ¿qué nombre daremos a este?

HERMÓGENES. —El de hábil en lo que hace rato nos ocupa; en el arte de nombrar.

SÓCRATES. —Si eso es cierto, es preciso que examinemos las palabras acerca de las que me interrogabas; rhoé, que corre, iénai, ir, schésis, la acción de retener; y ver si por medio de las letras y de las sílabas, imitan o no imitan la esencia de las cosas que ellas designan.

HERMÓGENES. —Perfectamente.

SÓCRATES. —Dime; ¿son estas palabras las únicas primitivas, o existen otras muchas?

HERMÓGENES. —Creo que existen otras.

SÓCRATES. —En efecto, es probable que así sea. ¿Pero qué medio adoptaremos para distinguir[45] por dónde el imitador comienza a imitar? Puesto que la imitación de la esencia tiene lugar por medio de las sílabas y de las letras, ¿no será lo mejor distinguir desde ahora las letras, como hacen los que estudian el ritmo? Estos distinguen en primer lugar el valor de las letras, después el de las sílabas; y no examinan el ritmo mismo sino después de estos preliminares; antes, nunca.

HERMÓGENES. —Muy bien.

SÓCRATES. —Nosotros, ¿no debemos, igualmente, distinguir, desde ahora, las vocales, y después, entre las otras especies de letras, las que son a la vez consonantes y mudas, ya que estos son los términos de los que se valen los hombres entendidos; y las que, sin ser vocales, tienen, sin embargo, un sonido? ¿No tendremos después que volver a las vocales, para dividirlas en sus diferentes especies? Hechas estas distinciones, es indispensable examinar a su vez los nombres e indagar si entre ellos hay algunos a los que se puedan reducir todos los demás; como sucede con las letras que nos los hacen conocer y si se clasifican en diversas especies, como estas mismas letras. Bien consideradas todas estas cosas, es preciso saber aplicar a los objetos los nombres que les corresponden, ya baste una sola palabra para un solo objeto, ya haya que combinar muchas. Así es como los pintores, para obtener la semejanza, ya emplean la púrpura sola u otro color cualquiera; ya mezclan muchos colores diferentes, como cuando quieren representar la carne, o cualquier otro objeto análogo, atentos siempre a hacer la imagen perfectamente fiel. En igual forma, nosotros aplicaremos las letras a las cosas; tan pronto una sola letra a una sola cosa y la letra conveniente, como muchas letras formando lo que se llaman sílabas, y reuniendo en seguida estas sílabas hasta componer nombres y verbos. En fin, de estos nombres y de estos verbos formaremos algo que tenga grandeza, belleza y unidad: el discurso, que es en el arte de los nombres y en todas las artes análogas, lo que en la pintura la representación de un ser animado. Pero no; no seremos nosotros los que haremos esto; yo me dejo llevar de mis propias palabras. Todas estas combinaciones, tales como son, son obra de nuestros antepasados. En cuanto a nosotros, si queremos estudiar todas estas cosas con arte, necesitamos dividirlas, como ya hemos dicho; y considerar, como también indicábamos, si las palabras, así las primitivas como las derivadas, han sido bien o mal aplicadas. Proceder de otro modo, y según el método de composición, sería obrar mal y extraviarse del verdadero camino, mi querido Hermógenes.

HERMÓGENES. —¡Sí, por Zeus, Sócrates!

SÓCRATES. —¿Y tendrás bastante confianza en ti mismo para creerte capaz de recorrer todas las divisiones de nuestro asunto? Yo no me considero con fuerzas para ello.

HERMÓGENES. —Ni yo tampoco, ciertamente.

SÓCRATES. —Dejemos esta materia; ¿o prefieres que, aunque incapaces de llevar muy allá nuestra indagación, ensayemos nuestras fuerzas, adelantando ideas, como hicimos antes con motivo de los dioses? Decíamos que no sabiendo nada de la verdad, solo habíamos querido interpretar las opiniones de los hombres sobre aquel punto; y ahora nos corresponde decir, que si algún día llega a ser resuelta la presente cuestión por nosotros o por otros, lo será por medio de las divisiones que acabamos de indicar; pero que por el momento bastará, como decíamos, que hagamos el esfuerzo que nos sea posible. ¿Es esta tu opinión? ¿O piensas de otra manera?

HERMÓGENES. —Precisamente esa es mi opinión.

SÓCRATES. —Quizá parece ridículo, mi querido Hermógenes, decir que las letras y las sílabas revelan las cosas, imitándolas. Sin embargo, es necesario que así sea. No tenemos otro medio mejor de dar razón de la verdad de las palabras primitivas. A menos que, a semejanza de los autores de tragedias, que en sus conflictos recurren a máquinas y hacen aparecer los dioses, recurramos también nosotros al mismo artificio, diciendo que los dioses han instituido las palabras primitivas, y que de aquí procede su propiedad. ¿Adoptaremos esta explicación como la más satisfactoria? ¿O la de que nosotros hemos tomado las palabras primitivas de los bárbaros, y que los bárbaros son más antiguos que nosotros? ¿O bien la de que no nos es posible comprender esta clase de palabras a causa de su antigüedad, que las hace tan oscuras, como si tuviesen un origen bárbaro? Éstas serían excusas muy buenas para el que no quisiera dar razón de las palabras primitivas y de su propiedad. Sin embargo; dígase lo que se quiera, cuando se ignora la propiedad de las palabras primitivas, no se pueden comprender las derivadas, que solo se explican por aquellas. Es, pues, evidente que el que se considera hábil en la interpretación de las derivadas, debe estar en posición de dar explicaciones completas y claras sobre las primitivas, o limitarse a no decir más que necedades acerca de las derivadas. ¿Opinas tú de otro modo?

HERMÓGENES. —No, en verdad, Sócrates.

SÓCRATES. —Lo que yo pienso a propósito de las palabras primitivas, me parece a mí mismo impertinente y ridículo. Te lo diré, si quieres. Pero si por tu parte tienes algo mejor que proponer, me lo participarás también a tu vez.

