Capítulo 9
—Creía que ésta era la única visita que teníamos que hacer hoy —comentó Barry, dando un portazo al entrar en el coche.
—Sólo dos más —contestó O’Reilly, volviendo a salir a la carretera—. No creo —añadió con una amplia sonrisa— que el mayor y su dama nos llamen durante un tiempo, ¿a que no?
—Lo dudo. —Muy a su pesar, Barry se rió—. Desde luego, no es el tipo de medicina que me enseñaron, pero parece que funciona. —Recordó la imagen de seis cuerpos de espaldas siendo inyectados a través de la ropa.
—Igual que un hechizo, hijo mío —confirmó O’Reilly, hurgando en un bolsillo para sacar la pipa—. Como ves hay más formas de matar a un gato que ahogándolo en leche. Cuando comencé pensaba que cada paciente se comportaría como un ser humano civilizado, que todos tratarían a su médico con respeto. Veinte años atrás les hubiera leído la cartilla a los Fotheringham por hacerme perder el tiempo.
Barry bajó la vista. Eso era exactamente lo que él pensaba.
—No me llevó mucho tiempo descubrir que la consideración hacia los demás puede ser una de las cualidades menos desarrolladas de algunos miembros de la especie homo sapiens.
—Ya lo he notado.
—Y gritarles no sirve de nada.
—Pareció funcionar con Seamus Galvin.
O’Reilly se rió.
—¿Seamus? No podrías meterle una idea en esa dura mollera ni con una maza de un kilo. Es muy peculiar. —Encendió su pipa, inundando el coche de un humo acre—. Y por lo que respecta a casi todos los demás «bolcheviques», el truco está en tratar sus dolencias con tu mejor destreza, pero sin llegar a bailarles el agua, y siempre puedes hacer prevalecer tu criterio como la serpiente en el Génesis.
—¿O sea que, a su juicio, la serpiente fue más sutil que cualquier otra bestia?
—Exactamente. Algo que no te enseñan en la Facultad de Medicina. —O’Reilly frenó en el semáforo. El coche se bamboleó cuando una ráfaga de viento sopló en dirección a la orilla del mar—. Por cierto, ¿qué te hizo estudiar medicina? —preguntó.
Barry vaciló. Ésa había sido una decisión muy personal y le costaba mucho desvelar las verdaderas razones. Trató de desviar el tema.
—Cuando dejé el colegio mi padre dijo que yo era demasiado torpe para estudiar física o química, que nunca conseguiría vivir con una titulación en arte; al no ser católico, el sacerdocio estaba descartado, y tampoco tenía pinta de querer convertirme en soldado. De modo que no me quedaba otra salida que la medicina.
O’Reilly soltó una carcajada.
—Parece la respuesta que daría Tom Laverty. —Se giró y miró a Barry a los ojos—. Pero había algo más, ¿no es cierto?
—El semáforo ha cambiado, doctor O’Reilly.
—Está bien. —El Rover se lanzó hacia la intersección, las ruedas chirriando mientras el hombretón hacía girar el enorme coche a la derecha. Luego estabilizó la marcha—. Todavía no me has contestado.
—Bueno, yo…
—No te gusta hablar de ello, pero tenías la sensación de que deseabas ayudar a la gente, hacer algo útil…
—¿Cómo demonios puede saberlo?
—No hiciste muchos amigos en el colegio, de modo que pensaste que si estudiabas medicina conseguirías gustar a la gente…
La mente de Barry regresó a sus días del internado. No tenía amigos íntimos excepto Jack Mills. Era un buen estudiante, y, a causa de eso, sus compañeros de clase lo fueron aislando. Sus cuatro años allí habían sido muy solitarios.
—Me dio esa impresión —explicó O’Reilly—. Bueno, la mayoría de los pacientes no van a apreciarte. Te darán las gracias si aciertas y te tratarán como escoria si no lo haces…, y cometerás errores, no lo dudes.
Barry se preguntó cómo el hombretón sentado a su lado podía haberle calado tan bien.
—Algunos no tendrán ninguna consideración hacia el hecho de que estés de guardia las veinticuatro horas del día, y otros, como el concejal Bishop, serán condenadamente maleducados y exigentes. Ese Bishop tiene suficiente ácido en sus venas para recargar las baterías de un submarino. —O’Reilly metió la pipa en el bolsillo de su chaqueta—. Lo que debes hacer es impedir que todos esos Bishop te tomen el pelo. Y, además, hay un lado bueno. Cuando hagas un diagnóstico correcto, que marque una diferencia en la vida de alguien, descubrirás que encajas en el esquema local de las cosas, que merece la pena.
