Capítulo 29
Barry se abrió paso hacia la cola de las bebidas.
—Siento el follón —declaró—. ¿Qué te apetece beber?
—Cerveza, por favor.
—Si es que conseguimos llegar a la cabeza de la cola —dijo, observando a dos hombres que estaban discutiendo acaloradamente y que impedían avanzar a los que esperaban detrás.
—Nada de eso, Sammy. Me toca pagar a mí.
—Estás mal de la cabeza. Has pagado las últimas, eso has hecho.
—No lo hice.
—Sí, grandísimo estúpido.
—¿Quieres que salgamos fuera de esta tienda y me repites lo de estúpido?
—Ah, por Dios santo, tu madre debió de llevar botas de sargento.
O’Reilly apareció en mangas de camisa y se fue directo a la cabeza de la fila. Agarrando a cada uno de los contendientes por el hombro, bramó:
—Vosotros, estúpidos chiflados, dejad de discutir. Si queréis pelea, maldita sea, largaos de mi jardín, o de lo contrario que uno de los dos pague y a callar. —Su voz se alzó por lo menos diez decibelios—. Y después quitaos de en medio antes de que toda esta gente se muera de sed.
—Ése es el doctor O’Reilly —le señaló Barry a Patricia.
—¿Es tan ogro como parece?
Barry sacudió la cabeza mientras el médico pedía.
—Para mí una pinta, y Barry, ¿qué tomará tu amiga?
—No es tu turno. —El hombre a quien le tocaba se quejó.
O’Reilly no se molestó en contestarle. Le echó tal mirada que Barry pensó que hubiera hecho justicia al mítico basilisco, que convertía en piedra a todo aquel a quien miraba. El que protestaba enrojeció y enmudeció.
—Lo siento, señor. No le he reconocido.
—El rango —rugió O’Reilly— tiene sus privilegios. Willy, dos pintas, ¿y qué va a ser para tu amiga?
—Una cerveza —gritó Barry.
—Cerveza —coreó O’Reilly—. No, estúpido. Una pinta, y no uno de esos vasos ridículos. —Juntó las tres pintas entre sus manos y se encaminó hasta donde estaban Barry y Patricia—. Aquí tenéis. —Les entregó los vasos.
—Fingal, ésta es Patricia Spence.
O’Reilly la sonrió y le tendió la mano.
—Es demasiado buena para alguien como tú, Laverty. ¿Qué tal está, señorita Spence?
Ella estrechó su mano.
—Muy bien, gracias.
—Estupendo. ¿Y qué le parece la fiesta? —preguntó O’Reilly, abarcando con su mano libre un gran círculo.
—Muy agradable —contestó.
—Le contaré algo —continuó el médico, bebiéndose la mitad de la pinta de un trago—. Las fiestas son como esos cohetes que los americanos y los rusos lanzan al espacio. Una vez que abandonan la rampa de lanzamiento, o bien levantan el vuelo en pocos instantes, se ponen a vibrar y finalmente explotan, o con un aumento constante de su velocidad desaparecen en la ionosfera, alejándose en el espacio, directos hacia las estrellas.
—Creo que eso se llama velocidad de escape —apuntó Barry.
—Lo es —aseguró Patricia—. Un cohete tiene que alcanzar una velocidad crítica para poder superar la fuerza de atracción de la tierra.
—Patricia es ingeniero —explicó Barry.
—¿Es eso cierto? —inquirió O’Reilly—. Me alegro por ti. ¿Velocidad de escape? Bien, la última vez que vi a Seamus Galvin estaba definitivamente volando; sin embargo, el pobre señor Coffin había sucumbido a la gravedad terrestre. Se ha quedado dormido en el huerto.
—Creía que era un pionero —replicó Barry.
—Lo es, pero tengo el presentimiento de que el agente Mulligan ha aderezado un poco el té de Coffin.
—«¿Fueron los hombres de Crossmaglen quienes pusieron whiskey en mi té?» —enunció Barry, evocando una canción del Ulster.
—Más bien vodka —razonó el médico—. Es menos probable que lo distinguiera. En cualquier caso parece haberle animado bastante, y el resto de esta nutrida concurrencia da la impresión de estar pasándolo en grande. No hay más que verlos.
Barry observó la escena.
