Capítulo 26

La consulta de la mañana del miércoles y la comida transcurrieron sin novedad. O’Reilly consultó su lista de la tarde.

—Genial —anunció—, no hay ninguno enfermo.

—¿Entonces podemos descansar? —Barry se levantó de la mesa—. Voy a echar un vistazo al crucigrama de hoy.

—Que te crees tú eso —negó O’Reilly, sacudiendo la cabeza—. Tenemos que pasar por la casa de algunos vecinos a los que hemos tenido descuidados.

Barry suspiró.

—Algunas veces, Fingal, me confunde.

—¿Y eso por qué? —El médico enarcó una de sus pobladas cejas.

—Desde que llegué aquí me ha estado diciendo que no podemos llevar todo el peso del mundo sobre nuestros hombros, que de vez en cuando debemos poner distancia con nuestros pacientes.

—Cierto. —Soltó un anillo de humo perfecto—. Jesús —exclamó, atravesando el círculo con el dedo índice—. No sabía que podía hacer anillos.

—Es usted un hombre de numerosas habilidades —señaló Barry—. Lo próximo que me va a decir es que sabe trigonometría esférica.

—De hecho sé un poco. El piloto del Warspite me enseñó. —El anillo de humo se elevó retorciéndose y se desvaneció.

Barry sacudió la cabeza.

—¿Qué demonios no sabe hacer?

—Andar sobre las aguas es algo más complicado. —Sonrió—. ¡Y, por Dios, cómo me gustaría poder convertir el agua en vino!

—O en John Jameson[29].

La sonrisa de O’Reilly se acentuó.

—Eso sí es una buena idea. —Observó las volutas de color azul grisáceo desvaneciéndose lentamente y trató de repetir la hazaña, pero sólo le salió una pequeña nube en forma de champiñón.

—Y puede resucitar a los muertos…, como a aquel granjero al que consiguió reanimar en la iglesia la primera vez que usted llegó aquí —le recordó el joven.

O’Reilly tocó a Barry con la boquilla de su pipa.

—Pégate a mí, hijo. Ya te dije que aprenderías un par de cosas.

—Ya lo he hecho —contestó, esta vez muy serio.

—Bien —repuso el médico—, y cuando hayamos terminado de ver a unos cuantos vecinos esta tarde tal vez hayas aprendido un poco más.

—Muy bien. ¿A quién quiere ir a visitar?

—A los Galvin. Quiero enterarme de si Bishop ha cumplido su palabra. A los Kennedy, para ver qué tal está Jeannie; luego tendremos unas palabras con Maggie para hacerle saber lo de Sonny…

—Eso no debería llevar mucho tiempo.

La expresión de O’Reilly se nubló.

—Ésos son los fáciles. Tendremos que parar también en casa de la señora Fotheringham.

Barry tragó saliva. Había tratado de evitar pensar en ese caso concreto.

—¿Tenemos que hacerlo?

El médico asintió.

—Debe de estar terriblemente preocupada, y te apuesto lo que quieras a que no tiene ni idea de lo que está pasando. Los especialistas del Royal están demasiado ocupados para hablar con los familiares. Ya sabes cómo son las horas de visita, y si ha logrado que le cogieran el teléfono, el médico de guardia le habrá dicho: «Está muy cómodo», o «Está descansando», o bien «Lo siento, no se nos permite dar información por teléfono».

Barry conservaba una imagen muy viva del ajetreo del gran hospital universitario. Podía recordar con claridad cuánto tiempo empleaba en los aspectos técnicos de los casos de los pacientes y qué poco en sus preocupaciones y en las de sus familiares. Las horas de visita estaban muy controladas, restringidas únicamente a la familia. De dos a cuatro de la tarde. Los miércoles no había visitas. Y, ahora lo comprendía, la mayoría de los parientes estaba demasiado intimidada por lo que le rodeaba para hacer preguntas. Sin embargo, entonces todo aquello le había parecido perfectamente natural.

