Argumento de Las Leyes[1]
por Patricio de Azcárate

Platón trazó en la República el ideal del Estado; demostrar cómo este ideal puede realizarse en la práctica, es el objeto de las Leyes.

Entre estas dos concepciones hermanas, hay necesariamente estrechas relaciones, si bien también hay diferencias. Una teoría, cualquiera que sea su objeto, cuando se la sujeta a la prueba de las aplicaciones positivas, debe ciertamente permanecer fiel a sus principios, pero no puede imponerse a los hombres y a las cosas sino hasta donde la imperfecta realidad se presta a la imitación de una perfección ideal. Platón lo comprendió perfectamente; y así, manteniendo en el fondo las ideas morales y políticas, que son el alma del estado social de la República, ha suavizado en las Leyes su rigor, para hacerlas pasar mejor de la esfera del libre pensamiento al mundo real. A medida que el curso del diálogo nos precise a entrar en materia, patentizaremos las diversas modificaciones introducidas por Platón en el plan de su primera obra, y ellas mismas serán otras tantas pruebas de las afinidades profundas, que se ocultan bajo las diferencias de ambos monumentos.

El diálogo de las Leyes es el monumento más vasto de la filosofía platoniana, pero no el más acabado; sobre todo, si se le compara con las demás grandes composiciones del maestro. Debe tenerse presente, que corresponde a la ancianidad de Platón; y que, según el testimonio de Diógenes Laercio, la muerte no le permitió dar a esta obra la última mano. Es preciso no sorprenderse de su aparente confusión, que al pronto produce algún desconcierto, y menos dejarse engañar por ella. Cualesquiera que sean los rodeos, las digresiones, amplificaciones y marcha interrumpida de esta composición, sigue, sin embargo, un orden, y está concebida conforme a un plan determinado. Para reconocerlo, se puede, sin sujetarse a una precisión rigurosa, dividir en tres partes los doce libros de que se compone. Los cuatro primeros son una especie de introducción general, en que Platón se propone dar a conocer el espíritu de su legislación. En los cuatro libros siguientes da al Estado sus instituciones políticas y sus leyes. Los cuatro últimos contienen la sanción penal de las leyes, es decir, el conjunto de castigos y de recompensas de que dispone el gobierno del Estado. En uno de estos, que es el sexto, es donde se encuentra la exposición de la Teodicea de Platón con sus pruebas fundamentales de la existencia y de la providencia de Dios.

Resumamos, en el orden mismo de la composición, cada una de estas tres partes.

I

Tres personajes, Clinias de la isla de Creta, Megilo de Lacedemonia, representantes de las dos legislaciones más antiguas de la Grecia, y un ciudadano de Atenas, que no nombra Platón, porque este personaje le representa a él mismo con sus nuevas ideas políticas, caminan juntos desde la ciudad de Cnosa al templo de Júpiter. Se empeña una conversación entre los tres viajeros sobre el origen y los caracteres de la legislación de la isla de Creta. Después de algunas reflexiones sobre la tendencia esencialmente militar de las instituciones establecidas por Minos, el Ateniense, es decir, Platón, declara que las mejores leyes no son las que tienen por objeto desarrollar en el Estado una sola parte de la virtud, como el valor, sino las que son propias para despertar en el alma de los ciudadanos, y por consiguiente en el Estado, todas las virtudes a la vez, o por mejor decir, la virtud. Sostiene que este debe de ser el designio del verdadero legislador, y que tal ha sido el pensamiento del de Creta. Esto le conduce a trazar a su manera la marcha seguida por Minos, marcha que es la única que debe seguirse en el establecimiento de las instituciones políticas; y se ve ya en este importante pasaje el espíritu y el contenido mismo de las Leyes. Lo citaremos en toda su extensión.

No sin razón las leyes de Creta son singularmente estimadas en toda la Grecia, porque tienen la ventaja de hacer dichosos a los que las observan, procurándoles todos los bienes. Los bienes son de dos especies, unos humanos y otros divinos. Los primeros están ligados a los segundos; de suerte que un Estado, que alcanza los más grandes, adquiere al mismo tiempo los más pequeños, y no alcanzándolos, queda privado de los unos y de los otros. A la cabeza de los bienes de menor valía está la salud, a ella sigue la belleza, y después el vigor, ya en la carrera, ya en cualquiera otro movimiento del cuerpo. La riqueza entra en cuarto lugar, no el Pluto ciego, sino el Pluto previsor, que camina tomando por guía la prudencia.

En el orden de los bienes divinos, entra en primer lugar la prudencia, después viene la templanza, y de la unión de estas dos virtudes y de la fortaleza nace la justicia, que ocupa el tercer lugar, siendo la fortaleza la cuarta. Estos últimos bienes merecen por su naturaleza la preferencia sobre los primeros, y el legislador está en el deber de conservársela. Es preciso, en fin, que haga ver, que todas las disposiciones de las leyes se refieren a estas dos clases de bienes; que los bienes humanos se refieren a los divinos, y éstos a la prudencia, que ocupa el primer lugar.

Según este plan, el legislador arreglará primero lo concerniente a los matrimonios, después el nacimiento y la educación de los hijos de ambos sexos; los seguirá desde la niñez hasta la ancianidad, indicando lo que es digno de estimación o de represión en todas sus relaciones, observando y estudiando sus penas, sus placeres, sus deseos y todas sus tendencias, y aprobándolas o condenándolas en sus leyes según lo dicte la recta razón. Y lo mismo respecto de la cólera, del temor, de las turbaciones, que la adversidad produce en el alma, y de la embriaguez que la prosperidad hace nacer en ella, y hasta de todos los accidentes a que los hombres están sujetos en las enfermedades, en las guerras, en la pobreza, y en las situaciones adversas, siendo de su cargo decir y determinar lo que hay de honesto o de vergonzoso en la manera de conducirse en todas estas ocasiones.

Después de esto, es indispensable que fije su atención en las fortunas, para arreglar su adquisición y su uso; que en todas las asociaciones y pactos, ya libres, ya involuntarios, que el trato mutuo ocasione, distinga lo justo de lo injusto, y las convenciones fundadas en la equidad de las que no lo están; que establezca recompensas para los fieles observadores de las leyes y penas para los infractores. Después de haber arreglado sucesivamente todas las partes de la legislación, concluirá por ordenar lo perteneciente a las sepulturas de los muertos, y a los honores que hayan de hacérseles.

Una vez establecidas estas leyes, propondrá para vigilar su sostenimiento, ciertos magistrados; de éstos, unos poseerán el espíritu y la plena inteligencia; los otros no pasarán más allá de la verdadera opinión; de suerte que este cuerpo de instituciones, unido y afianzado en todas sus partes por la razón, camine tomando por guía la templanza y la justicia, y no la riqueza y la ambición.

Aquí se encuentran tres de los principios generales de la política y de la moral de la República. En primer término aparece la omnipotencia del Estado, encargado por la voluntad del legislador del destino público y privado de los ciudadanos; y así la libertad individual está limitadísima, como se ve sin dificultad al considerar que desde el nacimiento basta la muerte todos los actos importantes de la vida están arreglados o inspeccionados de antemano por la ley. En segundo término entra la obligación impuesta al gobierno de desarrollar por medio de la educación en el alma de los ciudadanos las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que constituyen todas juntas la virtud misma. Y por último, aparece la prudencia, es decir, la filosofía, ocupando el primer lugar entre todas las virtudes que contribuyen a la perfección y felicidad del Estado.

Se trata de indagar, si estas prescripciones esenciales se encuentran en las leyes de Minos y en las de Licurgo, que se suponen inspiradas por un dios; y Platón indica en las líneas siguientes el orden que debe observarse a este fin: «Creo que debemos recorrer de nuevo todos los ejercicios que pertenecen a la fortaleza, en la forma que hemos comenzado a hacerlo; de aquí pasaremos, si queréis, a otra especie de virtud, y de ésta a una tercera. El método que hayamos observado en el examen de la primera, nos servirá de modelo para la discusión de las siguientes. En fin, después de haber considerado la virtud toda entera, haremos ver, permitiéndolo Dios, cuáles el centro a que debe ir a parar todo lo que dijimos antes».

La critica de las leyes de Minos y de Licurgo prosigue así, pero con la libertad propia de una conversación amistosa, en la mayor parte de los cuatro primeros libros. Se fija, por lo pronto, en la fortaleza o el valor y en la templanza, que son objeto del libro primero.

Los dos legisladores de Creta y de Esparta nada han omitido para inspirar y distinguir esta clase de valor, que consiste en hacerse superior al dolor, y en su elogio pueden citarse los numerosos y diversos ejercicios que han establecido con este objeto, como la sobriedad de las comidas en común, los gimnasios, la caza, las luchas; y en Esparta particularmente el robo y la criptia,[2] estos aprendizajes peligrosos de la guerra. Pero estos dos legisladores incurrieron en la falta de no haber creado ninguna institución a propósito para ejercitar esta otra especie de valor, que consiste en vencer el placer. Este vacío es tanto mas grave, cuanto que es mucho más importante para el individuo y para el Estado vencerse a sí mismo que triunfar de las cosas exteriores. Este valor moral es el más raro y el más difícil de todos, y se expone al Estado a los mayores peligros cuando no se le hace objeto principal de la educación. ¿Cómo suplir esta falta de aprendizaje de la templanza? Platón propone el establecimiento de banquetes en común, en los que, puestos los ciudadanos frente a frente de la intemperancia misma, se acostumbrarán a vencerla. En estos banquetes, presididos por un jefe de una sobriedad probada, se les hará pasar por la inocente prueba de la embriaguez. Esta prueba tendrá la doble ventaja de dejar conocer los caracteres en medio de la expansión, que el vino produce naturalmente, y de dar a cada ciudadano ocasión de hacerse dueño de sus deseos y de sus pasiones en la mayor exaltación de los mismos, y cuando hay mayor dificultad, se necesita más fuerza, y resulta más honor en vencerlos. El legislador ganará en ello, porque se ilustrará acerca de las disposiciones e inclinaciones de aquellos a quienes tiene obligación de hacer mejores; y éstos, después de haberse creado hábitos de moderación delante de los demás por pudor y por honor, tendrán poca dificultad en ser templados por sí mismos.

II

El deseo de justificar esta institución nueva de los banquetes conduce a Platón a extensas consideraciones sobre la educación, de que aquellos deben formar parte. La educación se define, lo mismo en las Leyes que en la República, como la mejor dirección que debe darse a las primeras inclinaciones morales, a los primeros sentimientos y a los primeros ejercicios físicos de los niños. Por esto comprende dos partes distintas por su objeto, pero idénticas por su común espíritu de disciplina moral: la música y la gimnasia. Ambas responden a esa necesidad imperiosa que tiene el niño de manifestar sus alegrías y sus temores, ya con gritos, ya con cantos, ya con movimientos y danzas que la educación debe regular. Ésta se ve auxiliada a este fin por el sentimiento natural de la circunspección y de la armonía, que es un privilegio del hombre. Platón, para hacer conocer el espíritu en que debe estar basada esta educación, desenvuelve aquí, insistiendo sobre la música, que abraza a la vez el canto, el ritmo y las palabras, lo que estos elementos tienen de más aceptable para el perfeccionamiento del alma.

