Capítulo 25
Tan pronto como terminaron las consultas de la mañana O’Reilly se puso a hacer llamadas de teléfono, tamborileando con los dedos en la mesa del vestíbulo.
—Vamos. —El tamborileo se hizo más rápido—. Jesús. Sería terrible que estuviera desangrándome y tratase de contactar con la centralita de un hospital. Con tanta espera habría necesitado una transfusión. Sería mucho más rápido coger el coche hasta Belfast. —Cambió el auricular a la otra oreja—. ¿Piensan cogerlo alguna vez? —Dio varios golpearos con el pie, silbó desarmadamente y resopló—: ¿Hola? ¿Royal Victoria? Quería estar seguro. Han tardado tanto en contestar que pensé que me habían pasado con la Casa Blanca. No, no me refiero a la heladería de Portrush, sino al lugar donde vive el presidente de Estados Unidos. Olvídelo y póngame con el pabellón seis. Pues claro que esperaré. —Miró su reloj—. Cristo, no hace falta un reloj para darse cuenta de lo mucho que hay que esperar, sería más útil un maldito calendario.
—Tal vez estén ocupados —sugirió Barry.
—¿Pabellón seis? Soy el doctor O’Reilly. ¿Puedo hablar con la hermana? Sí, espero. —Barry advirtió una ligera palidez en la punta de la nariz de O’Reilly—. Creo que la hermana debe de estar de vacaciones en el sur de Francia y han mandado un barco a buscarla… ¿Hola? ¿Hermana Gordon? Aquí Fingal O’Reilly. Estoy genial. ¿Qué tal va su rodilla mala? —Típico de O’Reilly, pensó Barry, cambiar del malhumor a la cordialidad en un abrir y cerrar de ojos—. Me alegro mucho de que vaya mejor. ¿Cómo está Sonny? Mi paciente con neumonía e insuficiencia cardiaca. Ya veo…, bien…, bien… ¿Otra semana? Estupendo. Creo que le podemos arreglar las cosas por aquí, pero llevará tiempo… ¿Ha ido él? Eso es magnífico. Bueno, cuídese mucho. —Colgó—. Lo aprendí cuando era estudiante. A cualquier médico le gusta pensar que está al mando, pero más vale estar del lado de la hermana a cargo del pabellón.
—Lo sé.
—De cualquier forma, Sonny se está recuperando…, le darán de alta el sábado. El limosnero ha estado viéndole…, bonita palabra, «limosnero»… Creo que algún maldito burócrata pretende cambiarla por «trabajador médico social» y no piensa consentir que vuelva a vivir en su coche. Ha dicho que tienen una cama para él en el Hogar de Convalecientes de Bangor y que allí estará bien hasta que solucionemos las cosas. Pero para hacer eso… —Abrió el listín telefónico, pasó varias páginas hasta encontrar el número que estaba buscando y marcó—. Aquí el doctor O’Reilly. Quiero hablar con el concejal Bishop. —Guiñó un ojo a Barry—. Nooo. He sido muy preciso. No he dicho que me gustaría hablar con él ni tampoco que consideraría un privilegio que se me permitiese hablar con él. He dicho —y su voz se elevó hasta un rugido— que quiero hablar con él… y que sea ya. —Aguardó.
—Concejal, siento molestarle. —La voz de O’Reilly destilaba solicitud—. Sí, estoy seguro de que debe de estar terriblemente ocupado. No le robaré ni un minuto. Se trata de la propiedad de Sonny. Sé que quiere adquirirla y tal vez yo podría ayudar. —Formó un círculo con el dedo índice y el pulgar—. Por teléfono no. ¿Podría pasarse por aquí hacia las seis? Espléndido. —Las llamas del infierno que Barry había visto sólo una vez en los ojos castaños del médico centellearon luminosas—. Estoy ansioso por que llegue el momento. —Colgó el auricular e hizo una cabriola sobre la alfombra—. ¡Yo reviento! —bramó—. ¡Oídme! ¡Yo reviento!
