Capítulo 17

El viernes 13 la tormenta había cesado y un sol radiante se coló por una de las ventanas del comedor. La víspera un arrepentido Seamus Galvin había tapado provisionalmente la otra ventana con madera contrachapada.

—Hoy va a ser un gran día para los dos —afirmó O’Reilly, terminando de desayunar.

—Lo sé —asintió Barry, tratando de no pensar demasiado en la tarde que pronto pasaría con Patricia—. Va a ir a los perros.

—Hombre, yo no lo diría de esa forma, pero sí, quiero ver correr a Bluebird, el galgo hembra de Donal.

—¿En el agua? Eso es lo que dijo Donal.

—Esta noche será en seco —se rió O’Reilly—, al menos el perro lo hará. Yo no. Voy a encontrarme con un viejo amigo.

—¿No será por casualidad ese que podría comprar los patos balancín de Seamus Galvin?

—El mismo, y un negocio serio siempre sale mejor con un poco de lubricante social —precisó O’Reilly, levantándose—. Pero para barrer tiene que haber suciedad. ¿Qué te parecería llevar la consulta esta mañana?

—¿Yo? ¿En serio?

—Sí. He estado observándote, hijo. Hiciste un gran trabajo en el parto de Maureen y anoche pusiste esos puntos tan bien como lo habría hecho yo.

—¿De verdad? —Barry sintió que se ruborizaba bajo el cuello.

—Es hora de que vueles solo. Bueno, te controlaré un poco al principio. Te haré compañía, pero tú harás el trabajo. No interferiré.

Barry se estiró la corbata, se aplastó el mechón encrespado de la cabeza y se levantó.

—Si de verdad piensa eso, más vale que empecemos cuanto antes. —Se encaminó hacia la sala de espera.

O’Reilly le detuvo.

—Yo iré a buscar a los pacientes. Les explicaré quién está a cargo hoy. Siempre habrá algún tonto que se marche al oírlo.

—Oh. —Barry frunció el ceño.

—No te lo tomes como algo personal. Aunque el bendito Jesucristo en persona estuviera trabajando aquí, algunos de los de más edad seguirían prefiriendo que les viera yo.

—Lo entiendo. —Se dio cuenta de que, por supuesto, O’Reilly tenía razón. No había motivo para sentir su orgullo herido.

—Y tú —dijo O’Reilly, cogiendo a Lady Macbeth, que estaba intentando entrar en la consulta—, ya puedes marcharte. El doctor Laverty no necesitará de tus consejos hoy. A la cocina. Hablaremos un momento con Kinky. Iba a encargarse de averiguar algo sobre Julie MacAteer. Acordamos que viniera a última hora para recoger los resultados.

—Es cierto —recordó Barry—. ¿Y cómo los conseguiremos? ¿Telefoneando al laboratorio?

O’Reilly negó con la cabeza.

—Llegarán en el correo de las nueve y media. —Se dirigió a la cocina, llevando a una protestona Lady Macbeth bajo el brazo como si fuera un balón de rugby—. Traeré al primer paciente conmigo.

* * *

Con cada nuevo caso la confianza de Barry aumentaba. O’Reilly, fiel a su palabra, no ofreció su consejo salvo que él le preguntara y permaneció sentado en silencio en la camilla. La mañana transcurrió rápida y, por lo que a Barry se refería, muy agradablemente.

Antes de la hora del almuerzo O’Reilly hizo pasar a Maureen Galvin, que llevaba al pequeño Barry Fingal envuelto en un chal azul.

—Buenos días, Maureen —saludó Barry—. Es un poco pronto para tu visita posparto. ¿Va todo bien?

—Doctor Laverty, estoy preocupada por la colita del pequeño Barry Fingal.

—Entonces más vale que le echemos un vistazo. ¿Puedes ponerlo sobre la camilla?

Maureen depositó al pequeño en ésta, desenvolvió el chal y quitó el imperdible del voluminoso pañal de gasa. Sonrió al niño y lo meció suavemente.

—Al menos está limpio —declaró.

—¿Qué es lo que le preocupa? —preguntó Barry.

—Está aquí abajo —indicó, retirando el prepucio—. No me gusta su aspecto.

Barry se agachó para poder tener una mejor visión del pene del niño.