Sólo es verdaderamente bella la música, que expresa las buenas cualidades del alma y del cuerpo; pues la que expresa los vicios, es necesariamente, como aquello que ella expresa, fea y rebajada. En esta expresión de lo que es bello y bueno, y no en el placer que cause, es donde debe buscarse el carácter de la mejor música. Porque si se toma el placer por guía, es claro que ninguna música podrá ser considerada como absolutamente bella, puesto que los mismos cantos, los mismos ritmos, las mismas melodías producen en los que las oyen impresiones del todo contrarias, agradables en unos, desagradables en otros, de suerte que les es imposible convenir en un mismo juicio. Pero la causa misma de esta diversidad de opiniones es una prueba más del peligro que hay en fiarse del placer para determinar el carácter de la música.

Efectivamente, cada cual, siguiendo en esto su inclinación natural, encuentra belleza en los cantos, ritmos y melodías que responden al estado de su alma, que acarician, por decirlo así, sus cualidades o defectos, y tiene por fea la música de carácter contrario. Esta disposición es una fortuna para las almas bien inclinadas y natural o voluntariamente virtuosas; pero ¡cuán peligrosa es en las almas viciosas y de malas inclinaciones! En lugar de una sana inspiración en el sentido de mejores sentimientos, buscan y encuentran en la música una excitación funesta a las pasiones violentas o a las afeminadas afecciones que la naturaleza o el hábito han hecho nacer en ellas. Importa por lo mismo alejar de tan falsa dirección el mayor número de almas, porque son raras las que son naturalmente sanas, y arreglar prudentemente el empleo del arte, que ha de ser como el primer instrumento de la educación. Para ello se tomarán por jueces los ancianos, y entre éstos los más sabios y más virtuosos. Esta asamblea de sabios arreglará soberanamente el carácter de los cantos, de los ritmos y de las melodías que sean más convenientes para la disciplina moral de las almas. Y cuando las hayan establecido, habrán de observarse escrupulosamente sin mudar nada, imitando en esto la sabiduría de los egipcios, entre los cuales las formas da la música, de la escultura y de la pintura, una vez consagradas, no han variado durante diez mil años. Debería extrañarse este elogio que se hace aquí de la teoría y de la práctica de la inmovilidad en el arte. Pero es preciso tener presente que Platón se preocupa ante todo de las inspiraciones saludables y elevadas, que excita en las almas el espectáculo de las obras verdaderamente bellas, cuando por fortuna se han producido en las artes de un pueblo tipos de una completa belleza, tales, por ejemplo, como esa maravillosa serie de inmortales obras maestras de la estatuaria griega, que en nuestros días sirven aún de modelos. Además también le preocupa el peligro de las innovaciones necesariamente inferiores y de funestos resultados, cuando vienen después de obras de una perfección que desafía al progreso, y cuyos modelos no pueden menos de desfigurarse al modificarlos. Por lo tanto, nada de cambios en lo que los sabios hayan decidido respecto a la música piara la educación. Sólo ellos serán también los encargados de fijar las palabras de los cantos, de los himnos, de las fábulas y de los discursos de toda clase con que haya de alimentarse la inteligencia de los niños. Y lo mismo que la música, propiamente dicha, deberá componerse con el objeto de desarrollar en ellos el sentimiento de lo bello, así los discursos se dirigirán a inspirarles el amor al bien y a lo verdadero. Serán concebidos de tal manera, que se haga en ellos familiar la idea de que el hombre justo vive dichoso, y que el hombre injusto es un miserable; que los verdaderos bienes no son, como lo piensa el vulgo, la salud, la hermosura, la fuerza, la riqueza, porque se convierten en males para los hombres malos, y que la perfecta felicidad es inseparable de la perfecta justicia; de suerte que se vean arrastrados, no sólo a buscar, sino también a amar la virtud. Estas ideas son una reproducción exacta del plan de educación de la República.

De aquí nace el establecimiento de las tres especies de coros; uno de las musas, compuesto de niños que repetirán en público estas santas máximas; el segundo de Apolo, compuesto de jóvenes que pondrán al dios por testigo de su verdad y de su santidad; el tercero de Baco, compuesto de ancianos, que cantarán las mismas cosas en los banquetes convenientemente instituidos y arreglados. Como los ancianos no están dispuestos de ordinario, a causa de su edad y de su gravedad, a mezclarse en los cantos de los demás ciudadanos, es cierto que el legislador los excite suavemente mediante el calor vivificante del vino. Bajo la inspiración de Baco, no tendrán repugnancia en cantar en medio de un corto número de amigos reunidos alrededor de una misma mesa. Y así todos los ciudadanos, desde los más jóvenes hasta los más ancianos, celebrarán a porfía las mismas máximas de virtud, acerca de las que el Estado todo entero no tendrá más que una opinión aceptada por todos.

Después de la música convendría arreglar lo que corresponde a la gimnasia. Pero Platón, satisfecho con haber dicho su pensamiento sobre la parte más importante de la educación, deja para otra ocasión las disposiciones relativas a los ejercicios del cuerpo. Sabemos por la República, que subordina a la música, es decir, a la disciplina moral, todo lo que tiene relación con los gimnasios, con la danza y con el desarrollo físico de los ciudadanos.

III

A continuación de estas consideraciones generales sobre el espíritu, en que debe inspirarse el legislador al dictar leyes y proveer a su durable afianzamiento, Platón prosigue en otro orden de ideas su indagación acerca de las mejores condiciones del gobierno. Acude a la historia, y de los estados sucesivos por que el género humano ha pasado desde los tiempos más remotos, deduce la prueba de este principio capital en política y en moral; que sólo a su propia virtud son deudores siempre los pueblos de su prosperidad, de su bienestar, del sostenimiento de su buen estado social y político; y que todas las revoluciones han nacido de sus vicios. Extiende sus conjeturas hasta la época tan oscura como remota en que, efecto de un cataclismo que ha conservado la tradición en muchos pueblos bajo la idea de un diluvio universal, sólo quedaron «débiles restos del género humano conservados sobre las cimas de algunas montañas». ¿Y cuál fue la condición de este pequeño número de hombres? Ni absolutamente buena ni absolutamente mala, que es lo propio de la naturaleza humana considerada en sí misma. Vivieron, como los hombres primitivos, ignorando todo lo que constituye la vida civilizada: sociedad, gobierno, legislación, artes, industria, comercio; pero también con las ventajas de esa sencillez propia de la humanidad renaciente, sin indigencia y sin opulencia, sin libertinaje, sin guerra, sin litigios; naturalmente puros, valientes, moderados y justos, no teniendo por lo mismo necesidad de leyes. La única autoridad en estos tiempos antiguos, la primera en la historia, fue la de los patriarcas o jefes de familia, cada una de las cuales se gobernaba aisladamente. El gobierno patriarcal duró hasta el momento en que habiéndose constituido una sociedad mediante el contacto de las familias y la aglomeración de muchos hombres, fue preciso entenderse, para arreglar las relaciones sociales y políticas. De aquí nació un nuevo gobierno, la aristocracia o la monarquía.

Cuando con el tiempo se aumentó el número de los hombres, y el olvido del diluvio pudo desvanecer todo temor de otra catástrofe semejante, descendieron de las montañas para derramarse por la llanura, donde se formaron diversas clases de Estados, entre ellos Ilión y esa multitud de Estados griegos, que más tarde combatieron a aquella. El Ateniense obliga a sus dos interlocutores a trasladarse con el pensamiento a aquella época, en que tuvo lugar la confederación Dórica, cuando después de la guerra de Troya y de la derrota de los aqueos por los dorios, los tres Estados de Lacedemonia, Argos y Mesene, gobernados todos tres por reyes, juraron prestarse mutuo auxilio. Los reyes prometieron a sus súbditos no hacer más pesado el yugo del gobierno, y los súbditos se comprometieron a sostener los derechos de sus soberanos, y en fin, los reyes y los súbditos de cada uno de estos Estados juraron tomar las armas en caso de ataque en defensa de los otros dos. Platón encuentra en esta clase de constitución política una gran ventaja, que en su opinión no puede hallarse en ninguna otra, y es,, «que hay siempre dos Estados protectores y vengadores de las leyes contra el tercero, si éste se atreve a infringirlas». Además, la confederación se había formado bajo los más felices auspicios gracias al repartimiento igual de las tierras, a no conocerse las deudas, a los lazos de la sangre que unían a los tres reyes, y a la comunidad de los peligros y fatigas anteriores de que habían sido partícipes los tres pueblos. Todo les prometía un porvenir próspero. Y, sin embargo, la confederación se disolvió inmediatamente, sus leyes desaparecieron al momento, y nada ha quedado de ellas como no sea en el Estado de Lacedemonia. ¿Cuál ha sido la causa de esta mudanza? Platón la investiga, porque «si no se intentara profundizar este suceso, en vano sería indagar en otro lugar qué leyes y qué formas de gobierno son las que conservan a los Estados su esplendor y cuáles precipitan su ruina». En efecto, las razones de la disolución de la confederación Dórica serán las mismas que demuestren la decadencia de todo gobierno semejante o Análogo, porque allí donde reinan los mismos vicios, el mismo destino es inevitable. Ahora bien, lo que perdió a los reyes dorios de Mesene y de Argos es, en primer lugar, lo que Platón llama la ignorancia, entendiendo por esto la falta de aquella sabiduría, que hace al hombre capaz de someter a la razón sus deseos y sus pasiones. El sabio es el hombre prudente, que sabe guardar en todas ocasiones cierta circunspección. Temeno y Cresfonte no fueron, ni sabios, ni prudentes, por no haber sabido comprender los justos limites, dentro de los que debían ejercer la autoridad real, de que estaban investidos con juramento de no traspasarlos. Los traspasaron, y esta fue su ruina. La causa de esto fue que en Mesene y Argos no se puso ninguna barrera a las demasías del poder real. Por el contrario, en Esparta este poder fue conservado, mantenido y fortificado gracias a las providencias sucesivas, que algunos sabios supieron dictar a tiempo. El poder real fue, por lo pronto, dividido en dos ramas; limitado en seguida por la creación del Senado; y tuvo por último otro freno en la saludable institución de los Éforos. Su virtud y su salvación han descansado por consiguiente en su sabia moderación. De aquí esta conclusión general, incontestable después del análisis precedente: «jamás se debe establecer una autoridad demasiado poderosa, y que no esté moderada». Éste es el fondo del pensamiento de Platón. No es partidario de lo que él mismo llama gobiernos simples, fundados exclusivamente en un principio político, como son, por ejemplo, la monarquía absoluta y la democracia; él las califica enérgicamente con el nombre de facciones. Los Estados, en que los distintos poderes se equilibran unos con otros, son, a su parecer, los únicos que merecen el nombre de gobiernos, y el primer cuidado del legislador debe de ser establecer estos poderes y concordarlos entre sí. Para Platón no cabe emplear más medio que éste, para que reinen en el Estado los tres bienes esenciales, sin los cuales no puede prosperar ni ser dichoso, que son la concordia, la cultura y la libertad.