—Stalky & Co., de Rudyard Kipling —adivinó Barry—. De modo que ha mordido el anzuelo.
—Ha dado un salto como una trucha hacia un insecto. Todo lo que tenemos que hacer es jugar con él un poco…, creo que me gustará eso…, y después arponear a ese estúpido y sacarlo a tierra.
* * *
—Bueno, estará aquí dentro de un par de minutos —declaró O’Reilly—. Tú sígueme el juego. Asiente a todo lo que diga.
—¿Como la primera noche que fuimos a casa de los Fotheringham?
—No. Con entusiasmo. Esa noche trataste de contradecirme.
—Mis disculpas por aquello.
Sonó el timbre de la puerta. O’Reilly comentó:
—Kinky tiene instrucciones de subirlo aquí.
Barry escuchó pisadas en la escalera. Kinky llevó al concejal Bishop a la sala de estar.
—Es el concejal, así es —anunció. Su cara, antes de retirarse, tenía una expresión como si hubiera encontrado algo desagradable en la suela de su zapato.
—Pase, concejal —saludó O’Reilly, levantándose—. Tome asiento. ¿Le gustaría un pequeño…? —Inclinó la cabeza hacia los decantadores del aparador.
—No tengo tiempo para eso. He venido aquí por trabajo, eso es. —El concejal Bishop se sentó en el sillón que O’Reilly acababa de dejar vacío. Barry se acomodó enfrente, mientras que el médico, con la pipa en la boca, se apoyó en la repisa de la chimenea.
—¿Qué tal está su dedo?
—¿Qué? Está bien.
—Oh, estupendo.
—Bueno —dijo el concejal—, ¿el viejo chiflado va a morir o qué?
O’Reilly sacudió la cabeza.
—¿Sonny? Ya está casi recuperado.
—Una pena. —Bishop cruzó sus cortas piernas y comenzó a balancear la de encima, arriba y abajo, arriba y abajo, en pequeños y espasmódicos arcos—. Él y sus asquerosos perros. —O’Reilly miró de reojo a Barry—. Fíjese lo que le digo, O’Reilly: Ballybucklebo tendría una vista condenadamente mejor si consiguiéramos echar a toda esa ralea. —Gotitas de saliva aparecieron en la comisura de la boca del concejal.
—Probablemente tenga razón —admitió O’Reilly—, pero creo que el viejo Sonny todavía va a estar algo más de tiempo entre nosotros.
El balanceo de la pierna del concejal aumentó.
—Está bien. ¿Cuánto?
—¿Cuánto por qué?
—Por la parcela de Sonny.
—Yo sólo soy un médico rural; no tengo ni idea.
A Barry le costaba creer que O’Reilly pudiera poner esa expresión de absoluta inocencia.
Bishop entrecerró los ojos. Se estiró los dedos.
—Soy un hombre justo.
—Oh, sin duda —contestó O’Reilly—, todo el mundo lo sabe.
—Dos mil libras.
Los conocimientos de Barry sobre el valor del suelo eran limitados, pero la cantidad parecía baja.
—Estoy seguro de que eso sería muy justo —indicó el médico—, pero en este momento no estamos hablando de vender la parcela de Sonny.
—¿Me han hecho venir aquí para una caza de gansos salvajes? Me dijo que podría ayudarme a conseguir la propiedad.
—No fue exactamente así —puntualizó O’Reilly—. Dije que sabía que quería adquirir la propiedad y que tal vez podía ayudar.
—Es lo mismo.
—No, no lo es. Lo que no dije es que podía ayudarle a usted.
—¿De qué demonios está hablando, O’Reilly?
—Lo que quise decir es que creía poder impedir que usted se acercara a esa parcela a menos de un tiro de piedra.
Barry esbozó una sonrisa. Siempre le había gustado esa expresión, aunque nunca le había quedado muy claro por qué las distancias debían medirse por un tiro de piedra.
El rostro del concejal Bishop se volvió escarlata. El balanceo de la pierna cesó.