—Bien —prosiguió O’Reilly—, telefonearé al médico de guardia para enterarme del progreso de Fotheringham. Sólo nos llevará un minuto ver a su mujer y tranquilizarla.

Barry reunió fuerzas antes de decir:

—¿Podría hacerlo yo? Creo que es mi obligación tratar de explicarle la situación.

O’Reilly ladeó la cabeza.

—¿Sabes una cosa? Esperaba que dijeras eso. —Barry pudo advertir la satisfacción en la voz de su colega. Éste continuó—: Pide que te pongan con el pabellón veintiuno. Tú te ocupas de la llamada. Esperaré en el coche. Está delante de la puerta principal.

Barry habló con uno de los médicos jóvenes de guardia y se alegró al saber que el mayor Fotheringham se estaba recuperando, aunque lentamente, y progresaba según lo previsto. Le había quedado un leve impedimento en el habla y algo de debilidad en el lado izquierdo de la cara, pero podría llevar una vida relativamente normal. El viernes le quitarían los puntos y le enviarían a recuperación y fisioterapia la semana siguiente.

—Muchas gracias —contestó, y estaba a punto de colgar cuando se le ocurrió pedir—: ¿Podría pasarme con centralita? —Le pasó al momento—. ¿Podría ponerme con el doctor Mills, por favor?

—Espere un momento.

Barry aguardó. Se imaginaba la cara de Jack cuando su mensáfono pitara en el bolsillo de la bata blanca. Más maldito trabajo. Eso es lo que pensaría su amigo.

—Aquí Mills. —La voz de Jack sonaba entrecortada, como si estuviera muy ocupado.

—Jack, soy Barry.

—Así que eres tú, ¿no es eso? Pensé que sir Donald Cromie me estaba llamando cuando el mensáfono sonó. Se me hace tarde. ¿Qué pasa?

—Nada. No te entretendré mucho, tenía que telefonear al Royal y quise averiguar si estabas por ahí.

—Voy de camino al teatro de operaciones. Esta tarde todo son chichones y golpes. Casos de poca importancia, verrugas, quistes sebáceos, uñas del pie clavadas en la piel. Un buen entrenamiento para jóvenes cirujanos, según sir Donald.

—Y una buena excusa para que trabajes mientras él…

—Juega al golf. Ésa es una de las ventajas de la cirugía. Cuando eres médico titular puedes dejar el trabajo fácil a los residentes y tener un poco de tiempo libre. ¿Sigues tan ocupado como siempre?

—No demasiado.

—¿Has tenido noticias de esa palomita tuya?

—¿Patricia? —Barry negó con la cabeza. De algún modo la crisis con el mayor Fotheringham, la tiroides de Cissie y el embarazo de Julie MacAteer le habían servido para apartar a Patricia de sus pensamientos, al menos la mayor parte del tiempo—. No. Ni una señal.

—Te largó el viernes pasado. Sólo han pasado cuatro días. Dale tiempo.

—¿Y si no llama?

—Entonces, mi viejo amigo, estarás como un pavo de Navidad: majestuosamente jodido.

—Eso creo. —Sabía que su amigo tenía razón. Parecía como si ella se hubiera deshecho de él dulcemente. Su insistencia en la importancia de su carrera había sido una oportuna forma de hacerle saber que no importaba lo que él sintiera, pues ella no estaba tan enamorada como él. Y, maldita sea, dolido como estaba, era a ella a quien le correspondía dar el próximo paso.

—El tiempo todo lo cura —sentenció Jack—, y también el elixir del señor Arthur Guinness e hijos. ¿Alguna posibilidad de volvernos a ver?

—Te llamaré a finales de semana si estoy libre… y si no he tenido noticias de Patricia.

—Hazlo. Ahora debo darme prisa. No puedo hacer esperar a los chichones y golpes… Si no te veo a lo largo de la semana, te veré cuando te tires por la ventana. —Colgó.