—¡Ah! —exclamó sonriendo—. No hay nada por lo que deba preocuparse. —Pudo apreciar que Maureen le miraba dubitativa—. Eso es lo que llamamos hypospadias. Es muy frecuente.

Maureen frunció el ceño.

—¿Hypo… qué?

—Spadias. El meato uretral, el orificio por el que sale el pipí, está un poco por debajo del glande en lugar de en el centro. No pasa nada. Tiene que ver con el desarrollo del bebé en tu útero.

—¿Quiere decir que hice algo mal mientras estaba embarazada? —Maureen dejó que el prepucio volviera a su sitio.

—No, por supuesto que no. —Barry echó un vistazo a O’Reilly y después continuó con la explicación—: La uretra, que es el tubo que lleva la orina desde la vejiga, se forma en el feto a partir de tejidos distintos que el resto del pene. A veces el tubo no logra abrirse paso hasta la punta.

—No sé —dudó, volviendo a prender el alfiler en el pañal—. No me parece que esté bien.

—¿Estás preocupada, Maureen? —preguntó O’Reilly. (Barry observó que el hombretón apoyaba una mano en el hombro de la mujer y ella le miraba a los ojos asintiendo). Pues estarás condenadamente más preocupada dentro de dieciséis años, cuando el chico vaya detrás de cualquier cosa que lleve faldas allí en California. (Ella sonrió). Estarás repartiendo condones a su alrededor. Arriba y abajo como una prostituta.

Barry dio un respingo. No hacía falta ser tan grosero.

—Gracias, doctor O’Reilly —dijo Maureen, con la sonrisa cada vez más amplia. Levantó a Barry Fingal de la camilla y lo acunó—. Serás un lujurioso y pequeño macho, ¿no es verdad?

—Lo será —convino O’Reilly—. Irá copulando por ahí como un conejo salido.

¡Fingal!, se escandalizó Barry, pero entonces vio la evidente cara de satisfacción de Maureen. O’Reilly había disipado sus miedos, que era la mitad de la labor de un buen médico. Se sintió molesto por no haber comprendido el verdadero motivo de su preocupación: cómo iba a funcionar sexualmente el chico cuando fuera mayor. Ella estaba demasiado apurada para decirlo a las claras, pero O’Reilly había ido al grano con un lenguaje simple que ella pudiera entender. No le extrañaba que la hubiera confundido utilizando palabras como «hypospadias».

Maureen se rió.

—Eso es todo lo que necesitaba saber.

—Bien —dijo O’Reilly—, pero debería haberme dado cuenta el día que nació.

—Bah, nadie es perfecto —declaró Maureen—. No se ha producido ningún daño.

—Gracias —repuso el médico—. Te lo agradezco mucho.

Y yo también, pensó Barry. Hay que ser honesto para admitir que se cometen errores.

—Más vale que Barry Fingal y yo nos vayamos, doctor —indicó Maureen.

—Muy bien. Y por cierto, ¿cómo está Seamus?

—Me ha dicho que se pasará por aquí más tarde con el cristal para su ventana, y siente mucho haberla roto, eso es lo que siente.

—Dile que no se preocupe. Los accidentes ocurren.

—Está muy ocupado. Él y sus patos balancín. —Sus ojos verdes brillaron—. Dice que vamos a forrarnos. Que usted lo ha arreglado para vender toda la partida a una firma de Belfast.

—Hummm —farfulló O’Reilly—. Tal vez.

—Sé que todo saldrá bien, doctor. Yo, él y el pequeño Barry Fingal estaremos pronto allá lejos, bajo aquel sol.

—Eso espero —contestó el médico, cogiéndola del brazo y llevándola hasta la puerta—. Nos vemos en cinco semanas.

—Si todavía seguimos aquí —respondió ella, y cuando salió Barry pudo escuchar cómo le tarareaba a Barry Fingal—: California, allá vamos, de vuelta a donde comenzamos…

O’Reilly cerró la puerta de la consulta.

—Espero que tenga razón. Tendré que apretarle las tuercas a mi amigo esta noche o pensar en otra cosa. —Cruzó los brazos y se acarició la barbilla con la mano izquierda—. Y vamos a tener que decidir algo sobre Julie MacAteer. Es la siguiente.

—¿Qué ha dicho el análisis?

O’Reilly refunfuñó.

—Condenadamente típico. —Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta—. Míralo tú mismo.

Barry leyó los resultados de la prueba de embarazo Aschheim-Zondek.