—¿Y para eso me ha hecho perder el tiempo haciéndome venir hasta aquí? Escuche, estúpido matasanos rural: no hay una jodida cosa que pueda hacer para detenerme. Tendré la parcela de Sonny cerrada, empaquetada y envasada a finales de la semana que viene, eso haré. Y no hay una maldita cosa que pueda hacer.
—¡Oh, cielos! —exclamó O’Reilly.
—Dos mil libras. Tómenlo o déjenlo. ¡Me importa una mierda!
—Creo que lo dejaremos —respondió el médico, soltando una nube de humo hacia el techo.
—Muy bien. —Bishop se levantó—. Me voy a casa.
—Espero que la señora Bishop se alegre de verle.
—¿Qué está insinuando?
—Y también la pequeña Julie MacAteer. ¿Sabe que está preñada?
Barry apretó los dientes. Este saltarse las normas, esta ruptura de la confidencialidad con el paciente, no le gustaban nada.
—¿Y qué tiene que ver conmigo que a esa golfa le hayan hecho un bombo?
—Pensé que debía saberlo —contestó O’Reilly con un leve matiz de acritud asomando a su voz.
—¿Y por qué demonios debería saberlo? Ha avisado que se marchaba. ¡Que se vaya con viento fresco!
O’Reilly contó muy despacio hasta tres antes de hablar.
—Ella dice que usted es el padre —soltó tranquilamente.
Barry dio un respingo. Sabía que O’Reilly estaba actuando de buena fe, pero ni aun así. Quizá no debería haber accedido tan rápido a secundar su plan, pero ahora ya era demasiado tarde.
El concejal Bishop se columpió sobre sus talones.
—¿Que ha dicho qué? Esa zorrupia. La mataré. Acabaré con ella, eso haré.
—Yo no lo creo —replicó el médico—. No lo creo en absoluto.
La cara de Bishop pasó de escarlata a castaño rojizo. Tragaba saliva como un pavo al que le acabaran de informar de que al día siguiente sería Nochebuena. Respiró hondo, tratando de rehacerse, sabiendo con certeza que él no era el padre.
—Si le han hecho un bombo, no es asunto mío. Y eso a pesar de que… no me habría importado hincarle el diente.
—Lo hiciste, Bertie.
—Gilipolleces. Esa mujerzuela mentirosa. No obtendrá referencias mías. Nunca más conseguirá otro trabajo…
—Nuestros análisis no mienten. —O’Reilly se acercó más al sudoroso concejal.
—¿Qué análisis? —La estrecha frente de Bishop se arrugó—. ¿Qué análisis?
—Pus —respondió O’Reilly enigmático—. Dejó un poco de pus en unos algodones la noche en que se cortó el dedo.
—¿Y qué?
—Dígaselo usted, doctor Laverty.
Barry se levantó.
—Creo que es mejor que se siente, concejal.
La mirada de Bishop iba de O’Reilly a Barry y de nuevo al primero. Se sentó lentamente.
—¿Qué pasa con el pus?
—Es una prueba nueva —comenzó Barry.
—Ni siquiera yo había oído hablar de ella —intervino O’Reilly—; pero la ciencia moderna es asombrosa.
—Nunca le puse un dedo encima —se defendió Bishop.
—No fue su dedo el que provocó la catástrofe. —El médico miró fijamente a la entrepierna del concejal y luego a sus manos regordetas—. Aunque, ahora que lo pienso, estoy seguro de que sus dedos son más grandes que su polla.
—Bastardo.
—No —corrigió O’Reilly—. Es su bastardo. Ese que Julie lleva dentro. Dígaselo, doctor Laverty.
Barry metió las manos en los bolsillos de los pantalones.
—Esto tal vez resulte difícil de entender para un hombre inexperto, concejal —enunció—, pero si se toma una muestra de sangre de una mujer embarazada y se mezcla con pus, incluso aunque sea pus seco, del padre putativo, puede generarse una progresión anafiláctica de los granulocitos acidófilos polilobulados. —Sabía que estaba soltando jerigonzas, pero eso era lo que O’Reilly quería. «Aturde al concejal con términos científicos», le había dicho.
