Capítulo 8
Poco importó que los marineros tuvieran cuidado; cualquiera al que le hubiese pillado fuera de casa la galerna de verano, que estuvo soplando durante las primeras horas de la mañana, se habría empapado. Barry escuchó la lluvia golpear en los cristales del mirador de la consulta. Echó un vistazo a su reloj. A pesar de ser casi mediodía se hacía necesario encender las luces de la habitación. Se estiró y se pasó una mano por la nuca. Estaba acusando los efectos de un sueño interrumpido. Contempló cómo O’Reilly acompañaba a un anciano con artritis hacia la puerta. La mañana había sido ajetreada y, sin embargo, el médico no mostraba síntomas de fatiga.
Una nueva ráfaga fría azotó los cristales.
—¡Jesús! —exclamó O’Reilly—. Me pregunto si no habrá un anciano con barba y una larga túnica recogiendo madera resinosa por las colinas de Ballybucklebo y tratando de reunir a todos los animales por parejas.
—No creo que esas tareas las realizara personalmente. Tenía a Sem, Cam y Jafet para hacerle el trabajo —murmuró Barry.
—Un hombre sensato, ese Noé —convino O’Reilly con una sonrisa—. Date una carrera y mira quién es el siguiente.
Barry sacudió la cabeza y se fue hasta la sala de espera para descubrir que sólo quedaba un paciente, una mujer joven con largo cabello castaño tan resplandeciente como el de un alazán recién cepillado, y unos ojos verdes en medio de una cara llena de pecas.
—Buenos días —saludó—. ¿Quiere pasar, por favor, señora…?
—Galvin —completó ella, poniéndose de pie con dificultad, una mano apoyada en los riñones y la otra sosteniendo su abultado vientre—. Me temo que me muevo un poco despacio —declaró, sonriendo débilmente.
—No pasa nada; tómese su tiempo. —Barry se hizo a un lado mientras ella se contoneaba al pasar.
—No parece que le falte mucho tiempo.
—Sólo una semana más. —Entró en la consulta—. Buenos días, doctor O’Reilly.
—¿Qué tal estás, Maureen? —preguntó éste.
—Genial. —Hurgó en su bolso y le entregó un pequeño bote de plástico de muestra de orina.
O’Reilly lo cogió y se lo pasó a Barry.
—Meta una tira en el bote, ¿quiere?
Barry se llevó la muestra a la pila y analizó la orina. No encontró nada malo. Mientras trabajaba, escuchó decir a O’Reilly:
—¿Puedes subirte a la camilla, Maureen?
Ella se dio la vuelta y se sentó.
—¿Está seguro de que sólo tengo uno aquí dentro, doctor O’Reilly? Me siento como un tonel.
—Hace sólo una semana que te examiné —recordó—, pero si te quedas más tranquila, haremos que el doctor Laverty nos eche una mano.
—He oído que tenía un nuevo ayudante —comentó ella.
O’Reilly se inclinó y pasó un brazo por debajo de sus rodillas.
—Vamos allá —dijo, levantándole las piernas hasta posarlas en la camilla—. Ponte esa almohada bajo la cabeza.
Ella se tumbó, y Barry observó y escuchó mientras O’Reilly hacía las típicas preguntas prenatales de rutina, le medía la presión sanguínea y palpaba sus tobillos para asegurarse de que no estaban hinchados.
—Bien, echemos un vistazo a tu vientre.
Ella se levantó el vestido premamá. El azul de la tela estaba descolorido, y tenía un pequeño parche pulcramente cosido a un lado. O’Reilly le bajó la ropa interior hasta que fue visible una línea de vello púbico al final de su dilatado abdomen. Observó el plateado rastro de caracol de las estrías en el costado y su ombligo dado la vuelta por la presión del útero, que había llenado la cavidad abdominal. Retrocedió y aguardó mientras la examinaba. Los ojos verdes de Maureen no abandonaron en ningún momento la cara de O’Reilly. Barry notó su preocupación por que su rostro no mostrara ninguna expresión.
—¿Doctor Laverty? —Barry se acercó a la camilla al tiempo que se frotaba las manos para calentarlas—. Esto no nos llevará mucho.
—Tómese su tiempo, doctor —señaló ella, dando un respingo cuando él comenzó la exploración.
—Lo siento.
—Las manos frías son señal de corazón caliente. —Le sonrió. Él le examinó el vientre, palpó una única placenta en el lado derecho, la dureza de la cabeza justo por encima de la sínfisis púbica. Sujetó la cabeza entre el pulgar estirado y el dedo de su mano derecha. El feto se negó a desplazarse cuando trató de moverlo de un lado a otro.
—Tome —dijo O’Reilly, pasándole un estetoscopio fetal.
Apoyó el lado más ancho de la trompeta de aluminio sobre la pared abdominal y se inclinó para poner el oído en los auriculares.
Tup-tup-tup-tup…, escuchó Barry, contó y miró su reloj.
—Ciento cuarenta. —Vio cómo Maureen entrecerraba los ojos al tiempo que unas líneas inquisitivas aparecían en su frente—. Absolutamente normal —declaró, satisfecho de ver desaparecer las pequeñas arrugas.