HERMÓGENES. —No dejaré de hacerlo. Y tú habla siempre sin miedo.

SÓCRATES. —Por lo pronto, la letra rho me parece ser el instrumento propio para expresar toda clase de movimiento. Pero no hemos dicho cuál es el origen de la palabra kínesis. Es evidente que procede de iesis, arranque; porque en otro tiempo, en lugar de la eta se servían de la épsilon. En cuanto al principio de la palabra, está tomado de kíein, palabra extranjera que tiene el sentido de ienai, marchar. Si se supiese la palabra antigua y se la trasladase a nuestra lengua, se tendría realmente iesis. Pero hoy, a causa de la procedencia extranjera del verbo kiein, del cambio de la eta de la inserción de la ny, se dice kínesis. En rigor, debería decirse kieínesis o eisis. En cuanto a la palabra stasis, reposo, expresa la negación del movimiento, y se pronuncia así por elegancia. Decía, pues, que la letra rho me parecía haber sido, en manos del inventor de las palabras, un excelente instrumento para dar idea del movimiento, con el cual tiene verdadera analogía. En mil circunstancias se sirve de él con este objeto. Así, emplea esta letra para imitar el movimiento, por lo pronto, en las palabras rheîn, correr, y rhoé, curso; en seguida en trómos, temblor, en trachús, áspero; e igualmente en muchos verbos, tales como kroúein, golpear, thraúein, herir, ereíkein, romper, thrýptein, pulverizar, kermatízein, dividir, rumbeîn, rodar. A la rho es a la que deben todas estas palabras la representación de las acciones de las que son signos. El autor de los nombres vio, a mi parecer, que la lengua, al pronunciar esta letra, lejos de permanecer en reposo, se agita fuertemente; y he aquí lo que explica el uso que ha hecho de ella. La iota conviene a lo que es sutil, y que por su naturaleza puede penetrar a través de todas las cosas; por esta razón se sirve de la iota en iesthai y ienai, para imitar la acción de ir o marchar. Así, también con las letras phi, psi, beta y dseta, que son silbantes, imita todas las cosas de esta naturaleza, tales como psychrón, frío, zéon, hirviente, seíesthai, agitar, y en fin, seismós, agitación. El autor de los nombres emplea cuanto le es posible estas mismas letras, cuando quiere imitar algún objeto hinchado, phusôdes. También habrá creído que por la presión que hacen experimentar a la lengua la delta y la tau, son perfectamente propias para imitar la acción de encadenar, desmós, y de descansar, stásis. Habiendo observado que la lengua se desliza al pronunciar la lambda, olisthánei, se ha servido de ella para formar la palabra leîon, liso, el mismo término olisthánein, deslizarse, liparón, fluido, kol-lôdes, pegajoso, y todos los de este género. En cuanto a la gamma, como tiene en cierta manera la virtud de detener este deslizamiento de la lengua, ha imitado con esta letra, unida a la precedente, lo que es viscoso, glíschron; dulce, glyký; corriente, gloiôdes. Respecto de la ny, habiendo comprendido que retiene la voz en el interior de la boca, formó las palabras éndon, entós, interior, adentro, que representa la cosa por el sonido. Ha puesto una alfa en mégas, grande, y una eta en mêkos, longitud, porque estas dos letras tienen un sonido prolongado. Para goggúlon, redondo, tenía necesidad de la letra ómicro, y la ha repetido todo lo posible en la composición de esta palabra. El autor de los nombres siempre ha procedido de la misma manera, formando con las letras y las sílabas nombres para designar cada ser; y con estos nombres, otros más compuestos, procurando siempre con empeño imitar la naturaleza de las cosas. Tal me parece ser, mi querido Hermógenes, la propiedad de los nombres. Pero quizá Crátilo es de otro parecer.

HERMÓGENES. —Ciertamente, Sócrates; Crátilo me tiene muy atormentado, como manifesté al principio, sosteniendo que los nombres tienen una propiedad natural, y esto sin explicar claramente en qué consiste; no pudiendo saber yo si con intención o a pesar suyo se expresaba tan oscuramente sobre este asunto. Ahora, querido Crátilo, dime en presencia de Sócrates si apruebas las ideas que acaba de exponer, o si tienes otras mejores. Si crees tenerlas, habla, a fin de instruirte con las lecciones de Sócrates, o de enseñarnos tú mismo la verdad a ambos.

CRÁTILO. —¡Cómo, Hermógenes!: ¿Crees que es fácil aprender o enseñar cualquier cosa, sobre todo una de tal importancia que parece que debe ser incluida entre las más graves?

HERMÓGENES. —¡Por Zeus, que yo no lo creo! Pero me place aquel dicho de Hesíodo: que añadir un poco a otro poco, no es trabajo perdido.[46] Y así, si eres capaz de dar un poco más de luz a esta discusión, no vaciles, te lo suplico; y haznos esta gracia a Sócrates y a mí.

SÓCRATES. —Y yo, querido Crátilo, no afirmo absolutamente ninguna de las cosas que he expuesto antes; sino que me he limitado a examinar la cuestión con Hermógenes, y a decir buenamente lo que me indicaba mi espíritu. Habla, pues, con resolución, y vive persuadido de que si propones alguna buena idea, estoy dispuesto a recogerla.

Que estés tú más instruido que yo en esta materia, no lo extraño. A mi parecer, has reflexionado mucho sobre ella, y al mismo tiempo has aprendido no poco de los demás. Si tienes que decir algo que valga más que lo que precede, puedes contarme en el número de tus discípulos para la indagación de la propiedad de los nombres.

CRÁTILO. —Ciertamente, Sócrates, no te engañas; me he ocupado mucho en esta cuestión, y no habría inconveniente en que te tuviera por mi discípulo. Sin embargo, temo que suceda todo lo contrario, y que me vea precisado a explicarte las palabras que dirige Aquiles a Áyax en las Deprecaciones.[47] Dice:

Divino Áyax, hijo de Telamón, jefe de los pueblos,

Todo lo que me has dicho procede de un noble corazón.

