Capítulo 3

Barry se despertó con el zumbido del despertador. Su habitación abuhardillada tenía el espacio justo para una cama, una mesilla de noche y un armario. La noche anterior había deshecho la maleta, guardado su ropa y apoyado la caña de pescar en una esquina junto al tragaluz.

Se levantó, abrió las cortinas y miró hacia lo que debía de ser la parte de atrás del jardín. Después cogió el neceser con sus cosas de aseo de la mesilla y se dirigió al cuarto de baño. Mientras se afeitaba recordó los acontecimientos de la noche anterior. O’Reilly había vendado el tobillo de Seamus Galvin, y tras dejar las langostas en el fregadero de la cocina volvió a la sala de estar, donde sirvió más licor. Entonces le había explicado que durante el primer mes trabajarían juntos para que fuera conociendo a los pacientes, la marcha de la consulta y la geografía de Ballybucklebo y sus alrededores.

De alguna forma la tarde había pasado rápidamente, y a pesar de los continuos viajes de O’Reilly para servirse más whiskey irlandés Old Bushmill, parecía que el hombre hubiese bebido sólo agua. No había dado ninguna muestra de ebriedad. Todo lo contrario que él, que tras dos copas de jerez comenzó a notar cierta laxitud en las rodillas y una suave y mullida sensación dentro de su cabeza, por lo que se sintió agradecido cuando le mostró sus habitaciones de la tercera planta y se despidió hasta el día siguiente.

Aclaró la maquinilla de afeitar y se miró en el espejo. Sólo tenía los ojos levemente enrojecidos. ¿Tanto había afectado el jerez a su juicio? Desde luego, no tenía ningún recuerdo de haber accedido a aceptar el empleo, pero daba la impresión de que cuando O’Reilly tomaba una decisión, pocos mortales se atrevían a llevarle la contraria. Bueno, si eso es lo que había, entonces… Se secó la cara, volvió a su buhardilla y se vistió. El mejor pantalón, los mejores zapatos, camisa limpia…

—Date prisa, Laverty. No tenemos todo el día —rugió O’Reilly desde las escaleras.

Barry ignoró la orden. Esto era una consulta médica, no la marina, y cuanto antes reconociera el doctor Fingal Flahertie O’Reilly, antiguo comandante cirujano, que él no estaba allí para recibir órdenes como cualquier marinero, mejor. Se ajustó la corbata de la Universidad Queen’s, se puso una chaqueta sport y se dirigió a las escaleras.

* * *

—Coma todo lo que pueda, doctor Laverty.

Barry levantó la vista de su plato de parrillada mixta del Ulster —beicon, salchichas, morcilla, huevos fritos, tomates, chuleta de cordero y rebanadas de pan de soda frito— para encontrarse con el rostro alegre de la señora Kincaid. Contempló el cabello plateado recogido en un moño alto y los ojos negros como brillantes azabaches entre las mejillas sonrosadas.

—Haré lo que pueda.

—Buen chico. Tendrá esto mismo para desayunar muchas veces —declaró, colocando un plato enfrente de O’Reilly—. Aquí el señor es un gran aficionado a la comida de sartén, así es.

Barry advirtió el suave acento de Cork en su voz, con ese hábito tan peculiar de terminar las frases con «así es».

—Ya puede retirarse, Kinky. —O’Reilly cogió el cuchillo y el tenedor y comenzó a escarbar con evidente satisfacción.

La señora Kincaid se marchó.

O’Reilly murmuró algo con la boca llena de morcilla.

—¿Cómo dice?

—Olvidé advertirte sobre Kinky —comentó tras tragar—. Es una mujer muy voluntariosa. Lleva conmigo muchos años.

—Oh.

—Ama de llaves, cocinera y cancerbero.

—¿Vigila las puertas del Hades?

—Como el mismísimo perro de tres cabezas. Los clientes tienen que levantarse muy temprano para poder pasar el filtro de Kinky. Ya lo verás. Ahora concéntrate en tu comida. Tenemos que estar en la consulta en quince minutos.

Barry engulló el resto de su desayuno.

La señora Kincaid reapareció.

—¿Té, doctor?

—Gracias.

Vertió el té en una tetera y movió ágilmente sus noventa kilos hacia donde estaba sentado O’Reilly, empapando los últimos restos de huevo con un trozo de pan frito. Le sirvió el té y le entregó una hoja de papel.