Barry hizo lo mismo y sonrió.

—¿Vienes o no? —bramó O’Reilly desde fuera.

Cerró la puerta principal tras él y corrió hasta el coche.

—¿Y bien? —preguntó el médico—. ¿Cómo está el mayor?

—Recuperándose.

—Estupendo —dijo O’Reilly, enfilando hacia la carretera.

* * *

—¿No es increíble, doctor O’Reilly? —Maureen Galvin, con los ojos brillantes, mostró al médico un fajo de billetes de veinte libras—. Un tipo vino por aquí a primera hora de esta mañana. Seamus estaba fuera. El hombre me dijo: «He oído que su marido tiene una partida de patos balancín para vender». Sí, contesté yo. «Me los llevaré todos», afirmó. Y fíjese en esto: cuatrocientas libras.

—Cuánto me alegro —repuso O’Reilly.

—Apuesto a que nunca ha visto usted algo tan bonito —señaló Maureen—, y a que esos patos no se parecen a ningún otro que haya visto jamás.

—Tiene que haber cosas bellas en el mundo —apuntó el médico—. Estoy seguro de que se venderán como rosquillas.

Maureen apretó los labios.

—Yo no estoy tan segura, pero eso ya es problema del tipo que los compró.

—Oh, desde luego —asintió Barry. Si los patos balancín eran tan especiales como Maureen aseguraba, ¿qué pensaría hacer el concejal Bishop con su nueva adquisición?

—En cualquier caso —continuó la mujer—, hemos conseguido recuperar el dinero con un poco de beneficio. No sé cómo lo ha hecho, señor doctor, pero…

O’Reilly le quitó importancia.

—Bueno, entonces ¿cuándo pensáis marcharos los tres a la soleada California?

—Tan pronto como pueda comprar los billetes. Y… —vaciló— ¿podría hacerme un pequeño favor?

—Pide lo que sea.

Le entregó el dinero.

—¿Querrá encargarse de guardarlo? —O’Reilly cogió los billetes—. Estaré más tranquila si Seamus…

—No te preocupes por él —la interrumpió O’Reilly, metiéndose los billetes en el bolsillo del pantalón—. Estarán tan seguros como el tesoro de la Corona.

Ella le sonrió y ladeó la cabeza.

—¿Estarán libres el sábado, doctores?

Barry había confiado en poder tener un poco de tiempo libre. Quería ver a Patricia, si es que ésta le telefoneaba, o, si no lo hacía, quedar con Jack. Miró inquisitivamente a O’Reilly.

—Podríamos —contestó.

—Vamos a celebrar una pequeña fiesta de despedida. Nos gustaría que ustedes dos vinieran.

—¿Qué opina usted, doctor Laverty?

—La celebraremos aquí, por la tarde —precisó Maureen.

Barry percibió por la forma en que ella miraba a O’Reilly que la presencia de sus consejeros médicos era importante.

—No veo por qué no —respondió. Tal vez tuviera tiempo de tomarse una hora o dos libres después de la fiesta.

—¡Genial! —exclamó Maureen.

O’Reilly echó un vistazo al pequeño salón.

—¿A cuántas personas piensas invitar? —Maureen se encogió de hombros—. Te diré lo que podemos hacer —propuso O’Reilly—. ¿Podríais tú o Seamus haceros con la carpa que la Compañía Escocesa de Ballybucklebo monta en la Explanada el día 12?

—Se lo preguntaré a Seamus.

—Es sólo por si llueve —explicó el médico—. Habrá mucho más espacio en el jardín trasero de mi casa.

Maureen resplandeció.

—¿No le importaría, señor?

—En absoluto. Nunca se sabe cuántos pueden aparecer en un festejo de Ballybucklebo.

—Seamus conseguirá la tienda, por algo es el tambor mayor. La montaremos el sábado por la mañana.