Si se quiere otra prueba de esto, estúdiese la constitución de los dos gobiernos que han llevado al exceso, el uno, que es el persa, el poder monárquico; y el otro, que es el ateniense, la libertad democrática. Se reconocerá, que ni uno ni otro han podido llegar a fundar y mantener en sus Estados una libertad y un orden verdaderos, tan necesarios para el bienestar de los individuos como para el de las sociedades; que no han podido en definitiva establecer un verdadero gobierno, porque se han dejado llevar siempre del lado a que los arrastraba su principio exclusivo, sin encontrar un principio contrario que le sirviera como de contrapeso. El secreto de la ciencia del legislador no está en la sencillez de un medio de gobierno, sino en la combinación de medios contrarios. Esto es lo que Platón demuestra con escrupuloso esmero en una serie de profundas reflexiones sobre las revoluciones de la Persia y de Atenas, en las que no nos es posible seguirle.

Como prueba del convencimiento que este modo de entender el arte de gobernar produjo en su alma, uno de los interlocutores, Clinias, declara al Ateniense, que, encargado por la ciudad de Cnosa de presidir a la fundación de una nueva colonia, le suplica que le auxilie para hacer la elección de las mejores leyes: «formemos una ciudad por vía de conversación, como si echáramos nosotros mismos sus fundamentos». Ésta es la ficción en que descansa lo que sigue del diálogo.

IV

Al parecer, Platón va a ocuparse en dar leyes a la misma ciudad; pero aún no ha concluido su preludio, el nombre que él da a esta larga introducción, y lo continúa en todo el libro cuarto y parte del quinto. No quiere abordar el asunto de la legislación propiamente dicha, sino después de haber fijado ciertas condiciones físicas, morales o políticas, con las que es bueno que el Estado comience a establecerse, para que llegue a ser todo lo perfecto que sea posible.

He aquí los puntos sobre que insiste. En primer lugar, él sitio que ha de ocupar la ciudad. Quiere que esté distante del mar ochenta estadios por lo menos, para librarla de los peligros propios de las ciudades marítimas, como son la importación de costumbres extranjeras, el espíritu de negocio y de lucro, la corrupción, el gusto por los viajes y empresas de mar. Platón es exagerado en su desconfianza y en su desden respecto de las condiciones marítimas; está convencido de que las virtudes cívicas no pueden desarrollarse ni sostenerse sino en tierra firme, y llega hasta negar los brillantes servicios de las flotas griegas durante las guerras médicas, quitando a las victorias de Salamina y Artemisio la parte que les corresponde en la liberación de la Grecia, para atribuir toda la gloria a las batallas de Maratón y de Platea. En seguida se ocupa de la población, la cual desearía que fuese toda de un mismo origen y de una misma nacionalidad, con lengua, religión y costumbres comunes, porque de esta manera reinaría desde el principio la unión entre todos los miembros del Estado. Sin embargo, reconoce que una población compuesta de elementos diversos tiene la ventaja de estar mejor dispuesta para recibir nuevas leyes, no teniendo tradiciones comunes, circunstancia favorable para un reformador. Después entra en consideraciones sobre la parte que tiene siempre la fortuna en los negocios humanos, y sobre su influencia tan pronto favorable como desfavorable. Cuando es preciso obligar a los hombres a aceptar leyes sabias en sustitución de otras malas, es una fortuna que se halle al frente del Estado un tirano joven, con memoria, penetración, valor, sentimientos elevados, y sobre todo templanza; un tirano que, con el ejemplo al principio y la energía después, haga que la nueva legislación pase inmediatamente del espíritu del legislador al Estado. Éste es el camino más corto para la realización de una reforma; y es preciso tener presente que sólo en este caso particular se ve a Platón inclinado a elogiar la tiranía. Por otra parte, como considera la templanza la principal virtud de ésta, se comprende que no puede menos de ser beneficiosa esta tiranía. Está tan distante de querer fundar un gobierno tiránico, que en este mismo lugar repite, que no hay otros verdaderos gobiernos que aquellos a los que es difícil dar un nombre preciso, como los de Creta y Lacedemonia, precisamente porque no son gobiernos simples, como la tiranía, sino que se componen de diversos elementos de gobierno hábilmente combinados.

Después de algunas elocuentes invitaciones dirigidas a los futuros habitantes de la ciudad acerca de sus primeros deberes para con Dios, a quien el hombre justo y sabio debe imitar, para con los demonios, los héroes y los dioses domésticos, para con los padres y para con los muertos, Platón toca un punto muy interesante. Se pregunta a sí mismo, si el legislador deberá limitarse a publicar el texto de sus leyes pura y simplemente, o si hará preceder cada ley de un preámbulo, que sea como una explicación popular de ella. No titubea en declarar que es mejor método el segundo. Es justo que el que ha de obedecer la ley, comprenda bien su espíritu, y es un deber del legislador auxiliarle a este fin por medio de preámbulos. Es preciso agradecer a Platón el haber insistido en esta conveniencia, muy humana, de quitar a la ley el carácter de una intimación imperiosa, para darle el de una especie de invitación razonada, más conforme a la vez con la sabiduría del legislador y con la dignidad del ciudadano.

V

Las páginas admirables que siguen, son como el preámbulo de la primera ley del hombre, la ley de su dignidad moral. Son un llamamiento a todas las virtudes que hacen al hombre justo en la vida privada y buen ciudadano. Señalemos de pasada estos consejos de la más sublime moral. «El alma, después de los dioses, es lo que el hombre tiene de más divino y lo que le toca de más cerca. Hay dos partes en nosotros: la una, más poderosa y mejor, destinada a mandar; la otra, inferior y menos buena, a la que corresponde obedecer. Es preciso dar siempre la preferencia a la parte que debe mandar sobre la que debe obedecer. Y así, tengo razón para ordenar, que nuestra alma ocupe el primer puesto en nuestra estimación después de los dioses y de los seres que les siguen en dignidad».

Después de los últimos preliminares sobre la necesidad de purgar la nueva colonia antes de darle leyes, es decir, de desterrar como indignos a todos aquellos cuyas malas disposiciones morales o vicios incurables sean un obstáculo para el legislador y un peligro inminente para los ciudadanos; y después de exponer las razones que le obligan a fijar en cinco mil cuarenta el número de habitantes. Platón entra al fin en el asunto que le importa.

Aquí efectivamente concluyen las generalidades, y comienza con la segunda parte de la obra lo que se refiere directamente a la constitución y a la legislación de la ciudad. No será este Estado, como tiene cuidado de decirlo expresamente, el más perfecto a sus ojos, as decir, aquel en que reine la unidad y donde «todo será verdaderamente común entre amigos», según el modelo de la República; sino que será un Estado que se alejará todo lo menos posible de este modelo ideal, y al cual concede el segundo rango. También habla de un tercer Estado, cuyo plan ofrece exponer; pero es una promesa que no cumplió, si es que poseemos todas las obras de Platón. Sigámosle tan fielmente como nos sea posible en su difícil empresa de convertir en hechos las ideas de la República.

La primera ley organiza la propiedad. Aquí, al contrario de lo que establece la legislación de la República, todos los ciudadanos poseen en propiedad una tierra y una habitación, puesto que deben formarse cinco mil cuarenta lotes y establecerse otros tantos hogares; pero es preciso observar, que cada ciudadano debe estar convencido de «que la porción que le ha cabido en suerte, no es menos del Estado que suya». Por consiguiente, la propiedad no es plena y completa; lo cual sobradamente lo prueba el que el jefe de familia no puede disponer a su voluntad de su parte. No puede venderla, enajenarla, ni repartirla entre sus hijos, y la ley le obliga a dejarla toda entera a uno de sus hijos varones a su elección. El número de las porciones primitivas no debe ser aumentado ni disminuido; para lo cual es indispensable que el número de ciudadanos sea poco más o menos el mismo. Está determinado por las leyes, que en caso de haber exceso de ciudadanos, se envíen a las colonias los que no puedan vivir en el suelo del Estado, y que en caso de esterilidad o falta, se fomente la generación por todos los medios posibles. Provista cada familia de todo lo necesario, ninguno debe tener en su casa ni oro ni plata. Sólo circulará una moneda de poco valor para las compras, las transacciones y salarios de los obreros. De este modo la fortuna de cada uno no podrá aumentar mucho, lo cual es un bien para el Estado, porque su fortuna y prosperidad no descansan en sus riquezas sino en su virtud. No se crea por eso que todas las fortunas hayan de ser iguales. Platón tiene en cuenta los más o los menos bienes que cada colono haya llevado consigo al entrar en la colonia, sin dar explicaciones sobre la naturaleza de estos bienes, y divide los ciudadanos en cuatro clases por razón de sus rentas. Tampoco se opone a que la porción, primitivamente obtenida por cada uno, pueda aumentarse hasta el cuádruplo, sin indicar tampoco de qué manera puedan producirse estos aumentos. Pero prohíbe expresamente despojar bajo ningún pretexto a ninguno de los ciudadanos de su parte primitiva. Éste será, como él mismo dice, el limite de la pobreza.

Estas diversas prescripciones tienen por fin el poner a los ciudadanos al abrigo de esas excesivas desigualdades de fortuna, que engendran en todo Estado la división de ricos y pobres con todos los males morales y políticos que de aquí se siguen. En esto se advierte el espíritu de la República. La división de tierras se hará según ciertas condiciones, que tienen por objeto establecer, en cuanto sea posible, una igualdad primordial. Y así, la parte de cada cual se compondrá de dos porciones; una situada en la ciudad y otra lejos, de manera que cada jefe de familia esté interesado en amar y defender igualmente el centro que los extremos del territorio. Además, se tendrá en cuenta la naturaleza del suelo, para evitar que unos ocupen la tierra buena y otros la mala. Lo mismo se hará con las habitaciones, y cada uno tendrá su casa en el centro y su casa en los extremos.

