Capítulo 6

Barry permaneció en silencio en el asiento del pasajero. Ni él ni O’Reilly habían dicho una palabra durante el camino de vuelta desde Belfast más allá de la discusión sobre por qué el médico había decidido no completar el examen de Jeannie Kennedy. Y, maldita sea, cuanto más pensaba en la explicación de O’Reilly, más reconocía que el hombre mayor, el hombre experimentado, estaba en lo cierto al no haber infligido un daño innecesario. Tal vez bajo su arisca fachada O’Reilly tenía un lado tierno.

Las reflexiones de Barry fueron interrumpidas cuando el coche pasó junto al muro de ladrillo rojo del Campbell College, su antiguo colegio. No parecía que hubieran transcurrido siete años desde que se marchó de allí para ingresar en la Facultad de Medicina. Había estado interno durante cuatro años en Campbell, el colegio cuyos residentes solían decir que se guiaba por las viejas reglas de la marina de Nelson: ron, sodomía y látigo, pero sin el consuelo del ron. Aunque no era del todo cierto, desde luego, en más de una ocasión algún preceptor le había castigado por infringir alguna regla.

Sin embargo, allí había hecho una verdadera amistad, Jack Mills, que estaba haciendo prácticas como cirujano en el Royal Victoria Hospital. Jack y Barry habían compartido un estudio en Campbell durante su último año, empezaron juntos a estudiar medicina e hicieron las prácticas a la vez. Decidió llamar a Jack para ver si podían quedar en su primer sábado libre. Estaba muy interesado en escuchar la opinión de su amigo sobre O’Reilly.

El coche abandonó el tráfico de la ciudad. O’Reilly pisó a fondo el acelerador y lanzó el Rover por la tortuosa carretera de Craigantlet Hill. Barry miró fijamente hacia delante mientras los setos pasaban a toda velocidad por la ventanilla, y se puso rígido cuando el coche se tambaleó al tocar una rueda el borde de la carretera.

O’Reilly estaba diciéndole algo.

—Perdone, ¿qué decía?

—Decía que estaremos en casa enseguida.

O con el coche volcado en una cuneta, pensó Barry.

—Va como un tiro —declaró el médico—. Estamos llegando a The Straight. Aquí puedo dejarlo suelto.

Yo sí que desearía con toda el alma que me soltara aquí, se dijo Barry. Miró de soslayo al médico, que tenía una mano en el volante y con la otra sujetaba una cerilla sobre la cazoleta de su pipa.

—¿No estamos yendo demasiado rápido, doctor O’Reilly?

—Tonterías, hijo mío —respondió, soltando el humo como un afanoso motor quemando carbón, y, dicho eso, se abalanzó con el coche sobre una curva.

Barry se encogió cuando pasaron rozando un remolque con heno que venía en dirección contraria. Una vez que logró reponerse del susto pudo ver que la carretera se extendía en línea recta hasta el horizonte. Se preguntó cuántas veces su padre le había llevado en coche por aquel camino después de recogerlo o llevarlo de vuelta al Campbell College. La superficie de asfalto de la carretera seguía las ondulaciones de las colinas a ambos lados. Éste es un país escarpado a causa de los montículos redondos que se formaron en la última glaciación.

Sabía que a su derecha se encontraba una de las grandes fortificaciones neolíticas de las colinas, construida miles de años atrás por los oriundos habitantes celtas de ese rincón de Irlanda. Dúndonald, palabra irlandesa que significa «el fuerte de Donald», era un complejo de murallas de terracota y túmulos funerarios. Y si O’Reilly no reducía la marcha —el coche estaba aumentando alarmantemente de velocidad en las curvas, como una montaña rusa fuera de control—, habría una súbita necesidad de cavar dos tumbas más.

Barry respiró hondo y confió en que la sensación de mareo en la boca del estómago se le pasara. Al menos trató de consolarse: pronto llegarían al final de The Straight y O’Reilly tendría que aminorar la marcha.

Y así lo hizo, aunque sólo levemente. El coche vibró al entrar en la siguiente curva.

—Estimulante —declaró O’Reilly—. Condenadamente maravilloso. Me encanta este tramo de la carretera.

—Pop, pop —murmuró Barry entre dientes al tener la repentina visión del señor Sapo[3], de la mansión Sapo, atronando por la campiña inglesa en un coche robado.