—Perfecto. Además necesitaremos algo de comida. La señora Kincaid se ocupará de eso. Yo conseguiré un par de barriles de cerveza del Pato.

—Pero eso costará una fortuna.

—No —aseguró O’Reilly—. Willy el tabernero tendrá que cobrar a los invitados. Yo no estoy precisamente forrado.

Barry recordó las dificultades que él y Jack habían tenido cuando quisieron organizar una fiesta en el comedor de estudiantes. El reglamento de licencias del Ulster resultaba un tanto confuso. Si alguien quería vender alcohol en un lugar que no fuera un establecimiento público registrado tenía que solicitar un permiso especial, que normalmente tardaba una semana o dos en ser concedido.

—No obtendremos el permiso a tiempo —objetó.

—No lo necesitamos —respondió O’Reilly—. No venderemos alcohol…, venderemos vasos de agua.

—¿Cómo?

—Agua —repitió O’Reilly con una gran sonrisa—. Un líquido extraordinario. Obra maravillas en los galgos, no hace falta un permiso para venderla, y no hay nada que impida ofrecer una bebida gratis con cada vaso de agua vendido.

—¿Lo dice en serio?

—Absolutamente.

—De modo que es cierto que puede convertir el agua en vino…, bueno, en cerveza.

O’Reilly asintió.

—Y para asegurarnos de que estamos en el lado adecuado invitaremos al agente Mulligan. Si alguien se salta la ley y él está en el tinglado, tendrá que arrestarse a sí mismo.

Barry se rió, despertando al joven Barry Fingal, que hizo notar su presencia con un clamor incuestionable.

—Más vale que vaya a darle de mamar —comentó Maureen—. Entonces quedamos el sábado, doctores.

—Muy bien —contestó O’Reilly—. Vamos, doctor Laverty, tenemos más visitas que hacer.

* * *

Para gran alivio de Barry, el sendero que conducía a la granja de los Kennedy estaba seco. Todavía no había podido conseguir unas botas Wellington. El par que se había comprado el día que conoció a Patricia debía continuar recorriendo arriba y abajo el trayecto en tren desde Bangor hasta Belfast.

Jeannie estaba jugando en el patio, lanzando un palo a su collie.

—Hola, doctor O’Reilly. —Le quitó el palo al perro, que inmediatamente se dejó caer al suelo con las patas delanteras estiradas hacia delante, la cabeza entre ellas, sin apartar su atenta mirada del palo en la mano de su dueña—. Estate quieta, Tessie. —La perra echó un vistazo a los recién llegados.

—¿Qué tal estás, Jeannie? —O’Reilly salió del coche y Barry le siguió.

—Ya estoy mucho mejor, gracias.

Barry observó que la niña, ahora, era muy diferente de la que había conocido tres semanas atrás. Tenía color en las mejillas y sus ojos estaban tan brillantes como los azul porcelana de Tessie. Le pareció notar que había perdido un poco de peso, pero, teniendo en cuenta lo enferma que había estado, aquello era de esperar.

—Está empezando a recuperarse. —La señora Kennedy apareció en la puerta de la casa. Su cabello gris estaba pulcramente recogido en un moño. El delantal estaba limpio. Caminó hasta donde se encontraba Jeannie y apoyó una mano protectora en el hombro de la niña—. Hemos estado terriblemente preocupados por ella, pero esos doctores del pabellón infantil han sido increíbles, eso es lo que han sido. —Miró a O’Reilly a los ojos—. Había uno joven, un tal doctor Mills. Dijo que si usted y el doctor Laverty no hubieran sido tan rápidos en llevarla… —Tragó saliva.

—«Bien está lo que bien acaba» —sentenció O’Reilly—. Y no se moleste en recordarme que esa frase es de William Shakespeare, doctor Laverty, ya lo sé.

