Libro IX de La República
I. —Nos queda por examinar —dije— el carácter del tirano en sí mismo, cómo del hombre democrático sale el hombre tiránico, cuáles son sus costumbres, y si su suerte es dichosa o desgraciada.
—Es lo único que nos falta por considerar —asintió.
—¿Sabes lo que echo de menos ahora? —dije.
—¿Qué?
—No hemos expuesto, a mi parecer, con bastante claridad, la naturaleza y las diferentes especies de deseos. Mientras falte algo que decir sobre este punto, el descubrimiento de lo que buscamos quedará siempre envuelto en tinieblas.
—Aún estamos a tiempo de tratarlo, ¿no? —dijo.
—Sin duda. He aquí principalmente lo que yo querría conocer de una manera más clara. Entre los deseos y los placeres superfluos los hay que son ilegítimos. Estos deseos nacen en el alma de todos los hombres; pero en unos, reprimidos por las leyes o por otros deseos mejores, se desvanecen enteramente, gracias a la razón, o son débiles o pocos en número, mientras que en otros, por el contrario, estos deseos son más numerosos y, al mismo tiempo, más fuertes.
—¿De qué deseos hablas? —preguntó.
—Hablo de los que se despiertan durante el sueño —repuse—; cuando esta parte del alma, que es racional, pacífica y a propósito para mandar, está como dormida, y la parte animal y feroz, excitada por el vino y por la buena comida, se rebela y, rechazando el sueño, intenta escaparse y satisfacer sus apetitos. Sabes que en tales momentos esta parte del alma a todo se atreve, como si se hubiera liberado violentamente de todas las leyes de la conveniencia y del pudor; no se contiene, en su fantasía, de cohabitar con su madre ni con ningún otro ser, humano, divino o bestial. Ningún asesinato, ningún alimento indigno le causa horror; en una palabra, no hay acción, por extravagante y por infame que sea, que no esté pronta a ejecutar.
—Dices gran verdad —convino.
—Pero cuando un hombre observa una conducta sobria y arreglada; cuando antes de entregarse al sueño reanima la antorcha de su razón, alimentándola con reflexiones saludables, conversando consigo mismo; cuando, sin saciar a la parte animal, le concede lo que no puede rehusarse, para que se tranquilice y no turbe con su alegría o su tristeza la parte inteligente del alma, sino, antes bien, la deje en su propio ser y pura naturaleza, para continuar en sus observaciones sobre lo que ignore de lo pasado, de lo presente y de lo venidero; cuando este hombre, apaciguada así la parte en que reside la fogosidad, se acuesta tranquilo y sin resentimiento contra nadie; en fin, cuando, mientras las otras dos partes están quietas, pone en movimiento aquella tercera en la que reside el juicio, entonces ve más fácilmente la verdad y no se siente turbado por fantasmas impuros y sueños criminales.
—Estoy persuadido de eso —dijo.
—Quizá me he extendido demasiado. Lo único que importa saber es que hay en cada uno de nosotros, incluyendo a los que parecen más dueños de sus pasiones, una especie de deseos crueles, brutales, sin freno, como lo prueban los sueños. Examina si lo que digo es válido y si estás conforme.
—Estoy conforme.
II. —Recuerda ahora el retrato que hemos hecho del hombre democrático.[1] Dijimos que había sido educado en su juventud por un padre tacaño, que sólo estimaba la pasión por el dinero, cuidando poco de satisfacer los deseos superfluos, cuyo objeto no es otro que el lujo y los placeres; ¿no es así?
—Sí.
—Que encontrándose después en relación con gentes frívolas y entregadas a esos placeres superfluos de que acabo de hablar, sentía aversión por las lecciones de su padre y se entregaba a la embriaguez y al libertinaje; que, sin embargo, como su índole era mejor que la de sus corruptores, viéndose atraído en dos direcciones opuestas, tomaba un término medio entre la de sus corruptores y la de su padre; que, proponiéndose seguir ya una, ya otra, con moderación, creía observar un género de vida igualmente lejano, a su juicio, de una sumisión servil y del desorden que no conoce ley, y que, de esta manera, de oligárquico que era se convertía en democrático.
—Es cierto. Tal es la idea que nosotros nos hemos formado de él —dijo.
—Supón ahora —dije— que este hombre, ya anciano, tiene un hijo educado en las mismas costumbres.
—Lo supongo.
—Imagina en seguida que le sucede lo mismo que a su padre; quiero decir, que se encuentra empeñado en una vida licenciosa, que llaman libre los que le seducen; que, de una parte, su padre y sus parientes apoyan de firme a la facción de los deseos moderados, mientras que, de otra, estos encantadores hábiles, que poseen el secreto de hacer tiranos, secundan con todo su poder la facción contraria. Cuando desesperen de encontrar otro medio de retener a este joven en su partido, harán nacer en su corazón, por medio de artificios, el amor que preside a los deseos ociosos y pródigos, y que en mi opinión no es más que un gran zángano alado. ¿Crees tú que sea otra cosa el amor en estos hombres?
—Nada más que eso —dijo.
—Bien pronto los demás deseos, coronados de flores, perfumados, brillantes, embriagados con licores y acompañados de placeres frenéticos, vienen a zumbar en rededor de ese zángano, le alimentan, le engrandecen y, por último, le arman el aguijón de la pasión, y desde aquel acto el tirano del alma no tiene ningún freno. Escoltado por la demencia, extermina y arroja fuera de sí todos los sentimientos honestos, todos los deseos virtuosos, hasta que, después de haber borrado de su alma todo vestigio de sensatez, la ve henchida de un furor que no conocía antes.
—Es ésa una fiel pintura de la manera como se forma el hombre tiránico —dijo.
—¿No es ésta la razón por que se ha dado después a Eros el nombre de tirano? —pregunté.
—Así parece —respondió.
—El hombre embriagado, ¿no tiene también tendencias tiránicas? —inquirí.
—Sí las tiene.
—En igual forma, un hombre demente, ¿no se imagina que es capaz de mandar a los hombres y también a los dioses?
—Sin duda —dijo.
—Entonces, mi querido amigo —dije yo—, ¿qué es, hablando propiamente, el hombre tiránico, sino aquel a quien la educación o la naturaleza o ambas han hecho borracho, enamorado y loco?
—Totalmente cierto.
III. —Acabas de ver, me parece, cómo se forma el hombre tiránico. Pero ¿cómo vive?
—Tal como se acostumbra a decir en broma —replicó—: tú eres el que me lo has de decir.
—Sea así. Todo se volverán fiestas —seguí—, juegos, festines, francachelas, cortesanas y placeres de todos géneros, a que le arrojará Eros tiránico, que ha dejado penetrar en su alma y que dirige todas sus facultades.
—Necesariamente —dijo.
—¿Y no sentirá nacer junto a estos, día y noche, una multitud de nuevos deseos tan indómitos como insaciables?
—Multitud, en efecto.
—Y así sus rentas, si es que las tiene, se verán bien pronto agotadas en satisfacerlos.
—¿Cómo no?
—Detrás vendrán los préstamos y, como consecuencia, la disipación de su fortuna.
