Capítulo 5

Barry siguió al señor Kennedy y a O’Reilly hasta la casa, un edificio de una sola planta con muros encalados y tejado de paja que, a juzgar por las manchas de musgo, no había sido reemplazada en muchos años. El humo ascendía desde una chimenea y creyó reconocer el olor a turba quemada. Unas contraventanas negras franqueaban cada ventana.

Escuchó a O’Reilly preguntar: «¿Cómo está la cebada este año, Dermot?», a lo que el señor Kennedy respondió: «Da gusto verla, doctor…, y todavía tengo el contrato con la destilería de whiskey de Bushmills». Eso, pensó Barry, haría las delicias de O’Reilly.

Un cobertizo hecho de bloques de hormigón, abierto por el frente, se erguía en el extremo más alejado del patio. Las balas de heno se apilaban contra uno de los muros y un tractor Massey-Harris estaba aparcado bajo un tejado de chapa corrugada. Las vacas miraban a Barry desde sus pesebres. Varias gallinas y un gallo arrogante picoteaban entre el barro y la paja del patio. Un collie de la frontera se asomó desde su caseta junto a la puerta de entrada.

—Pasen, doctores —escuchó decir al señor Kennedy. Barry contempló sus zapatos llenos de barro—. Hay un felpudo para botas allí, señor —dijo el granjero, señalando hacia la puerta.

Barry se limpió todo el barro que pudo y entró. Se encontró en una luminosa cocina. Una estufa de esmalte negro y hierro estaba ubicada contra la pared más alejada. Sobre ella, una nube de vapor procedente de una tetera subía hasta las vigas barnizadas del techo. El suelo era de baldosas.

—Los médicos están aquí, querida —anunció el señor Kennedy.

Una mujer estaba sirviendo té en una taza con motivos de narcisos. Por las arrugas del cuello y la leve deformación de los nudillos de dos dedos de la mano derecha, Barry pensó que debía de tener cincuenta y pocos años.

—Gracias por venir, doctor O’Reilly.

O’Reilly se detuvo junto a una mesa de pino de aspecto sólido.

—No hay de qué. Éste es mi nuevo ayudante, el doctor Laverty.

La señora Kennedy hizo una inclinación con la cabeza.

Iba vestida con un delantal. Su pelo oscuro con mechones grises estaba alborotado, y aunque le sonrió, la sonrisa estaba sólo en la boca. Los ojos, rodeados de oscuras sombras, daban muestra de lo forzado de su humor.

—¿Le apetece una taza de té, doctor?

—Por favor.

—Siéntese —indicó—. Le traeré otra taza. —Se acercó a un aparador galés donde varios platos azules apilados y una jarra de mermelada con capuchinas de color escarlata y amarillo ocupaban orgullosamente el centro de la balda más baja.

Barry cogió una silla y se sentó al lado de O’Reilly. Dio las gracias a la mujer cuando ésta le ofreció la taza de té, oscuro y humeante.

—¿Cómo lo toma?

—Con un poco de leche, por favor.

Le pasó una jarra.

—¿Y dices que Jeannie está muy pálida desde ayer? —El tono de O’Reilly, por primera vez desde que Barry le conocía, carecía de su habitual brusquedad.

—Sí, doctor. Y no quiere comer. Dice que le duele la tripa.

—¿Ha potado?

Barry sonrió al oírle utilizar la expresión popular de «vomitar».

—Sólo una vez. Encima de las sábanas. Jeannie se quedó toda avergonzada, así se quedó. Yo y Bridget hemos estado junto a ella toda la noche. —Echó una mirada a su esposa.

—Y está ardiendo, así es como está —añadió suavemente la señora Kennedy, aferrando con las manos el dobladillo de su delantal.

—¿Por qué no le contaste todo esto a la señora Kincaid cuando telefoneaste, Bridget? —inquirió O’Reilly—. Habría venido antes.

—Uff, querido doctor, sabemos lo ocupado que está. —La señora Kennedy retorcía y estrujaba la tela con las manos—. Seguro que sólo es un pequeño dolor de tripa, ¿no cree?

—Hummm —murmuró O’Reilly a través de los labios apretados—. Quizá sea mejor que le echemos un vistazo. —Se levantó.

El señor Kennedy miró a su mujer.

—Ve tú, Bridget.

—Por aquí, doctor —indicó, dirigiéndose hacia una puerta.