—Ésas son sus visitas de esta tarde, doctor —indicó—. Maggie quería que fuera a verla, pero le dije que mejor viniera a la consulta.

—¿Maggie MacCorkle? —O’Reilly suspiró y golpeó suavemente una mancha de huevo que tenía en la corbata—. Está bien. Gracias, Kinky.

—Es mejor que ella venga aquí a que usted tenga que conducir quince kilómetros para llegar hasta su casa. —La señora Kincaid agitó la cabeza y estudió el desastre de la corbata de O’Reilly—. Y quítese esa cosa asquerosa, se la lavaré, así es.

Para sorpresa de Barry, O’Reilly deshizo dócilmente el nudo y entregó la corbata a la señora Kincaid, que resopló, se dio la vuelta y se marchó diciendo:

—Y no olvide ponerse una corbata limpia.

O’Reilly terminó el té y se levantó.

—Vuelvo en cinco minutos; entonces habrá llegado el momento de adentrarnos en las minas de sal.

* * *

—Jesús —susurró O’Reilly—, ¿quieres echar un vistazo? Se necesitarían cinco panes y dos peces para alimentar a esa maldita multitud.

Barry, que no tenía ninguna duda de que O’Reilly no se sintiera a sus anchas en el papel de Jesús, estiró el cuello tras el hombretón y miró por el resquicio que había dejado la puerta entreabierta de la sala de espera. Vio que la gente había tenido que quedarse de pie. ¿Cómo podría O’Reilly ver a tantos pacientes antes del mediodía?

O’Reilly abrió la puerta del todo.

—Buenos días.

Un coro de «buenos días, doctor O’Reilly» resonó en la sala de espera.

—Quiero que todos conozcáis al doctor Laverty —anunció, empujando a Barry hacia delante—. Mi nuevo ayudante.

Éste sonrió levemente a la multitud de rostros escrutadores.

—El doctor Laverty ha venido de la Universidad Queen’s para echarme una mano.

—Parece demasiado joven, eso es lo que parece —murmuró una voz.

—Lo es, James Guiggan. El doctor más joven en conseguir el primer premio de estudios en la universidad. —Barry trató de objetar que él no era nada de eso, pero su débil negativa fue ahogada por un coro de «oohs» y «aahs». Sintió la mano de O’Reilly cogerle del brazo y susurrarle—: Recuerda, lección número uno.

«No dejar nunca que los pacientes se te suban a la chepa», evocó mentalmente Barry mientras O’Reilly continuaba hablando.

—Bueno. ¿Cuántos habéis venido para el tónico?

Varias personas se levantaron.

—Cinco, seis —contó O’Reilly—. Os atenderé primero a vosotros. Aguardad un minuto.

Se dio la vuelta y se dirigió a la consulta. Barry le siguió.

Contempló cómo Fingal sacaba seis jeringuillas, las llenaba con un líquido rosa de un frasco con tapa de goma y las colocaba sobre una toalla en la bandeja superior de un carrito.

—¿Qué es eso, doctor O’Reilly?

—Vitamina B12 —contestó sonriendo.

—¿B12? Pero eso no es…

—Jesús, hombre, ya sé que no es un tónico…, no existe nada semejante. Tú sabes que no es un tónico, pero… —su sonrisa se hizo más amplia— ellos no lo saben. Ahora ve a buscarlos.

—¿A todos?

—Hasta el último.

Barry se dirigió a la sala de espera. Cielos, esto no tenía nada que ver con el tipo de medicina que le habían enseñado. Evitó las miradas que le saludaban y anunció:

—Aquéllos que hayan venido para el tónico, ¿quieren seguirme, por favor?

Las seis víctimas obedecieron dócilmente y en silencio.

La pequeña procesión inundó la consulta en la que O’Reilly les esperaba junto al carrito.

—Colocaos delante de la camilla.

Tres hombres y tres mujeres giraron en redondo y encararon sumisamente la camilla.

—Agachaos.

La parte trasera de tres pantalones y tres vestidos de percal fue presentada.

Barry observó boquiabierto cómo O’Reilly empujaba el carrito hacia el principio de la fila y, cogiendo una jeringuilla con una mano y un algodón humedecido en alcohol con la otra, frotaba el trasero cubierto de percal de la primera mujer.

Listeria antiséptica[1]. —declaró, clavando la jeringa.