—¿Qué remedio?
—Y cuando no tenga ya nada, ¿no será importunado por los gritos tumultuosos de esta muchedumbre de deseos que se agitan en su alma como en su nido? Estrechado por sus aguijones, y sobre todo por el del amor, al que sirven los demás deseos, por decirlo así, como de escolta, ¿no correrá de un lado para otro como un furioso buscando por todas partes alguna presa, que pueda sorprender por artificio o arrancar por la fuerza?
—Sí, ciertamente —dijo.
—Y así será para él una necesidad, o agarrar cuanto se le venga a las manos, o verse despedazado por los más crueles dolores.
—Es forzoso.
—Y lo mismo que los nuevos placeres han suplantado a los antiguos en su corazón, enriqueciéndose con sus despojos, así, aunque más joven, ¿no querrá apoderarse de los bienes de su padre y de su madre, y aprovecharse del patrimonio que queda a éstos después de haber disipado su parte?
—¿Cómo sería de otro modo? —dijo.
—Y si sus padres rehúsan satisfacer sus deseos, ¿no empleará, por de pronto, contra ellos el hurto y el fraude?
—Desde luego.
—Si por este medio no consigue nada, ¿no apelará al robo y a la fuerza?
—Lo creo —dijo.
—Si se oponen a la violencia el anciano y la anciana, si resisten, ¿respetará su ancianidad? ¿Dejará de cometer con ellos algún acto tiránico?
—Temo mucho por los padres de un joven semejante —dijo.
—Por Zeus, mi querido Adimanto, ¿crees tú que por una amiga superflua, a quien por capricho obsequia desde la víspera, o por un joven a quien persigue también desde el día anterior innecesariamente, será capaz de poner las manos en su padre o en su madre, en sus amigos más antiguos y más necesarios,[2] sin miramiento a sus muchos años; y llegará hasta someterlos como esclavos a esta mujer y a ese joven, que habrá introducido en la casa de sus padres?
—Sí lo hará, por Zeus —dijo.
—Luego gran fortuna es para los padres el haber dado a luz un hijo de ese carácter —dije.
—Desde luego —dijo.
—Pero ¡qué!, cuando haya consumido todos los bienes de su padre y de su madre, y el enjambre de pasiones se haya multiplicado y fortificado en su corazón, ¿no se verá reducido a forzar las casas, despojar de noche a los transeúntes y robar los templos? Las opiniones sobre el honor y la probidad, consideradas como justas, que le habían inspirado en su infancia, desaparecerán entonces delante de aquellas otras, con el amor a la cabeza, que se harán dueñas de su alma, apenas liberadas de la esclavitud. Estas mismas opiniones, que cuando estaba él sometido a la autoridad de las leyes y a la voluntad de su padre, apenas se atrevían a emanciparse en los sueños de la noche, hoy que el amor se ha hecho su tirano, le conducirán cien veces al día a las mismas acciones que antes experimentaba raras veces durante el sueño. Ni los asesinatos, ni las horribles orgías, ni los crímenes de ninguna clase le detendrán, porque reinando en su alma sólo el amor tiránico, le inspirará la licencia y el desprecio a las leyes, y mirando esta alma como un Estado sometido a su imperio, le obligará a emprenderlo todo, para tener con que alimentarle a él y a esa turba que lleva tras de sí, venida en parte de fuera por las malas compañías, y nacida en parte dentro, desencadenada por su propia audacia o liberada por él mismo. ¿No será ésta la vida que hará éste?
—Ésa, sin duda —dijo.
—Si en un Estado se encuentran —dije— pocos ciudadanos de este carácter, siendo todos los demás prudentes y arreglados en sus costumbres, entonces esos pocos saldrán y se pondrán al servicio de cualquier tirano extranjero; o para venderse como auxiliares dondequiera que haya guerra; y si en todas partes hay paz y tranquilidad, producirán en su patria un número infinito de pequeños males.
—¿Qué males?
—Por ejemplo, robar, forzar las casas, escamotear las bolsas, despojar a los transeúntes, cometer sacrilegios y raptos de hombres libres. Si son elocuentes, harán el oficio de acusadores, presentarán testigos falsos y se venderán al que más les dé.
—Pequeños males son éstos, si ellos son en corto número.
—Sí, ya sabes —dije— que las cosas pequeñas lo son en comparación con las grandes; y todos estos males, puestos al lado de los que sufre un Estado oprimido por un tirano, son una bagatela. Pero cuando en un Estado hay muchos ciudadanos de este carácter, y aumentándose cada día su partido ven que tienen mayoría, entonces es cuando, apoyados en un populacho insensato, dan al Estado por tirano a aquel de entre ellos que tiene en su propia alma el más fuerte e imperioso tirano.
—Sí, porque semejante hombre sabrá perfectamente el oficio de tirano —dijo.
—Si los demás ceden, no pasa nada. Pero si no, al menor movimiento que haga la ciudad, el tirano cometerá contra su patria las mismas violencias que usó contra su padre y su madre; la maltratará, la entregará al poder de los nuevos amigos que le rodean, y reducirá a la esclavitud más dura a esta patria, o matria,[3] sirviéndome de la expresión de los cretenses. A este punto irán a parar sus deseos.
—Tienes toda la razón —dijo.
—Por lo demás —proseguí—, en ese hombre, antes de gobernar, su carácter se deja ver en su condición privada de la manera siguiente. O bien se ve rodeado de una multitud de aduladores, dispuestos a obedecerle en todo; o arrastrándose él mismo impúdicamente a sus pies, cuando tiene necesidad de los demás, no habrá cosa que no haga para convencerles de su decidido afecto; pero apenas habrá obtenido lo que deseaba, cuando les volverá la espalda.
—Muy cierto.
—Y así estos hombres pasan la vida sin ser amigos de nadie, siendo dueños o esclavos de voluntades ajenas, porque es un signo del carácter tiránico el no conocer ni la verdadera libertad ni la verdadera amistad.
—Desde luego.
—¿No puede llamarse a estos hombres con razón desleales?
—¿Cómo no?
—¿Y no puede decirse también que son injustos en sumo grado, si lo que hemos dicho antes a propósito de la justicia es verdadero?
—Verdadero es, sin duda —dijo.
—Resumamos, pues —proseguí—, los rasgos que constituyen al perfecto criminal. Debe ser en vela tal como lo describimos en sueños.
—Sin duda.
—Es el hombre que, teniendo el carácter más tiránico que puede concebirse, está revestido con la autoridad tiránica; y cuanto más tiempo ejerza la tiranía, más se afirmará en su manera de ser.
—Ésa es una consecuencia necesaria —exclamó Glaucón por su parte.
IV. —Y si es el más malo de los hombres, ¿no será también el más desgraciado —dije—, y no lo será tanto más cuanto por más tiempo y de una manera más absoluta haya ejercido la tiranía? Distinta es, a este respecto, la opinión del vulgo.
—No puede ser de otra manera —observó.
—La condición del hombre tiranizado por sus pasiones es la misma que la de un Estado oprimido por un tirano; como la condición del hombre democrático se parece a la de un Estado democrático, y así sucede con los demás.
—¿Cómo no?
