Capítulo 20

—Tienes la cara como una espada de Lurgan —advirtió O’Reilly, refiriéndose a las largas y cortantes armas blancas típicas de esa población del condado de Armagh—. ¿Una mala noche?

—No especialmente. —Barry sorbió su té y miró a través del cristal nuevo con restos de masilla que Seamus Galvin había instalado en la ventana del comedor. Sí, había pasado una mala noche. Las cosas no habían salido como esperaba con Patricia y, en consecuencia, había dormido mal, pero no veía ninguna razón para contárselo a O’Reilly.

—Kinky me dijo que estuviste muy ocupado.

—Vi a Cissie Sloan —vaciló. No estaba de humor para discutir si el médico no estaba de acuerdo con lo que había hecho.

—¿Y?

—Creo que se equivocó con ella. —Observó la cara de O’Reilly. Los médicos mayores podían volverse muy crueles si pensaban que su pericia estaba siendo cuestionada.

—¿Es eso un hecho?

—Estoy seguro de que tiene hipotiroidismo.

—¿Por qué?

—Bueno… —Y enunció rápidamente los síntomas.

—Puede que tengas razón. —O’Reilly se acercó al aparador y se sirvió un arenque—. Buen chico.

Envalentonado, Barry continuó.

—Le he mandado que se haga una prueba de yodo radiactivo el lunes.

—Mejor que mejor —opinó O’Reilly, atacando el arenque ahumado que chorreaba mantequilla—. Si tienes razón, eso obrará maravillas para tu reputación.

—¿Y qué me dice de la suya?

O’Reilly gruñó.

—Ya soy lo suficientemente grande y feo para cuidar de mí.

Y también generoso, pensó Barry.

—No me importaría tomar otro arenque —declaró, poniéndose de pie y descubriendo que, aunque seguía disgustado por la actitud de Patricia, tal vez la relación pudiera funcionar si le daba tiempo. Y, mientras tanto, siempre tendría la compensación de hacer su trabajo lo mejor posible.

—Kinky me contó que fuiste a ver al mayor Fotheringham.

Barry puso los ojos en blanco.

—Otra falsa alarma. Tortícolis. Le eché un chorro de cloruro etílico y le dije que nos llamara si no había mejoría.

—¡Jesús! —exclamó O’Reilly, limpiándose la boca con la servilleta—. Un día ese hombre tendrá algo malo de verdad y no lo veremos. Será como el cuento del lobo. Desde que lo conozco lleva bramando como si hubiera sido atacado por Akela, Mowgly y el resto de la maldita manada.

—Kipling —reconoció Barry, volviendo a la mesa.

—El libro de la selva —precisó O’Reilly, riéndose—. Siempre me gustaron los lobos. Canis lupus, por llamarlos por su nombre en latín.

—Ya lo sé. Tiene uno de sus descendientes, Canis familiaris, en el jardín trasero. —Demasiado familiar, pensó Barry.

—Mi viejo y buen Arthur —suspiró profundamente O’Reilly—. Y, por Dios, cómo me divertí anoche con otro canino.

—¿El Bluebird de Donal?

—Esa bendita perra se superó a sí misma.

—¿En serio?

—Ganó en la tercera por veinte a uno.

El tenedor de Barry se detuvo a medio camino de la boca.

—Y supongo que había apostado por ella.

—¿No lo habrías hecho tú de haber tenido información privilegiada?

Barry se metió un trozo de arenque ahumado en la boca, saboreó su gusto salado y tragó antes de responder.

—Entonces ¿todo ese asunto de correr en el agua y correr en seco?

—Eso es.

—Fingal, ¿le importaría explicármelo?

—¿El qué, lo de las carreras de galgos?

—No. La teoría de la relatividad de Einstein.

O’Reilly se rió.

—De hecho, los galgos y la relatividad son casi la misma cosa.

—Creo que no le sigo.

—Verás, en las carreras un puñado de perros corre alrededor de una pista oval tratando de cazar una liebre eléctrica. Su velocidad relativa determina quién gana. Y después de unas cuantas carreras los corredores de apuestas imaginan con relativa certeza las posibilidades de ganar de cada perro y sobre esa base hacen sus apuestas.

—Siga.

—Cuando hay dinero por medio la gente siempre trata de estafar al sistema. Y no escapa a la fraternidad canina echar una mano a la competencia.