—Vamos —dijo O’Reilly, cogiendo su maletín y haciéndose a un lado para dejar pasar a Barry. Éste siguió a la señora Kennedy por el vestíbulo hasta la puerta de una pequeña habitación. Brillantes cortinas de chintz enmarcaban la ventana. Un rayo de sol caía sobre la colcha de la cama donde una niña con el cabello negro recogido en coletas y un osito de peluche aferrado a su sonrojada mejilla estaba recostada lánguidamente sobre dos almohadas. Ella le miró con unos ojos castaños excesivamente brillantes.

—Éste es el doctor Laverty, Jeannie —explicó la señora Kennedy.

Barry se retiró a un rincón de la habitación y observó mientras O’Reilly sonreía a la niña y se sentaba en el borde de la cama. Los muelles crujieron bajo su peso.

—Bueno, Jeannie —dijo—, ¿no te encuentras bien?

Ella negó con la cabeza.

—Me duele la tripa.

O’Reilly puso la mano derecha sobre la frente de la niña.

—Caliente —resaltó—. ¿Puedo tomarte el pulso, Jeannie?

Ella le tendió el brazo derecho.

—Ciento diez —constató.

Barry añadió mentalmente el dato al resto de la información. Con un cuadro de dolor abdominal durante veinticuatro horas, sin ganas de comer, vomitando, con fiebre y pulso acelerado, estaba casi seguro de que tenía apendicitis. Echó un vistazo a la señora Kennedy, que permanecía de pie a los pies de la cama tratando de sonreír a su hija.

—¿Puedo ver tu osito, Jeannie? —preguntó O’Reilly.

Ella le entregó el mullido oso que tenía el pelo naranja desgastado en algunas zonas, hasta hacer visible el forro, y una oreja medio arrancada.

—Ahora, Teddy —dijo el médico, dejando el peluche sobre la colcha—, saca la lengua y di «ah». —Se inclinó y miró la cara del oso—. Bien. Ahora vamos a echar un vistazo a tu tripa. —Asintió astutamente con la cabeza—. Demasiados caramelos —declaró.

Jeannie sonrió.

—Ahora te toca a ti —indicó suavemente O’Reilly a la pequeña, devolviéndole el oso—. Saca la lengua.

La niña obedeció. Él se inclinó hacia delante y olió.

—Acérquese a ver esto, doctor Laverty.

Barry dio unos cuantos pasos. La lengua estaba sucia y el aliento de la niña era fétido.

—¿Podemos bajar un poco las sábanas? —preguntó O’Reilly.

La señora Kennedy las bajó.

Barry observó mientras la mirada de Jeannie iba de su madre a su tripa y a la cara de O’Reilly.

—¿Puedes señalar dónde empezó el dolor?

Su dedo apuntó al epigastrio, donde sobresalían las costillas inferiores.

—¿Y continúa todavía ahí?

Ella sacudió la cabeza solemnemente y señaló la zona inferior de su costado derecho.

Barry dio un respingo. La siguiente parte del examen no sería agradable. Uno de los síntomas del apendicitis era el efecto rebote. Cuando la pared abdominal se aprieta hacia dentro y luego se suelta súbitamente, el movimiento de las capas inflamadas del peritoneo causa un dolor intenso. Peor aún, los libros de texto aconsejan que el médico examine al paciente por vía rectal. A él siempre le había disgustado la pediatría, el terror de los pequeños pacientes, las lágrimas y la angustia de los padres que no entendían. En especial odiaba tener que infligir dolor a la gente menuda, aunque comprendía que a veces era necesario.

—De acuerdo —declaró O’Reilly. Para sorpresa de Barry, el médico subió suavemente las sábanas por el pequeño cuerpo, tapando el camisón de Peter Rabbit—. Jeannie, ¿te gustaría ir a dar una vuelta hasta Belfast?

La niña miró a O’Reilly y luego a su madre, quien asintió.

—Está bien —contestó, con los ojos fijos en la ruda cara del médico—. ¿Puede venir Teddy?

—Oh, desde luego —contestó O’Reilly—. Ahora quédate quieta como una niña buena. Necesito hablar de algo con tu mami. —Se levantó, no sin antes inclinarse y retirar el cabello de la frente de la niña; entonces se enderezó y se dirigió hacia la puerta.

Barry vaciló. Aquello no estaba bien. O’Reilly no había sido nada minucioso. Apenas había examinado a la paciente. El maldito hombre tenía tanta prisa por ver el partido de rugby que había decidido atajar. Aquello no era suficiente.