Seamus Galvin se mecía al compás de la música. Él y otros dos miembros de la Compañía Escocesa de Ballybucklebo estaban tocando para un grupo de parejas que bailaba. No había un solo hombre entre ellos que llevara chaqueta o corbata. El violinista y su banda estaban cerca de la casa acompañando con sus instrumentos a media docena de hombres que, con los brazos por encima de los hombros unos de otros, trataban de entonar lo que Barry reconoció vagamente como uno de los últimos versos de El empedrado camino a Dublín.
Doreen estaba cerca, aporreando con la cuchara la bandeja de latón de Hughey. Barry la oyó gritar: «¿Quieres otra pinta?», a lo que Hughey respondió: «¿Qué demonios estás haciendo, mujer? Quiero otra pinta».
Sonny y Maggie habían vuelto a las tumbonas bajo el manzano.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó O’Reilly, asintiendo hacia ellos—. Esa pareja parece Adán y Eva en el Paraíso.
—Lo único que falta es la serpiente —apostilló Barry.
—No he invitado al concejal Bishop y él es la única serpiente que san Patricio no expulsó de nuestro pequeño país —subrayó O’Reilly, mirando melancólico su vaso vacío—. Ahora, Barry —comentó—, antes de que el honorable Seamus esté ebrio más allá de la consciencia, creo que es el momento de que acabemos con todas las formalidades.
—¿Qué formalidades?
—Es la fiesta de despedida de los Galvin a América. Alguien debería decir unas palabras.
—Bien —asintió Barry, mirando la lona que cubría el bulto del fondo del jardín y recordando que Willy había dicho que era un regalo sorpresa para O’Reilly—. ¿Qué quiere que haga?
—Ve a buscar a ese amigo tuyo, Mills. Coged entre los dos una de las mesas pequeñas de la carpa y llevadla al fondo del jardín. —Echó un vistazo al vaso de Barry—. Y déjame eso. Vas a estar muy ocupado para poder bebértelo.
—Está bien —asintió, pasándole su bebida y buscando a Jack Mills a su alrededor.
—Ahora, señorita Spence…
—Llámeme Patricia.
—Patricia…, ven conmigo —indicó O’Reilly—. Quiero que conozcas a Arthur Guinness. Luego te buscaré una silla.
Barry encontró a Jack, quien se disculpó profusamente por haberle perdido la anterior cerveza. Por el color de las mejillas de su amigo se hizo una idea bastante exacta de dónde había ido a parar la pinta. Le explicó a Jack lo que tenían que hacer, lo apartó de la rubia e hizo cuanto pudo para ejecutar las instrucciones de O’Reilly.
Colocaron una de las mesas pequeñas al fondo del jardín para montar un improvisado estrado delante de la fila de sillas. O’Reilly apareció del brazo de Kinky, sin hacer caso de sus protestas. «Aquí está, Kinky Kincaid —declaró—, y aquí se quedará». La rubia de Jack y Patricia tenían tumbonas de honor junto a Maureen, que estaba sentada en una silla, y Barry Fingal Galvin en su cochecito. Jeannie Kennedy y los futuros contrayentes, Susana MacAfee y Colin Brown, encontraron sitio en el césped.
—¿Le importaría a la coral masculina de Ballybucklebo unirse a nosotros? —rugió O’Reilly. El violín y las flautas cesaron, y los cantantes se aproximaron por el césped—. Ve hasta donde está Seamus y tráelo, ¿no te importa, Barry?
Barry rodeó a los infatigables bailarines.
—Seamus. —Le tiró de la manga—. Seamus.
Seamus dejó la gaita y alzó inquisitivamente una ceja.
—El doctor O’Reilly quiere que todo el mundo se reúna allí.
—De acuerdo, señor. —Se rió—. Me ocuparé de ello.
Con el rabillo del ojo Barry divisó la sombra de Lady Macbeth colándose en la carpa vacía; entonces se encaminó hacia donde estaba la congregación, fila tras fila, aguardando expectante lo que venía a continuación. Ahora que el sonido de las gaitas había cesado, todo lo que podía oírse era un suave murmullo de conversación, el golpeteo de una cuchara en una bandeja de latón y la voz de una mujer gritando: «El doctor va a decir unas palabras», que fue seguida por la contundente contestación: «Me importa un rábano lo que ese viejo pedorro vaya a decir, yo quiero otra pinta».
Barry se abrió paso entre la gente y se colocó detrás de la silla de Patricia. Apoyó una mano en su hombro y ella se volvió para sonreírle.