—¿Cómo?

—Drogas estimulantes. Así es como todos los perros que llegan en las primeras posiciones son inmediatamente examinados. —Se llevó un grueso dedo a su torcida nariz—. Pero no examinan a los animales perdedores.

—¿Por qué molestarse?

—¿Cómo crees que serían las apuestas después de que un perro haya quedado el último en casi media docena de carreras?

—Relativamente buenas.

—Relativamente. ¿Ves?, ya empiezas a entenderlo.

—¡Y un cuerno!

—Agua —desveló O’Reilly con un tono conspirador.

—¿Agua?

—Cuando Donal me dijo que el perro había estado corriendo en el agua quería decir que lo había mantenido sediento hasta inmediatamente antes del comienzo de cada carrera. Justo antes de competir le permitía beber todo lo que quisiera. Ningún perro puede correr con el estómago saturado de agua.

—Y así sus probabilidades bajaban.

—Eso es —asintió O’Reilly—. No estás tan verde como tu aspecto de repollo parece indicar.

—Y cuando Donal dijo que el perro correría seco la noche pasada…

—Exactamente. Sin agua. Sin hándicap. Grandes posibilidades y nada que mostrar en un test de drogas.

—Pero ¿eso no es deshonesto?

—Total, absoluta y completamente, pero coloca a los corredores de apuestas en su sitio, que bastante dinero mío se han llevado ya todos estos años.

—¿Le gusta apostar?

—Sólo con los perros y en el llamado deporte de reyes. Un hombre debe tener algún vicio ocasional.

—¿Qué cantidad?

—Veinte libras.

Barry silbó. Eso era casi lo que él ganaba en una semana, pensó. Entonces calculó mentalmente.

—Eso significa que ganó cuatrocientas libras.

—Contantes y sonantes —reconoció O’Reilly—, pero voy a emplearlas en una buena causa. —Claro, en el Fondo Bienhechor Fingal Flahertie O’Reilly, pensó Barry—. A Donal también le fue bien —prosiguió—. Fue una tarde muy satisfactoria en todos los sentidos.

—Y supongo que, para redondearlo, Sonny ha mejorado y su amigo va a comprarle a Seamus Galvin los patos balancín. Dijo que iba a ver cómo estaba Sonny.

—Y lo hice. Le han retirado el oxígeno. Su temperatura es normal. Está terriblemente preocupado por sus perros, pero lo bastante cuerdo para decir que en cuanto le dejen salir irá a ver a Maggie para darle las gracias por cuidar de ellos.

—Bien. Tal vez el romance pueda reanudarse. —Las palabras de Barry tenían un matiz amargo.

—Hummm —murmuró O’Reilly, mirando por la ventana—. Desgraciadamente mi amigo empresario no quiere los patos de Galvin. Es probable que todavía se esté riendo de la idea. Y no puedo culparle.

Los pensamientos de Barry habían vuelto a Patricia.

—¿Qué? —Se preguntó por qué O’Reilly estaba radiante.

—Estoy seguro de que se nos ocurrirá algo para Seamus —guiñó un ojo a Barry, que trató de adivinar qué quería decir con eso. No había llegado a ninguna conclusión cuando O’Reilly continuó—: Pero tuve otro golpe de suerte, y también su señoría, y eso debería complacerte.

—¿A mí?, ¿por qué?

—Al viejo le gusta pasar alguna que otra velada en los perros, y las tardes, en los caballos. Le soplé la pista sobre Bluebird y cuando recogió sus ganancias le pedí si podías pasar un par de días pescando en sus aguas. «Cuando quiera», me contestó.

—Gracias, Fingal.

—Imagino que muy pronto pasarás parte de tu tiempo allí.

—¿Por qué dice eso?

O’Reilly apartó su plato.

—Los jóvenes que han acudido a una cita con una hermosa jovencita suelen estar radiantes a la mañana siguiente y tú decididamente andas bastante escaso en el departamento del resplandor. Los tipos felices se alegran de la buena suerte de los demás en sus aventuras románticas. —Barry lamentó su amargura al hablar de Sonny y Maggie—. Supongo que Patricia y tú no acabasteis de congeniar.