Prescripciones, demasiado minuciosas para ser aquí mencionadas, disponen lo relativo a la distribución del Estado primero en doce tribus y después en subdivisiones secundarias, y al cuidado que debe tener el legislador en utilizar todas las circunstancias exteriores que le parezcan favorables. Platón toca aquí como de paso la oscura cuestión de la influencia de los climas en las costumbres. Cree, que todos los países no son igualmente favorables para la virtud, y que los hay afortunados, que el legislador debe buscar, así como hay climas desdichados de que debe apartarse.

VI

Una vez escogido y deslindado el territorio, fijado el número de habitantes, y arreglado también lo relativo a la organización, trasmisión, aumento y diminución de la propiedad, se ocupa Platón en la constitución definitiva del Estado mediante la institución de los magistrados hecha antes de la promulgación de las leyes. Las magistraturas que crea son políticas, militares, civiles, religiosas y judiciales. Platón da a cada una su nombre, sus atribuciones, su modo de organización y renovación en el que no le seguiremos, limitándonos a enumerarlas por su orden y apreciar su carácter.

1.º Los guardadores de las leyes, que serán treinta y siete, magistratura política encargada de mantener en su integridad la constitución del Estado y de impedir que se introduzca en ella novedad alguna.

2.º Los generales de ejército, en número de tres, encargados de nombrar los demás oficiales para la infantería, la caballería y las demás clases de tropa.

3.º El Senado, compuesto de trescientos sesenta senadores, suministrando cada una de las cuatro clases del Estado la cuarta parte. Es esta una magistratura política más activa que la de los guardadores de las leyes; pero análoga y que debe concertarse con ella. La doceava parte de los senadores está encargada durante un mes del año, por turno riguroso, de vigilar la observancia de las leyes y todo lo relativo al bien público, ocupándose entre tanto los demás senadores en sus negocios domésticos.

4.º Los sacerdotes y las sacerdotisas en número necesario para el ejercicio del culto de los dioses y cuidado de los templos. Al lado de ellos los interpretes de los oráculos y además ecónomos, consagrados a la administración de las rentas de cada templo.

5.º En el orden civil, los astinomos, que son los ediles de la ciudad; los agoranomos, que corren con la policía de los mercados; los agrónomos, que tienen a su cargo la guarda y policía del resto del territorio.

6.º Una magistratura especial está encargada de dirigir la música y la gimnasia, es decir, la educación. Al frente de estas enseñanzas está un ciudadano de cincuenta años por lo menos, padre de familia, y, si puede, ser que tenga hijos e hijas, todos legítimos. Estará encargado de la dirección general de la educación, y sólo por esta razón debe ser el más justo, el más sabio, el más virtuoso de todos los ciudadanos.

7.º La judicatura comprende tres grados y tres tribunales. El primero se formará de los ciudadanos mismos, encargados de arreglar sus diferencias, tomando sus vecinos por árbitros. Después de este tribunal, que debe ser el más sagrado de todos, se crearán otros dos; uno para las diferencias entre particulares que no hayan podido allanarse por el primer tribunal; otro para juzgarlos crímenes de Estado, el cual se compondrá de jueces tomados de las doce tribus. Es un verdadero jurado político, que decidirá sin apelación.

Debe observarse que todas estas magistraturas se crean por elección, a que concurren todos los ciudadanos, y que el Estado por lo mismo es democrático. Pero Platón evita el exceso de la democracia, haciendo pasar por tres grados el voto de las magistraturas principales, de suerte que el número de los ciudadanos que las confieren aparece más y más limitado. Además de las cuatro clases de ciudadanos, que el censo ha establecido en el Estado, sólo a las dos primeras, es decir, a los más ilustrados, impone la obligación de votar, bajo pena de multa o de deshonra, dejando a las dos últimas libres de tomar parte en las elecciones o de abstenerse. De este modo se mezcla en la elección un principio aristocrático, que deja en definitiva a los ciudadanos más acomodados, más instruidos y más capaces de apreciar los hombres por su mérito, la elección tan importante de los magistrados supremos. Platón, por lo tanto, ha permanecido en este plan fiel a su justa desconfianza respecto de los gobiernos simples; y ha conseguido, mediante ingeniosas combinaciones, dar su parte a cada uno de los principios democrático y aristocrático, de manera que quede equilibrada la influencia del pueblo, es decir, del gran número, mediante la superioridad dada en el fondo a la minoría ilustrada.

He aquí ahora la legislación propiamente dicha.

Por lo pronto, regala lo concerniente a la religión. El Estado todo está colocado bajo la protección del principio divino, y cada una de sus distintas partes está consagrada a un dios o a un hijo de los dioses. Fiestas religiosas, que se celebran dos veces al mes, dan lugar a sacrificios públicos, después a coros de baile de jóvenes de ambos sexos, que encuentran allí la ocasión de conocerse. Esto da origen al arreglo de los matrimonios y de la procreación de los hijos. Platón insiste mucho sobre estos dos puntos delicados. Observemos, por lo pronto, que no se trata aquí, como en la República, de la comunidad de las mujeres y de los hijos. En efecto, todas las prescripciones que impone, todos los consejos que da sobre la manera de vivir antes, durante y después de la unión de los jóvenes de ambos sexos, suponen verdaderos matrimonios, en los que los esposos deben de vivir el uno sólo para el otro. Ésta es una de las concesiones más importantes hecha por el autor de la República al espíritu de su tiempo; pero no ha renunciado al derecho de arreglar minuciosamente la vida de los esposos, dejándoles poca libertad, puesto que extiende sus indicaciones hasta las relaciones más íntimas entre marido y mujer, a este propósito se encuentran páginas, por otra parte bellas, sobre la manera de engendrar hijos hermosos. Los jóvenes podrán casarse de veinticinco a treinta años; las jóvenes de diez y seis a veinte; y el tiempo destinado a dar hijos al Estado será el de diez años. El poner este límite a la fecundidad de los matrimonios fue para asegurar el nacimiento de hijos bien constituidos y vigorosos, puesto que deberán la vida a padres jóvenes y en la fuerza de la edad. Los esposos vivirán en estancias distintas, separándose uno y otro de su familia el día de la boda, para ir a formar, en una nueva habitación, una nueva familia. Su género de vida deberá ser sobrio y modesto, y el legislador ha evitado además que el matrimonio no se convierta en un recurso para hacer fortuna, prohibiendo a los padres dar dote a sus hijas, y limitando lo que deben darles a lo necesario para su equipo, que se fija rigurosamente para cada una de las cuatro clases de ciudadanos. Los esposos sólo deberán poseer lo que constituye una fortuna decorosa. Aquí nos encontramos con los esclavos, que, según el dicho de Platón, son «una posesión embarazosa». Se ve que no piensa en abolir la esclavitud, y que acepta sin dudar esta iniquidad de los tiempos antiguos. Sin embargo, queriendo evitar las dificultades de este género de propiedad, dulcifica y ennoblece un poco la condición de los esclavos. No sucede esto cuando, por una recelosa prudencia, aconseja que se les escoja de diferentes naciones, con el objeto sin duda de que no se puedan confabular contra sus dueños; pero sí aparecen sus buenos sentimientos, cuando aconseja que se los trate bien, no tanto por humanidad, cuanto por un interés bien entendido; también quiere que se los recompense o castigue oportunamente; en fin, que no sean ultrajados.

No parece que Platón esté decidido a limitar la condición de las mujeres a los cuidados de la vida doméstica, pero si les da, como en la República, participación en las funciones del Estado, tiene cuidado de advertir, que no se las destine en caso de necesidad a la guerra sino después de que hayan cesado de tener hijos; y la prueba más positiva de que toma en cuenta consideraciones, que antes no había tenido presentes, es que dice aquí «que no se ordenará a la mujer nada, que no sea proporcionado a sus fuerzas y conforme con la honestidad de su sexo». Y así el papel de las mujeres es más decoroso y más digno en las Leyes que en la República; en ésta pertenecían a todos, por lo menos, en las clases aristocráticas; y en aquellas pertenecen a un solo esposo, siendo verdaderamente esposas y madres; en ésta debían de tomar parte, a pesar de su sexo, en todos los ejercicios y en todos los cargos de los ciudadanos, mientras que en aquella sólo la toman dentro de ciertos límites; y por una compensación feliz, lo que pierden con justicia del lado del Estado, lo ganan respecto a la vida de familia, que es donde está su verdadero puesto según la naturaleza y la razón.

VII

Después del nacimiento de los hijos, viene el arreglo de su educación. La solicitud del legislador por un objeto, que es el más caro para él, acompaña a los futuros ciudadanos desde el seno de la madre, cuando aún no son más que embriones, hasta el completo desarrollo de la juventud. Bajo la expresión de estas leyes materiales, por decirlo así, que presiden a la educación e instrucción de la infancia, se advierte un alma verdaderamente humana, y pueden considerarse como un modelo admirable de pedagogía. Por lo demás, Platón las presenta, más que en forma de leyes preceptivas, en la de consejos y como un resumen de ese conjunto de cuidados y previsoras atenciones que la terneza en todo tiempo ha inspirado a los padres y que se han trasmitido de edad en edad de unas familias a otras. Eh este sentido dice él mismo: «Hemos hablado con exactitud al decir más arriba, que no debía darse el nombre de leyes a estas prácticas, ni tampoco pasarlas en silencio, porque son los lazos de todo gobierno; son, en una palabra, usos muy antiguos derivados del gobierno paternal, que, establecidos con sabiduría y observados con rigor, mantienen bajo su salvaguardia las leyes escritas; y que, por el contrario, mal establecidos y mal observados, las arruinan».

A este fin, las mujeres que hayan concebido, darán largos paseos, para fortificar mediante el movimiento el cuerpo blando y tierno de sus hijos. Hasta la edad de dos años envolverán los recién nacidos en pañales, y los cuidarán como a plantas delicadas, para evitar todo accidente y todo mal hábito, que pudiera perjudicar a los cuerpos. Desde los tres a los seis años, los hijos de ambos sexos se consagrarán, vigilados de cerca por las madres y sus nodrizas, a juegos que son indispensables para su desarrollo físico e intelectual. A los seis años serán separados los hijos de las hijas y sometidos unos y otros a ejercicios convenientes a su sexo. Estos ejercicios serán de dos clases: los de la gimnasia, propios para fortificar el cuerpo, y los de la música, necesarios para el desarrollo del alma. Aquí se encuentran de nuevo las ideas expresadas sobre este punto en la República. La danza, la lucha y el ejercicio diario en el manejo de las armas, forman la parte gimnástica de la educación, y aparece aquí arreglada con el más minucioso cuidado. Los cantos, los himnos, las ciencias, corresponden a la música, y son objeto de una atención no menos escrupulosa. El legislador no consiente innovaciones en los objetos de la educación, una vez que hayan sido sabiamente arreglados. A pesar de haber separado los sexos desde muy temprano, lo cual constituye un cambio respecto de lo ordenado en la República, Platón insiste en tener por bueno, que se sometan a estos ejercicios de la educación así las niñas como los niños, porque quiere que, mujeres ya, puedan en caso de necesidad tomar parte en la defensa del Estado y animar a sus maridos en la guerra. Pero puede decirse que más bien lo aconseja que lo manda. A los diez años se los dedicará a las letras, en concurrencia con la música propiamente dicha, es decir, el canto y la lira que estudiarán durante tres años. Se procurará no recargar su memoria con esa multitud de poemas, unos buenos y otros malos, que han sido compuestos por una muchedumbre de autores; sino que se hará para sus lecturas ordinarias una juiciosa elección, que no deje penetrar en su alma nada que pueda ser contrario al espíritu general de la educación.