—«Orina tóxica. El ratón murió». Oh, vaya.

—Así es, y la señora Kincaid no ha avanzado en su investigación sobre la misteriosa mujer de Ballybucklebo —resopló—. Iré a buscarla.

Regresó instantes después y ofreció una silla a Julie MacAteer.

Ella se acomodó con las rodillas juntas, los pies clavados en la alfombra y las manos juntas en el regazo de su falda escocesa.

—¿Lo estoy? —preguntó con voz firme.

—No lo sabemos. El test no ha salido bien. Lo siento mucho —dijo Barry.

—Sigue sin venirme el periodo.

Barry tragó saliva.

—Julie, podemos hacer otro test. Sólo llevará un par de días.

—Sé que estoy embarazada —declaró rotunda.

—Puede que tenga razón —admitió Barry—, pero vamos a asegurarnos.

—Supongo que es mejor así. Fíjese, si espero unos pocos meses más lo sabré seguro, ¿no es cierto? —Dio un sorbetón y se secó los ojos con el dorso de la mano.

—Eso es verdad —declaró O’Reilly con calma.

Ella giró la silla para mirarle.

—¿Y qué voy a hacer?

—El doctor Laverty tiene razón. Repetiremos la prueba. Pero entretanto haremos algunas gestiones para que pueda marcharse a Liverpool. Sólo por si acaso.

—¿Liverpool? —Se recostó en la silla—. ¿En Inglaterra?

O’Reilly asintió.

—Allí la cuidarán muy bien. Nadie aquí tiene por qué enterarse.

—¿Tendría que tener el bebé y entregarlo?

—Sí.

—Oh, Jesús. —Sus lágrimas se desbordaron, haciendo que el rimel le cayera en churretes.

—Será muy duro —reconoció O’Reilly—. Lo sé.

Barry observó cómo los hombros de la joven se estremecían y aspiraba profundamente dos veces.

—No me queda otra salida, ¿verdad?

—Lo siento —dijo O’Reilly amablemente—, salvo que…

—¿Salvo qué?

—Salvo que nos diga quién es el padre.

Ella negó con la cabeza, agitando su sedoso cabello de color maíz.

—No.

Barry se revolvió en la silla giratoria y estaba a punto de hablar cuando se encontró con la mirada de O’Reilly. Entonces comprendió que si intervenía, la joven pensaría que los dos se habían conchabado en su contra.

—No puedo hacer eso —objetó—. Simplemente no puedo.

—Está bien —la tranquilizó O’Reilly—. Lo comprendo.

—No, no lo comprende. Nadie puede. —Sollozó profundamente y sus hombros se pusieron rígidos—. ¿Puedo traer la muestra esta tarde?

—Sí —contestó el médico—. Ahora váyase a casa. Y cuando vuelva entréguesela a la señora Kincaid.

—De acuerdo.

—Ella le preparará una taza de té. ¿Le apetecería?

Julie asintió.

—Liverpool. Jesús, María y José —suspiró.

Barry le ofreció su pañuelo.

Ella lo cogió, se sonó la nariz y se lo devolvió con una pequeña sonrisa.

—Tenga. —Él lo metió en el bolsillo. La joven se levantó—. Sabía que tendría que marcharme fuera. Lo sabía. Ya me he despedido del trabajo.

—¿Ah, sí? ¿Y para quién trabajaba? —preguntó O’Reilly.

—No pienso decirlo.

—Está en su derecho. —El hombretón levantó las manos, con los hombros erguidos y las palmas hacia arriba—. No es de mi incumbencia.

—Más vale que me marche. ¿Podría lavarme la cara, por favor?

—Por supuesto.

Barry la observó mientras se retocaba.

—Le diré a la señora Kincaid que la espere —indicó O’Reilly, abriendo la puerta—. Le gustará.

«Liverpool» fue lo último que Barry la oyó decir mientras se marchaba.

* * *

—Las cuatro en punto. Hora de marcharme —anunció O’Reilly, apoyándose en la repisa de la chimenea con su pipa humeante.

Barry se levantó del sillón, tosió y se preguntó si el capitán del Warspite le habría pedido alguna vez al cirujano comandante O’Reilly que hiciera una pantalla de humo para toda la flota mediterránea.

—¿No es un poco temprano para que se marche?