—Ya no estamos lejos —comentó O’Reilly, girando para tomar un camino de tierra—. Sólo nos queda subir las colinas de Ballybucklebo y estaremos en casa. —Echó un vistazo a su reloj—. Menos de diez minutos para la segunda parte.

Condujo decidido bajo olmos con ramas cargadas de hojas que bloqueaban el sol y daban al sendero la sombría dignidad de una vieja iglesia, a través de muretes de piedra que bordeaban el camino y marcaban los límites de los pequeños predios donde las ovejas y el ganado pastaban y los setos de aulagas con flores amarillas se erguían intrépidos contra la hierba verde.

El coche coronó la cuesta. Más abajo, Barry divisó Ballybucklebo, donde los límites del pueblo se perdían colina arriba y la línea del ferrocarril —cogería el tren a Belfast tan pronto estuviera libre—, las casas y los edificios adosados del centro se agrupaban alrededor de la cucaña. Advirtió el único semáforo y la carretera que arrancaba en ese punto, aquella que O’Reilly le había comentado que llegaba hasta la costa. Por encima de las dunas y la hierba plateada, una bandada de gaviotas daba vueltas y se lanzaba en picado, para resurgir sobre la blanca cresta del mar.

Un carguero solitario luchaba contra las olas rumbo al puerto de Belfast, y por encima de la proa pudo atisbar las grúas de los astilleros de Harland y Wolf, sus brazos erguidos orgullosos contra el telón de fondo de la bruma de las fábricas que, suspendida sobre la ciudad, manchaba el cielo mientras se desplazaba en dirección al obelisco en memoria de los caídos en Knockagh, un dedo de granito sobre la cima de Cave Hill.

Bajó la ventanilla y respiró el aire puro del campo. Escuchó una alondra por encima de su cabeza y, procedente de un campo cercano, el graznido de una bandada de codornices; la música clásica y el rock del mundo de los pájaros, pensó.

El coche dejó atrás la primera casa del pueblo.

—Ya casi estamos en casa —dijo O’Reilly.

—¿En casa? —Para usted tal vez, doctor, pero ¿lo será para mí?

O’Reilly echó un rápido vistazo al asiento del pasajero.

—Sí —continuó tranquilamente—. ¿Lo ves? Justo al otro lado de esta curva al pasar el semáforo. —Dobló la esquina hacia la calle principal de Ballybucklebo y frenó detrás de un tractor rojo que esperaba a que el semáforo cambiara.

Barry creyó reconocer algo familiar en el conductor del tractor. Había visto antes esas formas angulosas y esos mechones pelirrojos.

El semáforo se puso verde y, presumiblemente para alentar al conductor de delante, O’Reilly tocó el claxon. El hombre del tractor se dio la vuelta en su asiento. Barry reconoció al ciclista que le había orientado en el cruce de los Seis Caminos y que, ante la mención del doctor O’Reilly, había salido disparado. Ahora el joven de los dientes de conejo miró fijamente a través del parabrisas del coche, se estremeció, volvió a girarse y, al intentar arrancar, se le caló el motor.

El semáforo volvió a ponerse rojo.

—¡Maldita sea! —rezongó O’Reilly—. Muévete.

El encendido del tractor emitió un ronco gorgoteo, pero el motor no arrancó.

El semáforo volvía a estar verde.

Puf-puf-pof, hizo el motor.

—¡Mierda! —exclamó O’Reilly.

Otra vez la luz roja.

El sonido del encendido subió dos octavas, pif-pif, pero sin éxito.

El semáforo se puso verde. Barry miró hacia atrás. Una fila de coches y camiones se extendía a lo largo de la calle principal. Comenzaron a sonar más bocinas.

O’Reilly salió del coche cuando el semáforo volvió a cambiar a rojo. Caminó a grandes zancadas hacia el tractor. Mientras el semáforo cambiaba de nuevo Barry escuchó el vozarrón del médico por encima del rugido de los motores y el pitido de las bocinas.

—Cuéntame, Donal Donelly, miserable ejemplar de ser humano, cuéntame para que lo entienda: ¿hay algún tono de verde en particular que estés esperando ver?

* * *

Barry se cambió sus mejores pantalones y los zapatos manchados de barro en cuanto llegaron a casa de O’Reilly, y luego se reunió con él en la sala de estar del piso de arriba para ver la televisión. El equipo de rugby de Irlanda subveintitrés había ganado por goleada a los escoceses.

