Argumento del Lisis[1]
por Patricio de Azcárate

El objeto de este diálogo es la Amistad, título lleno de esperanzas, que Platón no satisface completamente, puesto que con intención deja cubierto con un velo lo que piensa de la amistad. Pero por lo menos combate una a una con mucha fuerza todas las falsas teorías sostenidas antes de él, y al mismo tiempo deja adivinar al final su pensamiento, después de una discusión muy rápida y muy interesante, cuya severidad se halla templada por la gracia.

Sócrates refiere, que, yendo de la Academia al Liceo, encontró cerca de una palestra, nuevamente construida a las puertas de la ciudad, un numeroso grupo de jóvenes atenienses, y entre ellos a Hipótales, amigo del hermoso Lisis, y a Ctesipo, primo y amigo de Menéxeno. Fue invitado a permanecer con ellos, y, después de dejarse rogar, entra al fin en la palestra que animaban con sus juegos enjambres de jóvenes adornados con preciosos trajes y coronados de flores para celebrar la fiesta de Hermes. Toda esta juventud le rodea y él se hace bien pronto escuchar empeñando una conversación con Lisis, joven de encantador semblante y de espíritu felizmente dotado, y a quien Hipótales constantemente persigue, como todos los amantes, con sus inagotables adulaciones en prosa y verso. Para enseñarle de qué manera conviene conversar con el que se ama, Sócrates, con su arte profundo de atraer los espíritus, hace que salgan de la boca de su joven interlocutor verdades morales, que son otros tantos cargos abrumadores para el pretendido amigo, que sofoca indebidamente esta naturaleza admirable, en lugar de desarrollarla. La lección indirecta que resulta de este preámbulo, que tiene todo él un perfume de juventud y de frescura, es que la verdadera belleza, la belleza digna de que se la busque y de que se la ame, no es la del cuerpo, sino esa belleza del alma, cuyo culto ennoblece a la vez al amante y al amado.

Sócrates se dirige en seguida a Menéxeno, el compañero favorito de Lisis, y le suplica, puesto que tiene la fortuna de experimentar y hacer que otro experimente el sentimiento de la amistad, que le explique lo que es un amigo. Aquí comienza la discusión.

¿Es el amigo el que ama o el que es amado? El lenguaje popular, expresión del sentido común, que no es escrupuloso en materia de exactitud, da el nombre de amigo lo mismo al que lo experimenta, que al que motiva en otro el sentimiento de la amistad. La filosofía quiere más precisión, va al fondo de las cosas; bajo el doble sentido del nombre popular de amigo descubre dos definiciones distintas, que se rechazan entre sí, porque carecen ambas del carácter simple y universal de toda buena definición. Helas aquí. —El amigo es aquel que ama. —El amigo es aquel que es amado. —Se ve por el pronto que se excluyen. Además, cada una de ellas, tomada separadamente, es incompleta y no resiste al examen.

En efecto, decir absolutamente que el amigo es aquel que ama, es lo mismo que decir, que basta amar a alguno para ser su amigo. Sin embargo, el hombre que ama a otro puede no ser correspondido; más aún, puede ser odioso al que ama, cosa que se ve comúnmente en la vida. No cabe amistad entre dos hombres, cuyas inclinaciones y afectos no son recíprocos, porque por ambos lados, sin esta reciprocidad, falta algo a la amistad. Si allí donde la amistad no existe no hay amigo, se sigue que amigo no es el que ama. La segunda definición: que el amigo es aquel que es amado, está expuesta necesariamente a las mismas objeciones. El hecho de ser amado, si no se ama, no constituye amistad. Platón se apoya en diversos ejemplos que conducen a una conclusión negativa. Ya tenemos descartadas dos teorías. Las que combate en seguida, están apoyadas en la autoridad de algún filósofo ilustre.

De acuerdo con el verso del poeta: «Dios quiere que lo semejante encuentre y ame su semejante», Empédocles ha sostenido que la amistad descansa toda en la semejanza. Dos objeciones se hacen a esta teoría. Por el pronto, de hecho, no es siempre cierto que lo semejante sea amigo de lo semejante, puesto que no hay amistad posible del hombre malo con el malo. En segundo lugar, si la amistad existe entre dos hombre de bien, ¿es la semejanza la que los hace amigos? No, porque un amigo debe ser útil a su amigo. Y un hombre de bien no puede ser útil a otro hombre de bien, por lo mismo que le es absolutamente semejante, puesto que nada puede pedirle que no pueda sacar de sí mismo, como del hombre que le es en todo semejante. Y si se basta a sí mismo, es independiente de cualquier otro, vive en todo en sí y para sí, y es él su propio amigo y no el amigo de otro. Y así la semejanza no solo no engendra, sino que impide la amistad.