Y yo, Sócrates, he creído verdaderamente que vaticinabas, ya te venga la inspiración de Eutifrón, o ya de alguna musa que habite en ti, hace largo tiempo, sin tú saberlo.

SÓCRATES. —¡Oh, excelente Crátilo!, yo mismo estoy sorprendido de mi ciencia, y desconfío de ella. Creo que es preciso examinar de nuevo todo lo que acabo de decir. El engañarse a sí mismo, es seguramente lo peor que puede suceder; porque entonces el engañador es uno con nosotros, y nos sigue por todas partes. ¿Puede darse cosa más terrible? Conviene, pues, en mi opinión, volver muchas veces sobre las ideas emitidas, y esforzarse, según la expresión del poeta,[48] mirando a la vez adelante y atrás. Ahora fijémonos en la explicación que hemos dado. La propiedad del nombre, hemos dicho, consiste en representar la cosa tal como es. ¿Declararemos completa esta definición?

CRÁTILO: —A mí me satisface cumplidamente.

SÓCRATES. —En este caso, los nombres tienen la virtud de enseñar.

CRÁTILO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Diremos, por lo tanto, que hay un arte de enseñar, mediante los nombres, y los peritos en este arte?

CRÁTILO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Quiénes son?

CRÁTILO. —Los legisladores, como dijiste cuando comenzamos.

SÓCRATES. —¿Diremos que, respecto de este arte, sucede entre los hombres, lo mismo que en todas las demás artes; o es cosa distinta? Me explicaré. Los pintores, por ejemplo, ¿no son unos mejores, y otros peores?

CRÁTILO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y los mejores hacen más bellas sus obras, quiero decir, sus representaciones de los seres vivos; los otros las hacen más feas. Lo mismo sucede con los arquitectos: los unos hacen casas más bellas, y otros las hacen menos bellas.

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Y bien, ¿unos legisladores hacen sus obras mejor, y otros peor?

CRÁTILO. —Eso no lo creo.

SÓCRATES. —Pues qué, ¿no te parecen las leyes, unas mejores y otras peores?

CRÁTILO. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —En este caso, ¿los nombres no te parecen los unos mejores que los otros?

CRÁTILO. —No, verdaderamente.

SÓCRATES. —Luego, ¿todos los nombres son igualmente propios?

CRÁTILO. —Sí; todos los que son nombres.

SÓCRATES. —Entonces, respecto del nombre de Hermógenes, del que hablábamos hace un instante, ¿diremos que de ninguna manera pertenece a nuestro amigo, y que no es de la raza de Hermes; o que perteneciéndole, no es propio?

CRÁTILO. —Creo, Sócrates, que el nombre de Hermógenes no pertenece a nuestro amigo, aunque parezca pertenecerle; creo que será más bien el de algún otro individuo, cuya naturaleza es tal, como este nombre la supone.

SÓCRATES. —¿Decir que nuestro amigo, que está presente, es Hermógenes, no es decir una falsedad? A menos que no se tenga por imposible decir que es Hermógenes el que no lo es.

CRÁTILO. —No te comprendo.

SÓCRATES. —Es absolutamente imposible decir una falsedad;[49] ¿es esta tu opinión? Muchos, mi querido Crátilo, han pensado y piensan lo mismo.

CRÁTILO. —En efecto, Sócrates; ¿cómo, el que dice lo que dice, ha de dejar de decir lo que es? Y decir algo falso, ¿no equivaldría a decir lo que no es?

SÓCRATES. —He aquí, querido mío, un razonamiento demasiado sutil para mí y para mi edad. Pero veamos; respóndeme solo a la siguiente pregunta. Quizá piensas que es imposible decir falsedades, pero que es posible hablar falsamente.

CRÁTILO. —Yo no creo tampoco que se pueda hablar con falsedad.

SÓCRATES. —¿Ni expresarse, ni interpelar a ninguno falsamente? Por ejemplo; si encontrándote alguno en tierra extraña, te cogiese por la mano, y te dijese: os saludo, extranjero ateniense, Hermógenes, hijo de Esmicrión; ¿te parecería que este hombre dice, designa, expresa, interpela, no a ti, sino a Hermógenes? ¿O no nombraría a nadie?

CRÁTILO. —Me parecería que no hacía más que articular sonidos.

SÓCRATES. —Es bastante. Articulando sonidos, ¿diría la verdad, o mentiría? ¿O diría algo verdadero y algo falso? Esto me bastaría.

CRÁTILO. —Pues bien, no tengo inconveniente en decir que no haría más que ruido y movimiento inútil, como si hiciera sonar un vaso de metal.

SÓCRATES. —Veamos, si podemos ponernos de acuerdo, mi querido Crátilo. ¿No admites, que una cosa es el nombre, y otra el objeto nombrado?

CRÁTILO. —Sin duda.

SÓCRATES. —¿Reconoces, por lo tanto, que el nombre es una especie de imitación de la cosa?

CRÁTILO. —Perfectamente.

SÓCRATES. —¿Y que las pinturas de animales son otro género de imitación de ciertas cosas?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Veamos aún, por si no he penetrado bien tu pensamiento, que quizá es muy exacto. ¿Se puede después de distinguirlas, referir estas dos especies de imitaciones, las pinturas de los animales y los nombres, a las cosas de que son imitaciones, o no se puede?

CRÁTILO. —Se puede.

SÓCRATES. —Atiende, por lo pronto, a lo que voy a decir. ¿Se puede referir la imagen del hombre al hombre, la de la mujer a la mujer; y así en todos los demás casos?

CRÁTILO. —Evidentemente.

SÓCRATES. —Y al contrario, ¿se puede referir la imagen del hombre a la mujer, y la de la mujer al hombre?

CRÁTILO. —También es evidente.