—Y lo que un Estado es con relación a otro Estado, en razón, ya de la virtud, ya de la felicidad, un hombre lo es con relación a otro hombre.
—¿Qué otra cosa cabe?
—Pero ¿cuál es la diferencia en virtud del Estado gobernado por un tirano con el Estado gobernado por un rey[4] tal como nosotros lo describimos al principio?
—Son enteramente opuestos; el uno es el mejor, el otro el peor.
—No te preguntaré cuál de los dos es el mejor o el peor —dije yo—, porque es cosa clara; lo que yo te pregunto es si el que tienes por mejor es también dichoso, y el que tienes por peor el más desgraciado. No nos alucinemos en este punto por fijarnos sólo en el tirano y en el corto número de favoritos que le rodean; entremos en el Estado mismo, examinémosle todo entero, penetremos en él por todas partes, y en seguida demos nuestro fallo a lo observado.
—Pides una cosa muy justa. Es cosa evidente para todo el mundo que no hay un Estado más desgraciado que el que obedece a un tirano, ni más dichoso que el que está gobernado por un rey.
—¿No tendré razón —dije— para exigir que se vaya con el mismo pulso cuando se trate de dar parecer sobre la felicidad de los individuos, y para querer que nos atengamos a la decisión del que pueda penetrar con el pensamiento hasta el interior del hombre, sin dejarse llevar, como los niños, de apariencias, ni tampoco de las exterioridades fastuosas de que el poder tiránico se reviste para imponerse a la multitud, sino penetrando en el fondo de las cosas? ¿Si pretendiese yo, por consiguiente, que en la cuestión presente no deberíamos dar oídos a otro juez que al que a las luces del juicio une las de la experiencia, al que ha vivido con los tiranos, que los ha visto en su interior despojados del aparato y pompa teatral, y que sabe la impresión que le causan las crisis políticas; si comprometiese a este hombre a dar su fallo sobre la felicidad o desgracia de la condición del tirano, comparada con todas las demás?
—Sería muy correcto exigirlo —dijo.
—¿Quieres que supongamos por un momento —dije— que nosotros mismos nos encontramos en estado de juzgar, y que hemos vivido con los tiranos, para que de esta manera tengamos alguien que responda a nuestras preguntas?
—Sí, lo quiero.
V. —Sígueme, pues, y recordando la semejanza que existe entre el Estado y el individuo, considera el uno después del otro, y dime cuál debe ser la situación de ambos.
—¿Qué situación? —preguntó.
—Comenzando por el Estado, dime: un Estado sometido a un tirano, ¿es libre o esclavo? —inquirí.
—Digo que es todo lo esclavo que se puede ser —replicó. — Sin embargo, en semejante Estado, ¿ves personas que son dueñas de lo que tienen y libres en sus acciones?
—Sí; las veo, pero en muy corto número —dijo—, pues a decir verdad, la mayor y más sana parte de los ciudadanos se ve reducida a la más dura y vergonzosa esclavitud.
—Luego si con el individuo pasa lo mismo que con el Estado —dije—, ¿no es una necesidad que se verifiquen en él las mismas cosas, que su alma gima en una servidumbre baja y vergonzosa, que la parte más excelente de esta alma esté sometida a los caprichos de la parte más despreciable, más depravada y más furiosa?
—Así debe suceder —dijo.
—¿Qué dirás de un alma que se halla en este estado? ¿Es libre o esclava?
—Esclava, sin duda.
—Pero un Estado esclavo y dominado por un tirano no hace lo que quiere.
—No, ciertamente.
—A decir verdad, un alma tiranizada, hablando de ella en su totalidad, tampoco hace lo que quiere, sino que arrastrada sin cesar por la violencia del aguijón, se sentirá llena de turbación y de arrepentimiento.
—¿Cómo no?
—El Estado en que reina un tirano, ¿es rico o pobre?
—Es pobre.
—Luego un alma tiranizada es también siempre pobre e insaciable.
—Así es —dijo.
—¿No es una necesidad que este Estado y este individuo estén en un temor y en un terror continuos?
—Sin duda.
—¿Crees que sea posible encontrar ningún otro Estado en que sean más las quejas, las lágrimas, los gemidos y los amargos dolores que en éste?
—De ningún modo.
—¿Ni ningún otro individuo en quien lo sean más que en este hombre tiránico, a quien el amor y las demás pasiones hacen furioso?
—¿Cómo podría ser de otro modo? —dijo.
—Así, pues, pensando en todos estos males y en otros mil, has creído que este Estado era el más desgraciado de todos los Estados…
—¿No he tenido razón? —preguntó.
—Sin duda, pero colocándote en el mismo punto de vista, ¿qué dices del hombre tiránico? —dije yo.
—Que es el más desgraciado de los hombres —afirmó.
—En eso —dije— ya no tienes razón.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no es aún ése el más desgraciado, a mi modo de ver —dije.
—Pues ¿quién lo será entonces?
—El que te voy a citar te parecerá más desgraciado, quizá.
—¿Quién?
—Aquel que, estando tiranizado ya de por sí, no pasa su vida en la esfera privada, sino que su mala estrella le presenta la ocasión de hacerse tirano de un Estado.
—Visto lo que hemos dicho, conjeturo que tienes razón —dijo.
—Así puede suceder —dije—, pero en una materia de esta importancia, donde se trata nada menos que de examinar de qué depende la felicidad o la desgracia de la vida, no hay que andar con conjeturas, sino llegar, si puede ser, hasta una completa certidumbre.
—Muy bien —dijo.
—Mira si razono con exactitud. Para juzgar bien la condición de un tirano, he aquí, a mi parecer, cómo es preciso considerarle.
—¿Cómo?
—Sucede con un tirano lo que con esos particulares ricos que tienen muchos esclavos; porque tienen de común con él que mandan a muchos; la diferencia está sólo en el número.
—En eso difieren, en efecto.
—Ya sabes que estos particulares viven tranquilos, no temen nada de parte de sus esclavos.
—Pues ¿qué han de temer?
—Nada; pero ¿sabes la razón? —dije.
—Sí; es porque todo el Estado cuida de la seguridad de cada ciudadano.
—Muy bien —asentí—. Pero si algún dios, arrancando del seno de esta sociedad a uno de estos hombres que tienen a su servicio cincuenta esclavos o más, con su mujer, sus hijos y domésticos, le transportara con su casa y bienes a un desierto, donde no pudiera esperar auxilio de ningún hombre libre, ¿no estaría continuamente temiendo que iban a perecer a manos de sus esclavos él, su mujer y sus hijos?
—Estaría aterrado —dijo.
—Se vería precisado a agasajar a algunos de entre ellos, a ganarlos a fuerza de promesas, y a darles libertad, aunque no la mereciesen; en una palabra, a convertirse en adulador de sus esclavos.
—Tendría que hacer eso o perecer —dijo.
—¿Y qué sucedería —proseguí— si ese mismo dios colocase alrededor de la estancia de ese rico un gran número de gentes decididas a no sufrir que un hombre ejerciera imperio alguno sobre sus semejantes, y a castigar con el último suplicio al que sorprendiera intentando una cosa semejante?