De aquí parece resultar que Heráclito estaba en lo verdadero, cuando pretendía que lo contrario es el amigo de lo contrario. ¡Cuántos ejemplos presenta la naturaleza entera! Lo seco es amigo de lo húmedo, lo amargo de lo dulce, el enfermo del médico, el pobre del rico. ¡Cuán útil también es el uno al otro, y cómo el uno por naturaleza y por interés debe ligarse al otro! Sin duda; pero en el terreno de los ejemplos los hay aún más decisivos, que no permiten sentar sobre ellos una definición absoluta. ¿Qué cosas más contrarias, en efecto, que el odio y la amistad, lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo? Y sin embargo, ¿qué cosas menos amigas, o más bien, qué cosas más enemigas? Ahora, al parecer, se ve que Heráclito está más lejos de la verdad que Empédocles. Platón ha tenido la complacencia de refutar al uno con el otro, y es preciso admitir con él estas dos conclusiones negativas, que ni la semejanza, ni la contradicción, constituyen la amistad.

Como si la impugnación de estas cuatro teorías hubiese agotado la discusión regular, Sócrates finge a la ventura, y como conjeturando, que lo que no es bueno, ni malo, es quizá el amigo de lo bueno, y que siendo lo bueno al mismo tiempo lo bello, el que ama lo bueno y lo bello no puede ser, ni lo uno, ni lo otro. Prosigue su idea a tientas en cierta manera; le parece que todos los seres deben tener uno de estos tres caracteres: ser buenos, o ser malos, o no ser, ni buenos, ni malos. Pero si se reflexiona que lo que es bueno no puede ser amigo de lo bueno, su semejante, ni el amigo de lo malo, su contrario, y que lo malo por su naturaleza no puede jamás excitar la amistad; lo que no es, ni bueno, ni malo, es lo único sobre lo que puede recaer la cuestión, y si ama alguna cosa, no puede menos de amar lo bueno. Justificada de esta manera la conjetura, se presenta bajo la forma de una definición nueva, a saber: que la amistad consiste en el afecto de lo que no es ni bueno, ni malo, por lo que es bueno. De esta manera nuestro cuerpo, colocado entre la salud, que es un bien, y la enfermedad, que es un mal, no es por sí mismo ni malo, ni bueno, y se ve precisado a amar lo que le es bueno, la medicina, por ejemplo. Pero si lo ama, no es tanto en sí mismo como a causa de lo que es para él malo, por ejemplo, la enfermedad. En el fondo de todo esto hay una idea muy verdadera, porque estos términos: ni bueno, ni malo, no deben tomarse aquí absolutamente, a la letra, so pena de no designar más que un ser imposible de determinar, sin carácter ninguno, como sería un hombre sin vicio y sin virtud. Sócrates quiere hablar de un ser que, no siendo absolutamente bueno, tiene necesidad de otro mejor que él para conservarse o agrandarse, y de un ser que al no ser absolutamente malo, pueda aún aspirar al bien. Bien entendido esto, se sigue, generalizando, que lo que no es ni bueno ni malo, ama lo que es bueno a causa de lo que es malo; conclusión que parece fundada en la observación y en el razonamiento.

Sócrates, sin embargo, no se detiene aquí. De repente vuelve en sí, como quien sale de un sueño, y reconoce que ser amigo de lo bueno es amar lo que es útil, es decir, lo que es amigo, esto es, su semejante, lo que parecía antes imposible. Además, amar lo que es bueno constituye un solo caso de amistad absoluta, y en todos los demás casos un principio de amistad solamente. En efecto, un bien no es amado nunca sino en vista de otro bien, la medicina en vista de la salud, la salud en vista de otro bien aún, y siempre lo mismo hasta el infinito, a menos que después de haberse elevado por grados de un bien a otro que le sea superior, la amistad encuentre un bien que ella ame por sí mismo, del que todos los demás bienes no son más que una manifestación, un solo bien digno de ser amado, principio y fin de la amistad.

He aquí una nueva idea, idea grande y verdadera: que existe un ser supremo que no es amado en vista de ningún otro bien, un bien que es nuestro verdadero amigo, puesto que a él es adonde va a parar en definitiva toda amistad. Más para quitar toda duda, Sócrates tiene necesidad de volver a la suposición precedente, de que el bien es amado en previsión del bien y a causa del mal. Porque si el mal engendra nuestra amistad por el bien, el bien no tiene existencia sino en relación con el mal, del cual es remedio. Supongamos por un momento que el mal llega a desaparecer; el bien entonces no tiene ya razón de ser, se hace inútil, desaparece y arrastra consigo la amistad. Para salvar el uno y el otro, es preciso admitir que el bien no es amado a causa del mal, sino en sí y por sí. Entonces la ausencia del mal no lleva consigo la del bien, y la amistad es siempre posible, con tal, sin embargo, de que con el mal no desaparezcan todo apetito y todo deseo; porque la amistad sin ellos no se comprendería ya.