—¿Y bien? —preguntó O’Reilly.
Barry repitió la fórmula que le habían enseñado.
—Hay un único feto, tendido de forma longitudinal, presentado en el extremo occipito-anterior derecho, cabeza colocada, pulsaciones…
—Ciento cuarenta —completó O’Reilly—. El resto también está bien.
Barry se sintió complacido.
—¿Sigues todavía preocupada, Maureen? —preguntó.
Barry miró la cara de la mujer. Las arrugas habían vuelto a aparecer y se completaban con tres surcos profundos que recorrían el puente de la nariz. Ella pasó la mirada de O’Reilly a Barry, y luego otra vez a O’Reilly.
—No, si usted lo dice, doctor.
—Como acaba de decir el doctor Laverty, Maureen, sólo hay un bebé, sólo uno…
Algunas arrugas se desvanecieron.
—… estirado de arriba abajo, la parte inferior de su cabeza a la derecha —ésa es la forma más normal— con la cabeza colocada. El diablillo está ya a medio camino de salir.
La frente de Maureen se suavizó, un brillo apareció en sus ojos verdes y la sombra de una sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca. Soltó un alegre suspiro.
—Es genial, eso es lo que es.
Barry se aclaró la garganta, dándose cuenta de cómo había confundido a la mujer con su jerga. Ella no había comprendido una sola palabra de su discurso de «único feto, occipito-anterior derecho», pero O’Reilly había ido directo al fondo de la cuestión en un inglés sencillo.
—Vamos. —O’Reilly la ayudó a levantarse de la camilla. Ella se subió la ropa interior y se estiró el vestido—. Bien —añadió—, la semana que viene a la misma hora.
—Y si rompo aguas o comienzan las contracciones, telefonearé.
—Todo irá bien, Maureen —aseguró el médico—. Por cierto, ¿cómo está Seamus?
—Su tobillo se está curando, doctor, y confía en que les gustaran las langostas.
—Mucho —afirmó, cogiéndola del codo y comenzando a acompañarla hasta la puerta—. Dile que se pase por aquí la semana que viene y echaré otro vistazo a su pata.
Ella se detuvo y le miró a los ojos.
—Seamus es un buen hombre. Tiene un gran corazón, pero a veces…
—No te preocupes por Seamus —le aconsejó O’Reilly—. Yo me ocuparé de él. —Hizo un guiño a Barry, quien guardaba una vivida imagen de un suplicante hombre volador con un pie sucio. ¿Ese tal Galvin era el marido de esta joven?
—No tendrá que hacerlo mucho más tiempo —declaró ella en un susurro—. No se lo diga a nadie, doctor, pero mi hermano…
—¿El constructor de California?
—El mismo. Le ha conseguido un trabajo allí a Seamus, y hemos ahorrado para los billetes. Nos marcharemos después de que haya nacido el bebé.
—¡Fantástico! —exclamó O’Reilly. Barry se preguntó si la alegría de su colega era debida a que Galvin pudiera empezar de nuevo o a que la consulta perdía uno de sus pacientes menos recomendables.
—No se lo diga a nadie.
—Lo prometo.
—Estaré aquí la semana que viene. —Se marchó.
—¡Demonios! —exclamó O’Reilly. Se acercó al escritorio, se sentó y escribió los resultados en el informe de Maureen Galvin—. Quizá sea bueno que Seamus pueda tener un trabajo honrado en América. Me pregunto de dónde habrán sacado el dinero. Él es carpintero de profesión, pero que yo sepa apenas hace alguna chapuza aquí y allí. —Levantó la vista—. En fin, uno de los pequeños misterios de la vida. Por cierto —preguntó—, ¿era su orina clara?
—Sí —contestó Barry. Titubeó antes de añadir—: Siento mucho no haberle explicado mejor las cosas.
O’Reilly sacó su pipa y la encendió.
—Ah, pero lo harás la próxima vez, ¿no es así?
—Desde luego.
—Magnífico —repuso O’Reilly—. Ahora ordena esos tests de orina. Tenemos otra prueba a la que acudir y examinar después de comer.
* * *
—Maravillosa, Kinky —declaró O’Reilly, apartando su plato—, ¡y esas langostas de anoche… estaban para chuparse los dedos!
—No exagere, doctor O’Reilly —contestó la mujer. Barry vio aparecer las arrugas en el rabillo de sus ojos y los hoyuelos en sus gruesas mejillas—. No ha sido nada, así es.
—Estaban deliciosas, señora Kincaid.
—Sí, así era. Bueno, más le vale guardar fuerzas, doctor Laverty. A juzgar por el estado de sus pantalones, ayer debió de participar en una carrera en la ciénaga de Allen.
—Estaban muy embarrados —asintió Barry.
—No se preocupe —repuso—. Los he lavado y tendido para que se sequen.
—Gracias.
Ella se alejó hablando por encima de su hombro.
—Y creo que el buen Dios también les está cuidando hoy. No ha habido ninguna llamada, y está cayendo agua como por una manguera de incendios, así es.