Platón no es menos severo con los poetas en las Leyes que en la República. No consiente que sean libres de presentar en público todas sus fantasías bajo la forma de composiciones poéticas, de tragedias o de comedias, porque pueden, valiéndose de máximas falsas o corrompidas, ejercer sobre el espíritu de los ciudadanos la influencia más funesta. Si se les ha de permitir permanecer en el Estado, será bajo la condición expresa de que se someterán a una censura previa.

«Y así, hijos de la musas voluptuosas, comenzad por presentar vuestros cantos a los magistrados, para que ellos los comparen con los nuestros; y si creen que decís las mismas cosas, os permitiremos representar vuestras obras, pero sino, mis queridos amigos, nosotros no podremos permitíroslo».

Entre las ciencias, que han de enseñarse a los niños, hay tres, cuyas ventajas explica Platón delicadamente, y son la aritmética y el cálculo primero, después la geometría, y por último la astronomía. Se les preparará para ellas desde la más tierna edad, instituyendo juegos en que los elementos de estas ciencias entrarán como por vía de entretenimiento. De este modo tendrán después menos trabajo en comprender las dificultades de aquellas.

En fin, como para formar verdaderos hombres es preciso que el cuerpo se fortifique al mismo tiempo que el espíritu, se hará de la caza un ejercicio frecuente para la juventud, y con este motivo se extiende en observaciones ingeniosas sobre la especie de caza que debe fomentarse y la que debe prohibirse, para que con este ejercicio se consiga lo que se desea; porque en el desarrollo físico va siempre envuelto un fin moral.

VIII

Las leyes siguientes hacen relación a objetos muy diversos; las fiestas, el aprendizaje de la guerra durante la paz, las costumbres privadas y públicas, particularmente el libertinaje, las comidas en común, la agricultura, los oficios mecánicos, el comercio interior y exterior. Recorramos los puntos más importantes.

Se instituirá para cada día del año un sacrificio en honor de uno de los dioses o de los genios protectores del Estado. Además se celebrarán doce fiestas, para honrar las doce divinidades protectoras de las tribus. En las unas tendrán cabida sólo los hombres, y en las otras sólo las mujeres.

Se distinguirá con cuidado el culto de los dioses celestes y el de los dioses subterráneos, entre los cuales Plutón, dios de los muertos, tendrá derecho a honores privilegiados; y he aquí la razón fundamental de esto. «Debe honrársele como un dios bienhechor del género humano; porque, si he de deciros seriamente lo que pienso, la unión del alma y del cuerpo no es bajo ningún punto de vista más ventajosa al hombre que su separación».

A fin de estar siempre dispuestos para la guerra, es indispensable que durante la paz, por lo menos un día por mes, los ciudadanos se ejerciten en el oficio de las armas; y además habrá en todas las fiestas públicas combates simulados, en los que las cosas pasarán, en cuanto sea posible, como si fuesen verdaderos, con recompensas para los vencedores y reprensión pública para los soldados cobardes. Estos duros ejercicios exigen en los que a ellos se consagren un vigor poco común, y sobre todo, ese patriotismo, que pone por encima de todo el amor de la patria. Con este motivo el legislador indaga con gran cuidado, para descartarlas, las causas que atenúan o anonadan estas grandes cualidades en un Estado. Dos son las que designa: en primer lugar, el amor insaciable del oro y de la plata, que no permite a los ciudadanos ocuparse de otra cosa que de su fortuna, y que los obliga a desempeñar los más mecánicos y viles oficios, con desprecio de la profesión del soldado, penosa o improductiva. Después, la desconfianza que reina en los gobiernos, cuyos jefes, considerando a los demás ciudadanos como otros tantos esclavos, temen dejarles las armas en las manos, y sobre todo desconfían del valor y talento militar. Estos gobiernos son los mismos que Platón llama facciones constituidas, como la democracia, la oligarquía, la tiranía. Para conjurar estos peligros, es para lo que ha querido un Estado, que viva desahogado, sin riquezas, y libre bajo el imperio de las leyes.

Quiere igualmente que las costumbres privadas y públicas se mantengan honestas y puras. Así se subleva con energía increíble contra esa desviación de la ley natural del amor, que en su tiempo comprometía a los hombres y a las mujeres en relaciones estériles, llaga infame de la Grecia entera. Las páginas, llenas de indignación, en que recuerda a sus conciudadanos las primeras leyes del pudor, estaban sobradamente justificadas, harto se sabe, por el general contagio que dio lugar a que cierto libertinaje se creyera con derecho a producirse sin reparo. Hace gran honor a Platón el haber usado en frente de este desorden atrevidamente reconocido, el lenguaje enérgico del hombre de bien, que no comparte ni transige con la corrupción de su siglo y que además tiene el valor de atacarlo directamente. Sin embargo, no propone leyes a este respecto. Sólo invita a los magistrados a que hagan que sobre las costumbres infames recaiga el desprecio de los hombres de bien; a que pongan en una clase aparte (tan convertida en hábito estaba esta corrupción) a aquellos ciudadanos que no puedan reprimir esta clase de deseos; y a que se opongan a sus efectos mediante el hábito de las penosas fatigas del cuerpo, que son propias para comprimir los ardores indiscretos del temperamento. En fin, quiere que se esfuercen, valiéndose de la persuasión, en traer al verdadero camino el sentimiento del amor, cuyo objeto es la unión fecunda de los dos sexos.

Aquí debían tener cabida los banquetes en común; pero Platón se refiere sobre este punto importante a lo dicho ya con tanta extensión en los libros primero y segundo.

Las disposiciones generales referentes a la agricultura son doblemente interesantes, bajo el punto de vista de las medidas que toma el legislador para garantir a cada ciudadano la integridad de su propiedad primitiva, y bajo el de la subsistencia pública, cuyo fundamento es la agricultura. Encontramos leyes muy severas contra los que usurpan el campo de su vecino o se apropian indebidamente los frutos de una tierra que no les pertenece. Al lado de esto se observa una notable liberalidad para con los extranjeros, pues, en virtud de la ley natural de la hospitalidad, el legislador les da el derecho de alimentarse libremente con cierta parte de los frutos de la tierra, que está destinada a este servicio. Como la subsistencia de cada cual está asegurada, ninguno debe ejercer en el Estado una profesión mecánica. Tales oficios están reservados a los esclavos, porque la única ocupación conveniente al ciudadano es la de trabajar por su parte en conservar el buen orden en el Estado, es decir, hacerse tan virtuoso cuanto sea posible, puesto que aquel buen orden descansa en la virtud de los ciudadanos. Por consiguiente, todas las disposiciones que siguen sobre el comercio, las ventas, las compras, ya con relación al exterior, ya de los ciudadanos entre si, están dictadas con la idea de prevenir todo lo que pudiera turbarlo. No se dictan en vista de la riqueza, sino de la paz interior.

Hemos llegado al término de las leyes políticas y civiles, y entramos en la tercera parte, que tiene por objeto las leyes judiciales, hechas para asegurar la ejecución de las precedentes. A este objeto está consagrado todo el final de la obra.

IX

Se caracteriza esta sanción penal por una severidad extrema y hasta desapiadada para la clase de los esclavos, tan duramente tratados por todos los legisladores antiguos y por Platón mismo, por más que haya mostrado respecto de ellos, como se habrá observado, algún sentimiento de justicia y de humanidad. Paro este rigor se explica por la rudeza de costumbres de aquellos tiempos, bien lejanos de esta moderación general que el progreso de la civilización ha producido en las costumbres, y consiguientemente en los códigos. También debe agradecerse a Platón el cuidado que se toma para prevenir la frecuente aplicación de estas leyes por los medios de que se vale, ilustrando acerca de los deberes para con los dioses, para con el Estado y para consigo mismos a las personas a quienes van dirigidas. Haciendo así más raros los crímenes y los delitos, substrae a los ciudadanos a las rigurosas penas que constituyen su sanción. Éste es el objeto del preámbulo que precede a cada ley, siguiendo en esto el consejo que ha dado a los magistrados. Declara desde el principio que desearía no verse en la necesidad de dictar tales leyes, porque nada probaría mejor la virtud de los ciudadanos que el silencio del legislador sobre los crímenes y los delitos, sobre las penas y sobre los tribunales. Pero como los ciudadanos no son ni dioses ni héroes impecables, sino hombres expuestos a faltar, y como habrá también algunos que nazcan con un carácter vicioso e indomable, es forzosamente precisa una represión en interés de los culpables, porque les lava una mancha, y en interés de los ciudadanos, a quienes el crimen castigado sirve de ejemplo. Y tan pronto como se hace necesaria una pena, ¿no es claro que cuanto más severa sea, mejor se conseguirá su objeto, que es el asegurar el respeto de las leyes y el buen orden del Estado? Cuanto mayores sean los castigos, mayores serán el temor y el respeto.

Los tres delitos previstos en primer lugar, son el sacrilegio, los crímenes de Estado y la traición.

El sacrilegio es el robo o la profanación de las cosas sagradas, Las penas son: contra un extranjero o contra un esclavo, la marca en la frente, los azotes, el ser expulsado en cueros del territorio del Estado; contra un ciudadano, la muerte, la infamia póstuma, y la de ser arrojado el cadáver fuera de la frontera. No hay confiscación, porque los hijos deben conservar siempre la parte del suelo de su padre, ni nada de transmisibilidad de la infamia paterna a los hijos, quienes serán tratados según su conducta personal.

Los crímenes de Estado son la usurpación violenta del poder con menosprecio de las leyes, y la excitación a la formación de facciones y a la sedición. Pena: la muerte a pluralidad de votos. Los hijos del culpado son perdonados; pero si ha habido en la familia un crimen semejante, cometido por un abuelo, los hijos serán arrojados del territorio con todos sus bienes, menos la parte primitiva del suelo y los muebles anejos a ella. El lugar del muerto y de los desterrados será ocupado por otro.