—¿De veras cree eso?
—Lo sé, chico. Maldita sea si lo sé. —O’Reilly aferró el volante con las manos—. Sólo tienes que continuar combatiendo.
Barry vaciló.
—¿Qué le hizo escoger medicina? —preguntó a continuación.
—Huh —refunfuñó—. Tu amigo Galvin se pasó una vez una lijadora eléctrica por la mano sólo para saber qué se sentía. ¿Y sabes lo que me dijo cuando le pregunté el porqué?
Barry negó con la cabeza.
—Me dijo: «En aquel momento me pareció una buena idea». —O’Reilly se sacudió de la risa, al tiempo que utilizaba el dorso de una mano para limpiar la condensación del parabrisas por dentro—. Creo —añadió— que va a escampar.
Barry comprendió que la frivolidad de O’Reilly era su medio de camuflarse, del mismo modo que la deslumbrante pintura del casco de su viejo buque en las fotos que colgaban de las paredes del rellano de la escalera. Decidió dejar el tema a un lado y dedicarse a mirar por la ventanilla del coche.
El Rover recorrió la orilla del mar, donde un herboso margen salpicado de armerías era lo único que separaba la carretera de las afiladas rocas, ahora oscurecidas por la lluvia. Las olas de color verde obsidiana batían contra la costa, rompiéndose y lanzando espuma sobre el camino. ¿Qué había dicho O’Reilly? «Sólo tienes que continuar combatiendo». Barry sonrió.
El coche se detuvo y O’Reilly lo aparcó con dos ruedas sobre la hierba.
—Vamos.
Barry salió del coche y vio una casa con muros grises, tejado de pizarra, ventanas con parteluz y jardineras llenas de brillantes pensamientos en el alféizar. La vivienda se asentaba justo al lado de la carretera. Una delgada franja de hierba rala llegaba hasta el borde del mar desde detrás de ella. O’Reilly se acercó hasta la puerta principal y llamó. Barry le alcanzó e inmediatamente reconoció a la mujer que les abrió. Maggie MacCorkle no llevaba puesto el sombrero de geranios, pero seguía vestida con varias capas de chaquetas de punto y la larga falda negra.
—Pasen, doctores —dijo—, o se ahogarán ahí fuera, eso les pasará.
Cerró la puerta tras ellos. Una única lámpara de aceite en una mesita de roble iluminaba la minúscula habitación de techo bajo. Barry vio unos platos puestos a secar en un escurreplatos junto al fregadero esmaltado, una estufa de gas y una fila de armarios de pared. Dos sillas flanqueaban una chimenea en la que ardía carbón. En una de ellas un enorme gato naranja yacía hecho una bola. La cola le cubría la nariz, pero Barry pudo ver que le faltaba una oreja y que el ojo izquierdo del animal estaba cerrado por una cicatriz.
—¿No quieren que les sirva una taza de té, doctor?
—No, gracias, Maggie. Sólo vamos a estar un minuto —indicó O’Reilly—. ¿Qué tal van tus dolores de cabeza?
Barry observó que mientras O’Reilly hablaba su mirada se paseaba por la habitación.
—Ni en Lourdes me habría ido mejor —contestó ella, santiguándose—. Es un milagro, eso es lo que es. Esas pequeñas píldoras.
—Bien —asintió O’Reilly, mirando a Barry.
—Largo de aquí, General. —Maggie empujó al gato remolón fuera de la silla—. Siéntese junto al fuego, doctor.
—¿Qué tal está el General, Maggie? —preguntó O’Reilly, tomando asiento. Acarició la cabeza del gato—. ¿Sigue con sus manías de siempre?
—Ése —la cara arrugada de Maggie mostró una sonrisa desdentada—, ése armaría follón incluso en una casa desierta. —Se volvió hacia Barry—. Siéntese.
Barry sacudió la cabeza. Picado por la curiosidad, no pudo evitar preguntar:
—¿Por qué llama al gato General, señorita MacCorkle?
Ella se rió.
—Ése es su mote. Su nombre completo es General Sir Bernard Law Montgomery; ¿no es así, diablillo? —El gato movió su ojo bueno al oír la voz de ella—. Es exactamente igual que el hombre del que recibe su nombre. Es un hombre del Ulster al que le gustan las buenas peleas, ¿no es así?