—Rodeado por todas partes de tantos enemigos, sería para él un motivo mayor aún para temer por sus días —dijo.
—¿No está encadenado en una prisión semejante el tirano? Suponiéndole con el carácter con que le hemos pintado, ¿no debe verse devorado incesantemente por temores y deseos de toda clase? Por viva que sea su curiosidad, no puede viajar como los demás ciudadanos, ni ir a ver mil cosas que llamen su atención. Encerrado en el recinto de su palacio, como una mujer, envidia la felicidad de sus súbditos cuando sabe que hacen algún viaje, y que van a ver cosas que excitan su curiosidad.
—Es muy cierto —dijo.
VI. —Mayores aún son los males que cosecha el hombre tiránico, que has considerado tú como el más desgraciado de los hombres, gobernándose mal a sí mismo, cuando la suerte le obliga a renunciar a la vida privada, y le eleva a la condición de tirano; es incapaz de conducirse a sí mismo y habrá de conducir a los demás. Su condición se parece a la de un enfermo que no teniendo bastantes fuerzas propias, en lugar de pensar sólo en su salud se viese precisado a pasar toda su vida en combates atléticos.
—Esa comparación, Sócrates, es muy exacta y muy verdadera —dijo.
—Semejante situación, mi querido Glaucón —dije yo—, ¿no es la más triste que puede imaginarse y la condición de tirano no añade un aumento de desgracia al mismo que, en tu opinión, era ya el más desgraciado de los hombres?
—Convengo en ello —dijo.
—Y así en realidad, y cualesquiera que sean las apariencias, el tirano no es más que un esclavo, esclavo sometido a las más dura y baja servidumbre, y el adulador de lo más abyecto de la sociedad. Jamás podrá satisfacer por completo sus deseos, porque lo que le falta excede a lo que posee; y el que pudiera penetrar en el fondo de su alma encontraría que es verdaderamente pobre, y vive siempre sobresaltado, y siempre presa de dolores y angustias: tal es su situación, si es cierto que es parecida a la del Estado de que él es dueño; y se parece, en efecto, o ¿no lo crees así?
—Y mucho —dijo.
—A tantas miserias añadamos sobre todo lo que ya hemos dicho; que de día en día, y en razón del rango que ocupa, se hace necesariamente más envidioso, más pérfido, más injusto, más falto de amigos, más impío, más dispuesto a recibir y alimentar en su corazón todos los vicios, siguiéndose de aquí que es el más desgraciado de los hombres, y que comunica su desgracia a los mismos que le rodean.
—Ningún hombre de buen sentido te puede contradecir en este punto —contestó.
—Revístete ahora, pues —dije yo—, con el carácter de juez último y dictamina quiénes de entre los cinco caracteres, el real, el timocrático, el oligárquico, el democrático y el tiránico, son más dichosos y quiénes lo son menos.
—El fallo es fácil de pronunciar —dijo—. Doy a cada uno más o menos virtud, más o menos felicidad, según el orden en que se nos han presentado, como los coros que entran en la escena.
—¿Quieres que hagamos venir un heraldo —dije—, o que publique yo en alta voz que el hijo de Aristón ha declarado que el más dichoso de los hombres es el más justo y más virtuoso, es decir, el que reina sobre sí mismo y que se gobierna según los principios del Estado monárquico; y que el más desgraciado es el más injusto y más depravado, es decir, aquel que, teniendo el carácter más tiránico, ejerce sobre sí mismo y sobre los demás la tiranía más absoluta?
—Proclámalo —dijo.
—¿Y podré añadir —pregunté— que uno y otro son lo que hemos dicho, aun cuando ni los hombres ni los dioses tengan conocimiento alguno de ello?
—Añádelo —dijo él.
VII. —Por consiguiente, he aquí que hemos llegado al término de la primera demostración. Voy, si quieres, a darte una segunda.
—¿Cuál es?
—Si el alma de cada uno de nosotros se divide realmente —dije— en tres especies a la manera que el Estado se divide en tres, ello da lugar, a mi parecer, a una nueva demostración.
—¿Cuál?
—La siguiente. A estas tres partes del alma corresponden tres placeres propios de cada una de ellas: y por consiguiente, tres clases de deseos y de dominaciones.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Lo primero es aquello por lo que el hombre comprende; lo segundo es aquello por lo que el hombre se irrita; lo tercero tiene demasiadas formas para que pueda ser comprendido bajo un nombre particular; pero ya lo hemos designado por lo más notable y por lo que más predomina. Lo hemos llamado concupiscible a causa de la violencia de los deseos que nos arrastran a comer, beber, al amor y a los demás placeres de los sentidos; y lo hemos llamado amigo de las riquezas, porque el dinero es el medio más eficaz para satisfacer esta clase de deseos.
—Razón hemos tenido para ello —dijo.
—Si añadiésemos que el placer y querencia propios de esta facultad es el lucro, ¿no sería fijar la idea y designarla con toda claridad? ¿Qué otro nombre, en verdad, puede convenirle mejor que el de amor a las riquezas y al lucro?
—Bien me parece —dijo.
—Y la parte irascible, ¿no nos arrastra de manera total y constante a la dominación, a la victoria y a la gloria?
—Muy cierto.
—Luego podemos con razón llamarla arrogante y ambiciosa.
—Le conviene perfectamente.
—En cuanto a la parte que comprende, es evidente que tiende sin cesar y por completo a conocer la verdad, tal cual es, importándole bien poco las riquezas y la gloria.
—Es cierto.
—¿No tendremos, por lo tanto, razón para llamarla filosófica y amiga de la instrucción?
—¿Cómo no?
—¿No es cierto, igualmente —proseguí—, que, según el caso, unas veces domina este elemento recién nombrado, otras veces, uno de los otros dos?
—Así es —dijo.
—Por eso, ¿diremos que hay tres principales caracteres entre los hombres, que son: el filosófico, el ambicioso y el avaro?
—Totalmente de acuerdo.
—¿Y tres especies de placeres radicados en ellos?
—Muy cierto.
—Si preguntaras a cada uno de estos hombres en particular —dije—: «¿cuál es la vida más dichosa?», ya conocerás que habrá de decir que la suya; y que el interesado colocará el placer del lucro por encima de todos los demás placeres, y que despreciará la ciencia y los honores, a menos que no crea que son un medio de reunir dinero.
—Es cierto —dijo.
—Por su parte, ¿qué dirá el ambicioso? —proseguí—. ¿No tratará de bajeza el placer de acumular tesoros, y de humo vano el estudio de las ciencias, a excepción de las que puedan acarrear honra?
—Así es —repuso.
—En cuanto al filósofo —seguí—, diremos resueltamente que de nada hace aprecio en comparación del placer que le proporciona el conocimiento de la verdad tal cual es, y su aplicación continua a este estudio; y con respecto a los demás placeres, si los llama necesidades, es porque no se los procuraría, si la naturaleza no los exigiese.
—Hay que estar convencido de ello.