Barry sonrió y pensó en lo crítico que había sido con los descuidados métodos de diagnóstico de su colega mayor. Reconoció que cuando O’Reilly decía que a veces los médicos rurales podían marcar la diferencia estaba en lo cierto.

—Que tome mucho aire fresco, coma mucho y pronto estará tan fresca como una pulga, preparada para volver al colegio en septiembre —declaró O’Reilly.

—Odio las matemáticas —gruñó Jeannie con una mueca.

—Igual que yo a tu edad —contestó el médico—. Vamos. Enséñame lo lejos que puedes lanzar el palo.

Jeannie lanzó la rama. Tessie, con el cuerpo apretado contra el suelo y la mirada fija en la cara de la niña, tembló, pero no se movió ni un milímetro de donde le habían ordenado que se tumbara.

—Unos perros muy listos, estos collies —observó O’Reilly.

—Cógelo —ordenó Jeannie, y el perro salió disparado como un cohete.

—No creo que vaya a necesitarnos más —comentó el médico a Bridget Kennedy.

—Dermot sentirá no haberle visto, doctor, pero está fuera arando.

—El trabajo de un granjero no se termina nunca —declaró—. Igual que el del médico. —Abrió la puerta del coche—. Si ninguno de los tres tiene nada mejor que hacer el sábado por la tarde, vamos a tener un poco de jarana en mi jardín para Seamus y Maureen Galvin. Se marcharán muy pronto a América.

—Se lo comentaré a Dermot —respondió Bridget—. Llevaré algunas hogazas de pan de pasas.

—Genial —dijo el médico, agachándose para meterse en el asiento del conductor—. Vamos. —Barry subió al coche—. Hemos tenido suerte con ella —comentó O’Reilly mientras el coche avanzaba dando botes por el sendero lleno de baches—. Hubiera sido la muerte para Bridget si la pequeña no hubiera conseguido superarlo.

—La señora Kennedy debía de ser bastante mayor cuando Jeannie nació.

O’Reilly salió a la carretera principal y pisó el acelerador.

—La historia de siempre. No tuvieron dinero suficiente para casarse hasta que el anciano Kennedy murió y dejó la granja a su hijo. Creo que por aquel entonces Bridget tenía cuarenta y dos años. Le costó mucho quedarse embarazada. Esa niña es la luz de su vida. —O’Reilly tocó la bocina e hizo un quiebro, pisando la línea blanca de la carretera—. Malditas bicicletas. Apártate.

Barry miró hacia atrás y contempló cómo el desafortunado ciclista se tambaleaba, paraba y se tiraba a la cuneta con su bici.

—¿Alguna vez ha atropellado a alguien? —preguntó.

—Aún no —contestó el médico, sacudiendo la cabeza—. Todos conocen mi coche.

Y todos le conocen demasiado bien, Fingal Flahertie O’Reilly, pensó Barry, y, al menos algunos, están empezando a conocerme. La satisfacción que sintió ante esa posibilidad se desvaneció cuando O’Reilly soltó ambas manos del volante para encender su pipa y anunció:

—Próxima parada, los Fotheringham.

* * *

—¿Les apetece un poco de té y pastas? —preguntó la señora Fotheringham cuando se sentaron en los sillones cubiertos con fundas. Iba vestida con un traje de dos piezas y un collar de perlas. Ni un solo pelo estaba fuera de lugar en su cabeza.

—No, muchas gracias —respondió O’Reilly—. Sólo podemos quedarnos un minuto. El doctor Laverty tiene algo que decirle.

Ella se sentó en el sofá con las rodillas muy juntas y las manos —entrelazadas en actitud de oración— apoyadas en el regazo de su falda.

—¿Sí, doctor? —dijo con los labios apretados.

Barry tragó saliva.

—He podido hablar con el hospital para preguntar por el mayor. Está yendo tan bien como se esperaba.

—¿Y cómo de bien es eso?