La traición es el crimen del magistrado, que ya sepa o ignore una conspiración contra las leyes, no hace, por complacencia o cobardía, todo lo que está en su poder para vengar la patria. Pena: la muerte. Los hijos son perdonados o desterrados como en el caso anterior.

Sólo dos tribunales tienen derecho para condenar a muerte: el de los guardadores de las leyes y otro compuesto de los mejores magistrados del año precedente. Los jueces están sometidos, en la manera de instruir el proceso y de dictar su fallo, a prescripciones cuya prudente lentitud dejan ver un respeto verdadero para con la vida humana; porque las sentencias de muerte nunca pueden pronunciarse sino después de un examen de muchos días y de jurar todos los jueces que decidirán ajustándose a la justicia y a la verdad.

Los robos, grandes y pequeños, privados y públicos, están sujetos indistintamente a las mismas penas, porque la ley no se funda tanto en el daño ocasionado, que es según los casos muy desigual, como en el sentimiento culpable, que arrastra al ladrón a cometer un acto injusto.

Su pena es la restitución del doble con sus bienes, hasta llegar a su lote primitivo, y, a falta de esto, la prisión hasta el pago completo o hasta la remisión del querellante.

Platón entra aquí en una digresión, que tiene por objeto exponer lo que debe tener en cuenta el legislador en la apreciación de los crímenes y de los delitos y en la fijación de las penas. Por lo pronto, debe penetrarse bien de los móviles que arrastran al alma humana fuera de las vías de la justicia, y distinguir después con cuidado los estados en que ella ha delinquido voluntaria o involuntariamente, con o sin premeditación; y, en fin, proporcionar su decisión a la gravedad de cada caso. Ahora bien; en el alma hay tres principios malos, que ejercen sobre ella una especie de tiranía, que Platón llama propiamente injusticia, dando el nombre de justicia a la fuerza que la resiste, permaneciendo fiel a la idea del bien. Estos tres tiranos interiores son la cólera con el temor, el placer con todas las pasiones que su seguimiento suscita, y la ignorancia, que tan pronto es simple y ocasiona sólo faltas ligeras, como es doble porque va unida a una falsa presunción de sabiduría. De aquí tres géneros de crímenes, que no son iguales y que conviene poner en orden de menor a mayor: los crímenes violentos y públicos, los crímenes tenebrosos y fraudulentos, y los crímenes a la vez violentos y tenebrosos. Estas distinciones, unidas a todas las que suministra el conocimiento del alma, guiarán al magistrado encargado de aplicar una ley penal. Por ejemplo, volviendo a los tres primeros crímenes de sacrilegio, usurpación del poder y traición, si el legislador reconoce en el delincuente causas que atenúen su culpabilidad, como la locura, la enfermedad, la vejez, la imbecilidad, se guardará bien de imponer la pena capital escrita en la ley. Sólo exigirá una reparación razonable. Estas reflexiones denotan la ciencia consumada de un moralista y la superioridad de miras de un legislador filósofo.

La serie de crímenes y delitos previstos se completa con los asesinatos, homicidios, suicidio, parricidio, heridas y violencias. La aplicación de la ley está indicada en conformidad con las ideas que preceden. He aquí, por ejemplo, los diversos casos de homicidio y las penas impuestas.

1.º Homicidios violentos e involuntarios. —De un hombre libre por otro hombre libre, por accidente: absuelto. —De un esclavo por su dueño; absuelto, después de purificarse. —De un esclavo por un hombre libre, indemnización con expiación. —De un hombre libre por otro hombre libre a mano armada o indirectamente: destierro por un año, y si resiste, dos años; y al próximo pariente de la victima, si no acusa al homicida, cinco años. —De un extranjero domiciliado en el Estado por otro extranjero también domiciliado: un año de destierro. —De un extranjero o de un ciudadano por un extranjero no domiciliado: destierro perpetuo. Si vuelve voluntariamente, la muerte y la confiscación de sus bienes en provecho del próximo pariente de la victima. Si vuelve involuntariamente «levantará una tienda en la ribera, de modo que tenga los pies en el mar, y esperará así la ocasión de reembarcarse». Si la vuelta ha sido a viva fuerza, se le pondrá en libertad y se le arrojará del Estado. —De un hombre libre por otro hombre libre por cólera, la pena del homicidio involuntario, y además dos años de destierro; si ha habido resentimiento o traición, tres años. —De un dueño por un esclavo; muerte con tormentos a voluntad de los parientes. —De un hombre libre por un esclavo: muerte a voluntad de los parientes. —De un hijo o de una hija por el padre o la madre: destierro por tres años, y después separación de los esposos. —De un esposo por otro: tres años de destierro. —De un padre o de una madre por un hijo en un arrebato de cólera: si le perdonan antes de morir, absuelto; si no le perdonan, la muerte. —De un hermano por otro hermano en legitima defensa: absuelto. —De una persona libre por un esclavo, aun en el caso de defensa: la pena de los parricidas; es decir, si ha habido perdón, absuelto después de un año de destierro; si no le ha habido, muerte.

2.º Homicidios voluntarios y premeditados. —El legislador comienza por señalar como causas ordinarias de ellos el placer, la envidia, la codicia, la ambición y el temor de ser denunciado por algún crimen. En seguida fija las penas siguientes. —Por el homicidio de un ciudadano por otro: primero, exclusión de la sociedad civil, luego juicio solemne, y por fin la muerte sin sepultura. Si el homicida es contumaz: destierro perpetuo, y derecho de todos para matarle. —Homicidio no ejecutado, pero resuelto o pagado: las mismas penas, salvo el derecho a la sepultura. — De un hombre libre por un esclavo; azotes hasta producir la muerte. —De un esclavo por un hombre libre, sin necesidad de defensa: la muerte. Éste es el único caso en que se considera al esclavo como un hombre.

Contra el parricida la pena es terrible: se le quita la vida en público, y se arroja el cadáver desnudo fuera de la ciudad: «Todos los magistrados, en nombre de todo el Estado, llevando cada cual una piedra en la mano, la arrojarán sobre la cabeza del cadáver, y así purificarán todos los ciudadanos. Se le conducirá en seguida fuera de los límites del territorio, y se le dejara allí sin enterrar según lo ordena la ley».

Contra el suicida no hay ley expresa, pero hay expiaciones para los parientes. Además su cuerpo será enterrado en un lugar inculto e ignorado con prohibición de erigir columna alguna y de grabar su nombre sobre la tumba.

Consecuencia de un sentimiento elevado de la dignidad humana, hay penas que se imponen, a los animales y a los sé res inanimados, que hayan causado la muerte de un ciudadano. Estas causas de muerte serán, como los homicidas, arrojadas fuera del territorio, salvo el rayo que es lanzado por la mano de Dios.

3.º Homicidios voluntarios permitidos por la ley. — Todo ciudadano puede matar a un ladrón cogido in fraganti, o al que en pleno día quiera robarle. —El que atente al pudor de una mujer puede ser matado por ella o por su padre, su hermano o sus hijos. —El marido puede matar al que sorprenda forzando a su mujer. — El homicidio es permitido para defender la vida de un padre, de una madre, de un hermano, de una hermana, de la mujer y de los hijos. En estos casos expresos, nadie queda sometido a pena alguna.

A continuación, en el mismo sentido y con las mismas distinciones, sigue la penalidad correspondiente a las heridas y a las violencias, cuyos pormenores son infinitos.

X

La ley siguiente, que tiene por objeto las ofensas contra los dioses, distintas del sacrilegio, desenvuelven en forma de un preámbulo una verdadera Teodicea. Antes de castigar las palabras o las acciones impías, el legislador quiere prevenirlas, ilustrando a los ciudadanos acerca de los principios de la religión en un admirable discurso sobre la existencia, la providencia y la incorruptibilidad de los dioses. Éstos son los tres puntos que toca sucesivamente, persuadido como está de que una palabra o una acción impía sólo pueden ser inspiradas por uno de estos tres errores derramados en el pueblo, ya por los poetas farsantes y ya por los falsos filósofos; primero, que no hay dioses; segundo, que si los hay, no se mezclan en los negocios humanos; tercero, que a los dioses se les puede ganar, bien con sacrificios, bien con oraciones. El fondo de estas tres causas de impiedad ¿es otra cosa que la ignorancia? Por esto el legislador se cree en el deber de disipar ésta ignorancia en nombre de la razón.

Por lo pronto ¿cómo reconoce la razón que existen dioses? Porque a la vista de este universo móvil, en que se operan tantos cambios por generación y por corrupción, por composición y por división, por aumento y por diminución, por revolución y por traslación, por una infinidad de vicisitudes, que Platón abraza con una sola palabra, el movimiento, la razón concibe que este movimiento tiene una causa. ¿Qué es una causa motriz? ¿Es una sustancia que imprime el movimiento a otra, después de haberle recibido ella misma? De esta manera un cuerpo comunica su movimiento a otro cuerpo, pero esta no es más que una causa segunda de movimiento, que supone otra, y ésta también otra, hasta que se conciba el movimiento como el atributo de una sustancia, que, no habiéndola recibido de ningún otro, se mueve por sí misma. La razón no puede, pues, explicarse el movimiento en el universo, sino mediante la idea de un primer principio motor. Platón llama a este principio alma, y la declara anterior a todo aquello que en el universo participa del movimiento sin moverse por sí mismo, en una palabra, a la materia. Así es como obliga desde luego al pensamiento a elevarse del espectáculo mudable del universo material, que hiere nuestros sentidos, a la idea de lo divino: «Cada uno de nosotros debe mirar esta alma como un ser de un rango superior y como una divinidad». Platón presenta todos los cuerpos de la naturaleza, así los más humildes como los más elevados, como animados por otras tantas almas; y así cada astro del cielo es un dios, y el universo está lleno de dioses; en lo cual parece conformarse con el politeísmo de su tiempo. Pero cuando en seguida dice que por encima de la naturaleza y por encima de los astros hay un alma soberanamente inteligente y benéfica, que preside a todos los movimientos de cualquier naturaleza que sean, que domina y encadena otra alma maléfica y desordenada, anuncia entonces su verdadero pensamiento. Se descubre éste claramente, cuando, en lugar de detenerse en probar que existen dioses, abandona al vulgo este politeísmo ya transformado, y trazando al verdadero filósofo el camino que debe de seguir, se eleva en un sublime arranque hasta la idea de un Dios. Dios es el nombre que da a este ordenador supremo, invisible, eterno, omnipotente, a este rey del universo, cuando llega a demostrar la necesidad de creer en la providencia divina.