VIII. —Ahora, puesto que se trata —dije— de decidir cuál de estas tres especies de placeres y de condiciones es, no digo la más honesta o vergonzosa o mejor o peor, sino la más agradable y exenta de pesar, ¿cómo podremos saber, entre estas pretensiones opuestas, de qué lado se encuentra la verdad?
—Yo no podría decirlo —replicó.
—Veamos la cuestión de esta manera: ¿cuáles son las cualidades que se requieren para juzgar bien? ¿No son la experiencia, la reflexión y el razonamiento? ¿Es posible seguir mejores guías cuando se trata de formar un juicio?
—¿Cómo podría serlo? —dijo.
—Atiende, pues: ¿cuál de nuestros tres hombres tiene más experiencia de las tres clases de placeres de que acabamos de hablar? ¿Crees que el avaro, si se dedicase al conocimiento de la verdad, sería más capaz de juzgar de la naturaleza del placer que acompaña a la ciencia, que lo es el filósofo de juzgar el placer que causa el lucro?
—De ninguna manera —dijo—, porque el filósofo se ha encontrado desde la infancia en la necesidad de gustar otros placeres que los de la inteligencia; mientras que ninguna necesidad ha tenido el hombre interesado de experimentar, al estudiar los seres, la dulzura del placer de conocer y de adquirir la experiencia: difícil le resultaría, pese a todos sus esfuerzos para conseguirlo.
—Luego el filósofo tiene mayor experiencia que el avaro respecto de ambos placeres —dije yo.
—Mucho mayor.
—¿No conoce también el filósofo por experiencia el placer que va unido a los honores mejor que conoce el ambicioso el placer que produce el comprender?
—Cada uno de estos tres hombres —dijo— está seguro de la honra que le resultará si llega a conseguir el objeto que se propone, porque las riquezas tienen muchos admiradores, como los tienen el valor y la sabiduría. Y así respecto al placer que resulta de verse honrado, todos tres tienen igual experiencia. Pero es imposible que ningún otro, como no sea el filósofo, guste el placer que resulta de la contemplación del ser de las cosas.
—Por consiguiente —dije—, si sólo se atiende a la experiencia, el filósofo está en mejor posición de juzgar que los otros dos.
—Con mucho.
—Y es el único que a las luces de la experiencia une las de la comprensión.
—¿Cómo no?
—En cuanto al instrumento necesario para juzgar, no pertenece en propiedad ni al avaro ni al ambicioso, y sí sólo al filósofo.
—¿Cuál es ese instrumento?
—¿No hemos dicho que es preciso emplear el razonamiento en los juicios?
—Sí.
—Pero el razonamiento, hablando con propiedad, es el instrumento del filósofo.
—¿Cómo no?
—Si la riqueza y el lucro fuesen la regla más segura para juzgar bien de cada cosa, lo que el avaro estima o desprecia contendría efectivamente la máxima verdad.
—Convengo en ello.
—Si fuesen los honores, las victorias o el valor, ¿no sería preciso someterlos a la decisión del hombre ambicioso y arrogante?
—Es evidente.
—Pero puesto que a la reflexión y a la experiencia y a la razón pertenece juzgar…
—No puede menos de reconocerse que lo que merece la estimación del filósofo, del amigo de la razón, es verdaderamente estimable.
—Luego de los tres placeres de que se trata, el más dulce es el que depende de esta parte del alma por la que adquirimos conocimientos, y el hombre que da a esta parte el mando sobre sí mismo pasa la vida más dichosa.
—¿Cómo va a ser de otro modo? —dijo—: como apreciador soberano, el hombre inteligente alaba su propia vida.
—¿Qué vida y qué placer deberán ponerse en segundo lugar? —dije.
—Es claro que será el placer del guerrero y del ambicioso, el cual se aproxima mucho más al del filósofo que el del hombre interesado.
—Según todas las apariencias, al avaro le corresponderá el último rango de vida.
—¿Qué otra cosa cabe? —dijo.
IX. —Por lo tanto, he aquí dos pruebas y dos victorias consecutivas que el justo consigue sobre el injusto. Pero va a conseguir una tercera verdaderamente olímpica, por la que deberá dar gracias a Zeus Salvador y Olímpico. Es la siguiente: todo otro placer que no sea el del sabio no es un placer completo, ni puro, sino como sombreado, según lo que he oído decir a alguno de los sabios.[5] Y si es así, la derrota del injusto es completa.
—Seguramente, pero ¿cómo lo explicas?
—Basta para ello que yo pregunte y tú me respondas —dije.
—Interroga, pues —dijo.
—Dime —proseguí—: el dolor ¿no es lo contrario del placer?
—Sin duda.
—¿No se reconoce un estado en el que no se experimenta placer ni dolor?
—Lo hay, sin duda.
—Este estado, que es un medio entre aquellos dos contrarios, ¿no consiste en un cierto reposo en que se encuentra el alma respecto de los otros? ¿No te parece así?
—Eso es —repuso.
—¿Recuerdas lo que dicen de ordinario los enfermos en los accesos de su mal? —pregunté.
—¿Qué dicen?
—Que el bien más grande es la salud, pero que no han conocido todo su valor antes de enfermar.
—Lo recuerdo —dijo.
—¿No oyes a todos los que sufren un dolor que nada hay más dulce que el cese del dolor?
—Lo oigo.
—Y observarás, creo yo, que en todas las circunstancias de la vida no es el placer lo que los hombres doloridos miran como la cosa más deliciosa, sino la cesación del dolor y el reposo.
—Es porque ese reposo —dijo— les resulta agradable y apetecible en comparación del estado en que se encuentran.
—Por la misma razón, la cesación del placer debe ser un dolor para aquel que disfrutaba antes del placer —dije.
—Seguramente —dijo.
—Por consiguiente, esa calma del alma que, según dijimos antes, ocupa un término medio entre el placer y el dolor, nos parece ahora que es lo uno y lo otro.
—Así parece.
—Pero ¿es posible que lo que no es ni lo uno ni lo otro, sea a la vez lo uno y lo otro?
—Yo no lo pienso así.
—Además, el placer y el dolor, ¿no son ambos un movimiento del alma?
—Sí.
—Pero ¿no acabamos de decir que este estado en que no se siente placer ni dolor es un reposo del alma y cierta cosa intermedia entre estos dos sentimientos?
—Es cierto, así se nos ha mostrado.
—¿Cómo, pues, se puede creer racionalmente que la negación del dolor sea un placer y la de un placer un dolor?
—No puede creerse.
—Por consiguiente —dije yo—, este estado no es en sí mismo ni agradable ni desagradable; pero se le juzga agradable por oposición al dolor, y desagradable por oposición al placer. En todas estas apariencias no hay placer real; todo esto no es más que un alucinamiento.
—Por lo menos, el razonamiento lo demuestra —dijo.
—Para que no te sientas tentado a creer —dije— que en esta vida la naturaleza del placer y del dolor se reduce a no ser más que, el uno, la cesación del dolor, y el otro, la cesación del placer, considera los placeres que no son resultado de ningún dolor.
—¿Dónde están y cuál es su naturaleza? —dijo.
—Son numerosos y de diferentes especies —dije—: fíjate, por ejemplo, en los placeres del olfato. La viva sensación que causan en el alma no es precedida de dolor alguno; y cuando cesan, no dejan tampoco ninguno tras de sí.