—Está totalmente consciente, aunque algo tocado de su lado izquierdo. El habla se le traba un poco. Me temo que nunca volverá a estar bien del todo, aunque los logopedas y los fisioterapeutas pueden hacer maravillas… con el tiempo.

—Entiendo. —Su cara estaba inmutable—. Tal vez si hubiera ido antes al hospital…

Barry miró de reojo a O’Reilly, quien estaba examinando sus uñas minuciosamente. No obtendría ninguna ayuda por ese lado. Respiró hondo.

—Sí. Tal vez estaría mejor si hubiera reconocido lo que fallaba cuando vine a verle el viernes. —Barry se preguntó si alguien en el hospital había plantado la semilla de la duda en la mente de la mujer. «Si lo hubiéramos visto antes» era una queja muy común entre el personal médico de allí—. ¿Qué le dijeron en el Royal? —preguntó.

Los labios de ella eran tan finos que casi no se veían.

—Apenas notaron mi presencia.

Barry trató de pensar en algo más que pudiera decir en su defensa y decidió que nada serviría mejor que ser totalmente honesto.

—Pensé que no tenía más que una contractura de cuello.

—Pero estaba equivocado, ¿no es así?

—Sí, señora Fotheringham. Lo estaba.

—Me alegra que lo reconozca, jovencito.

Barry dio un respingo.

—Ejem… —carraspeó O’Reilly—. ¿Sabe, señora Fotheringham?, no creo que yo lo hubiera hecho mejor. No había muchos signos en los que fijarse el viernes.

Ella suspiró altaneramente.

—Por supuesto, ustedes, los médicos, siempre se protegen unos a otros.

—Puede pensar lo que quiera —respondió O’Reilly sereno—, pero lo que le he dicho es la verdad tal y como la veo.

—He tenido mucho tiempo para darle vueltas —declaró ella levantándose— y he decidido que mi esposo y yo buscaremos en el futuro asistencia médica en otra parte.

—Desde luego eso debe decidirlo usted, señora Fotheringham. He oído que el doctor Bowman de Kinnegar es muy bueno. —Su tono era ecuánime.

Barry apretó los dientes. Tenía todo el derecho a cambiar de médico, pero había confiado en que siendo totalmente sincero tal vez lo comprendiera.

—En ese caso —cruzó la habitación y abrió la puerta— ¿sería tan amable de transferirle nuestros historiales?

—Con mucho gusto.

Barry caminó hacia el vestíbulo con la cabeza gacha.

—Lo siento mucho…

—Sentirlo no me devolverá a mi marido sano.

Barry miró a O’Reilly, que sacudió la cabeza.

—Tiene razón —contestó éste.

—Me alegra que por lo menos admita eso —replicó—. Ahora…

—Buenas tardes, señora Fotheringham —se despidió O’Reilly desde el umbral—. Espero que el mayor se recupere lo mejor posible.

—Huh —dijo, y cerró la puerta.

Barry se encaminó despacio al coche. Sintió cómo crujían los amortiguadores cuando O’Reilly se reunió con él.

—No dejes que ella te desmoralice —sugirió el médico, encendiendo el motor—. Está disgustada y furiosa.

—Y tiene razón —admitió Barry—. Tal vez debería…

—No empieces otra vez. —O’Reilly frenó—. Abre la verja.

Hizo lo que le pedía, esperó a que el coche pasara y volvió a cerrar la verja. Para O’Reilly era muy fácil ponerse filosófico. Él no era quien había errado el diagnóstico.

—Sube —ordenó O’Reilly—. Y, por el amor de Dios, anímate. —Aumentó la velocidad—. Estuviste muy certero con Cissie Sloan; entre los dos conseguimos sacar adelante a Jeannie Kennedy, e impedimos que el viejo Sonny la diñara. —Giró a la izquierda hacia la carretera de la costa con un chirrido de ruedas—. Tienes que sopesar lo bueno y lo malo. Te repito por última vez que estoy de acuerdo en que tal vez podrías haberlo hecho mejor con el mayor; pero la señora Fotheringham no sólo está enfadada…, se siente culpable.