Barry estaba a punto de decirle que se metiera en sus asuntos, pero cuando miró al hombretón lo único que vio fue afecto en sus ojos.

—Podría decirse así —contestó suavemente.

—Lo superarás. Yo lo hice. Pero te llevará tiempo, lo sé.

Sé que lo sabe, pensó Barry, pero recordó la advertencia de Kinky de respetar la vida privada de O’Reilly. Suspiró, y mientras se preguntaba cómo responder escuchó el teléfono sonar en el vestíbulo.

—Si es un paciente, iré yo, Barry.

—Gracias, Fingal, yo…

La señora Kincaid irrumpió en la habitación.

—Es la señora Fotheringham. Dice que vayan inmediatamente. Su marido está inconsciente.

Barry miró a O’Reilly, que estaba saliendo por la puerta.

—Espéreme, Fingal.

—Puerta principal —indicó O’Reilly—. Anoche aparqué el coche en la calle.

* * *

O’Reilly lanzó el largo morro del Rover por la estrecha carretera. Barry trató de contestar a las preguntas del médico y de mantener a la vez un ojo en la calzada. Mientras el coche derrapaba en una curva ciega hasta un tramo recto vislumbró a un ciclista en la distancia.

—Cuéntamelo otra vez. ¿Qué fue lo que notaste exactamente cuando le examinaste? —Las manos de O’Reilly se aferraban al volante; miró hacia delante.

—No mucho. Un ligero espasmo en los músculos izquierdos del cuello. Sus pupilas tenían las dos el mismo tamaño, no estaban dilatadas ni contraídas.

—¿Y qué me dices de sus reflejos?

Barry se distrajo momentáneamente. Cuando el coche se acercó a pocos metros del ciclista pudo reconocer el cabello pelirrojo de Donal Donelly y una boca abierta en un grito silencioso mientras se precipitaba a la cuneta con su bicicleta oxidada.

—Fingal, casi atropellas a Donal Donelly.

—Casi no cuenta. ¿Qué me dices de los reflejos de Fotheringham?

—Yo… no los examiné. —Barry se aclaró la garganta—. Pensé que a Fotheringham le había vuelto a dar una de sus paranoias.

—Probablemente yo habría hecho lo mismo.

—¿De verdad?

—Probablemente. —O’Reilly dio un frenazo y Barry salió despedido hacia delante—. Sal. Ábreme la verja.

Barry obedeció, esperó a que el coche pasara y corrió por el ya familiar sendero de grava, pasando por delante del Rover, aparcado con la puerta del conductor abierta de par en par, hasta entrar en casa de los Fotheringham. Pudo atisbar a O’Reilly desapareciendo en el dormitorio del piso de arriba y subió a toda prisa las escaleras. Cuando llegó estaba sin aliento.

La señora Fotheringham se encontraba a los pies de la cama. O’Reilly, sentado a un lado del dosel, tomaba el pulso a un claramente inconsciente mayor Fotheringham mientras torpedeaba a preguntas a su mujer.

—El doctor Laverty vino y examinó a su marido, le vaporizó el cuello y entonces ¿el dolor mejoró?

—Así es.

—¿Les dijo que llamaran si empeoraba?

—Sí. Basil dijo que el aerosol estaba funcionando, pero sentía la cabeza rara, por lo que pensó que sería mejor meterse en la cama. Todavía dormía cuando me desperté para hacer el desayuno. Estaba a punto de subírselo cuando escuché que me llamaba. —Se agarró el puño derecho con la mano izquierda. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿Cuándo devolvió?

Barry había advertido el olor acre y vio zanahorias a medio digerir, pequeñas islas rojas en un lago ocre, sobre la almohada junto a la cabeza del mayor Fotheringham. Cuello rígido, dolor de cabeza, vómitos, coma. Dios Todopoderoso, no podía ser.

—Siento no haber tenido tiempo de limpiarlo antes de que llegaran.

—No importa —aseguró O’Reilly—. ¿Cuándo sucedió?

—Volví a subir y me dijo que se sentía como si alguien le hubiera golpeado en la cabeza. —Dio un sorbetón—. Le contesté que no fuera ridículo… Ojalá no lo hubiera dicho.

Barry podía ver las frases de su libro de texto palabra por palabra, aquellas que había memorizado para los exámenes finales: «Y el dolor de cabeza puede ser tan fuerte y repentino como para hacer pensar al paciente que ha sido golpeado». Cristo.