—Esto es muy cierto —admitió.
—No nos dejemos, pues, persuadir de que el placer puro no sea más que una simple cesación del dolor y el dolor puro una simple cesación del placer.
—No, en efecto.
—Con todo eso, aquellos placeres —dije— que pasan al alma por el cuerpo, y que son quizá los más numerosos y los más vivos, son de esta naturaleza; son verdaderas cesaciones de dolor.
—Lo son, en efecto.
—¿No sucede lo mismo respecto a los presentimientos de alegría y de dolor, causados por la expectación?
—Lo mismo.
X. —¿Sabes lo que debe pensarse de estos placeres y con qué se los puede comparar? —pregunté.
—¿Con qué? —dijo.
—¿Sabes que en las cosas hay un punto alto, uno medio y uno bajo? —dije.
—Eso creo.[6]
—El que pasa de una región inferior a una región media, ¿no se imagina subir a lo más alto? Y cuando ha llegado a la región media, y echa una mirada al punto de donde ha partido, ¿qué otra idea puede ocurrírsele sino que está en lo alto, porque no conoce aún la región verdaderamente alta?
—No creo que pueda imaginarse otra cosa, por Zeus —exclamó.
—Si desde allí volviese a descender a la región baja, creería descender, y no se engañaría —proseguí.
—¿Qué otra cosa cabe?
—¿A qué puede atribuirse su error, sino a la ignorancia en que está respecto a la región verdaderamente alta, verdaderamente media, verdaderamente baja?
—Es evidente.
—¿Y es extraño que hombres que no conocen la verdad se formen ideas falsas de mil cosas, entre otras, del placer, del dolor y de lo que es intermedio entre uno y otro, de suerte que cuando pasan al dolor, creen sufrir y sufren en efecto, y cuando del dolor pasan al estado intermedio, se persuaden que han llegado al pleno goce del placer? ¿Es extraño que gentes que jamás han percibido el verdadero placer y que no consideran el placer sino por oposición, como la cesación del dolor, se engañen en sus juicios, poco más o menos como si no conociendo el color blanco tomasen el color gris por lo opuesto al negro?
—Todo eso no es extraño; y lo que me sorprendería sería que vieran lo contrario, por Zeus —dijo.
—Reflexiona sobre lo que voy a decir —seguí—. El hambre, la sed y las demás necesidades naturales, ¿no son una especie de vacío en el cuerpo?
—¿Qué otra cosa cabe?
—En igual forma, la ignorancia y la sinrazón, ¿no son un vacío en el alma?
—Sin duda.
—¿No se llena la primera clase de vacío tomando alimento y la segunda adquiriendo inteligencia?
—¿Cómo no?
—¿Cuál es la más real y verdadera plenitud, la que proviene de las cosas que tienen más realidad o la que proviene de las cosas que tienen menos?
—Es evidente que la de las que tienen más.
—Pero el pan, la bebida, las viandas y, en general, todo lo que alimenta el cuerpo, ¿tiene más realidad, participa más de la verdadera esencia que las opiniones ciertas, la ciencia, la inteligencia, en una palabra, todas las virtudes? He aquí el juicio que debe formarse. Lo que corresponde a algo igual, inmortal y verdadero y representa en sí estos caracteres y se produce en un objeto semejante, ¿no tiene más realidad que lo que nace de una naturaleza sujeta al cambio y a la corrupción, y se produce en una sustancia igualmente mortal y mudable?[7]
—Lo que más participa del ser igual a sí mismo tiene infinitamente más realidad —dijo.
—Según eso, el ser de lo siempre mudable, ¿tiene más realidad que el de la ciencia?
—De ningún modo.
—¿Y qué, tiene acaso más verdad?
—Tampoco.
—Si este ser tuviese menos verdad, tendría menos realidad.
—Por fuerza.
—Luego, en general, todo lo que sirve para el sostenimiento del cuerpo participa menos de la verdad y de la realidad que lo que sirve para el sostenimiento del alma.
—Mucho menos.
—Y del cuerpo, ¿no crees lo mismo respecto al alma?
—Sí, por cierto.
—Luego lo que está lleno de cosas más reales y es más real en sí mismo, ¿no está más realmente lleno que lo lleno de cosas menos reales y menos real en sí mismo?
—¿Cómo no?
—Por consiguiente, si el placer consiste en llenarse de cosas conforme a su naturaleza, lo que se puede llenar verdaderamente de cosas que tienen más realidad debe gozar de un placer más real y más sólido; y lo que participa de cosas menos reales debe llenarse de una manera menos verdadera y menos sólida, y gozar de un placer menos seguro y verdadero.
—Todo eso es forzoso —dijo.
—Por consiguiente, los que no conocen ni la inteligencia ni la virtud, y están siempre entregados a los festines y demás placeres sensuales, pasan sin cesar de la región baja a la región media, y de la media a la baja; viven errantes entre estos dos términos, sin poder nunca traspasarlos. Jamás se han elevado a la alta región ni han levantado hasta allí sus miradas; jamás han estado en posesión del ser; jamás han experimentado un gozo puro y verdadero. Sino que, inclinados siempre hacia la tierra como animales y fijos sus ojos en el pasto que reciben, se entregan brutalmente a la buena mesa y al amor; y disputándose el goce de estos placeres, se cornean y cocean entre sí, concluyendo por matarse unos a otros con sus pezuñas de hierro y sus cuernos, llevados de la insatisfacción de sus apetitos; porque no se cuidan de llenar con objetos reales su propio ser ni la parte de ellos mismos que es la única capaz de una verdadera plenitud.
—Hablas como un oráculo, Sócrates, y acabas de pintar fielmente la vida de la mayor parte de los hombres —dijo Glaucón.
—¿No es una necesidad que sólo gusten de placeres mezclados de dolores, fantasmas de placer verdadero, que sólo tienen color y brillo cuando se les coteja entre sí, y cuya vista excita en el corazón de los insensatos un amor tan vivo y transportes tan violentos que se baten por poseerlos, como se batían los troyanos, según Estesícoro, por el fantasma de Elena,[8] por ignorancia de la verdad?
—Es forzoso que sucedan las cosas de esta manera —dijo.
XI. —Pero ¡qué! ¿No sucede lo mismo respecto a esa parte del alma donde reside el valor, cuando la envidia movida por la ambición, la violencia movida por la soberbia y la cólera movida por el mal humor hacen al hombre correr sin reflexión y sin discernimiento tras una vana plenitud de honor, de victoria y de venganza?
—Eso mismo tiene que suceder necesariamente —dijo.
—Por consiguiente —seguí—, podemos decir con confianza que cuando los deseos que pertenecen a la codicia y la ambición se dejan conducir por la ciencia y la razón, y bajo sus auspicios sólo van en busca de los placeres que les indica la sensatez, entonces experimentan los verdaderos placeres y los más conformes con su naturaleza en todo lo posible; porque de una parte les guía la verdad y, por otra, lo que es más ventajoso a cada cosa es igualmente lo que tiene más conformidad con su naturaleza.