¿Cómo, en efecto, negarse a admitir este gobierno superior del mundo, no sólo en las cosas más grandes, sino también en las más pequeñas, cuando se ha concebido y admitido la existencia de un ser infinitamente perfecto, omnipotente, soberanamente inteligente y benéfico? Sustraer a su influjo la menor parte del universo, sería poner limites a sus atributos infinitos, sería contradecirse. Porque implica contradicción, que un Dios infinitamente inteligente ignore algo, sea lo que quiera; y si lo sabe todo, que siendo perfectamente bueno, desprecie nada por flojedad o por pereza. Estos vicios son propios de la naturaleza imperfecta del hombre, pero no pueden entrar en la naturaleza divina. Penetrado de esta idea Platón, celebra en elocuentes palabras los beneficios de esta providencia, que se extiende a todos los seres animados e inanimados, y cuya acción, respecto al hombre en particular, no queda circunscrita a los límites de esta vida terrestre. ¿No es el espiritualismo más profundo, más puro y más elocuente el que ha inspirado estas páginas, que parecen tomadas de algún padre de la Iglesia, cuando se observa que no sólo las ideas sino hasta las mismas palabras respiran, por decirlo así, el dogma y el sentimiento cristiano? No hagamos a Dios la injuria de ponerle por bajo de los operarios mortales, y si éstos, la proporción que sobresalen en su arte, se aplican también más a concluir y a perfeccionar, sólo mediante los recursos del arte mismo, todas las partes de sus obras, sean grandes o pequeñas, no digamos que Dios, que es muy sabio, que quiere y puede tener cuidado de todo, desprecia las cosas pequeñas a que puede más fácilmente proveer como pudiera hacerlo un operario indolente o flojo, disgustado del trabajo, y que sólo presta su atención a las cosas grandes…

Convenzamos a este joven de que el que tiene cuidado de todas las cosas, las ha dispuesto para la conservación y el bien del conjunto; que cada parte sólo hace o experimenta lo que le conviene hacer o experimentar; que ha encomendado a seres que vigilen sin cesar en cada individuo hasta la menor de sus acciones o de sus afecciones, procurándoles la perfección hasta en los más pequeños pormenores. Tú mismo, miserable mortal, por mucha que sea tu pequeñez, entras para algo en el orden universal, y constantemente dependes de él. Pero no ves, que toda generación se verifica en vista del todo, para que alcance éste una vida dichosa; que el universo no existe para ti, sino que tú mismo existes para el universo. Todo médico, todo artista hábil dirige todas sus operaciones en vista de un todo; ejecuta la parte a causa del todo, y no el todo a causa de la parte; y si murmuras, es porque no sabes que tu bien propio se refiere a la vez a ti mismo y al todo según las leyes de la existencia universal…

Habiendo observado el rey del mundo, que todas nuestras operaciones nacen del alma, y que están mezcladas de virtud y de vicio; que el alma y el cuerpo, aun cuando no sean eternos, no deben sin embargo perecer nunca, porque si el cuerpo o el alma llegasen a perecer cesaría toda generación de los seres animados, y que el bien es útil por naturaleza en tanto que procede del alma, mientras que el mal es siempre funesto; el rey del mundo, repito, habiendo visto todo esto, imaginó en la distribución de cada parte el sistema que ha creído más fácil y mejor, para que el bien domine y el mal sea dominado en el universo. En relación con esta vista del todo formó la combinación general de los puestos y lugares, que cada ser debe tomar y ocupar conforme a sus cantidades distintivas; pero ha dejado a disposición de nuestra voluntad las causas de que dependen las cualidades de cada uno de nosotros; y cada hombre es ordinariamente tal como le place ser, según las inclinaciones a que se abandona y el carácter de su alma.

Y así, todos los seres animados están sujetos a diversos cambios, cuyo principio reside dentro de ellos mismos, y a consecuencia de estos cambios, cada cual se encuentra en el orden y en el punto marcados por el destino. Aquellos, cuya conducta sólo ha sufrido ligeras alteraciones, se alejan menos de la superficie de la región intermedia. Con respecto a aquellos cuya alma ha sufrido más cambio y se ha hecho más mala, se sumen en el abismo y en esas estancias subterráneas conocidas con el nombre de infierno y otros semejantes, y se ven sin cesar turbados por terrores y sueños funestos durante su vida y después de haberse separado de su cuerpo. Y cuando un alma ha hecho progresos señalados, sea en el mal, sea en el bien, con voluntad firme y hábitos constantes, si se ha unido infinitamente a la virtud, llegando a ser como ella, divina hasta un grado superior, entonces del lugar que ocupaba pasa a otra estancia completamente santa y más dichosa; pero si ha vivido entregada al vicio, va a habitar una estancia conforme a su estado. Tal es la justicia de los habitantes del Olimpo.

En vista de esto ¿se puede racionalmente pensar y sostener, que los dioses se dejan ganar con sacrificios y oraciones? Los dioses son la justicia misma. En nada son comparables a esos débiles guardadores, que se dejan corromper con donativos, ni inferiores a los hombres de mediana virtud, que no se doblegarían por súplicas, ni por presentes en favor de la injusticia. ¿Es esta la idea que la razón se forma de la divinidad? No; la razón la concibe inflexible e incorruptible en su equidad, precisamente porque es la providencia del mundo y porque en él hace que reine el bien en todas las cosas. Y así de todos los impíos, el que pone en duda, no la existencia, no la providencia, sino la justicia de los dioses, es, a los ojos del legislador, el más malo y el más impío. A. esta, triple demostración siguen las disposiciones penales. Las penas son la reprensión, la prisión y la muerte. Hay tres prisiones: un lugar de depósito, donde se detiene seguro al culpable; un lugar de reclusión y de corrección llamado sofronisterio; y un lugar de suplicio. Cada una de estas prisiones responde a un orden de culpables según la gravedad de la ofensa inferida a la religión y a los dioses. Los delitos son juzgados por magistrados designados al efecto, y las penas son proporcionadas al mal que causen al Estado. Las hay de tres clases:

1.º Al que no cree en los dioses, sin alarde de su error, y sin vicios por otra parte: la reprensión y el sofronisterio. Al ateo decidido, astuto, simulado, corruptor: la muerte.

2.º Al que no cree en la providencia de los dioses, o que intenta probar que los dioses son fáciles de ablandar: el sofronisterio durante cinco años. En caso de reincidencia, la muerte.

3.º Al que haga profesión de evocar los muertos, aplacar los dioses con encantamientos; prisión perpetua sin sepultura después de la muerte. Si tiene hijos, los magistrados serán sus tutores desde el día de la condena. Además, por una ley general, cuyo fin es prevenir los progresos de la impiedad, evitar la superstición y mantener en una palabra, el culto en su integridad, se prohíbe a todos los ciudadanos erigir templos ni altares particulares. No se deben hacer sacrificios ni oraciones sino en los templos públicos. Hay una penalidad expresa contra estos dos peligros de corrupción y de innovación en el culto. Al que erija un altar particular se le obliga a trasladarlo a los templos con pena de multa hasta la ejecución. Al que ha sacrificado en secreto, y aún en público, a divinidades, cualesquiera que ellas sean, usurpando las atribuciones de los ministros del culto, se le castiga con la muerte.

Este rigor de Platón prueba cuán lejana estaba la antigüedad del espíritu de tolerancia religiosa y de libertad de conciencia.

XI

Ahora vienen una porción de leyes, casi todas precedidas de un pequeño preámbulo, sobre los delitos cometidos con motivo de las relaciones ordinarias de ciudadano a ciudadano. Nos desentenderemos de los pormenores, limitándonos a mencionarlas por su orden con sus disposiciones esenciales.

Ley contra el que roba un tesoro particular: deferido al oráculo de Delfos, y castigado según su respuesta. —Contra el que roba en la vía pública: si es esclavo, azotado; si es libre, restituirá el décuplo.

Ley sobre el derecho de los dueños respecto a sus esclavos fugitivos o de sus libertos, que han faltado a sus obligaciones precisas.

Ley sobre las compras y ventas. Ordena la venta siempre pública y al contado y no reconoce el crédito. Fija todos los casos de rescisión legitima y prohíbe y castiga las falsificaciones y las alteraciones de todas clases.

Ley prohibiendo a todo hombre libre las profesiones de mercader y de artesano, abandonadas a los extranjeros, reglamentadas y vigiladas de cerca.

Ley sobre los testamentos. Los ciudadanos no tienen libertad de testar a su gusto, sino con la limitación de que sus disposiciones no alteren en nada la organización del Estado. El padre instituye heredero de la primitiva propiedad de la familia a uno de sus hijos varones a su elección. Si posee otros bienes, puede dejar porciones de ellos a sus demás hijos. Si sólo tuviese hijas, toma un yerno, y le instituye heredero a título de hijo. El legislador no quiere dejar a un ciudadano la posibilidad de modificar por disposiciones arbitrarias la distribución primitiva del territorio, que debe permanecer siempre del mismo modo de padre a hijo; y no se opone a la partición de los otros bienes, porque cuanto más se dividan, menos puede temerse la acumulación de riquezas excesivas en unas mismas manos. Siempre aparece el mismo pensamiento; ni pobreza, ni opulencia en el Estado.

Ley sobre los deberes de los tutores para con los pupilos huérfanos, por los cuales vela aun con solicitud después de la muerte el alma de sus padres a quienes no heriría impunemente la injusticia.

Ley sobre el respeto debido a los padres, a las madres, a los abuelos, estas estatuas vivas de los antepasados, cuyas maldiciones son escuchadas por los dioses que las oyen.

Ley sobre los maleficios, sobre las rapiñas, sobre el tratamiento que debe de darse a los dementes, sobre las injurias, sobre las burlas, sobre la crítica de buen o de mal género, con prohibición a todo poeta y a todo actor de ridiculizar a un ciudadano en la escena; sobre la mendicidad que no debe consentirse en un Estado, en que el reparto primitivo de las tierras y las demás disposiciones políticas han asegurado a todo ciudadano su parte de recursos propia y suficiente para vivir; sobre los daños causados a otro directa o indirectamente, y sobre la especie de reparación debida.

Ley sobre los testimonios en juicio. Todo habitante de la ciudad y del territorio, libre o esclavo, puede ser llamado a declarar y está obligado a presentarse ante el juez. Después de dos falsos testimonios justificados, no se le podrá obligar a declarar; después de tres, no será admitido.

Ley sobre la profesión de abogado, muy envilecida en tiempo de Platón, lo cual explica el desprecio y rigor con que los trata. Convicto un abogado de haberse impuesto a los jueces por codicia, será desterrado para siempre, si es extranjero; y si es un ciudadano, será castigado con la muerte. El abogado dos veces convicto de falsedad para embrollar la justicia, será condenado a muerte.