—Continúe. —O’Reilly sacó una pequeña linterna de exploración y se inclinó para examinar los ojos del mayor. Barry sabía, sencillamente sabía, que una pupila estaría muy dilatada y no respondería contrayéndose cuando O’Reilly dirigiera el haz de luz bajo su párpado. Contuvo el aliento.

—Entonces sintió arcadas. Se agarró la cabeza y… —Sus sollozos se convirtieron en hipidos.

—La pupila derecha está fija —indicó O’Reilly.

Barry soltó aire. No necesitaba que O’Reilly le demostrara que no había reflejos en los músculos de la pierna o del brazo izquierdos del paciente, o que cuando se le pasara una llave por la planta del pie el dedo gordo se doblaría hacia arriba —el llamado síntoma Babinski— y no hacia abajo como era lo normal. El mayor Fotheringham había sufrido una hemorragia intracraneal. Y la rigidez del cuello de la noche pasada había sido el primer síntoma.

O’Reilly se levantó, se acercó a los pies de la cama y, cogiendo a la señora Fotheringham de un brazo, la condujo hasta una butaca de terciopelo con respaldo capitoné.

—Siéntese. —Ella hizo lo que le pedían y miró silenciosamente a O’Reilly—. Me temo que su marido ha tenido una especie de ataque.

Ella cruzó los brazos sobre el estómago y se acunó hacia delante y hacia atrás al tiempo que emitía pequeñas lamentaciones.

Si no hubiera tenido tanta prisa ni hubiera estado tan ocupado felicitándose por haber pillado el fallo de O’Reilly sobre la enfermedad de tiroides de Cissie Sloan… Los pensamientos de Barry fueron interrumpidos cuando el médico declaró:

—Siento mucho que el doctor Laverty no pudiera diagnosticarlo anoche. —Barry se puso tenso. No podía creer que el hombre estuviera intentando (una vieja expresión náutica que solía decir su padre le vino a la mente) «mantener limpia su propia santabárbara»—. Pero dudo que nadie hubiera podido hacerlo. —O’Reilly miró a Barry y asintió una vez casi imperceptiblemente.

—Lo sé. Fue muy amable. —Forzó una tímida sonrisa.

Barry aceptó el consuelo implícito en las palabras de O’Reilly, a pesar de que estaba hundido. Se decía que «amable» no era suficiente. Lo que el médico había dicho, y Barry le bendijo por respaldarle, habría sido verdad si el examen de la noche anterior hubiera sido completo, si hubiera comprobado que los reflejos eran normales. Pero nada de eso había sucedido.

—Bien —declaró O’Reilly—. Tenemos que llevarle al hospital.

—¿Va a morir? —preguntó la señora Fotheringham.

O’Reilly agitó su desgreñada cabeza.

—No voy a mentirle: podría ser.

Barry era demasiado consciente de las estadísticas. Al menos la mitad de los pacientes como Fotheringham no se recuperaban.

La mujer gimió y se llevó un puño a la boca.

—O puede que viva, pero quede paralítico.

—Oh, Dios mío.

—Pero hasta que los especialistas no hayan hecho una prueba llamada punción lumbar y tal vez algunas radiografías especiales no sabremos qué lo ha provocado.

Quizá sólo sea un aneurisma sangrante, pensó Barry, y oyó cómo O’Reilly se hacía eco de su idea.

—Si sólo es un pequeño derrame en la pared de un vaso sanguíneo generalmente puede operarse. Algunos pacientes consiguen recuperarse del todo.

—¿De verdad? —Barry percibió la esperanza en sus ojos.

—Sí. Pero no quiero prometerle nada.

Los ojos de la mujer volvieron a apagarse. Respiró profundamente, se levantó y exhaló.

—Gracias por decirme la verdad, doctor O’Reilly.

El médico refunfuñó.

—Doctor Laverty, ¿podría telefonear para pedir una ambulancia?

—De inmediato. —Rebuscó en su bolsillo interior una libreta donde tenía anotados los números de teléfono importantes. La abrió al azar y se encontró mirando fijamente el número de Patricia. Como si necesitara que le recordaran que había metido la pata hasta el fondo la noche anterior—. Iré a pedirla —anunció.