—Tengo que recoger a Donal y a Bluebird y llevarlos a Dunmore Park; luego me pasaré a todo correr por el Royal para ver qué tal le va a Sonny.

—Ya debería estar recuperándose.

—Eso espero, pero lo que me tiene en vilo es qué vamos a hacer con él cuando salga del hospital. No puede seguir viviendo en su coche.

—Tal vez esté tan agradecido a Maggie por haber cuidado de sus perros que se decida a reparar el tejado y pedirle en matrimonio…, y ella dirá que sí… y permitirá que él vaya a vivir a su casa hasta que el tejado esté arreglado.

—Sí, claro. Y el concejal Bishop comprará todos los patos balancín de Seamus Galvin y utilizará la madera para reparar la casa de Sonny, o el padre del pequeño bastardo de Julie MacAteer resultará ser Sean Connery, que se la llevará a Hollywood y la convertirá en la protagonista de su próxima película como James Bond… —O’Reilly golpeó la cazoleta de su pipa en la chimenea—. Y el reverendo Ian Paisley[18] entrará como novicio en los jesuitas. —Barry se rió—. Me parece que ninguno de nosotros vamos a desenredar la maraña del universo hoy —añadió O’Reilly, metiéndose la pipa en el bolsillo de la chaqueta—. Tú simplemente echa un ojo a la casa hasta que llegue la hora de irte.

—Lo haré lo mejor que pueda.

—Lo sé —contestó el médico, mirándole a los ojos—. Ya te dije que he estado vigilándote, hijo. Tienes lo que hay que tener para convertirte en un buen médico de cabecera.

—Gracias, Fingal. —Barry sabía que estaba sonriendo, pero ¿por qué no? Al fin y al cabo un halago de O’Reilly era un halago—. Lo haré lo mejor que pueda.

—¡Dios —exclamó el médico—, pareces un jodido boy scout! Bueno, quédate aquí y haz tu buena acción del día, señor Baden-Powell[19]. Yo me voy. Diviértete esta noche. Te lo has ganado.

Barry volvió a sentarse en su sillón. O’Reilly tenía razón. Había mucha satisfacción en la rutina de una consulta bulliciosa, y era gratificante, muy gratificante, que O’Reilly estuviera contento con su trabajo y confiara en él lo suficiente para dejarle al mando. Aun así, quedarse le ponía un poco nervioso. Se levantó y se dirigió hacia la ventana justo a tiempo para ver el Rover negro alejarse por la carretera que lleva a Belfast.

Oyó que la puerta principal se cerraba y miró hacia abajo. Julie MacAteer apareció caminando por el sendero. Debía de haber traído la muestra de orina. Pobre chica. Ya era un infierno estar embarazada de… —¿cómo era el término que O’Reilly había empleado?— un cretino que se negaba a asumir su responsabilidad. Y, además, estaba todo ese secretismo. ¿Por qué no podía contar a sus médicos para quién trabajaba? Algo se despertó en la mente de Barry. Algo que alguien había dicho sobre una doncella que se había despedido. Una chica de Antrim.

No escuchó a la señora Kincaid acercarse y dio un salto cuando ésta le habló.

—¿Le gustaría un poco de té, doctor Laverty?

—Por favor.

—Está recalentado —declaró, dejando la bandeja sobre el aparador—. Lo hice para esa encantadora chica MacAteer, ese corderito.

—¿Qué tal está la chica, señora Kincaid?

—Intenta parecer fuerte, así es. Me parece muy reservada. Él me pidió que descubriera cosas sobre ella. —Le tendió una taza—. Con leche y azúcar, como le gusta.

—Gracias —dijo, cogiéndola—. ¿Y qué ha descubierto?

—No mucho. Nadie en el pueblo parece conocerla. Pero trabaja por aquí cerca o fuera, en el campo. Sus manos son suaves, de modo que no debe de trabajar en una granja.

—¿Entonces a qué podría dedicarse?

—Tal vez sea una sirvienta. Lord Ballybucklebo todavía tiene un guardabosque y varias doncellas.

Y de repente Barry recordó que había sido el concejal Bishop quien dijo que su mujer estaba muy furiosa porque su doncella se había despedido.

—¿Señora Kincaid?

—Doctor Laverty, me gustaría mucho que me llamara Kinky, como él.

Barry se sintió adulado.

—Está bien, Kinky. —Ella sonrió—. Kinky, ¿podría Julie MacAteer estar trabajando para los Bishop?