XII

Después de estas leyes sobre los delitos particulares, hay otras que preven y castigan ciertos delitos públicos. La usurpación del título de embajador o de heraldo, la infidelidad en el desempeño o en el modo de dar cuenta de su cometido, son hechos sujetos a la responsabilidad de una multa o a una pena. La distracción de los caudales del Estado es castigada con igual rigor, cualquiera que sea su suma, que los robos grandes o pequeños. El culpable, si es extranjero o esclavo, se le condena sólo a la restitución a costa de sus bienes o a una reparación a costa de su cuerpo; pero si es un ciudadano del Estado, se le castiga con pena de muerte. El servicio de la guerra, la obediencia pasiva de los soldados a su jefe, la disciplina militar, los castigos y las recompensas a los soldados y oficiales, las casos de deserción y de pérdida de las armas voluntaria o involuntaria son objeto de prescripciones especiales. En las Leyes como en la República, la condición de los guerreros guardadores del Estado es objeto de una escrupulosa atención.

La creación de censores, encargados de pedir cuentas a los magistrados de su administración, es un punto muy importante. Todos los que por cualquier título han recibido del Estado una misión en el interior o en el exterior, son responsables de todos los actos de su cometido, y esto delante del tribunal de los censores, ante el cual puede todo ciudadano llamarlos a juicio, para que, al espirar su cargo, reciban del público el elogio o la censura, y por consiguiente la recompensa o el castigo merecidos. Esta magistratura que tiene, en sus manos por decirlo así, el honor de todas las demás, que es como la salvaguardia de la virtud y de la equidad del Estado, no puede ser confiada sino a los hombres más virtuosos, ni dejar de ser muy vigilada por el legislador. Y así ha puesto gran cuidado en fijar las condiciones de la elección de los censores, su modo de ejercer la jurisdicción, las recompensas y los castigos que le son debidos al salir de su cargo, los honores que se les habrá de dispensar durante su vida y después de su muerte, si se les considera dignos de ellos, como resultado de un juicio solemne que recuerda el de los reyes de Egipto, y que dictará un tribunal compuesto de los guardadores de las leyes, de los censores que aún vivan y de los jueces mejores.

Con respecto a las relaciones de unos Estados con otros, a los viajes de los ciudadanos y a la admisión de los extranjeros en el Estado, es digno de notarse el espirita de desconfianza que ha inspirado al legislador, y las infinitas precauciones que ha tomado para entorpecer las excursiones de unos y otros, permitiéndolas raras veces. Nadie puede viajar por el extranjero antes de la edad de cuarenta años sin autorización expresa, ni por motivos particulares; y para salir de los límites del Estado es preciso estar encargado de alguna misión para el exterior. Pero lo más notable es el carácter de interés público que la ley ha dado a los viajes, al decretar la creación de observadores escogidos, que, cuando estén entre los cincuenta y sesenta años, irán a estudiar las costumbres y las leyes de los pueblos extraños, para dar a su vuelta razón de lo que hubieren observado delante del más importante de los tribunales, el de los magistrados inspectores de las leyes. Con esto se abre una puerta a las importaciones políticas; pero si las costumbres extranjeras penetran en el Estado, no será sino después de un examen lento y profundo de su carácter y bajo la inspección del legislador. Lo que teme más que nada son las innovaciones irreflexivas; y así le veremos volver a tratar de este objeto esencial de su solicitud al fin de su obra, donde estudiaremos con alguna detención la composición de este tribunal supremo de los inspectores de las leyes, que Platón deja tras de si como para que le represente. Pero antes de llegar a este punto, necesita dictar sus últimas leyes.

Aún le quedan algunos puntos de importancia que arreglar. Por lo pronto las contribuciones públicas, con cuyo motivo exige, que todo ciudadano entregue por escrito, independientemente del registro general de las propiedades primitivas, una nota exacta del producto de su cosecha anual. En seguida trata de la administración de justicia; fija la jurisdicción de cada tribunal, los deberes de los jueces, el modo de ejecutar las sentencias pronunciadas, con las penas impuestas a los que han intentado evadirlas. Por último, trata de las sepulturas y de los honores que deben hacerse a los muertos; exige que en los funerales particulares se haga sólo un gasto regular, y con este motivo señala el que corresponde a las cuatro clases de ciudadanos. La razón que da para probar la inutilidad de los cuidados excesivos para con los restos mortales del hombre, es verdaderamente filosófica. Dice, que siendo el alma distinta del cuerpo, y la muerte la separación de uno del otro, la persona del muerto no está allí donde está el cuerpo, sino que está donde está el alma. El cuerpo no es más que una apariencia, y por lo tanto ¿a que llenarle de honores que no recaen en un objeto real? Por esto el que no se preste en esta materia dócilmente a las miras del legislador, será castigado con una pena proporcionada al delito. Es la última ley penal.

Para la perfección de la obra, resta asegurar el mantenimiento de la legislación establecida e impedir que las leyes se tuerzan en un sentido contrario a su espíritu y a su fin, que es la virtud privada y pública de los ciudadanos. Tal es el objeto de la institución del consejo de los magistrados encargados de la inspección de las leyes, la más elevada, la más importante y la más difícil de las magistraturas, puesto que en ella descansa el buen orden del Estado. He aquí en qué términos se expresa el legislador acerca de la organización y de las funciones de este tribunal conservador: «Este consejo, compuesto de jóvenes y de ancianos, se reunirá necesariamente todos los días desde la salida hasta la puesta del sol en el horizonte. Se compondrá, en primer lugar, de los sacerdotes, que pasen por ser los más virtuosos del Estado; además de los diez guardadores de las leyes más antiguos; y, en fin, del que dirija en la actualidad la educación de la juventud y de los que le han precedido en este cargo. Ninguno de ellos irá solo al consejo, sino que irá acompañado por un joven de treinta a cuarenta años, escogido por él mismo. Cuando estén reunidos, sus discusiones versarán siempre sobre las leyes, sobre el gobierno del Estado y sobre las instituciones extranjeras, si conocen que hay entre ellas alguna que sea interesante. También conversarán sobre las ciencias que crean tener relación contales indagaciones; ciencias, cuyo estudio contribuirá a facilitarles el conocimiento de las leyes, y cuyo abandono haría ese mismo conocimiento más espinoso y más oscuro. Después que los ancianos hayan hecho la elección de estas ciencias, los jóvenes se consagrarán a ellas con todo el ardor de que sean capaces». ¿Cuáles serán estas ciencias destinadas a perfeccionar la educación superior de la flor de los ciudadanos, que deben convertirse un día, según la expresión de Platón, en la inteligencia del Estado?

Primero, la ciencia de la virtud, dividida en las cuatro partes que la componen: fortaleza, templanza, justicia y prudencia; después la ciencia de lo bueno y de lo bello, es decir la moral y la estética. A la par que éstas, el arte de dar razón de lo que se sabe y de comunicar su ciencia a los demás, que es el arte de hablar y de razonar. En seguida el conocimiento de lo que hace relación a los dioses y a la religión, que es la teodicea, uniendo a ella todo lo que sea propio para demostrar la existencia y providencia de los dioses y su acción sobre el universo; la astronomía y la física. En fin, la música, que abraza todas las artes reunidas, inspiradas por las Musas, y que, reglando el espíritu, le prepara para poner en las instituciones orden y armonía. Tantos y tan sublimes convencimientos sólo pueden ser privilegio de ese pequeño número de espíritus raros, que Platón llama en la República filósofos. A estos es, en efecto, a quienes se confía también en las Leyes la salvación de un Estado, que no puede sostenerse en su perfección relativa sino por medio de la sabiduría casi divina de los magistrados, nutridos con los fuertes y sanos alimentos de su filosofía. Platón lo dice expresamente: «El que no tenga bastante talento para unir estos conocimientos a las virtudes civiles, no será nunca digno de gobernar el Estado con el carácter de magistrado».

¿Cuáles son, para concluir, las relaciones y las diferencias notables entre las Leyes y la República? Reuniéndolas y cotejándolas es como se podrá graduar la importancia de las modificaciones, que la transición de la teoría del gobierno al gobierno positivo ha impuesto al libre pensamiento de Platón. Un principio común a las dos obras, principio políticamente falso y del cual se desprenden todos los errores de Platón, es el del poder absoluto del Estado sobre los ciudadanos. Es la negación de la libertad y de la iniciativa individual sin reserva alguna. Aceptado resueltamente en la República este principio con todas sus consecuencias, constituye al Estado en una especie de persona moral, que lo posee todo, la tierra, los habitantes, los bienes de toda clase; y que lo decide todo, el nacimiento, la educación y la condición social, civil y política de los ciudadanos. El Estado es todo, el individuo nada; no se pertenece uno a sí mismo; no se posee nada en propiedad, no dispone de nada, ni nace, ni crece, ni vive, sino mediante la voluntad del Estado y bajo el régimen uniforme establecido por él para las clases las más elevadas, el de la comunidad. No es posible que nunca los hombres puedan someterse a un gobierno de esta naturaleza, el más despótico que jamás ha existido. Platón lo comprendió así, puesto que escribió las Leyes. En éstas el mismo principio subsiste sin duda, pero no está aplicado con el mismo rigor. Seguramente el Estado es el señor, puesto que preside a la partición de las tierras, al matrimonio, al nacimiento, a la educación y al gobierno, gracias a una legislación que debe ser inmutable. Pero no es menos cierto, que el Estado ha perdido algo de aquella soberanía absoluta de la República, y que todo lo que el Estado ha perdido, el ciudadano, a consecuencia de esta mudanza conforme con la razón y con la humanidad, lo ha recobrado. Ésta es la diferencia general que abraza todas las diferencias particulares. No puede en verdad negarse, que en las Leyes el individuo se pertenece más a sí mismo, puesto que tiene una tierra, una casa, bienes propios; puesto que funda una familia, que se perpetúa de varón en varón; puesto que, en fin, participa por el derecho de elección en el gobierno. También hay aún clases en el Estado, pero también la nueva barrera del censo, que es la base de la distinción, ¡cuánto más móvil es que las de las actitudes naturales establecida en la República! La condición de las mujeres ¿no aparece sensiblemente mejorada por la constitución de la familia? Éstas son las mudanzas que a pesar del visible esfuerzo de Platón por conservar en todo lo posible su primera concepción, no modifican menos profundamente el carácter absoluto de la misma. En realidad, a la idea fundamental del despotismo del Estado se ha sustituido una idea completamente liberal, la más fecunda ciertamente de la obra, puesto que ha pasado de las Leyes a la política moderna. Es la excelencia de los gobiernos mixtos, es decir, templados. El arte de asociar con habilidad formas políticas opuestas, de constituir sólidamente el Estado sin aniquilar al individuo, conciliando el principio de autoridad con el principio de libertad en el gobierno, de mantener en equilibrio poderes que se limitan entre sí y se completan el uno por el otro, a fin de prevenirlos excesos inevitables de los gobiernos simples, es la idea más original, y puede añadirse, la lección más instructiva y aun en nuestros días más oportuna que resulta de las Leyes.

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