—¿Y eso por qué?

—Es lo bastante inteligente para reconocer que si ellos no se hubieran comportado con tanta frecuencia como el lobo del cuento, tal vez te hubieras tomado la rigidez del cuello de él más en serio.

—Sí. Lo habría hecho.

—Y cuando uno es culpable… a menudo necesita a alguien para desfogarse y echarle las culpas. Tú estabas a mano. El perfecto chivo expiatorio.

Barry reflexionó sobre ello. Ciertamente había algo de verdad en lo que O’Reilly decía.

—Recuerda —continuó el médico—: «Si te enfrentas al Triunfo y al Desastre / y das el mismo trato a esos dos impostores…».

—Rudyard Kipling, el poema Si. Mi padre me regaló una copia enmarcada cuando estaba en el colegio. «Si ni los enemigos ni los amigos pueden herirte; /si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado…».

—Precisamente —resaltó O’Reilly—, «pero ninguno demasiado». Y ésa es otra regla de la práctica de la medicina además de «No dejar nunca que los pacientes se te suban a la chepa».

—¿Eh?

—Abraham Lincoln dijo algo sobre embaucar a toda la gente durante un tiempo, pero no embaucarles a todos todo el tiempo. Pues con los pacientes sucede lo mismo. No importa lo que hagas por algunos, nunca conseguirás satisfacerlos.

—Lo sé —repuso Barry en voz baja.

—Entonces, cuanto más pronto consigas distanciarte de ellos, mejor.

—¿Dejando que la señora Fotheringham le pida al doctor Bowman que sea él quien les atienda a partir de ahora?

—Exactamente. Nunca volverá a confiar en nosotros. Es una lástima, pero así es la naturaleza de la bestia. Sin embargo, por cada señora Fotheringham o por cada Bertie Bishop hay muchas Cissies, Jeannies, Maureen Galvins y… Maggies que hacen que valga la pena. —Aparcó el coche delante de la casa de Maggie MacCorkle—. Vamos. Tenemos que contarle a Maggie lo de Sonny.

Un montón de perros salió disparado por la puerta principal y rodeó el coche, moviendo el rabo y llenando el aire con sus alegres ladridos. Maggie se abrió paso entre ellos. Barry advirtió que había pensamientos recién cortados en la cinta de su sombrero.

—Llegan justo a tiempo, queridos doctores. La tetera está hirviendo.

—Genial —exclamó O’Reilly—, una taza de té nos vendría que ni pintada.

—Sí, desde luego —aseguró Barry, siguiéndolos al interior.

—Apártate, General Montgomery. —Maggie echó al gato naranja de una silla—. Siéntese, doctor O’Reilly. Encienda su pipa.

La mujer trajinó alrededor de la estufa calentando la tetera, vertiendo el agua hervida, echando las hojas de té que guardaba en una lata con dibujos de la coronación de Isabel II pintados en un lado y añadiendo un poco más de agua.

—Dejaremos que repose un momento —declaró.

—Estupendo —contestó O’Reilly.

—Me alegra que hayan venido —confesó ella—. Me he quedado sin píldoras y la otra noche tuve otro dolor de cabeza egocencomosellamen, así fue. ¿No traerá más tabletas de ésas consigo?

O’Reilly sacudió la cabeza.

—Me temo que no, Maggie. Los dolores de cabeza excéntricos pueden ser muy curiosos. ¿Podrías pasarte mañana? Me gustaría echarte un vistazo antes de darte más píldoras. Sólo para estar seguros.

Barry sonrió. No era el único médico en Ballybucklebo que en el futuro se tomaría las quejas por dolor de cabeza más en serio.