—Toma —dijo Jack desde detrás de la silla de la rubia—. Mira lo que he encontrado. —Y le pasó una pinta.
—Gracias, compañero. —Cogió el vaso y observó mientras O’Reilly alzaba su voluminosa figura sobre la mesa. Estiró los brazos a los lados con las manos levantadas y los dedos separados.
—Damas y caballeros —empezó—. Damas y caballeros, estamos aquí hoy para despedir a tres de los más ilustres ciudadanos de Ballybucklebo. Seamus, Maureen y el pequeño Barry Fingal nos dejan para comenzar una nueva vida en el Nuevo Mundo.
—¿Seamus va a trabajar? —preguntó una voz desde las profundidades.
—Lo haré, así lo haré —gritó el aludido en respuesta.
—¡Madre de Dios! —replicó la voz—, los milagros todavía existen.
—Bueno —continuó O’Reilly—, todos sabéis que soy hombre de pocas palabras…
—Claro, y el Papa es presbiteriano —clamó un hombre.
—Cuidado, Colin McCartney —amenazó O’Reilly—. Te estoy vigilando.
—¿Cuántos Colin ve, señor doctor? —preguntó otro.
Barry se rió alto y fuerte junto al resto de la multitud, echando un vistazo a la nariz de O’Reilly, más rojiza que nunca. El hombretón se estaba tomando el pitorreo con buen humor.
Cuando el bullicio se calmó el médico prosiguió:
—Está bien, juego limpio. Pero lo único que quiero decir hoy es que todo aquel que tenga un vaso que levantar brinde conmigo y desee a los Galvin un buen viaje y una maravillosa nueva vida. —Alzó su vaso—. Por los Galvin.
—Por los Galvin —coreó la muchedumbre.
—Que Dios los bendiga y a todos los que se embarquen con ellos —rugió Fergus O’Maley, tras lo cual se sentó con un ruido sordo.
—¡Jesús! —exclamó O’Reilly—. En todas las fiestas siempre hay alguien que quiere ser el centro de atención. Si esto fuera un velatorio, Fergus no estaría contento salvo que él fuera el muerto.
—¿Muerto? ¿Dónde? —preguntó un desconcertado señor Coffin recién despertado de su modorra.
—No pasa nada —lo tranquilizó el agente Mulligan, agarrando del brazo al sepulturero—. Quédate sentado en la hierba como un caballero.
—Vamos, Seamus. ¡Discurso! —gritó Donal Donelly.
—¡Discurso! ¡Discurso!
O’Reilly llamó a Seamus.
—Aquí arriba, chico. Concédenos unas palabras sabias. —Y se bajó de la mesa.
—Muy bien. —Tuvieron que ayudarle a subir. Se tambaleó, y Barry recordó de pronto la tarde en el Pato Mugriento después del nacimiento del pequeño Galvin.
—Lo he dicho antes… y lo volveré a repetir. La mejor pareja de médicos de toda Irlanda. El mejor pueblo de Irlanda. El mejor país del mundo. —Se le quebró la voz.
—Uff —apostilló O’Reilly, que se había colocado cerca de Barry—. Lo próximo que va a decir es…
—No quiero ir a América —confesó Seamus con una lágrima resbalándole del ojo—. No quiero irme en absoluto, dejar a todos mis amigos…
—Te lo dije —comentó O’Reilly.
—Nos vamos. Dentro de dos semanas —anunció Maureen—. El doctor O’Reilly tiene el dinero guardado y los billetes ya están reservados. En todo caso yo y el pequeño Barry Fingal nos vamos.
—Y yo iré contigo, amor —aseguró Seamus, lanzándole torpemente un beso.
—Ahora tienes que hacer una cosa, Seamus Galvin —le recordó Maureen, entregando un paquete a su marido.
—Bien. Casi me olvido. —Seamus alzó el paquete por encima de su cabeza—. Esto es para el doctor Laverty. —La multitud aplaudió—. ¿Sabéis, compañeros?, hemos tenido mucha suerte de que viniera a trabajar con el doctor O’Reilly.
—¡Escuchad, escuchad! —gritó Cissie Sloan.
El joven médico sintió que iba a estallar de gozo.
—Ve a por tu regalo —susurró Patricia.
Barry, vaso en mano, se acercó a la mesa.
—Aquí tiene, doctor. —Seamus se agachó y le tendió el regalo—. Ábralo.