O’Reilly se terminó los restos de la ensalada de langosta fría de la señora Kincaid y dejó el plato sobre la mesa de café junto a su sillón.

Eructó satisfecho, mirando por la ventana.

—Esta Kinky tiene una mano única para la cocina, no hay duda.

—Estoy de acuerdo. —La cena fría había sido deliciosa.

—No sé qué haría sin ella. —O’Reilly se dirigió hacia el aparador—. ¿Un jerez?

—Por favor.

Barry esperó mientras O’Reilly servía una copita de jerez para él y otra gigantesca de whiskey irlandés para sí.

—Aquí tienes —dijo, tendiéndole el vaso—. Parece que lleva conmigo toda la vida. —Se sentó en su sillón—. No podría haber manejado la consulta de no haber sido por Kinky.

—Oh.

—Vine aquí en 1938 como ayudante del doctor Flanagan. Ese viejo golfo. Acababa de terminar la facultad, yo aún no era nadie y él estaba bastante desfasado, eso puedo asegurártelo, algunas de las cosas que hacía eran muy poco ortodoxas, incluso para aquellos tiempos.

—¿En serio? —Barry confió en que su sonrisa irónica pasara inadvertida.

—Su gran preocupación…, sobre la que me previno…, eran unos extraños síntomas que sólo había visto en Ballybucklebo. Un absceso en la ingle.

—¿El qué?

—Un absceso en la ingle. Decía que había visto muchos así en hombres trabajadores. Siempre los sajaba.

—¿Practicaba la cirugía aquí en el pueblo?

—Los médicos de cabecera solían hacer esas cosas antes de la guerra. Ahora todo eso ha cambiado. Tenemos que enviar los casos de cirugía al hospital. Tal vez sea lo mejor… La última vez que extirpé un apéndice fue en el viejo Warspite. —Dio un largo sorbo a su bebida—. En cualquier caso, los abscesos en la ingle, según contaba Flanagan, cuando los abres nunca sale pus. Sólo viento o heces…, y el paciente muere cuatro días después aproximadamente.

Barry dio un brinco en su asiento.

—¿Pensaba que las hernias inguinales eran abscesos?

—Sí. Y cuando metía el bisturí siempre cortaba en…

—El intestino. ¡Santo Dios! ¿Y qué hizo usted?

—Traté de sugerirle que tal vez no lo había diagnosticado bien.

—¿Y?

—Únicamente intenté corregir al doctor Flanagan aquella vez. No puedes imaginar lo irascibles que pueden llegar a ser algunos viejos médicos rurales, y yo necesitaba el dinero. El trabajo era difícil de conseguir por entonces.

—No como hoy —declaró Barry, llevándose el vaso a los labios para esconder su expresión—. Me sorprende que se quedara.

—No lo hice. Me ofrecí voluntario para la marina en cuanto estalló la guerra.

—Entonces ¿qué le hizo volver?

—Cuando la guerra terminó estaba harto de la marina, de modo que escribí al doctor Flanagan. Recibí en respuesta una carta de su ama de llaves, la señora Kincaid, anunciándome que había fallecido y que la consulta estaba en venta.

—¿Y la compró?

—Había que hacerlo en aquellos días, y tenía mi sueldo como ex oficial. Eso y un crédito del banco me ayudaron a comprar la casa además de la clientela de la consulta, y la señora Kincaid consintió en quedarse. Llevamos aquí desde 1946. —Miró su vaso vacío, cogió el de Barry y declaró—: Un pájaro no puede volar con una sola ala.

—Realmente no debería…

—Aquí tienes —dijo, pasándole su copa de nuevo llena—. Siéntate.

Barry se sentó.

O’Reilly le imitó acto seguido.

—¿Por dónde iba?

—Acababa de comprar la consulta.

O’Reilly sostuvo el vaso entre sus manazas.

—Y casi la pierdo el primer año.

—¿Qué sucedió?

—La gente del campo —explicó—. Tienes que acostumbrarte a ellos. Mi error fue tratar de cambiar las cosas demasiado rápido. Uno de mis primeros pacientes fue un granjero con la hernia más enorme que hayas visto jamás.

—Un absceso en la ingle —se rió Barry—. ¿Tuvo que abrirla como el doctor Flanagan?

O’Reilly no se rió.

—Tal vez debí haberlo hecho. Cuando me negué, el hombre hizo correr el rumor de que yo era un joven cachorro que no conocía su trabajo. Los pacientes dejaron de venir —dio un buen trago—. Pero los plazos del crédito, no.