—Lo más conforme, en efecto —dijo.
—Cuando el alma entera marcha guiada por el elemento filosófico, sin que se suscite en ella rebelión alguna, cada una de sus partes se mantiene en los justos límites de su acción, aún le queda el goce de los placeres más puros y más verdaderos de que puede gozar.
—Totalmente de acuerdo.
—Mientras que, cuando una de las otras dos partes usurpa la autoridad, no puede proporcionarse los placeres que le convienen y, para colmo, obliga a las otras partes a procurarse placeres falsos y que les son extraños.
—Así es —dijo.
—Lo que más se aleja de la filosofía y de la razón, ¿no es igualmente lo más capaz de producir estos funestos efectos?
—Sin duda.
—Pero lo que se separa más del orden y de la ley, ¿no se separa de la razón en la misma medida?
—Es cierto.
—¿No hemos dicho que nada se alejaba más de la razón que los deseos tiránicos y los eróticos?
—Con mucho.
—¿Y que nada se separaba menos que los deseos moderados y monárquicos?
—Sí.
—Por consiguiente, el tirano será el que esté más lejos del placer verdadero y apropiado, mientras que el otro se aproximará a él cuanto es posible.
—Forzosamente.
—Luego la condición del tirano será —dije— la más ingrata, y la del rey la más placentera.
—Es del todo necesario.
—¿Sabes hasta qué punto la condición del tirano es más desagradable que la del rey? —pregunté.
—Lo sabré si tú me lo dices —respondió.
—Nos parece que hay tres especies de placeres: una de placeres legítimos y dos de placeres bastardos; y el tirano, enemigo de la ley y de la razón, sitiado siempre por un cortejo de deseos esclavos y rastreros, está colocado en la extremidad de los placeres bastardos. Ahora, hasta qué grado es inferior en felicidad al otro, es un punto difícil de determinar, a no ser de esta manera.
—¿De qué manera? —preguntó.
—El tirano es el tercero después del hombre oligárquico, porque entre los dos se encuentra el hombre democrático.
—Sí.
—Por consiguiente, si lo que dijimos antes es verdadero, el fantasma del placer que goza el tirano está tres veces más distante de la verdad que el que goza el oligárquico.
—Así es.
—Pero si contamos por uno el hombre monárquico y el hombre aristocrático, el oligárquico es igualmente el tercero después de él.[9]
—Lo es, en efecto.
—Luego el tirano está alejado del verdadero placer el triple del triplo.
—Sí, a mi parecer.
—Por consiguiente —dije—, la apariencia de placer del tirano, conforme a este número lineal, puede expresarse por un número plano.[10]
—Desde luego.
—Porque multiplicando este número por sí mismo, y elevándolo a la tercera potencia, es fácil ver cuántos grados está distante.
—Nada más fácil para un calculista —dijo.
—Ahora bien; si se considera al revés esta progresión y se quiere averiguar en cuántos grados el placer del rey es más verdadero que el del tirano, resultará, hecho el cálculo, que la vida del rey es setecientas veintinueve veces[11] más grata que la del tirano, y que la de éste es más ingrata en la misma proporción.
—Acabas de encontrar, por medio de un cálculo completamente sorprendente, el intervalo que separa, en cuanto a placer y dolor, al hombre justo del injusto —dijo.
—Este número expresa exactamente, sin embargo —dije—, la diferencia de la condición de ambos, si por una y otra parte están acordes en los días, en las noches y los meses y los años.
—De acuerdo están por una y otra parte —dijo.
—Pero si la condición del hombre justo y bueno sobrepuja tanto en placer a la del malvado e injusto, ¡cuánto más la sobrepujará en honestidad, en belleza y en virtud!
—Infinitamente, por Zeus —dijo.
XII. —Ahora bien: puesto que hemos llegado ya a este punto, volvamos a lo que se dijo más arriba y que dio ocasión a esta conversación.[12] Se dijo, si mal no recuerdo, que la injusticia era ventajosa al perfecto malvado, con tal que pasase por hombre justo. ¿No es esto mismo lo que se dijo?
—Así se dijo, en efecto.
—Pues vamos —dije— a dialogar con quien sostuvo eso, ahora que hemos convenido en los efectos que producen las acciones justas y las acciones injustas.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó.
—Para que el que lo ha sostenido[13] vea bien lo que ha dicho, formemos con el pensamiento una imagen del alma.
—¿Qué clase de imagen? —dijo.
—Una imagen hecha por el modelo de la Quimera, de Escila, del Cerbero y de otros monstruos, que la tradición nos representa mediante la unión de muchas naturalezas diferentes.[14]
—Eso es lo que se dice —convino.
—Forma, por lo tanto, un monstruo variopinto de muchas cabezas, unas de animales pacíficos y otras de bestias feroces; dale también el poder de producir todas estas cabezas y de cambiarlas a su capricho.
—Una obra de esta calidad —observó— exige un artista muy entendido; pero como es más fácil trabajar con la imaginación que con cera o cualquier otra materia semejante, me lo figuro tal como le pintas.
—Forma, en seguida, la imagen de un león y de un hombre; pero es preciso que aquella primera sea más grande y la segunda la siga en tamaño.
—Eso es fácil, y dado por hecho —dijo.
—Reúne estas tres imágenes de manera que constituyan un todo.
—Ya las he reunido —dijo.
—Por último, envuelve este compuesto modelándolo con la imagen externa de un hombre, de manera que el que no pueda ver el interior tome el todo por un hombre, juzgando sólo por las apariencias.
—Está ya —dijo.
—Responde ahora al que sostiene que la injusticia es ventajosa al hombre formado de esta manera, y que de nada le sirve ser justo. Digamos que es como si se pretendiese que es ventajoso para él alimentar con esmero y fortificar al monstruo y al león, y debilitar al hombre, dejándolo pasar hambre, de manera que esté a merced de los otros dos y puedan llevarle y traerle a donde les acomode; y añadiremos, ¿no equivale esto a sostener y afirmar que en lugar de acostumbrarles a vivir juntos en un perfecto acuerdo, vale más dejarles batirse y devorarse los unos a los otros?
—El que alaba la injusticia, en realidad, dice eso exactamente —asintió.
—Recíprocamente, decir que es útil el ser justo equivale a sostener que el hombre debe, con sus discursos y sus acciones, trabajar para dar mayor fuerza al hombre interior dentro del otro hombre y conducirse con este monstruo de muchas cabezas como un entendido labrador, auxiliándose de la fuerza del león, para impedir el crecimiento de los aspectos feroces, y alimentar y fomentar los pacíficos, distribuyendo sus cuidados entre todos, para que se mantenga una perfecta inteligencia entre unos y otros y entre todos y él mismo.
—He aquí, precisamente, lo que dice el partidario de la justicia.
—Por consiguiente, el que elogia la justicia tiene razón y el que alaba la injusticia no la tiene. En efecto, ya se atienda al placer, o a la gloria y a la utilidad, la verdad toda está por entero de parte del defensor de la justicia. Nada sólido se encuentra en los razonamientos del que la censura, ni tiene idea ninguna de la cosa misma que censura.
—A mi parecer, ninguna —dijo.