Kinky entornó sus pequeños ojos.

—Sí, es posible.

—¿Habría algún modo de averiguarlo?

—El lunes tengo que ir a la Asociación de Mujeres. La señora Bishop es miembro.

—¿Podría preguntárselo?

—Sí, lo haré.

—Bien. Por cierto, ¿qué clase de mujer es la señora Bishop?

—No es una joya, pero se trata de una persona decente. Lo que haya podido ver en el Adolf Hitler del Ulster es algo que se me escapa. Imagino que no quería acabar como uno de los tesoros de la naturaleza sin descubrir.

—Debía de estar muy apurada para tener que casarse con él.

La papada de la señora Kincaid tembló de la risa.

—¿Apurada? Tal vez por encontrar marido, porque había heredado un pico de dinero de su padre. Adolf no tenía ni dos peniques que poner en los ojos de un cadáver antes de casarse con ella.

—Muy interesante —comentó Barry, acabando su té. Oyó el timbre de la puerta.

—Iré a ver quién es —dijo Kinky.

—No se moleste, Kinky, ya voy yo. —Tal vez sea mi primer paciente, pensó Barry mirando su reloj—. Tengo mucho tiempo antes de prepararme para salir.

—Sí, así es —contestó Kinky mientras el timbre volvía a sonar—. Me recuerda a él cuando comenzó a trabajar aquí. Dispuesto a ir corriendo como un ángel redentor en patines.

Mientras se dirigía al vestíbulo vio cómo ella sonreía igual que una madre cuyo hijo acaba de ganar el premio de estudios del colegio.

* * *

Una voluminosa figura familiar de mujer esperaba en el umbral. Llevaba un sombrero de paja y un vestido estampado de flores de las dimensiones de una tienda de campaña. Barry pudo distinguir los escarpines blancos sobre los que rebosaban los pliegues de los tobillos.

—¿Doctor Laverty?

—Sí.

—¿Podría hablar con usted un momento?

—Desde luego, señora…

—Sloan. Cissie Sloan. Soy una de las del tónico. —Su voz era ronca y áspera.

—Pase a la consulta. —Barry se hizo a un lado para dejarle paso. Era la mujer que llevaba puesto el corsé cuando O’Reilly trató de ponerle la inyección de vitamina B12.

—¿Qué puedo hacer por usted? —Cerró la puerta y se dirigió hacia la silla giratoria.

Ella acomodó su volumen en la silla de los pacientes.

—Hace frío aquí —advirtió la mujer. A Barry le sorprendió que sintiera frío cuando la habitación estaba bastante caldeada—. Siento el frío como algo crónico.

—¿Lo siente? ¿Es ése el motivo de su visita?

Ella sacudió la cabeza.

—Llevo seis meses bajo el doctor O’Reilly y no me ha hecho ningún bien.

Barry controló su sonrisa, pese a la imagen mental que le sobrevino de una gigantesca señora Sloan siendo montada por un entusiasta, pero claramente en desventaja, doctor F. E O’Reilly.

—He venido para una segunda opinión. Él está fuera, ¿no es así?

—Sí. —Las noticias viajan muy rápido en Ballybucklebo, pensó Barry, prácticamente a la velocidad de la luz.

—Donal Donelly es mi sobrino. Él y su perro y el doctor O’Reilly iban a ir a Belfast. Donal me lo contó. El día que vine aquí el doctor O’Reilly dijo que usted era el médico más joven en haber ganado un premio de estudios.

—Bueno, yo…

—Por eso quiero que me diga qué está mal en mí.

—Lo intentaré. ¿Podría darme unas cuantas pistas?

Ella se echó hacia atrás en la silla desnivelada y cruzó sus rollizos brazos.

—Pensé que usted era el experto. Descubrirlo es su trabajo —refunfuñó.

—Lo sé, pero necesito conocer su historial, y tal vez examinarla.

—Entonces pregunte.

Barry, armándose de paciencia y cada vez más preocupado por que la consulta pudiera hacerle llegar tarde a su cita con Patricia, se las arregló para extraer algunas gotas de información clínica relevante entre el batiburrillo de comentarios de Cissie; comentarios expresados en un tono lento y monótono, un tanto aburrido.