El General emitió un ronco maullido, echó hacia atrás su única oreja y miró encolerizado a Barry.
—Entiende todo lo que digo, ¿sabe? —aclaró Maggie.
Barry no estaba muy seguro de que le gustara la forma en que el gato le estaba mirando. Dio un paso atrás.
—No se preocupe por él —le tranquilizó—. No es lo suficientemente grande para perseguirle.
O’Reilly se levantó.
—Tenemos que continuar, Maggie. —Cruzó la habitación—. Y recuerda —dijo, deteniéndose mientras abría la puerta—: si te quedas sin provisiones, ven a verme.
—Lo haré —contestó ella—, y gracias por pasar por aquí.
—No ha sido ninguna molestia —aseguró el médico—, vamos de camino a ver a Sonny.
—¿Sonny? —cacareó Maggie—. Pobre viejo Sonny. No está a buenas conmigo.
—¿Y eso? —preguntó O’Reilly.
—Sí. Su cocker spaniel vino ayer por aquí y el General se ocupó del perro, ¿no fue así, General?
Barry tuvo la impresión de que al oír la palabra «perro» la mirada enfurecida del gato se hizo más intensa. Arqueó la espalda y escupió.
Maggie sostuvo la puerta.
—Sonny le contará todo lo que pasó, pero no le hagan caso, no es más que un viejo chivo.
* * *
—No sabía que la señorita MacCorkle le había pedido que la visitara —comentó Barry cuando hubo cerrado la puerta del coche.
—No lo hizo —contestó O’Reilly, conduciendo lejos de allí—. Los días tranquilos trato de visitar a uno o dos de los pacientes que más me preocupan.
—Estaba buscando algo ahí dentro. ¿Qué era?
—Pequeñas cosas. Platos fregados, ninguna sartén con comida sobre el hornillo, el suelo limpio. —O’Reilly giró por una carretera estrecha—. Maggie es un tanto peculiar, pero es independiente, y necesito saber que cuida de sí misma. Si empieza a descuidar su hogar, tal vez debamos pensar en una residencia para ella. —Su voz se suavizó—. No me gusta pensar en Maggie en un asilo, por eso mientras pueda echarle un ojo…
—Eso es muy noble por su parte.
—En absoluto —repuso O’Reilly tajante—. Este trabajo es algo más que narices con mocos e hipocondríacos que te sacan de la cama en mitad de la maldita noche.
—Ya entiendo.
—Lo entenderás mejor en nuestra siguiente parada.
—¿Sonny?
—Sonny. Aquí hay más de una historia. —O’Reilly dio un frenazo. Barry pudo ver un tractor cruzando la carretera. Se estaba bien en el coche. De acuerdo con las anteriores predicciones de O’Reilly, la lluvia había parado y el sol de verano estaba haciendo que el vapor se elevara en forma de sutiles espirales desde la superficie mojada de la carretera. El coche continuó.
—Te hablaré de Sonny después de que hayamos estado allí —indicó el médico—. Pero si piensas que Maggie es un poco rara… —se echó a un lado de la carretera—, entonces ¿qué te parece esto?
—¡Buen Dios!
El margen opuesto estaba invadido por coches viejos, televisores, una cosechadora oxidada y sillas de plástico plegadas. Unos cables colgaban de las ramas de un alerce y llegaban hasta un aparato de televisión y una secadora-centrifugadora con ventana de cristal frontal. Barry pudo apreciar un manojo de ropa dentro, girando y danzando. Las alargaderas de cables cubiertos de plástico amarillo salían de una casa sin tejado ubicada al fondo del sendero. Las vigas del techo estaban ennegrecidas por el tiempo y medio hundidas. La hiedra invadía los muros y los marcos de las ventanas.
Lo que debería haber sido el jardín delantero estaba atiborrado de coches viejos, motocicletas, maquinaria agrícola y una caravana amarilla. Un hombre vestido con un impermeable marrón atado a la cintura con cinta de embalar abandonó una de las motocicletas oxidadas, se dirigió hacia la caravana y abrió la puerta. Cinco perros salieron de ella, cada uno ladrando y compitiendo para conseguir llamar su atención.
O’Reilly había cruzado la carretera y estaba junto al televisor. Barry le siguió.
—¿Qué tal estás, Sonny? —gritó.