—Debió de estar muy preocupado.

—Preocupado a morir. Ya te he dicho que me habría hundido si Kinky no llega a salvarme el pellejo. Ella es presbiteriana, sabes.

—¿Una presbiteriana del condado de Cork?

—No sólo hay católicos en Cork.

—Lo sé.

—Me hizo asistir a misa con ella para que los lugareños vieran que yo era un buen cristiano.

—¿Y eso es importante aquí?

—Por aquel entonces lo era.

—¿Quiere decir que, incluso en este pequeño pueblo, todavía continúa la guerra entre las viejas sectas?

—En absoluto —negó O’Reilly—. Sólo les gustaba pensar que su médico era un buen feligrés. Aunque les daba igual si asistías a misa o a la capilla mientras lo hicieras.

—Eso es un alivio. Ya he pasado demasiado tiempo tratando de curar las bajas causadas por las batallas callejeras entre protestantes y católicos cuando las hordas de Divis Street azotaron Belfast. Fue bastante desagradable.

—No verás nada de eso por aquí —aseguró O’Reilly—. El padre O’Toole y el reverendo Robinson juegan juntos al golf cada lunes. —Sacó su pipa y comenzó a llenarla con tabaco Erinmore Flake de una lata que estaba sobre la mesa delante de él—. El 12 de julio…, es decir, el próximo jueves, la Hermandad Orangista celebra su desfile y la mitad de los católicos de Ballybucklebo llenarán las aceras, ondeando banderas inglesas. Si hasta han dejado participar a Seamus Galvin…, fíjate, que es lo que se llamaría un católico no practicante…, en la banda de gaitas. —Encendió una cerilla—. En cualquier caso —prosiguió—, estaba hablando de Kinky.

—Eso es.

—Pues bien, nos fuimos a la iglesia los dos, Kinky con su mejor sombrero y guantes, y yo con mi único traje.

Barry recordó con pena sus pantalones llenos de barro.

—Algunas cabezas se volvieron cuando nos sentamos en un banco. Yo no tenía ninguna duda sobre quién era el objeto de las murmuraciones de la congregación. Escuché decir a alguien que yo era ese joven doctor que no sabía distinguir su culo de su codo. Algunos se volvieron a mirarme incluso durante el sermón. Fue todo bastante desagradable.

—Puedo imaginarlo.

—¿Crees en la divina providencia?

Barry miró a O’Reilly para asegurarse de que no estaba bromeando. Por la forma en que el hombretón le sostuvo la mirada estaba claro que no.

—Bueno, yo no creía —prosiguió—. No hasta ese domingo en concreto. En mitad del último himno un tipo enorme, sentado en la primera fila, dejó escapar un gemido como el estertor fatal que anuncia la muerte, se agarró el pecho y cayó fulminado al suelo con gran estrépito. Los cantos se detuvieron y el ministro dijo: «Creo que hay aquí un médico». Kinky me dio un terrible codazo. «Haga algo», me pidió.

—¿Y qué hizo?

—Saqué el estetoscopio de mi maletín…, en aquellos tiempos nunca se iba a ningún lado sin él…, y corrí por el pasillo. El hombre estaba azul como un arenque. Sin pulso, sin latidos. Debía de habérsele ocluido todo.

—¿Por aquel entonces estaba inventada la resucitación cardiopulmonar?

—Nada de eso. Apenas teníamos antibióticos excepto las sulfamidas.

—De modo que se quedó paralizado.

O’Reilly se rió entre dientes.

—Bueno, sí y no. Comprendí que aquella era mi oportunidad para hacerme una reputación. «Que alguien traiga mi maletín», pedí mientras desabotonaba la camisa del hombre. Kinky llegó y me entregó la bolsa. Cogí la primera inyección que encontré a mano, llené una jeringuilla y la clavé en el pecho de la víctima. Entonces me coloqué el estetoscopio. «Ha vuelto», declaré. Los gemidos de la congregación podían oírse hasta Donaghadee. Esperé un par de minutos. «Se ha ido». Volví a pincharle. Nuevos jadeos alrededor. «Ha vuelto».

—¿Y lo había hecho?

—En absoluto. Estaba más rígido que un salmonete noqueado, pero le puse una nueva inyección.

—No veo cómo perder a un paciente en la iglesia delante de medio pueblo pudo salvar su consulta.