Barry quitó el envoltorio. Dentro había una pulida caja de aluminio. Cuando abrió la tapa descubrió que estaba llena de preciosas moscas artificiales. Sabía que debía decir algo, pero notaba un nudo en la garganta. Asintió y se dio la vuelta. Puede que resultara poco agradecido, sin embargo no se veía capaz de hablar.
Respiró hondo antes de enfrentarse a la multitud.
—Gracias, Seamus y Maureen. Gracias a todos. —Trató de encontrar algo más apropiado que decir, pero sus pensamientos fueron interrumpidos por un agudo e intenso ladrido y un grito estridente, como si hubiera una convención de espíritus malignos en el jardín de O’Reilly.
Lady Macbeth pasó como una exhalación y subió por el tronco del castaño cual nube blanca. Pisándole los talones, Arthur Guinness, a galope tendido, chocó contra las piernas de Barry, haciendo que se cayera y se derramara la bebida encima. El joven sintió la humedad de la cerveza empapándole las perneras. No sería Ballybucklebo, pensó, si ese maldito perro no hubiese echado a perder sus pantalones. O’Reilly le tiró de un brazo.
—Levántate, hijo. —Barry consiguió ponerse de pie—. ¿Sabes? —comentó O’Reilly—, siempre pensé que un día acabaría pasándose de lista. Esa estúpida gata trató de arañarle el hocico e imagino que las cervezas Smithwicks le han dado un poco de coraje holandés.
Aparentemente indiferente al jolgorio de alrededor, Seamus continuó:
—Y otra cosa más. Esto de aquí es una muestra de nuestra eterna gratitud al doctor O’Reilly. —Saltó de la mesa y se acercó al objeto oculto tras la lona—. Me gustaría que fuera él quien lo descubriera.
—Vamos, Fingal —lo animó Barry—. Su turno.
Mientras O’Reilly cruzaba el césped, Barry regresó al lado de Patricia. Ella se echó a reír cuando vio sus pantalones empapados.
—Creo que eso es lo que encuentro más interesante de ti, Barry.
—¿El qué?
—Tus pantalones. Sólo te he visto una vez con unos limpios.
Barry, sintiéndose tan seguro de sí mismo como el cazador de gatos Arthur Guinness, y por la misma razón, se rió. Miró a Patricia a los ojos y añadió:
—Y que sepas que soy yo quien lleva los pantalones.
—Eso ya lo veremos —le retó ella sin dejar de sonreír. Se levantó y le besó—. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas salir esta noche? Yo haré la cena.
Él contempló su sonrisa y advirtió una promesa.
—Contra viento y marea —sentenció—. Y llevaré unos pantalones limpios.
—¿Podemos ir nosotros también? —preguntó Jack Mills.
—Ni lo sueñes —espetó Barry, riéndose. Distinguió a Arthur Guinness vigilando las ramas del castaño y vio a Kinky tratando de alejar al perro mientras llamaba a la gata: «Vamos, baja, mimosa».
Oyó a Seamus decir:
—Es como una de esas inauguraciones que hace la Reina. Tiene que tirar de esta cuerda.
—¿De ésta? —preguntó O’Reilly, sujetando un trozo de cáñamo deshilachado.
—Esa misma —asintió Seamus—. Ahora a la de tres, doctor. Uno…
—Dos —rugió Barry al unísono con los demás—. Tres.
O’Reilly tiró. La lona se deslizó al suelo, revelando en todo su llamativo esplendor —noventa centímetros de alto por noventa de largo, cabeza verde, pico amarillo brillante al sol de la tarde y una silla de montar pintada de marrón sobre un lomo beis— un imponente pato balancín.
—¡Santa madre de Dios! —exclamó O’Reilly mientras los jadeos de asombro crecían a su alrededor—. Es un hermoso objeto, Seamus.
—¿Por qué no lo prueba? —sugirió Seamus, agarrando a O’Reilly del brazo—. Siéntese aquí. —O’Reilly se montó a horcajadas en el pato balancín—. Cabalgue, vaquero.
O’Reilly se dejó caer en la silla de montar y vaciló.
—Creo que soy demasiado pesado para él. —Desmontó, cruzó el césped y, cogiendo en brazos a Jeannie, la puso en la silla. La chiquilla comenzó a mecerse hacia delante y hacia atrás riendo, provocando que se formara una cola de niños que se disputaban el turno en medio de un gran alboroto.