—¡Ay! —gruñó una mujer delgada. El proceso se repitió rápidamente en toda la fila (frotar, pinchar, «ay»; frotar, pinchar, «ay») hasta que O’Reilly se quedó ante su última víctima, una mujer de enormes proporciones. Frotó y pinchó. La jeringuilla voló por la habitación, como si hubiera sido propulsada por una catapulta, hasta chocar contra la pared y clavarse, vibrando como un dardo bien lanzado.

O’Reilly agitó la cabeza y llenó otra jeringuilla.

—Jesús, Cissie, ¿cuántas veces tengo que decirte que no te pongas el corsé los días de tónico?

—Lo siento, doctor, lo olvi… ¡Ay!

—Vale —declaró O’Reilly—. ¡Andando, vamos! Empezaréis a dar vueltas como pollos en primavera en cuanto esta cosa empiece a hacer efecto.

—Gracias, señor doctor —contestaron seis voces al unísono. Los pacientes salieron en fila y se marcharon por la puerta principal.

O’Reilly recuperó la jeringuilla-dardo, la dejó junto a las otras y se volvió hacia Barry.

—No pongas esa cara de desaprobación, chico. No les hará ningún daño y la mitad se sentirá mejor. Sé que sólo es un placebo, pero estamos aquí para hacer que la gente se sienta bien.

—Sí, doctor O’Reilly. —Había algo de verdad en lo que el hombre mayor decía, sin embargo… Barry se encogió de hombros. Por el momento seguiría su consejo.

—Ahora —dijo O’Reilly, acomodándose en la silla giratoria y poniéndose las gafas de media luna— sé un buen chico, pellízcate y grita: ¡Siguiente!

* * *

Barry pasó la mañana corriendo de la sala de espera a la consulta y sentándose en la camilla para observar y escuchar mientras O’Reilly trataba con una procesión de hombres con la espalda dolorida y mujeres con críos con mocos, toses, estornudos y dolor de oídos; toda la suerte de pequeñas afecciones de las que es heredera la raza humana. Ocasionalmente el médico le pedía su opinión, siempre delante de los pacientes, tomando su consejo con gran solemnidad.

Barry advirtió que el hombre conocía a cada paciente por su nombre, que raramente consultaba su expediente médico y, sin embargo, tenía un conocimiento casi enciclopédico de cada hecho de su historial.

Finalmente la sala de espera quedó vacía.

O’Reilly se repantigó en su silla y Barry regresó a su ya familiar asiento en la camilla.

—Y bien —preguntó O’Reilly—, ¿qué piensas ahora?

—No estoy muy de acuerdo con lo de inyectar a la gente a través de la ropa, y no he ganado ningún premio en la universidad. —Echó un vistazo a la nariz del médico. No había palidez.

O’Reilly sacó la pipa y la encendió.

—Tienes mucho que aprender, Laverty. —Se puso de pie y se estiró—. La gente de campo es muy conservadora. Eres un muchacho joven. ¿Por qué deberían confiar en ti?

Barry se puso rígido.

—Porque soy médico.

—Ya lo descubrirás —se carcajeó O’Reilly—. No se trata de cómo te llames, doctor Laverty; lo que aquí importa es lo que haces. Lo único que he hecho es darte un poco de ventaja.

—Imagino que eso es lo que ha estado haciendo cada vez que me pedía consejo.

El hombre mayor le miró por encima de las gafas de media luna sin decir nada.

Alguien llamó a la puerta.

—Ve a ver quién es, ¿quieres?

Barry se acercó muy tieso a la puerta. «¡Ja, una ventaja! ¡Como si no estuviera suficientemente cualificado!». Abrió la puerta a una mujer sesentona. Su cara estaba tan curtida como un trozo de alga seca. Sobre el labio superior destacaba un fino bigote oscuro. Tenía la nariz curvada hacia abajo y la barbilla curvada hacia arriba como aquel Polichinela del espectáculo Polichinela y Judy, y cuando sonrió pudo apreciar que tenía menos dientes que una ostra. Sus ojos de ébano parpadearon.

Llevaba un sombrero de paja con dos geranios marchitos pegados en la cinta. Su cuerpo estaba oculto por varias capas de chaquetas de lana de diferentes colores, y por debajo del dobladillo de la falda negra hasta los tobillos asomaban las puntas de unas botas Wellington[2].

—¿Está «Él» aquí?

Barry sintió una presencia detrás de su hombro.