—Kinky lo hizo por mí. Escuché a alguien dando sorbetones y diciendo que el hombre que nos acababa de dejar nos había demostrado el médico tan inútil que yo era. Creí sentirme tan muerto como el difunto.

—No me sorprende.

—«Aguarden un minuto», intervino Kinky, que se quedó mirando al ministro. «Tiene que reconocer, reverendo, que nuestro Salvador devolvió a Lázaro de entre los muertos». El ministro asintió. Hubo un murmullo generalizado como en la onceava hora del undécimo día del undécimo mes. Ésas fueron las palabras de Kinky. «Y Jesús sólo lo consiguió una vez, así fue. Nuestro médico, nuestro doctor O’Reilly, aquí presente, lo ha hecho dos veces». —O’Reilly apuró su copa—. Desde entonces me ha ido como la seda.

—Viejo tramposo…

Sonó el timbre en el vestíbulo.

—¿Ves a lo que me refiero? —preguntó O’Reilly—. Sé un buen chico y baja a ver quién es.

* * *

Barry abrió la puerta principal y se encontró de frente con un hombre que esperaba en el umbral con las piernas abiertas y los brazos cruzados. Era bajo y lo suficientemente orondo como para ser comparado con una esfera. Vestía un terno negro y un sombrero hongo y tenía el ceño tan fruncido como el de Iván el Terrible en un mal día.

—¿Dónde demonios está O’Reilly? —El visitante le apartó abriéndose paso hacia el vestíbulo—. ¡O’Reilly, venga aquí; le quiero a usted! —gritó como el contramaestre sobre el puente llamando a gritos al vigía para que le guíe en medio de una galerna de fuerza diez—. ¡O’Reilly, baje ahora mismo! ¡Ya!

Barry escuchó movimiento en el piso de arriba. Tal vez el recién llegado no entendía que gritar a O’Reilly tendría el mismo efecto que pinchar con un palo el ojo de un dóberman rabioso.

—Quizá yo pueda…

—Ya he oído hablar de usted, Laverty. —El recién llegado se volvió a medias para encararse con Barry, que se recordó a sí mismo que sólo llevaba un día en el pueblo. Las noticias volaban rápido—. Le quiero a él.

Barry se puso rígido. Aquí había un paciente que estaba muy bien encaminado para contravenir la primera regla del ejercicio de la medicina del doctor F. F. O’Reilly. El joven levantó la vista para ver al médico acercarse; sabía que echaría al hombre a la calle, pero él se consideraba perfectamente preparado para luchar sus propias batallas.

—Soy el doctor Laverty. Si le ocurre algo malo…

—Conque doctor, ¿eh? ¡Y a mí qué! —Los ojos del orondo hombrecillo centellearon—. ¿Sabe quién soy yo?

Barry decidió que una réplica del tipo: «¿Por qué? ¿Es que usted no puede recordarlo?» no sería la más adecuada.

—Soy el concejal Bishop, excelentísimo responsable de la Hermandad Orangista de Ballybucklebo, eso es lo que soy.

—Buenas tardes, concejal —saludó O’Reilly desde detrás del hombre—. ¿Qué puedo hacer por usted? Espero que no se trate de un absceso en la ingle. —Su tono era solícito; su guiño a Barry, demoníaco.

El concejal Bishop se giró para mirar a O’Reilly, que se inclinó dominante sobre el rechoncho hombre. El médico estaba sonriendo, pero Barry advirtió la acusadora palidez en su nariz torcida.

—Mi dedo me está matando, O’Reilly. —Colocó el dedo índice de la mano derecha bajo la nariz del médico. Barry pudo ver la piel enrojecida y brillante alrededor de la uña y, debajo, el pus amarillo—. Me está matando de dolor, eso es lo que pasa.

—Vaya, vaya —dijo el médico, poniéndose las gafas de media luna.

—Bien, ¿qué piensa hacer al respecto?

—Pase a la consulta. —Abrió la puerta. Barry le siguió y observó cómo O’Reilly cogía el instrumental de un armario, lo metía en un esterilizador de acero y lo ponía en marcha—. No tardaré ni un minuto.

—Pues apresúrese. Soy un hombre ocupado. —El concejal Bishop plantó su amplio trasero sobre la silla giratoria.

—¿Y qué tal se encuentra la señora Bishop? —inquirió O’Reilly.

—Pero, bueno, ¿piensa ponerse manos a la obra?