—Como su error no es voluntario, tratemos de desengañarle suavemente. Le preguntaremos: «Mi querido amigo, ¿sobre qué fundamento descansa la distinción establecida entre lo digno y lo indigno? ¿No consiste en que lo uno somete la parte salvaje de nuestra naturaleza a la parte humana, o más bien, divina, y que lo otro somete a la parte salvaje la que es mansa?»; ¿no convendrá en esto?
—Sí, si quiere creerme —repuso.
—«Sentado esto —dije—, ¿puede ser útil a nadie tomar dinero injustamente, si no puede hacerlo sin someter la mejor parte de sí mismo a la más despreciable? ¡Qué! Si por recibir este oro sacrificara la libertad de su hijo o de su hija y los pusiera en manos de amos feroces y crueles, creería perder en ello y rehusaría adquirir por este medio las mayores riquezas; y cuando lo que hay en él de más divino se convierte en esclavo de lo más depravado y más enemigo de los dioses, ¿no había de ser esto para él el colmo de la desgracia? Y el oro que recibe a este precio, ¿no le cuesta más caro que lo que costó a Erifila el collar fatal por el que sacrificó la vida de su esposo?».[15]
—Yo respondo por él que no cabe comparación —dijo Glaucón.
XIII. —Dime, pues, ¿por qué razón se ha condenado en todos tiempos una vida licenciosa, sino porque el libertinaje afloja la rienda a este monstruo enorme, cruel y polimorfo?
—Es claro que por esa razón —dijo.
—¿Por qué ofenden y se critican la insolencia y el humor irritables, sino porque desenvuelven con exceso en el hombre el modo leonino y colérico?
—Sin duda.
—Si se condena la vida muelle y voluptuosa, ¿no es porque enerva y hace que degenere este mismo natural en cobardía?
—¿Qué otra cosa cabe?
—¿Por qué se vitupera la adulación y la bajeza, sino porque producen el efecto de sojuzgar la fogosidad a este monstruo turbulento, y porque la sed inextinguible de las riquezas, envileciéndole desde su juventud, hace que el león se convierta en mono?
—Es cierto —dijo.
—¿De dónde nace, según tú, el vituperio al artesanado y al trabajo manual? ¿No es porque estas gentes la parte mejor la tienen débil por naturaleza, no pudiendo adquirir el ascendiente sobre esas bestias interiores y viéndose precisada a servirlas, y que sólo ejercen la industria para inventar nuevos medios de satisfacerlas?
—Así parece —asintió.
—Luego para dar a tales hombres un dueño semejante al que gobierna al hombre superior exigimos que obedezcan en todo a este hombre, que obedece él mismo interiormente a la voz de la divinidad, y ello no porque pretendamos que el esclavo haya de ser gobernado en su perjuicio, como Trasímaco pretendía al decir que era en perjuicio de los súbditos en general; sino que creemos, por el contrario, que nada es más ventajoso para todo hombre que dejarse conducir por un guía sabio y divino, ya lo tenga dentro de sí mismo y disponga de él como de bien suyo propio, que sería lo mejor, o ya, a falta de esto, se someta a un guía extraño; porque nuestro designio es establecer entre los hombres esta conformidad de costumbres, que es el origen de la amistad, sometiendo a todos a un mismo régimen.
—Exactamente —dijo.
—No es menos evidente —dije yo— que la ley se propone el mismo objeto cuando presta igualmente su auxilio a todos los miembros del Estado. La dependencia en que están los hijos se funda en el mismo principio. No permitimos que dispongan de sí mismos hasta que hayamos establecido en su alma, como en un Estado, una forma fija de gobierno, y hasta que su parte mejor, como cultivada por la nuestra, pueda, como ésta hace respecto a nosotros, vigilar sobre ellos y arreglar su conducta; entonces es cuando los dejamos en libertad.
—El designio de la ley es claro —dijo.
—¿En qué y por qué razón, mi querido Glaucón, podríamos decir que sea ventajoso a alguno cometer una acción injusta, u obrar con intemperancia o cometer acciones ignominiosas, por más que al empeorar en maldad se hiciera uno más rico y más poderoso?
—De ninguna manera —dijo.
—¿De qué serviría que la injusticia quedase oculta e impune? La impunidad, ¿no hace al hombre malo más malo aún? Mientras que, descubierto un crimen y castigado, la parte animal se apacigua y se amansa y lo pacífico se libera. El alma entera, volviendo al régimen del principio mejor, se eleva, mediante la adquisición de la templanza, de la justicia y del buen juicio, a un estado tanto más superior al de un cuerpo dotado de fuerza, belleza y salud, cuanto que el alma misma está muy por encima del cuerpo.
—Totalmente cierto —dijo.
—Por consiguiente, todo hombre sensato dirigirá todas sus acciones a este mismo fin. En primer lugar, cultivará y estimará por encima de todo las enseñanzas propias para perfeccionar su alma, despreciando todas aquellas que no producen el mismo efecto.
—Es evidente —dijo.
—En segundo lugar, en su régimen corporal —proseguí— no buscará el goce de los placeres brutales e irracionales, ni tampoco buscará la salud, por mor de ser fuerte, sano y hermoso, en cuanto todas estas ventajas no sean para él medios para la salud de su mente; y, en una palabra, no mantendrá una perfecta armonía entre las partes de su cuerpo, sino en cuanto pueda servir para mantener el acuerdo que debe reinar en su alma.[16]
—No se propondrá otro objeto, si quiere ser verdaderamente músico —dijo.
—En consecuencia, ¿no buscará —pregunté— la misma armonía y orden respecto a las riquezas, o bien se dejará deslumbrar por la idea que la multitud se forma de la felicidad? ¿Acaso aumentará sus riquezas hasta el infinito para aumentar sus males en la misma proporción?
—No lo creo —dijo.
—Por contra —seguí—, teniendo siempre fijos los ojos en su gobierno interior, atento a impedir que la opulencia de una parte y la indigencia de otra desarreglen los resortes, hará estudio en conservar siempre el mismo plan de conducta en las adquisiciones y gastos que pueda hacer.
—Exactamente —dijo.
—Rigiéndose por estos mismos principios respecto de los honores, participará y, si se quiere, gustará incluso de los que puedan hacerle mejor; y huirá lo mismo en la vida privada que en la pública de los que puedan relajar la disposición de su ser.
—Pero teniendo siempre fijos sus ojos en lo dicho, no querrá actuar en política —dijo.
—No, ¡por el Can! —reconocí—. En su propio Estado interior se encargará con gusto del gobierno; pero dudo que lo haga así del de su patria, a no sobrevenir una situación de origen divino.
—Entiendo —dijo—. Hablas de este Estado cuyo plan hemos trazado y que sólo existe en nuestro pensamiento; porque no crees que exista uno semejante sobre la tierra.
—Por lo menos —dije—, quizá haya en el cielo un modelo para los que quieran mirarlo y fundar a su imagen su ciudad interior. Por lo demás, poco importa que tal Estado exista o haya de existir algún día; lo cierto es que el sabio no consentirá jamás gobernar otro que no sea éste.
—Es muy probable —dijo él.