—Maggie —llamó O’Reilly—. Maggie MacCorkle. Pasa.

El joven recordó que la señora Kincaid había mencionado ese nombre en el desayuno. La recién llegada pasó por delante de él. O’Reilly le indicó que se sentara en la silla de los pacientes, mientras Barry lo hacía en la camilla.

—Éste es mi ayudante, el doctor Laverty. Quiero que sea él quien te vea hoy, Maggie. No hay nada mejor que una segunda opinión.

Barry miró a O’Reilly, asintió y se dirigió a la silla giratoria.

—Buenos días, señora MacCorkle.

Ella dio un sorbetón y se alisó la falda.

—Es señorita MacCorkle, eso es lo que es.

Barry miró hacia donde estaba O’Reilly cruzado de brazos. Impasible.

—Lo siento, señorita MacCorkle. ¿Y cuál es el problema?

Ahora fue ella quien miró a O’Reilly antes de contestar.

—Los dolores de cabeza.

—Ya veo. ¿Cuándo comenzaron?

—Dios santo, siempre han sido muy agudos, pero anoche se convirtieron en algo crónico, eso hicieron. Estaban desbocados. —Se inclinó hacia delante y declaró con gran solemnidad—: Casi me quedé raquítica.

Barry ahogó una sonrisa.

—Ya veo. ¿Y dónde se producen exactamente? —El joven se atuvo al protocolo clásico como un pequeño burócrata pegado a su libro de reglas.

—Aquí —susurró con tono conspirador, llevándose una mano a la coronilla de su florido sombrero.

Barry se recostó en su silla. No le extrañaba que O’Reilly hubiera suspirado cuando la señora Kincaid anunció que Maggie iba a venir. Se preguntó dónde guardaría el médico los formularios necesarios para certificar que alguien no estaba cuerdo.

—¿Por encima de su cabeza?

—Oh, sí. A unos buenos cinco centímetros.

—Ya veo. —Estiró los dedos—. ¿Y ha estado oyendo voces últimamente?

Ella se puso tensa.

—¿A qué se refiere?

—Bueno, yo… —Miró impotente a O’Reilly, que se deslizó de la camilla.

—Lo que el doctor Laverty quiere decir es si has notado algún pitido en los oídos, Maggie.

—¿Ding-dong o brrring? —preguntó Maggie, aferrándose a la silla inestable y volviéndose hacia O’Reilly.

—Dímelo tú —contestó éste.

—Ding-dong, querido doctor.

O’Reilly la sonrió por encima de sus gafas de media luna.

Ella, sintiéndose alentada, prosiguió.

—Ding-dong, eso es lo que es. Dingy-dingy-dong.

Una buena descripción de sí misma, se dijo Barry.

—Hummm —farfulló O’Reilly, con mirada astuta—. Hummm. De modo que ding-dong a cinco centímetros por encima. Ahora dime, ¿los dolores son en el centro o hacia un lado?

—Hacia la izquierda, así son.

—Eso es lo que yo llamo excéntrico, Maggie.

Así es como yo os llamaría a los dos, pensó Barry.

—¿Excéntrico? ¡Madre mía! ¿Es eso malo, doctor?

—En absoluto —aseguró O’Reilly, poniendo una consoladora mano en su hombro—. Te los quitaré en un abrir y cerrar de ojos.

Sus hombros se relajaron. Sonrió al médico, pero cuando se volvió hacia Barry su mirada fue tan gélida como el viento que azota la bahía en invierno.

O’Reilly se inclinó por encima de Barry y cogió de la mesa un frasco de plástico con grageas de vitaminas.

—Éstas te servirán.

Maggie se levantó y aceptó el frasco.

Luego el hombretón fue empujándola suavemente hacia la puerta.

—Éstas son especiales, Maggie.

Ella asintió.

—Deberás tomarlas exactamente como te diga.

—Sí, doctor. ¿Y cómo será eso?

O’Reilly le abrió la puerta.

—Media hora. —Sus siguientes palabras fueron enunciadas con gran solemnidad—: Exactamente media hora antes de que el dolor comience.

—Oh, gracias, querido doctor. —Su sonrisa era radiante. Hizo una pequeña reverencia, se giró y miró a Barry, aunque continuó hablando a O’Reilly. Sus palabras al partir le pincharon como el aguijón de una avispa—. Tenga cuidado —aconsejó—, este joven colega, Laverty…, tiene mucho que aprender.