—Ya voy. —Sonny se abrió paso hacia una reja y salió por ella—. Ahora sed buenos chicos y quedaos ahí —les indicó a los perros que corrían a lo largo de un seto bajo, aullando y ladrando—. Silencio —ordenó, dirigiéndose hacia donde estaban Barry y O’Reilly. El barullo desapareció—. Doctor. —Le tendió una mano que O’Reilly estrechó.
—Sonny —dijo—, éste es el doctor Laverty.
—Encantado de conocerle, Sonny. —Barry miró fijamente al hombre. Era casi tan alto como O’Reilly, mayor y, sin embargo, caminaba tan tieso como el sargento de un regimiento. Llevaba un sombrero impermeable amarillo bajo el cual mechones de cabello gris flotaban hasta los hombros. Sus ojos eran tan pálidos como los de un perro collie, si bien sus ásperas mejillas hablaban de años bajo el viento del Ulster. ¿Y no había un ligero tinte azul en la piel de los pómulos?
—¿Tienes alguna patata nueva? —preguntó O’Reilly.
—Tengo. —Sonny buscó detrás de la secadora y extrajo un saco pequeño—. Cinco chelines y seis peniques. —Entregó el saco a O’Reilly, quien contó las monedas sobre una mano que, como Barry pudo apreciar, estaba retorcida con los nódulos de la artritis.
—Te he traído más de esto —anunció O’Reilly, tendiéndole dos frascos de plástico de medicinas.
—¿Cuánto le debo? —preguntó, rebuscando en el bolsillo de su pantalón.
—Son muestras —explicó O’Reilly—. El vendedor de la compañía farmacéutica me las ha dado gratis.
—No debería regalármelos. Puedo pagarlos, ¿sabe?
—No hace falta —zanjó O’Reilly—. ¿Qué tal están los perros?
—Todos genial excepto Sandy. La muy tonta se metió en una pelea con el gato de Maggie.
—Eso he oído —indicó O’Reilly.
—¿Y qué tal está esa vieja cotorra? —A Barry le pareció apreciar ternura en la voz de Sonny.
—Bastante bien —contestó el médico.
—Me alegra oírlo. —Los pálidos ojos de Sonny se suavizaron—. Estúpida vieja cabezota.
—Sí —reconoció O’Reilly—. Bueno, tenemos que marcharnos.
—Gracias, doctor —dijo Sonny, cogiendo una de las sillas de plástico plegadas y abriéndola—. Me sentaré aquí un rato ahora que ha salido el sol. —Se acomodó en la silla y miró la secadora—. Mi ropa ya está casi lista. —Un perro aulló desde el otro lado de la cerca—. Silencio ahora —ordenó—. Estaré contigo en un minuto.
* * *
—¿De qué demonios iba todo eso? —preguntó Barry, mientras O’Reilly conducía de vuelta a casa.
—De orgullo —contestó O’Reilly—. «La soberbia es el heraldo de la ruina, y la altivez de corazón, de la caída». Proverbios 16,18.
—¿Orgullo?
—Sonny es el hombre más duro de mollera que he conocido jamás y, sin embargo, es uno de los más satisfechos. Tiene un doctorado en filosofía, ¿sabes?, y solía trabajar para una gran compañía química de Belfast, pero ahora prefiere quedarse en casa y vivir en su coche.
—¿En su coche? Pero he visto que había una caravana.
—Para los perros —explicó O’Reilly—. Sonny chochea por sus perros.
—Pero ¿por qué vive en el coche? ¿No puede hacer reparar el tejado de su casa?
—Sí… y no. ¿Recuerdas al «honorable» concejal Bishop?
—Sí.
—Es contratista de obras. Hace veinte años Sonny contrató a Bishop para que le arreglara el tejado. Quería tenerlo listo antes de casarse.
Barry recordó cómo Sonny había preguntado por Maggie MacCorkle.
—¿No sería con Maggie?
—Con Maggie, sí; pero —y es un gran pero— Bishop…, que es un hombre capaz de luchar con un oso por medio penique…, trató de estafarle en el precio de una partida de pizarra.
—¿Después de que el viejo tejado hubiera sido derribado?
—Exacto. Sonny se negó a pagar a Bishop por el trabajo que ya había hecho. Bishop dijo que podía esperar sentado a tener el nuevo tejado. Maggie no se casaría nunca con un hombre que, literalmente, no pudiera mantener un techo sobre su cabeza. Sonny abandonó su trabajo, se mudó a su coche y se mantiene vendiendo verduras y chatarra, y así quedó el asunto.
—¡Que me condenen! ¿Durante veinte años?