—Me pasaré por allí —indicó mientras servía el té en tres tazones de porcelana, uno conmemorando la liberación de Mafeking[30], otro con un dibujo de sir Winston Churchill y el tercero con un retrato de John F. Kennedy rodeado de banderas negras—. ¿Leche y azúcar?

—Sólo leche —señaló Barry mientras O’Reilly asentía.

Les pasó las tazas. El té era tan fuerte que Barry se preguntó si no disolvería la cucharilla. No había ningún sitio donde escupir el brebaje. Aguantó como pudo, esperando que el ácido tánico no convirtiera su estómago en cuero.

—Sólo hemos venido para darte noticias de Sonny —explicó O’Reilly.

Maggie ladeó la cabeza, adoptando la mirada de un zorzal que acabara de descubrir en el suelo un apetitoso gusano.

—¿Y qué tal está ese viejo chiflado?

—Le van a dejar salir el sábado —anunció el médico.

—Ya se lo dije, antes tendrían que dispararle. —Dio un sorbo a su té—. Eso significa que podrá tener a sus perros de nuevo.

—No exactamente —precisó O’Reilly—. Primero tendrá que ir a Bangor, donde convalecerá durante un tiempo.

—¿Cuánto es un tiempo? —se interesó Maggie.

O’Reilly miró de reojo a Barry antes de contestar.

—Hasta que su tejado esté arreglado.

Barry observó con detenimiento la expresión de Maggie cuando se enderezó bruscamente en su silla.

—¿Hasta cuándo? —Abrió los ojos como platos.

O’Reilly miró a Barry antes de contestar.

—Hasta que su tejado esté arreglado. El concejal Bishop me ha dicho que ha cambiado de opinión.

—¡Jesús, María y José! ¿El cretino de Bertie Bishop? Ese hombre tiene un corazón tan duro que, en comparación, el de un faraón parece de algodón, eso es lo que tiene.

—Es cierto, Maggie —aseguró Barry—. De verdad.

—Lo creeré cuando lo vea —refunfuñó la mujer—. No he visto estrellas en el este, y lo último que Bertie Bishop le dijo a Sonny fue que sólo arreglaría su tejado después del Segundo Advenimiento.

O’Reilly se rió.

—Mantén los ojos bien abiertos para no perderte la venida de unos hombres sabios en camello, Maggie. Es cierto.

Ella le miró con ojos entornados.

—¿Con la mano en el corazón?

O’Reilly la puso.

—Huh —exclamó ella remilgadamente—. ¿Y qué tiene Sonny que decir a eso?

—No lo sabe —contestó O’Reilly—, pero me puedo hacer una idea.

—¿Cómo?

—Sí —anunció O’Reilly—. Voy a ir a recogerlo al Royal el sábado.

Aquello era toda una noticia para Barry, aunque no le parecía tan sorprendente que O’Reilly se sintiera feliz por llevar y traer él mismo a sus pacientes.

—Tendré que dejarle en Bangor, pero primero tendremos una pequeña celebración en mi casa como despedida de los Galvin a América. Sonny tendrá suficientes fuerzas para estar un rato allí.

—Continúe —pidió Maggie.

—¿Qué te parecería pasarte por allí y contarle lo del tejado?

Barry observó que desde lo más profundo de las curtidas mejillas de Maggie emergía un leve tinte rosa.

—Déjenlo ya —le urgió—. Él y yo apenas si nos damos la hora.

—Lo sé —admitió O’Reilly—, pero la última vez que le vi Sonny dijo que quería tener unas palabras… para agradecerte que cuidaras de sus perros.

—Eso sería muy civilizado de su parte, verdaderamente.

—¿Entonces vendrás?

—Lo pensaré —contestó—. Y si lo hago, llevaré uno de mis bizcochos.

—Eso sería estupendo —aseguró O’Reilly—. Tus bizcochos de pasas —O’Reilly cruzó una mirada con Barry— son tan famosos como tus tazas de té.