—Para empezar, apenas si comí el jueves. No, no, me equivoco. Fue el miércoles cuando el otro perro de Donal murió. Aquel con el rabo corto… De modo que le dije a Aggie, antes Aggie Arbuckle…, ahora es Mehaffey. Se casó con Hughie, el primo segundo de Maggie MacCorkle por parte de madre… En cualquier caso, el doctor O’Reilly me dijo…, ya sabe cómo es él…, hace que creas que es Jehová entregando los mandamientos a Moisés…, pues me dijo: «Estás agotada, Cissie. Necesitas un tónico». Y aquí estoy, recibiendo el tónico cada seis semanas durante seis meses y no he mejorado.

—De acuerdo, señora Sloan. —Barry finalmente consiguió detener la torrencial verborrea—. Veamos si lo he entendido bien. ¿Lleva cansada más de seis meses y ha empeorado?

—Sí.

—¿Y siente frío?

—Sí.

—¿Calambres musculares?

—Terribles. En las piernas. Y no va a creer esto, doctor: he ganado peso.

—¡No me diga! —exclamó Barry, felicitándose por ser capaz de poner cara seria—. ¿Se le cae el pelo?

—¿Cómo lo sabe?

Barry ignoró la pregunta y continuó el interrogatorio.

—¿Estreñimiento?

—¿Estreñimiento? He sido como una gallina incubando durante meses —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—, y desde enero no tengo el periodo.

Barry golpeó su pluma contra los dientes, se inclinó hacia delante y la miró a la cara. Sus cejas se detenían a dos tercios de distancia del rabillo de los ojos. Su tez era de un amarillo pastel, y había bolsas debajo de los ojos.

—Déjeme echar un vistazo a su cuello. —Se levantó, colocándose detrás de ella—. Esté tranquila. No voy a estrangularla —le aseguró, poniendo los dedos sobre la parte delantera de su cuello. Bajo la capa de grasa pudo sentir una masa esponjosa y consistente. Barry dio un paso atrás. Ella tenía razón. No estaba simplemente cansada. Tenía todas las manifestaciones típicas de una glándula tiroidea hipoactiva. Fingal se había equivocado en su diagnóstico.

—¿Qué le parece, doctor?

Barry tosió. No sabía bien cómo contestarle honestamente y a la vez preservar la reputación profesional de O’Reilly.

—No estoy seguro —declaró—. Necesitaremos concertar una prueba en el hospital.

—¿El hospital?

—Eso me temo.

—¿Tengo cáncer?

Barry dio un respingo. Era posible, aunque su glándula tiroidea estaba suave y no dura o rugosa.

—No lo creo. —Notó que ella se relajaba—. Parece que su tiroides está un poco por debajo de su actividad normal.

—¿Por qué O’Reilly no me hizo la prueba?

—Hummm… —¡Dios! Probablemente él la habría atendido a toda prisa, errando el diagnóstico—. Es nueva. Yo acabo de oír hablar de ella este año.

—¿Ve como tenía razón en venir a verle?

—Pero si la prueba muestra lo que creo que mostrará, necesitaremos al doctor O’Reilly para que le prescriba el tratamiento. Él tiene mucha más experiencia que yo. —Dos semanas, pensó Barry, sólo habían hecho falta un par de semanas para que comenzara a ocultar la verdad, y, sin embargo, no podía fallarle a O’Reilly—. ¿Le gustaría que le explicara en qué consiste la prueba de tiroides?

Ella negó con la cabeza.

—En absoluto. No entendería una palabra. Sólo consígamela. Ya me avisará cuando tenga los resultados.

—Voy a hacer una llamada —señaló—. Espere aquí.

El laboratorio todavía estaba abierto cuando Barry telefoneó. Sí, lo arreglarían para poder hacerle una prueba de yodos radiactivos. ¿Podría rellenar un cuestionario y pedirle que lo llevara al laboratorio a las diez de la mañana del lunes?

—Aquí tiene —dijo, entregándole un formulario—. El lunes por la mañana en el Royal. Vaya al mostrador de información y allí le indicarán cómo llegar al laboratorio.

—Gracias, doctor Laverty, señor. —Se levantó y se fue.

—Un placer —declaró, y lo decía en serio. Había estado preocupado por quedarse solo, pero salvo que sucediera algo dramático desde ese momento hasta las seis y media, cuando pensaba salir a recoger a Patricia, se contentaba con poder sentirse algo pagado de sí mismo.