—¿Una qué?
—Preste atención —le reconvino O’Reilly.
—Una progresión anafiláctica de los granulocitos acidófilos. Es absolutamente… patognomónica. —Barry tartamudeó ligeramente en la última palabra. No era fácil mentir a un paciente o sobre un paciente a una tercera persona.
—Patognomónico significa que es como dinero en el banco —intervino O’Reilly en su ayuda—. Usted es el papá y, a decir verdad, concejal, estoy orgulloso de usted. Nunca hubiera imaginado que un cretino tan amojamado y miserable como usted los tendría tan bien puestos.
—Tiene que haber un error —replicó Bishop, metiendo un dedo dentro del nudo de su corbata—. Yo nunca… —Suspiró hondo—. Su estúpido análisis está mal. Puedo demostrarlo…
—¿Cómo? —preguntó O’Reilly.
—Es la palabra de la chica contra la mía.
—No exactamente —corrigió Barry—. Es su palabra contra la de ella… y la de dos cualificados hombres de medicina… y la de una ciencia altamente sofisticada. Los granulocitos acidófilos nunca mienten.
—Pero ustedes, los doctores…, y en esto no tengo ninguna duda, lo sé…, los médicos no pueden hablar de un paciente en público.
Tiene razón, pensó Barry. Miró a O’Reilly, quien asentía tranquilamente.
—Normalmente es así, Bertie, pero en su caso estamos dispuestos a hacer una excepción. El viejo Hipócrates lo entenderá.
Eso espero, se dijo Barry.
—Oh, Jesús. —El concejal ocultó la cara entre las manos.
—Por supuesto, Bertie, hay una remota posibilidad… ¿Cuánto dijo que era, doctor Laverty? —Barry vaciló—. ¿Doctor Laverty? —Los ojos de O’Reilly eran dos ágatas clavándose en Barry.
—Alrededor… alrededor de una entre quinientas.
—De que el análisis esté mal —concluyó O’Reilly.
—¿Podría ser? —Las bravatas del concejal habían desaparecido por completo—. ¿Podría ser? —O’Reilly se entretuvo en volver a encender su pipa—. ¿Podría ser, por el amor de Dios?
—Supongo que sí, pero no lo sabremos con certeza hasta dentro de dos semanas. —Echó el humo—. Para entonces imagino que sus leales compañeros de la Hermandad Orangista tendrán algo que decir. He oído que pueden ser un tanto ultraconservadores con los miembros que incurren en relaciones extramatrimoniales, y que tienden a pedir su renuncia. El propio ayuntamiento podría sentirse un tanto disgustado. —Se sacó la pipa de la boca y miró la cazoleta antes de añadir—: Tal vez yo mismo me presente para el puesto vacante tras su partida.
Bishop hizo un último intento de defenderse.
—Es un farol, eso es lo que es. Sólo un farol.
—Y además —añadió O’Reilly dulcemente— está la señora Bishop. Ella le contó a Kinky que le vio tratando de aprovecharse de Julie MacAteer. Estoy seguro de que su esposa no sería difícil de convencer…
—Aaaah.
—Veamos, Bertie. Es protestante…, pues claro que lo es…, no podría estar en la Hermandad Orangista si no lo fuese…, y no creo que la Iglesia protestante sea tan puntillosa sobre el divorcio como la católica.
—De verdad, sólo intenté tocarle las tetas a Julie. Y fue únicamente una vez.
—Viejo obsceno —le recriminó O’Reilly con dureza—. Puede que esté dispuesto a creerle, Bertie Bishop, pero le costará mucho convencerme.
Bishop levantó la vista hacia el médico.
—¿Cuánto?
—No mucho. Un pequeño favor. Eso es todo.
Barry advirtió una extraña mirada cruzar la cara regordeta del hombre como si pensara: «Conque regateando, ¿eh? En eso sí que soy bueno».
—¿Y cuál sería ese favor? —preguntó el concejal.
O’Reilly comenzó a enumerar las condiciones sirviéndose de la boquilla de su pipa, apoyándola en los dedos de la otra mano.