SÓCRATES. —Y estas diferentes referencias, ¿están en su lugar ambas, o solo una de ellas?

CRÁTILO. —Solo una de ellas.

SÓCRATES. —¿Sin duda la que refiere a cada cosa lo que la conviene y se le parece?

CRÁTILO. —Así me parece.

SÓCRATES. —A fin de no batallar, disputando en vano, puesto que somos amigos, concédeme lo que voy a decirte. Esta referencia, querido mío, en los dos géneros de imitaciones, el de la pintura y el de los nombres, yo la llamo propia; y si se trata de los nombres, no solo la llamo propia, sino también verdadera. La otra referencia, la que refiere lo desemejante a lo desemejante, la llamo impropia y falsa, si se trata de nombres.

CRÁTILO. —Pero puede suceder, Sócrates, que esta impropiedad solo se encuentre en las pinturas de los animales, y que no suceda lo mismo en los nombres, que necesariamente serán acaso siempre propias con relación a las cosas a que se refieren.

SÓCRATES. —¿Qué quieres decir con eso? ¿Dónde está la diferencia entre la pintura y el nombre? ¿Un hombre, que encuentra a otro, no puede decirle: he aquí tu retrato, y mostrarle ya su imagen, ya la de una mujer? Entiendo por mostrar, representar una cosa ante el sentido de la vista.

CRÁTILO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Y bien, el mismo hombre, ¿no puede decir al que encuentra: he aquí tu nombre? Porque el nombre es una imitación lo mismo que la de la pintura. Repito, pues; ¿no puede suceder que le diga: he aquí tu nombre, y que en seguida presente al sentido del alma una imagen de su interlocutor, pronunciando la palabra hombre, o una imagen de la parte femenina del género humano, pronunciando la palabra mujer? ¿No es esto posible, y no se verifica algunas veces?

CRÁTILO. —Quiero, Sócrates, concederte lo que me preguntas. Sea, pues, como dices.

SÓCRATES. —Haces bien, querido mío, en concedérmelo, si las cosas pasan como yo digo; e inútil es ya que combatamos. Si la referencia es tal también en los nombres, llamaremos a la una verdadera, a la otra falsa. Y si así sucede con los nombres; si se les puede aplicar impropiamente, no dando a cada objeto el que le conviene, y dándole algunas veces el que no le conviene, lo mismo podrá suceder con los verbos. Y si esto es cierto respecto de los verbos y de los nombres, lo será también en cuanto a las frases, porque las frases, si no me engaño, son combinaciones de estas dos clases de palabras. ¿Qué piensas tú, Crátilo?

CRÁTILO. —Me parece que hablas acertadamente.

SÓCRATES. —Si comparamos las palabras primitivas con las imágenes, nos sucederá con ellas lo que con los cuadros. Unas veces el pintor emplea todos los colores y formas que convienen al modelo; otras no los emplea todos, sino que olvida o añade algo, multiplica y agranda las facciones. ¿No es cierto?

CRÁTILO. —Muy cierto.

SÓCRATES. —El que emplea todos los colores y todas las formas convenientes, hace bellos cuadros y bellos dibujos; y, por el contrario, el que añade o quita, hace también cuadros y dibujos, pero malos.

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y qué diremos del que imita con sílabas y letras la esencia de las cosas? Si emplea los elementos convenientes, ¿no formará asimismo una bella imagen? Pues esta imagen es el nombre. Pero si añade o quita alguna cosa, ¿no formará también una imagen, pero que no será bella? Y de esta suerte, ¿no están los nombres, unos bien hechos, otros mal?

CRÁTILO. —Quizá.

SÓCRATES. —¿Y no resultará también que habrá artífices de nombres buenos y malos?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Al artífice de nombres se llama legislador.

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —¡Por Zeus!, quizá entonces sucederá en esta como en las demás artes, y habrá buenos y malos legisladores; por lo menos, esta es una consecuencia de todo lo que hemos dicho, y en lo que estamos de acuerdo.

CRÁTILO. —Es cierto. Pero ya ves claramente, Sócrates, que, cuando nosotros hemos formado nombres, conforme al arte gramatical, con las letras alfa, beta y demás, si se llega a suprimir, añadir, o dislocar alguna de sus partes, no puede decirse que la palabra está escrita, sino mal escrita; y la verdad es que en manera alguna puede decirse escrita, sino que, desde que sufre alguna de estas modificaciones, lo que se hace es una palabra nueva.

SÓCRATES. —Ponte en guardia; no sea que por considerar las cosas bajo ese punto de vista, las consideremos mal.

CRÁTILO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Quizá lo que acabas de decir es exacto con relación a las cosas, cuya existencia o no existencia depende de un número determinado. Así, si al número diez, o a cualquier otro, se le quita, o se le añade algo, se convierte en otro número. Pero respecto de todo lo que tiene alguna cualidad, y de toda clase de imágenes, la exactitud pide otras condiciones. Es preciso, por el contrario, que lo que es imagen no reproduzca el modelo entero, para ser su imagen. Mira, si lo que te digo es verdad. Por ejemplo, serán dos cosas distintas Crátilo y la imagen de Crátilo; si alguna divinidad representase, no solo tus contornos y tu color, como hacen los pintores, sino también todo el interior de tu cuerpo, tal como es; con su morbidez y su calor, con el movimiento, el alma y el pensamiento, tales como se encuentran en ti; en una palabra, si todo lo que te constituye lo reprodujese completamente. Colocada cerca de ti esta acabada copia, ¿qué tendríamos? Crátilo y la imagen de Crátilo, ¿o más bien dos Crátilos?

CRÁTILO. —Me parece, Sócrates, que resultarían dos Crátilos.

SÓCRATES. —Ves, mi querido amigo, que no debe concebirse la propiedad de una imagen de otro modo que como la hemos concebido; ni debemos, a todo trance, querer que una imagen cese de serlo, porque se la haya añadido o quitado alguna cosa. ¿No conoces que no es necesario, ni mucho menos, que las imágenes encierren todos y los mismos elementos que las cosas, de que son imágenes?