—¿Viene con nosotros, doctor Laverty?

Barry miró una vez más a la niña, tratando de decidir si debía completar la exploración.

—¡Laverty!

Está bien, decidió, no haría nada por el momento, pero le sacaría el tema a O’Reilly en cuanto pudiera. Una cosa era quedarse quieto mientras ponía inyecciones de inocua medicación a los pacientes a través de la ropa o engañaba a una vieja loca con vitaminas; una mujer que en su opinión necesitaba un examen psiquiátrico exhaustivo. Pero este trato tan arrogante hacia una niña que estaba obviamente enferma…

—Adiós, Jeannie —dijo al salir para dirigirse a la cocina.

El señor Kennedy había pasado un brazo alrededor de los hombros de su mujer. Ella se frotaba los ojos con el borde del delantal.

O’Reilly tenía el teléfono pegado a la oreja. Estaba tratando de conseguir una ambulancia. Eso es, pensó Barry. Manda a la niña al hospital, ellos se harán cargo, y así podrás marcharte a ver tu maldito partido de rugby.

La voz del médico resonó entre las vigas del techo.

—¿Qué demonios quiere decir con que no tienen camas? Tengo aquí a una niña con apendicitis. Estará en el pabellón infantil en media hora… Demonios, joven. Busque a sir Donald Cromie… Me importa un rábano que sea su día libre; dígale que el doctor Fingal Flahertie O’Reilly ha llamado… No, O’Rafferty no, gañán idiota. O’Reilly. O…, maldita sea…, Reilly…, de Ballybucklebo. —Estampó el auricular contra el receptor—. Maldito sea el personal médico joven.

—¿Ha llamado ya a la ambulancia? —preguntó Barry.

—No seas ridículo —gruñó O’Reilly—. La llevaremos a Belfast en mi coche.

—Creí que quería llegar a casa para ver…

—No seas tan condenadamente memo. Jeannie necesita que le extirpen el apéndice. Y rápido. No tenemos tiempo de esperar a una ambulancia.

* * *

Una vez que los Kennedy fueron dejados en el pabellón infantil del Royal Hospital de Belfast y O’Reilly quedó satisfecho con que sir Donald Cromie conviniera en el diagnóstico y en operar inmediatamente, habló una vez más con la señora Kennedy, agarró a Barry del brazo y lo llevó hasta el coche.

—Vamos, Laverty. Si nos damos prisa, todavía podemos llegar a la segunda parte.

De modo que todavía no se ha olvidado del partido, pensó Barry mientras atravesaban el aparcamiento; pero tampoco yo he olvidado lo que he visto en esa granja. Ciertamente, y a pesar de sus dudosas tácticas, O’Reilly tenía razón respecto a la apendicitis de Jeannie Kennedy y había obrado más allá de su deber llevando a los Kennedy a Belfast; pero eso no cambiaba lo que él sentía.

Mientras el hombre mayor conducía desde los terrenos del hospital hacia Falls Road, aprovechó para interpelarle.

—Doctor O’Reilly, creo que ha tenido mucha suerte al hacer el diagnóstico correcto.

—¿Ah, sí? —comentó éste con suavidad—. ¿Y por qué lo crees?

—No examinó adecuadamente a la niña porque tenía prisa.

—¿La tenía?

—Eso me pareció.

O’Reilly dio un volantazo para evitar a un ciclista.

—Maldito chiflado —murmuró.

—¿Me está llamando chiflado?

—No —contestó—, pero lo haré si quieres. —Se detuvo en un semáforo en rojo y se volvió hacia Barry—. Hijo, el diagnóstico estaba tan claro como la nariz de tu cara. Desde el momento en que entramos en la habitación podía olerse su halitosis.

Barry miró la nariz de O’Reilly esperando ver la franja de palidez. No la vio.

—¿Acaso querías que le apretara el vientre y metiera un dedo por su trasero sólo porque es lo que recomiendan los libros?

—Bueno, yo…

—Bueno nada —replicó O’Reilly, reanudando la marcha—. Esa pequeña estaba aterrorizada; no había necesidad de causarle más daño.

—Supongo que… —Podía entender la lógica de O’Reilly. Y también sabía que no había necesidad de llevar a la familia a Belfast.

—Déjate de suponer —le aconsejó el médico— y pégate a mí, hijo. Aprenderás un par de cosas que no se enseñan en los libros.