—Eso es cierto —intervino O’Reilly—, pero no hay paz para los malvados. Tenemos que volver a casa de los Fotheringham.
—No tendríamos que ir —aventuró Barry— si no fuera por esa extraña prueba suya.
—Paciencia, hijo —contestó O’Reilly—. Estoy seguro de que el mayor y su señora lo están pasando magníficamente.
Ni siquiera ver pasar por delante las piernas de Barry hizo que Arthur Guinness asomara el morro fuera de la caseta con el aguacero que arrasaba el jardín trasero, tirando las manzanas verdes al encharcado césped y azotando la cara de Barry, que seguía a O’Reilly hasta el coche.
—Buen día para los patos —resaltó O’Reilly, precipitándose hacia el interior del garaje.
Barry escuchó el golpeteo de la lluvia sobre el techo del coche; oyó el rítmico ir y venir de los limpiaparabrisas deslizándose mientras libraban una batalla imposible contra el diluvio; vio las gotas rebotar en la humeante superficie de la carretera. O’Reilly, negándose a hacer ninguna concesión a la escasa visibilidad, lanzó el coche serpenteando.
Para distraerse de la actitud kamikaze de O’Reilly, Barry murmuró:
—«Agua, agua, por doquier,/ y ver todas nuestras planchas encoger,/agua, agua, por doquier…
—… pero ni una gota que beber» —remató el verso O’Reilly—. Coleridge, Samuel Taylor, 1772 a 1834, poeta y adicto al opio. Agua —repitió, doblando por el sendero de los Fotheringham—. Me pregunto cómo les habrá ido a estos dos.
Barry corrió a paso corto después de O’Reilly y se refugió en el porche hasta que una señora Fotheringham de ojos enrojecidos, cabello despeinado y la bata moteada por manchas de humedad dispersas les abrió la puerta.
—Gracias a Dios que han venido —declaró, llevándose el brazo a la frente en un gesto que a Barry le recordó la histriónica actuación de Norma Desmond en la película El crepúsculo de los dioses. Se preguntó si la señora Fotheringham iba a desmayarse—. Por favor, entren. Dejen aquí los abrigos. —Él se quitó su gabardina empapada, la colgó junto a la de O’Reilly en un perchero del vestíbulo y siguió a los otros dos al piso de arriba.
El mayor Fotheringham estaba recostado en las almohadas; círculos negros rodeaban sus ojos enrojecidos.
—Doctor O’Reilly —graznó—, ha sido una noche infernal. Infernal.
—Oh, vaya —contestó O’Reilly con su tono más solícito—. Bueno, veamos cómo ha ido nuestra prueba. Acérquese a mirar esto, doctor Laverty.
Barry se colocó junto a O’Reilly ante el tocador. Ordenadas pulcramente como una fila de guardias había catorce tiras húmedas. Un ligero aroma a amoniaco flotaba en el ambiente. Ni una sola había cambiado de color.
—Ajá —exclamó O’Reilly—, ajá.
Barry estaba confuso. El hecho de que no hubiera cambio de color significaba que no había nada extraño en la orina del paciente.
—¿Qué tiene, doctor O’Reilly? —imploró la señora Fotheringham.
—¿Puedo interrumpir ya la prueba? —El tono de súplica que Barry apreció en la voz del mayor Fotheringham habría ablandado el corazón de piedra del faraón más cruel.
—Desde luego —respondió O’Reilly—, y debo felicitarla, señora Fotheringham, por su meticulosa entrega al deber.
Ella sonrió tontamente.
—Gracias, doctor. Pero ¿qué le sucede?
—Ah —repuso éste—, ¿recuerda que anoche le dije que estaba casi seguro de saber lo que tenía?
—Sí.
—Bueno, pues ahora estoy seguro, y creo que el doctor Laverty, aquí presente, estará completamente de acuerdo conmigo.
Maldito chiflado, pensó Barry. No podías resistirte a pincharme, ¿no es cierto? Aun así decidió seguirle el juego.
—Completamente —aseguró con mirada solemne.
—Lo que le sucede, mi querido mayor Fotheringham —comenzó O’Reilly, contando hasta tres antes de continuar—: Me temo que no es nada. Absolutamente nada. Nada en absoluto.
Barry vio cómo se abría la mandíbula de la señora Fotheringham.
—¿Nada? —susurró ella—. ¿Nada?
—Bueno —concedió O’Reilly—, tal vez esté un poco saturado de agua, pero aparte de eso no tiene nada.
Barry tuvo serias dificultades para contener la risa.
O’Reilly señaló las tiras empapadas.
—Pueden guardar las tiras, y, por supuesto, si creen que me necesitan, en cualquier momento, a cualquier hora, ya sea de día o de noche, no duden en llamar.
—Sí —aseguró la agotada señora Fotheringham.
—Bien —concluyó O’Reilly—, y ahora más vale que nos vayamos. Tenemos más llamadas que atender.
Aquello era una novedad para Barry. Kinky había dicho que no había ninguna; pero hasta ahora eran muy pocas las cosas que el doctor Fingal Flahertie O’Reilly hacía que no fueran una sorpresa.