CRÁTILO. —Sí, verdaderamente.

SÓCRATES. —¡Buenos estaríamos, Crátilo, si los nombres y las cosas que ellos nombran, se pareciesen absolutamente! Todo se haría doble sobre la marcha, y no sería posible decir: esta es la cosa, y este es el nombre.

CRÁTILO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Luego, no hay que vacilar, querido mío; reconoce que de los nombres, unos convienen y otros no convienen con las cosas; no exijas que una palabra tenga todas las letras necesarias para representar aquello, cuya imagen es; consiente que la acompañe alguna letra inútil; y si permites una letra en la palabra, permite una palabra en la frase; y si una palabra en la frase, una frase en el discurso. Y por más que esta letra, esta palabra y esta frase, no convengan con las cosas, no por eso dejarán estas de ser bien nombradas y enunciadas, con tal que se halle expresado su carácter distintivo; como sucede en los nombres de las letras, si te acuerdas de lo que dijimos antes Hermógenes y yo.

CRÁTILO. —Ciertamente, me acuerdo.

SÓCRATES. —Muy bien. Cuando se expresa este carácter distintivo, aunque no tenga todas las letras debidas, la cosa resulta designada por el discurso: bien, si aparecen en él todas las letras convenientes; y mal, si solo aparecen en corto número. En fin, admitamos que está designada, querido amigo, y así nos libraremos de la multa que se paga en Egina, cuando se encuentra a alguno en el camino a deshora de la noche; porque podría decirse, que habíamos andado demasiado pesados, para llegar de las palabras a las cosas. O si no, busca cualquier otra explicación de la propiedad de los nombres, y niéganos que el nombre sea la representación de la cosa, mediante las sílabas y las letras; porque no puedes mantener a la vez lo que antes decías, y lo que últimamente has concedido sin contradecirte a ti mismo.

CRÁTILO. —Me parece, Sócrates, que hablas muy sabiamente, y estoy conforme contigo.

SÓCRATES. —Puesto que estamos de acuerdo, examinemos ahora lo siguiente: para que el nombre sea propio, ¿no hemos dicho que es preciso que encierre las letras convenientes?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Letras convenientes son las que se parecen a las cosas. ¿No es así?

CRÁTILO. —Sin duda alguna.

SÓCRATES. —Luego los nombres bien hechos son los hechos de esta manera.[50] Pero si hay alguna palabra mal instituida, aun así, estará formada en gran parte de letras convenientes y semejantes a las cosas, puesto que será una imagen; pero siempre encerrará alguna letra que no convenga, y por esta causa esta palabra no será buena, ni estará bien compuesta. ¿Es esto, en efecto, lo que dijimos?

CRÁTILO. —Es preciso que yo convenga en ello, Sócrates; aun cuando de buen grado negaría que un nombre mal hecho sea nombre.

SÓCRATES. —¿Y admitirás que el nombre es una representación de la cosa?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —¿Estimas como cosa cierta que unos nombres se componen de otros nombres, y que otros son primitivos?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Si los primitivos deben de ser representaciones de ciertas cosas, ¿conoces un medio mejor de hacer representaciones, que hacerlas lo más semejante que sea posible a las cosas que deben representar? ¿O acaso preferirías el medio ensalzado por Hermógenes y por otros muchos, según los que los nombres proceden de convenios; que representan las cosas solo para los que han intervenido en estas convenciones, conociéndolas de antemano; que la propiedad de los nombres nace exclusivamente de estos pactos; que no existe ninguna razón para fijarse en el sentido que tienen al presente, y que lo mismo podría llamarse grande lo que se llama pequeño, como pequeño lo que se llama grande? ¿Cuál de estos dos medios tienes por mejor?

CRÁTILO. —Vale mil veces más, Sócrates, representar las cosas mediante la imitación, que de cualquier otra manera arbitraria.

SÓCRATES. —Muy bien. Puesto que el nombre debe parecerse a la cosa, ¿no es necesario que las mismas letras sean naturalmente semejantes a los objetos, puesto que de letras se componen las palabras primitivas? He aquí lo que quiero decir. Tomando otra vez nuestro ejemplo; ¿se podría componer un cuadro, imagen de una cosa, si la naturaleza no suministrase, para representarla, colores semejantes a los objetos que la pintura imita? ¿No sería de otro modo imposible?

CRÁTILO. —Imposible.

SÓCRATES. —En igual forma, ¿se parecerían los nombres a cosa alguna, si los elementos de que se componen no tuviesen en primer lugar una semejanza natural con las cosas que los nombres imitan? Ahora bien; los elementos de que se componen los nombres, ¿no son las letras?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Pues ahora toma parte, a tu vez, en la discusión que antes sostuve con Hermógenes. Al decir que la rho hace relación al cambio del lugar, al movimiento y a la rudeza, ¿te parece que tuvimos razón o que no la tuvimos?

CRÁTILO. —Tuvisteis razón ciertamente.

SÓCRATES. —Y diciendo que la lambda se refiere a lo liso, a lo dulce y a las demás cualidades análogas de las que hablamos, ¿tuvimos o no razón?

CRÁTILO. —La tuvisteis.

SÓCRATES. —¿Sabes que la misma palabra que nosotros escribimos sklerótes, rudeza, los eretrios escriben skleróter?

CRÁTILO. —Perfectamente.

SÓCRATES. —La rho y la sigma, ¿tienen entonces la misma significación? Y la palabra, ¿tiene el mismo sentido para los que la terminan con una rho, que para los que la terminan con una sigma; o bien tiene para ambos un sentido diferente?

CRÁTILO. —Tiene para todos el mismo sentido.

SÓCRATES. —¿Y esto es así, porque la rho y la sigma se parecen, o porque no se parecen?

CRÁTILO. —Porque se parecen.

SÓCRATES. —¿Porque se parecen en absoluto?