El deseo, considerado como origen de la amistad, es el que va a conducir a Sócrates a su última conclusión. ¿Qué desea aquel que desea? Evidentemente aquello de que tiene necesidad. ¿Y de qué tiene necesidad? Evidentemente también de lo que está privado, es decir, de lo que le conviene. Aquí, sin que Sócrates lo establezca directamente, está la clave del problema de la amistad. Un ser encuentra en la naturaleza de otro ser alguna cosa que le conviene, el carácter, las costumbres o la persona misma, y por su parte encuentra en su propia naturaleza alguna cosa que conviene al otro. El deseo arrastra el uno hacia el otro, una atracción mutua los aproxima, y de esta manera nacen el amor y la amistad que los ligan. Si se trata de averiguar por qué Sócrates no se detiene en esta solución, que representa ciertamente el verdadero pensamiento de Platón, porque en vez de asentarla sobre razones incontestables, apenas la indica y vuelve rápidamente a las objeciones, se conocerá, a mi entender, que si pasa y no se detiene es porque entra en su plan científico. No quiere traspasar su objeto, que es el combatir las falsas teorías y no establecer la verdadera, y de este modo se mantiene fiel a la forma y a las proporciones de un diálogo pura y simplemente refutatorio. Le basta mantener los espíritus en guardia contra la confusión de lo conveniente y de lo semejante, preguntándose si son idénticos y si no hay aquí una mala inteligencia de palabras; y después, sin concluir explícitamente sobre este punto, abandona al lector a sus reflexiones, dejando a su cargo juzgar si la discusión gira en un círculo vicioso, o si está a punto de llegar a su final solución.

Sin embargo, de este diálogo deben sacarse conclusiones importantes. La primera, que es general, es que todas las definiciones propuestas del amigo y de la amistad pecan igualmente por falta de extensión. Platón las ha rechazado, no como absolutamente falsas, sino más bien como incompletas. Ha probado sucesivamente que el amigo no puede ser, ni simplemente aquel que ama, ni simplemente aquel que es amado, ni lo semejante en sí, ni lo contrario en sí, ni el bien relativo, ni el bien absoluto, fuera del deseo, ni lo conveniente solo. Pero éstos no son más que términos aislados, violentamente arrancados de su relación natural por teorías exclusivas, en las que retiene cada una en cierta manera una mitad de la amistad, una mitad de la verdad, sin que ninguna por consiguiente abrace toda la amistad, ni toda la verdad, Platón no tiene necesidad de decir que es preciso restablecer estos términos en su afinidad mutua para encontrar la justa relación, y que basta hundir todas estas falsas teorías para establecer la verdadera, porque esta idea resalta de la discusión misma. Ésta solo ha puesto en evidencia el exceso de las pretensiones y el defecto de las proporciones; al lector corresponde establecer el equilibrio.

El Lisis es uno de los diálogos en que Platón hace conocer mejor el juego de su dialéctica, método complicado que solo avanza paulatinamente hacia la verdad, destruyendo a derecha e izquierda mil errores. No hay que echarle en cara que solo camina causando ruinas, porque estas ruinas son las de los sistemas falsos, como, por ejemplo, las teorías de Empédocles y Heráclito sobre la amistad. Este método lento e indirecto es el de los espíritus descontentadizos, que tienen necesidad de ver claro en todas las cosas, y de no aceptar nada sin examen bajo la fe de otro. Descartes, después de Platón, hará otro tanto; su duda metódica será el hermano segundón de la dialéctica. Los procedimientos numerosos y diversos de este método tienen casi todos su papel en la discusión precedente, como son: la definición, que presenta bajo una forma general y concisa el elemento característico de cada teoría; la división, que distingue y aísla una teoría de otra; el ejemplo, que, en apoyo de cada afirmación importante, ofrece la prueba sensible y popular de una aplicación tomada de los fenómenos y de los seres de la naturaleza; la hipótesis, que presenta al estado de conjetura las teorías probables que, para ser entendidas, tienen necesidad del socorro de la demostración; en fin, la inducción y la deducción, que conduciendo el espíritu perpetuamente de las ideas particulares a los principios, y de los principios a las aplicaciones, aclaran con una doble luz las opiniones cuestionables. Estos procedimientos, que en este resumen no han podido ser indicados sino ligeramente, se presentan en la lectura del Lisis en todo su desarrollo, y dan una idea de la abundancia y de la fuerza de los medios que Platón, después de Sócrates, ha puesto a disposición de la filosofía.

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