—Desde luego. —O’Reilly empujó el carrito hacia el concejal. Las ruedas chirriaron. El esterilizador borboteó; un hilillo de vapor salió de debajo de la tapa. Se acercó al armario, sacó un paquete envuelto en tela y lo colocó sobre el carro—. Abra esto, por favor, doctor Laverty.

Barry quitó la envoltura exterior. Dentro había paños verdes esterilizados, pinzas con esponja, recipientes de acero inoxidable con forma de riñón, gasas, una palangana pequeña y un par de guantes quirúrgicos. Escuchó correr el agua mientras el doctor se lavaba las manos. Sabía lo que sucedería a continuación y lo que se necesitaría. Antiséptico, los instrumentos del esterilizador y un poco de anestesia local; porque O’Reilly utilizaría local, ¿no? ¿O se atrevería a usar el bisturí en vivo en el absceso?

Escuchó el flap, flap de los guantes al enfundárselos.

—El Dettol y la Xylocaína están al fondo del carro —indicó el médico.

Barry cogió la anestesia local y un frasco de desinfectante de color marrón, aliviado por que O’Reilly no pensara abrir el absceso sin mitigar el dolor. Vertió un poco de Dettol en uno de los recipientes del carrito y luego dejó la botella en la bandeja inferior.

—Gracias. —O’Reilly colocó un par de algodones entre las mandíbulas de las pinzas—. Ahora, concejal, si coloca su dedo sobre la palangana…

—Pero dése prisa.

La alarma del esterilizador que indicaba que los instrumentos ya estaban listos casi sofocó el grito de «¡ayyyy!» del concejal.

Sí, eso es, pensó Barry, el Dettol escuece. Recuperó los esterilizados fórceps, el escalpelo y la aguja hipodérmica y los colocó en el carrito.

—¿Anestesia local?

—Desde luego —contestó el médico, levantando la aguja.

El concejal Bishop soltó leves quejidos como silbidos mientras exhalaba entrecortadamente a través de sus labios apretados y miraba la aguja con ojos como platos.

—Voy a congelar su dedo —declaró O’Reilly. Pinchó la protección de goma del frasco y llenó la jeringuilla—. Esto le va a escocer —advirtió, clavando la aguja en la piel del tejido entre el dedo índice y el medio.

—¡Uuh, aay, eey! —aulló el concejal.

—Lo siento —dijo O’Reilly—. El otro lado. —Inyectó la Xylocaína en la parte exterior del primer nudillo.

—¡Aaauu, ooouu! —El concejal se retorcía en la silla.

—Sé que tiene prisa, pero habrá que esperar a que ese nervio se adormezca para trabajar.

—Está bien —gimió el hombre—. Tómese su tiempo.

—¿Cuánto hace que le molesta el dedo? —preguntó O’Reilly.

—Dos o tres días.

—Es una pena que no haya venido antes… —El médico miró directamente a los ojos de Barry—. La consulta siempre está abierta por las mañanas.

—Lo haré la próxima vez, doctor. Se lo prometo, lo haré.

Barry observó una leve curvatura en los labios de O’Reilly, unida a un minúsculo parpadeo de los ojos, mientras hablaba.

—Hágalo. —Cogió el escalpelo—. Muy bien —comenzó—. No sentirá nada. —Hizo una incisión en la piel. Barry vio brotar la sangre y el pus amarillo mientras los tejidos inflamados se contraían.

—Más vale una casa vacía que un mal inquilino —subrayó O’Reilly—. ¡Oh, cielos! —exclamó—, el concejal parece haberse desmayado.

Barry miró al rechoncho hombrecillo que yacía desfallecido en la silla.

—Un hombre desagradable —observó O’Reilly mientras limpiaba la herida. A continuación utilizó dos gasas cuadradas para vendar el dedo—. Piensa que es la abeja reina porque es dueño de medio pueblo. —Señaló hacia su escritorio—. Hay un frasco de sales por ahí. Cógelo, ¿te importa? No queremos quedarnos aquí toda la noche.

Barry se acercó al escritorio, consciente de haber visto practicar cirugía menor al doctor O’Reilly con la habilidad del cirujano más experto del Royal Hospital. Y de alguna manera había hecho saber al concejal Bishop que aunque los pacientes deben abrigar ciertas expectativas sobre su médico, la cortesía debía ser recíproca. Si el concejal Bishop pretendía conseguir un trato especial había venido al lugar menos indicado.