CRÁTILO. —Por lo menos, en cuanto expresan igualmente el cambio de lugar.

SÓCRATES. —Pero la lambda que forma parte de esta palabra, ¿no expresa lo contrario de la rudeza?

CRÁTILO. —Acaso, Sócrates, no está en su debido lugar. Antes, cuando conversabas con Hermógenes, quitabas y ponías letras según la necesidad lo exigía; lo cual merecía mi aprobación. Quizá en este caso convendría sustituir con una rho a la lambda.

SÓCRATES. —Perfectamente. Pero diciendo, como hoy decimos, pronunciando sklerón, ¿no nos entendemos los unos a los otros? Tú mismo, en este momento, ¿no entiendes lo que yo quiero decir?

CRÁTILO. —Sí, gracias al uso.

SÓCRATES. —Hablando del uso, ¿crees hablar de otra cosa que de un convenio? ¿O acaso te formas del uso una idea distinta de la que yo tengo? Al enunciar una palabra, yo concibo tal cosa, y tú reconoces que concibo tal cosa. ¿No consiste en esto el uso?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Luego si tú reconoces el objeto, cuando yo pronuncio una palabra, yo te lo muestro.

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Y eso se verifica mediante una palabra, que no tiene semejanza con lo que yo pienso cuando hablo; puesto que como tú confiesas, la letra lambda no tiene nada que se parezca a la rudeza. Pues si esto es así, ¿qué otra cosa hay aquí, que una convención contigo mismo, ni en qué consiste para ti la propiedad del nombre, sino en este convenio, puesto que las letras, suministradas por el uso y por la convención, expresan lo que se les parece y lo que no se les parece? Y aun cuando el uso no se confundiese por entero con la convención; aun así, no sería a causa de su semejanza con el objeto, por lo que la palabra nos lo representaría, sino que sería más bien en virtud del uso; porque creo que solo el uso puede representar una cosa mediante lo que se le parece y mediante lo que no se le parece. Y puesto que estamos de acuerdo sobre todo esto, mi querido Crátilo, porque tomo tu silencio por un asentimiento, es necesario que la convención y el uso contribuyan hasta cierto punto a la representación de los pensamientos que expresamos. Y si quieres, querido mío, tomemos por ejemplo los nombres del número. ¿Dónde encontrarías nombres semejantes a cada uno de los números para aplicarlos a los mismos, si no permitieses que el acuerdo y la convención entrasen en parte para determinar la propiedad de los nombres? Ciertamente yo mismo gusto de que los nombres se parezcan, cuanto sea posible, a las cosas; pero realmente, como decía Hermógenes, no hay que dejarse llevar hasta violentar las palabras, para hallar semejanzas; pues muchas veces se ve uno precisado a recurrir a la convención para explicar su propiedad. Las palabras más bellas son indudablemente las formadas por entero, o en gran parte, de elementos semejantes a las cosas, es decir, que con ellas convienen; y las más feas, son las palabras formadas de elementos contrarios a las mismas. Mas ahora, dime; ¿cuál es la virtud de los nombres, y qué bien debemos decir que producen?

CRÁTILO. —Creo, Sócrates, que tienen el poder de enseñar; y que es absolutamente cierto, que el que sabe los nombres, sabe igualmente las cosas.

SÓCRATES. —Quizá, mi querido Crátilo, lo que piensas es lo siguiente: que cuando se sabe lo que es el nombre, como el nombre es semejante a la cosa, se conoce igualmente la cosa, puesto que es semejante al nombre; y que todas las cosas que se parecen, son el objeto de una sola y misma ciencia. Supongo que en este mismo sentido dices que el que sabe los nombres, sabe igualmente las cosas.

CRÁTILO. —Es muy cierto.

SÓCRATES. —Pues bien; veamos ahora cuál es esta manera de enseñar las cosas, de la que acabas de hablar; si existe alguna otra, por más que esta sea la mejor, o si no existe absolutamente ninguna otra. ¿Cuál es tu parecer sobre este punto?

CRÁTILO. —Que no existe ninguna otra, y que esta es excelente y la única.

SÓCRATES. —Pero ¿crees que consista en esto el arte de encontrar las cosas, y que el que ha encontrado los nombres ha descubierto también las cosas que ellos designan; o bien es preciso, para investigar y descubrir, acudir a otro método; y para aprender, acudir a este?

CRÁTILO. —No; para buscar y para descubrir debe emplearse este mismo método.

SÓCRATES. —Y bien, Crátilo; figurémonos un hombre que tome en la indagación de las cosas los nombres por guías, examinando el sentido de cada uno de ellos; ¿no crees que corre gran riesgo de engañarse?

CRÁTILO. —¿Cómo?

SÓCRATES. —Es evidente que el primero que ha designado los nombres, los formó según la manera como concebía las cosas. ¿No es esto lo que dijimos antes?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Por consiguiente, si ha concebido mal las cosas y si las ha nombrado según la manera como las concebía; ¿qué crees tú que nos sucederá a nosotros que le seguimos? ¿Cómo dejaremos de incurrir en el mismo error?

CRÁTILO. —No hay nada de eso, Sócrates; es necesario que el que hace los nombres, los haga con conocimiento de las cosas; si este conocimiento le faltase, como ya he dicho, los nombres no serían nombres. Y lo que prueba sin réplica que el inventor de los nombres no ha caminado lejos de la verdad, es que en ese caso no existiría la concordancia que se advierte entre todos ellos. ¿No era este tu pensamiento, cuando decías que todos tienen un mismo objeto, y expresan todos una misma idea?