—Arreglará el tejado de Sonny y el resto de la casa… sin cargo.
—¿Qué? —gimoteó Bishop.
—Entregará quinientas libras a Julie MacAteer, lo que supone doscientas cincuenta por cada…, ¿cómo dijo antes?, ¿teta?
—Oh, Jesús.
—Le escribirá unas referencias tales que le permitan abrir incluso las puertas del cielo… Y si suelta una palabra de que está embarazada…
—No lo haré. Lo juro por Dios, no lo haré.
—Bien —asintió O’Reilly—. Muy bien… Y una cosa más, algo muy sencillo.
—Jesús, ¿todavía hay más?
—Seamus Galvin está buscando a alguien que compre una partida de patos balancín. Unas cuatrocientas libras podrían ser suficientes. —Barry sonrió. Se había olvidado totalmente de los Galvin—. Creo que con eso habríamos terminado.
—Estoy jodido —murmuró Bishop—. Esto será mi ruina.
—Desde luego que lo será, Bertie, si no hace exactamente lo que le he dicho punto por punto.
Bishop dejó caer la cabeza.
—Y si se le ocurre decir a la gente que el doctor Laverty y yo hemos montado todo esto, aquí estaremos los dos para jurar…, compungidamente, por supuesto…, que esta noche vino aquí alucinando.
—Un caso típico de paranoia esquizofrénica, si es que he visto alguno —añadió Barry. De perdidos al río.
—¿Me puedo marchar? —preguntó el concejal.
—Si tiene que hacerlo —contestó O’Reilly—. Estoy seguro de que cuando el laboratorio vuelva a analizar la muestra resultará que todo ha sido un terrible error. —El concejal Bishop miró suplicante a su acosador—. Sólo una cosa más, Bertie.
—¿Qué?
—Si vuelve a llamarme matasanos —amenazó O’Reilly con voz tan cortante como el acero— o si olvida que el doctor Laverty y yo hemos trabajado duro para conseguir nuestra licenciatura, le destriparé como a un arenque. Se volverá tan impopular en Ballybucklebo que sólo encontrará paz escondido tras una barba falsa y excavando turba para ganarse la vida en la costa oeste de Inishmore, que creo que es la más occidental de las islas de Aran.
—Entendido, doctor O’Reilly —declaró el concejal—. Le he entendido, desde luego que sí.
—Sabía que lo haría. —El médico golpeó la cazoleta de su pipa en la chimenea y, con tono más suave, añadió—: Ánimo, Bertie. Juegue bien sus cartas cuando arregle el tejado de Sonny y su cotización subirá como la espuma en Ballybucklebo. Hasta podrá fingir que es el filántropo más grande desde Dale Carnegie[28].
La mirada que apareció en los ojos del concejal Bishop le recordó a Barry la oscura, y sin embargo astuta, mirada que había visto en los ojos de Gertie, el cerdo mascota de los Kennedy.
—Podría, ¿no es así?
—Los ciudadanos le levantarán una estatua.
—Vamos, nunca lo harán.
—Se dice «vamos, doctor» —le corrigió O’Reilly—, pero le perdono el desliz… por esta vez. —Colocó una mano enorme bajo el brazo de Bishop y lo alzó hasta ponerlo de pie—. En marcha, Bertie. Sólo piense lo bien que quedará sobre un caballo de granito.
—Lo haré, doctor. —Bishop avanzó de canto hacia la puerta—. Creo que tal vez pueda empezar mañana con lo de Sonny…
—Cierre la puerta al salir —le pidió O’Reilly—. Así me gusta.
Barry fue capaz de contener la risa justo hasta que la puerta estuvo cerrada.
—Ha sido una actuación brillante, Fingal —le felicitó.
O’Reilly se acercó al aparador y se sirvió un whiskey.
—¿Un jerez?
—Por qué no.
—Aquí tienes. Sláinte.
—Sláinte mHath.
—No hay duda, Barry. No hay ninguna duda. Los dos formamos un gran equipo.