—¿Lo ve? —declaró un radiante Seamus—, le dije que atraerían a los niños.
—Debes de tener razón —reconoció un pensativo O’Reilly.
—Quienquiera que los haya comprado va a hacer una fortuna —añadió Seamus.
Barry no tuvo problemas en adivinar por qué la nariz de O’Reilly estaba ligeramente pálida. Se preguntó si sería el momento oportuno, por lo que, dejando a Patricia, se acercó al médico.
—¿Fingal?
—¿Qué?
—Imagino que no…
—¿Podrías tener la noche libre? —O’Reilly miró fijamente a Patricia.
—Eso es.
—Invítame a una pinta y diré que sí.
—Eso está hecho. —Barry se dirigió hacia la carpa antes de que la cola se hiciera demasiado larga. Sintió la mano de O’Reilly sobre su brazo y se dio la vuelta.
—Y cógete libre mañana también. Puedo arreglármelas sin ti, aunque me gustaría que te quedaras aquí una buena temporada… como mi ayudante… y, el año que viene, como mi socio.
Barry ladeó la cabeza y miró en los ojos castaños del hombretón.
—Tendría que pensarlo, Fingal —contestó—. Me gustaría. ¿Sabe?, tal vez lo haga.
—Piénsalo —repuso O’Reilly—, pero, por el amor de Dios, sé un buen chico y tráeme una pinta… y una Smithwicks para Arthur.
—Volveré en un instante —avisó Barry a Patricia. Y se dio la vuelta para dirigirse a la barra.
Esperó su turno en la cola consciente de que, a pesar de que empezaba a ser aceptado por la mayoría de los lugareños, todavía no había conseguido la imponente presencia de O’Reilly ni ganado el derecho a ponerse a la cabeza de la fila. No importa, pensó, el que sabe aguantar y esperar obtiene al final su recompensa.
Echó un vistazo hacia el lugar donde Patricia charlaba animadamente con O’Reilly. La luz del sol caía sobre su cabello y sus ojos estaban brillantes. Debió de notar que la estaba observando, porque le saludó y sonrió. Él le devolvió el saludo. Muy bien, se dijo, cogería las bebidas para O’Reilly y su perro chiflado, y luego pondría una excusa y se marcharía. Con Patricia.
—¿Ejem?
Barry se volvió.
Donal Donelly estaba detrás.
—Ejem, doctor, imagino que debe de estar pensando en algo importante…, pero la cola se ha movido.
—¿Qué?
—Creo que podemos acercarnos un poco más a la barra.
—Muy bien. —Barry se adelantó. ¿Algo importante? Nada era más importante en ese momento para él que Patricia.
—Bueno, señor —observó Donal—, estaba pensando en el día que me preguntó cómo llegar a Ballybucklebo. ¿Se acuerda?
—Sí, me acuerdo.
Desde luego que se acordaba: las aulagas amarillas, las fucsias colgantes, el canto del mirlo, las indicaciones de no torcer en la vaca blanquinegra, lo preocupado que estaba por su entrevista con el doctor O’Reilly, y cómo Donal había salido disparado ante la sola mención de ese nombre. Entonces no comprendió por qué Donal había empezado a pedalear furiosamente para alejarse, pero, por Dios, ahora lo sabía bien.
Donal hizo un gesto con la cabeza indicándole que la cola se había movido de nuevo. Barry dio varios pasos adelante.
El pelirrojo inclinó la cabeza a un lado.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
—Dispare.
—Ya lleva aquí bastante tiempo. ¿Qué opina de Ballybucklebo… y de trabajar para él?
—Me gusta —contestó sin dudarlo un momento. Pensó en el pequeño y tranquilo pueblo con su cucaña, su taberna y sus casas de tejados de paja en la franja costera de Belfast, y por supuesto en sus habitantes: Kinky, Donal, Julie MacAteer, Jeannie Kennedy, los Galvin, Maggie y Sonny.
Se distrajo al oír la risa de O’Reilly atronar en la suave tarde de verano del Ulster. El doctor Fingal Flahertie O’Reilly era más raro que dos pies izquierdos y, sin embargo, sabía que si alguna vez caía enfermo, no había nadie mejor para cuidarle.
Sonrió a O’Reilly y a Patricia y murmuró para sí: «No creo que “gustar” sea la palabra correcta. Me encanta estar aquí». Y el doctor Barry Laverty supo que ésa era la verdad.
Fin.