SÓCRATES. —Eso que dices, mi querido Crátilo, no es aún una apología suficiente. Si el inventor de los números se hubiese engañado desde el primero, hubiera hecho violencia a los demás para precisarlos a convenir con aquel; esto es bien claro. Lo mismo sucede en la construcción de una figura de geometría; si se incurre al principio en algún error, aunque sea ligero e imperceptible, en todo lo ulterior se notan las consecuencias. Por esta razón es preciso en todas las cosas que el hombre se entregue a largas reflexiones y a largas indagaciones, para asegurarse de si el principio sentado es exacto o no; cuando lo haya examinado bien, las consecuencias irán apareciéndo con todo rigor. Por otra parte, me sorprendería que todos los nombres estuviesen de acuerdo los unos con los otros. Consideremos de nuevo los que ya hemos estudiado. Decíamos que los nombres nos representan el mundo en un movimiento, un cambio y un flujo perpetuos. ¿Te parece que expresan otra cosa?

CRÁTILO. —No, ciertamente; eso es lo que representan.

SÓCRATES. —Volvamos atrás, y examinemos la palabra epistéme. Es una palabra equívoca; y yo creo que significa que el alma se detiene sobre las cosas, histesin epi, y no que se ve arrastrada en el mismo movimiento. Es más propio pronunciar el principio de esta palabra como se hace hoy, que decir pistéme suprimiendo la épsilon; en lugar de suprimir la épsilon sería preciso intercalar una iota. Bébaion parece significar la imagen de una base, báseos, de un estado estacionario; y no el movimiento. Historía expresa lo que detiene la expansión, histesin ton rhoun. Pistón expresa manifiestamente la idea de detener histân. Mnéme, indica para todo el mundo la permanencia, moné, en el alma, y no el movimiento. Si quieres, examinemos igualmente las palabras hamartía, error, y xymphorá, accidente: y encontraremos que tienen una gran analogía con xynésis, epistéme, y con todas las más palabras que se refieren a cosas excelentes. Amathía, ignorancia, y akolasía, intemperancia, son palabras del mismo género. La una parece designar la marcha de un ser que va de concierto con dios, hama theôi ióntos; y el otro, akolasía, la acción de seguir las cosas, akolouthía. De esta manera los nombres que damos a las cosas más malas, serían enteramente semejantes a las que damos a las mejores. Estoy persuadido de que, si nos tomáramos ese trabajo, encontraríamos muchas otras palabras, que harían creer que el inventor de los nombres ha querido expresar, no que las cosas se mueven y pasan, sino que quedan y permanecen.

CRÁTILO. —Pero, Sócrates, observa que las más de las palabras expresan la primera opinión.

SÓCRATES. —¿Y qué importa, querido Crátilo? ¿Contaremos los nombres como las bolas de un escrutinio, y haremos depender su propiedad de este cálculo? El sentido indicado por el mayor número, ¿será el verdadero?

CRÁTILO. —No es razonable eso.

SÓCRATES. —No lo es en manera alguna, querido amigo; pero pasemos adelante y veamos si seremos o no del mismo parecer sobre el punto siguiente: Dime, ¿no hemos convenido en que los que han inventado los nombres en las ciudades, sean griegos o bárbaros, son los legisladores, y que el arte de instituir los nombres pertenece al de la legislación?

CRÁTILO. —Sin duda.

SÓCRATES. —Respóndeme: ¿los primeros legisladores designaron los primeros nombres, conociendo las cosas a que los asignaban, o no conociéndolas?

CRÁTILO. —En mi opinión, Sócrates, las conocían.

SÓCRATES. —¿Hubieran podido hacerlo, mi querido Crátilo, sin conocerlas?

CRÁTILO. —No lo creo.

SÓCRATES. —Retrocedamos al punto de partida. Decías antes, según recordarás, que es necesario que el que determine los nombres, sepa cuál es la naturaleza de los objetos sobre los que recaen. ¿Es esta aún tu opinión?

CRÁTILO. —Aún lo es.

SÓCRATES. —¿Y dices que el que ha fijado los primeros nombres lo ha hecho sabiendo cuál es la naturaleza de los objetos?

CRÁTILO. —Sabiéndolo.

SÓCRATES. —¿Pero por medio de qué nombres pudo aprender y encontrar las cosas, puesto que entonces aún no existían las primeras palabras; y puesto que por otra parte, según hemos dicho, es imposible aprender o encontrar las cosas sino después de haber aprendido o encontrado por sí mismo la significación de los nombres?

CRÁTILO. —Lo que dices es realmente una verdadera dificultad, Sócrates.

SÓCRATES. —¿Cómo podríamos decir que para instituir los nombres, los legisladores han debido conocer las cosas antes que hubiese nombres, si fuese cierto que solo han podido conocerse las cosas por sus nombres?

CRÁTILO. —A mi parecer, Sócrates, la mejor explicación, para salir de esta dificultad, es decir que un poder superior al del hombre ha dado los primeros nombres a las cosas; de manera que no pueden menos de ser propios.

SÓCRATES. —¿Pero entonces crees tú que el que instituye los nombres, sea dios o demonio, los ha establecido contradiciéndose a sí mismo? ¿O crees que lo que decíamos antes no es exacto?

CRÁTILO. —Eso consiste en que entre los nombres los hay que no lo son.

SÓCRATES. —¿Cuáles son, mi excelente amigo? ¿Los que se refieren al reposo o los que se refieren al movimiento? Porque, según hemos dicho, esta cuestión no puede decidirse por el número.

CRÁTILO. —No; no sería justo, Sócrates.

SÓCRATES. —He aquí, por lo tanto, una guerra civil entre los nombres; estos declaran que representan la verdad; aquellos sostienen lo mismo; ¿a quién daremos la razón, y según qué principio? No podrá ser apelando a otros nombres, puesto que no existen. Es claro que debemos recurrir fuera de los nombres a algún otro principio, que nos haga ver, sin el auxilio de aquellos, cuáles entre ellos son verdaderos, porque nos mostrará con evidencia la verdad de las cosas.

CRÁTILO. —Soy del mismo parecer.

SÓCRATES. —Entonces, Crátilo, es posible aprender las cosas sin el auxilio de los nombres.

CRÁTILO. —Así parece.