—Sí. —O’Reilly dobló por el sendero de su casa—. Y ésa es toda la historia de cabo a rabo.
—Sonny no se encuentra muy bien, ¿verdad?
—¿Por qué lo dices?
—Sus mejillas estaban ligeramente azuladas.
—Muy agudo por darte cuenta.
Barry sonrió.
—¿Insuficiencia cardiaca?
—Sólo moderada. —O’Reilly detuvo el coche.
—¿Qué le ha dado?
—Digitalis y un diurético. Lo mantienen bastante bien controlado.
—¿Puede conseguirlos gratis de los representantes farmacéuticos?
—¡Ah! —exclamó O’Reilly—, quien no hace preguntas no recibe mentiras. Ahora, sé buen chico y abre la puerta del garaje.
* * *
La señora Kincaid los recibió en la cocina.
—¿Alguna llamada, Kinky? —preguntó O’Reilly.
—Ni una, pero hay un pequeño asunto del que debería ocuparse, así es.
—¿Sí?
—¿Ha vuelto a ir a la ciénaga tan pronto? —inquirió, mirando los pantalones de Barry—. Está de barro hasta la rodilla.
—Arthur —explicó Barry con resignación— se alegró mucho de volver a verme.
O’Reilly se rió.
—Te ha cogido mucho cariño.
Maldito perro, pensó Barry.
—Menos mal que le lavé los otros. —La señora Kincaid levantó la vista.
Barry siguió la dirección de sus ojos. Por encima de su cabeza, colgando de una cuerda que había sido alzada con un sistema de poleas, pudo ver sus pantalones de pana.
—Gracias, señora Kincaid.
—Lamento mucho entrometerme —interrumpió O’Reilly—, pero ha dicho que había algo que tenía que resolver, Kinky.
Los brillantes ojillos casi desaparecieron al sonreír.
—Está en la consulta —indicó, y se encaminó hacia allí.
—Guíeme pues, Macduff —recitó O’Reilly, siguiendo a la señora Kincaid.
—De hecho es: «Hiéreme, Macduff».
—«Y maldición sobre quien grite: ¡Basta!». Macbeth. Lo sé —afirmó O’Reilly, y se fue hasta la consulta, donde la señora Kincaid estaba junto a la camilla.
—Acababan de salir cuando alguien llamó a la puerta. Me encontré esto, así es. —Señaló una cesta de mimbre colocada encima.
—¡Buen Dios! —exclamó O’Reilly—. No creerás que es el viejo número del niño abandonado en una cesta, ¿verdad?
Si lo es, pensó Barry, es un bebé con un llanto de lo más extraño. Un gruñido bajo, áspero y quebradizo, de tono grave parecido al de una sirena antiniebla, llenó sus oídos.
—Bueno —repuso el médico—, será mejor que le eche un vistazo. —Golpeó un lado de la cesta.
Barry observó cómo ésta se arrastraba varios centímetros a lo largo de la camilla, como movida por una fuerza primitiva. Los gruñidos se incrementaron casi diez decibelios.
—Tenga cuidado, doctor —advirtió la señora Kincaid con los dedos índices cruzados para protegerse del mal de ojo. O’Reilly abrió la tapa. Barry dio un paso atrás cuando una cosa blanca saltó del cesto, y con un último y espeluznante chillido aterrizó sobre el hombro de O’Reilly.
—¡Alabado sea Dios, es un gato! —exclamó, alargando los brazos y quitándolo de su percha—. Pss-pss. —Sostuvo al animal en una de sus enormes manos y le acarició la cabeza con la otra. Al principio se resistió, pero después pareció aceptarlo y frotó su cabeza contra la palma de O’Reilly. Barry pudo percibir un leve ronquido. El animal estaba ronroneando.
—Hummm —murmuró el médico—. Dudo mucho que descubramos quién lo ha dejado y no podemos abandonarlo así.
—¿Le parece que le dé un poco de leche, doctor?
—Eso sería magnífico, Kinky —declaró O’Reilly entregándole el pequeño felino—. Y ya puestos, ¿podrías hacer un poco de té para nosotros?
—Lo haré, así es. Vamos, pequeño amorcito —dijo cariñosa, dirigiéndose a la cocina.
—No sé tú, Barry —comentó O’Reilly—, pero después de la noche pasada con los Fotheringham creo que me vendría muy bien estar un rato con los pies en alto.
Barry bostezó.
—¿Cansado?
—Un poco.
—Bueno, sólo faltan dos días para que libres.