SÓCRATES. —¿Y por qué medio crees que se pueden aprender? ¿Puede ser otro que el más natural y razonable, es decir, estudiando las cosas en la relación de las unas con las otras, cuando son del mismo género, y cada una en sí misma? Lo que es extraño a las cosas y difiere de ellas, no puede mostrarnos nada que no sea extraño y que no difiera de ellas; nunca podrá mostrarnos las cosas mismas.

CRÁTILO. —Me parece cierto lo que dices.

SÓCRATES. —Veamos, ¡por Zeus! ¿No hemos reconocido muchas veces que los nombres bien hechos son conformes a los objetos que ellos designan, y que son imágenes de las cosas?

CRÁTILO. —Sí.

SÓCRATES. —Por tanto, si es posible conocer las cosas por sus nombres, y posible conocerlas por sí mismas, ¿cuál es el mejor y más claro de estos conocimientos? ¿Deberá estudiarse primero la imagen en sí misma, y examinar si es semejante, para pasar después a la verdad de aquello de que es imagen? ¿O deberá estudiarse primeramente la verdad misma, y después su imagen, para asegurarse si es tal como debe de ser?

CRÁTILO. —En mi opinión, debe comenzarse por la verdad misma.

SÓCRATES. —Que método debe seguirse para aprender o descubrir la naturaleza de los seres, es una cuestión que quizá, es superior a mis alcances y a los tuyos. Lo importante es reconocer que no es en los nombres, sino en las cosas mismas, donde es preciso buscar y estudiar las cosas.

CRÁTILO. —Así me lo parece, Sócrates.

SÓCRATES. —Estemos, pues, en guardia; y no nos dejemos sorprender por ese gran número de palabras, que tienden todas hacia un objeto común. Los que han instituido los nombres, han podido formarlos conforme a esta idea de que todo está en movimiento y en un flujo perpetuo, porque creo que este era, en efecto, su pensamiento; pero puede suceder que no sea así en realidad; y quizá los autores de los nombres, por una especie de vértigo, se vieron arrastrados por un torbellino, en el que nosotros mismos nos vemos envueltos. He aquí, por ejemplo, querido Crátilo, una cuestión que se me presenta muchas veces como un sueño; lo bello, el bien y todas las cosas de esta clase, ¿debe decirse que existen en sí o que no existen?

CRÁTILO. —Yo, Sócrates, creo que existen.

SÓCRATES. —No se trata de examinar si existe un bello semblante o cualquier otro objeto de esta naturaleza, porque todo esto me parece que está en un movimiento perpetuo. Lo que importa saber es si la belleza misma existe eternamente tal cual es.

CRÁTILO. —Necesariamente.

SÓCRATES. —¿Si lo bello pasase sin cesar, podría decirse con propiedad, primero, que es tal cosa; y después, que es de tal naturaleza? ¿No sucedería necesariamente, que mientras hablábamos, se habría hecho otra cosa, habría huido y habría mudado de forma?

CRÁTILO. —Necesariamente.

SÓCRATES. —¿Cómo podría existir una cosa, si nunca apareciera de una misma manera? Si existe durante un instante de la misma manera, es claro que, durante este tiempo, no pasa. Si subsiste siempre de la misma manera, y siempre la misma, ¿cómo podría mudar y moverse, no saliendo para nada de su esencia?

CRÁTILO. —No podría.

SÓCRATES. —Una cosa, que estuviera siempre en movimiento, no podría ser conocida por nadie. Mientras que se aproximaba para conocerla, se haría otra y de otra naturaleza; de suerte que no podría saberse lo que es y como es. No hay inteligencia que pueda conocer el objeto que conoce, si este objeto no tiene una manera de ser determinada.

CRÁTILO. —Es cierto.

SÓCRATES. —Tampoco puede decirse que sea posible conocimiento alguno, mi querido Crátilo, si todas las cosas mudan sin cesar; si nada subsiste y permanece. Porque si lo que llamamos conocimiento, no cesa de ser conocimiento, entonces el conocimiento subsiste, y hay conocimiento; pero si la forma misma del conocimiento llega a mudar, entonces una forma remplaza a otra, y no hay conocimiento; y si esta sucesión de formas no se detiene nunca, no habrá jamás conocimiento. Desde este acto no habrá, ni persona que conozca, ni cosa que sea conocida. Si, por el contrario, lo que conoce existe; si lo que es conocido existe; si lo bello existe; si el bien existe; si todos estos seres existen; no veo qué relación puedan tener todos los objetos, que acabamos de nombrar, con el flujo y el movimiento. ¿Estos objetos son, en efecto, de esta naturaleza, o son de otra, es decir, como quieren los partidarios de Heráclito y muchos otros? Este punto no es fácil de decidir. No es propio de un hombre sensato someter ciegamente su persona y, su alma al imperio de las palabras; prestarles una fe entera, lo mismo que a sus autores; afirmar que estos poseen solo la ciencia perfecta, y formar sobre sí mismo y sobre las cosas este maravilloso juicio de que no hay nada estable, sino que todo muda como la arcilla; que las cosas se parecen a los enfermos atacados de fluxiones, y que todo está en un movimiento y cambio perpetuos. Quizá sea así, mi querido Crátilo; quizá sea de otra manera. Es preciso, pues, examinar este punto con resolución y con el mayor detenimiento, sin admitir nada a la ligera. Eres aún joven, y estás en la edad del vigor; y si en tus indagaciones llegas a hacer algún descubrimiento, me harás partícipe de él.

CRÁTILO. —Así lo haré. Es preciso, sin embargo, que sepas, Sócrates, que yo he pensado ya mucho en esta cuestión; y que, bien pesado y examinado todo, me parece que la verdad está de parte de Heráclito.

SÓCRATES. —Espero entonces, querido mío, que a tu vuelta me hables de esto otra vez. Ahora, ya que tienes hechos tus preparativos, marcha al campo. Hermógenes te acompañará.

CRÁTILO. —Sea así, Sócrates. Pero tú procura también pensar sobre el objeto que acaba de ocuparnos.

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