Capítulo 13
A pesar de que el lunes por la mañana la consulta comenzó tranquila, con sólo tres hombres esperando sus inyecciones de tónico, en cuanto éstos se marcharon pareció como si se hubieran abierto las compuertas de par en par. Barry tuvo la impresión de que todos los casos de espalda cargada, mucosidad, tos, fiebre del heno o resacas de Ballybucklebo, consecuencia de la bienvenida a Barry Fingal Galvin, pasaron por allí. Algunos de los que sufrían resaca también necesitaron atención por ojos morados y nudillos pelados.
Cuando el último de los que apodó la milicia del Pato Mugriento se hubo marchado, O’Reilly comentó con una sonrisa: «Ah, estoy totalmente de acuerdo, chicos…, pero pelearse es más divertido».
—Jesús, estos lugareños no han cambiado desde que se escribió Scél Mucci Mic Dáthó, el cuento del cerdo de Mac Dathó.
—¿Cómo dice?
—Es una leyenda primitiva. Hay una fiesta celta descrita en ella: «Una buena pelea en el patio comenzó, y todo el mundo a su vecino golpeó». Una honrada diversión, imagino. Sólo espero que no nos toque una reedición el 12, o estaremos aquí hasta medianoche cosiendo a los heridos. —Se estiró—. Pero no pensemos en el jueves. ¿Queda alguien más por hoy?
—Dos niños y una joven. Creo que eso es todo por esta mañana.
—Hazlos pasar, ¿quieres?
Barry fue a buscarlos a la sala de espera. Había supuesto, erróneamente, que la mujer era la madre de los niños. El chico, que parecía tener cinco o seis años, llevaba pantalones cortos de tweed y una camisa gris. Uno de sus calcetines de lana estaba sujeto por debajo de la rodilla por una liga, el otro se había deslizado y estaba enroscado alrededor del tobillo como la piel nueva de una serpiente; tenía un pie girado hacia dentro y el pulgar izquierdo metido firmemente en la boca. La niña rubia llevaba un vestido con delantal azul pálido a juego con sus ojos serios, que no se apartaban de la cara de O’Reilly. Debía de tener un año más que su compañero.
—Buenos días, Colin Brown. Buenos días, Susan MacAfee. ¿Qué puedo hacer por vosotros dos? —preguntó O’Reilly, mirando por encima de sus gafas.
—El señor Brown y yo queremos casarnos.
Barry observó la cara de O’Reilly para ver cómo reaccionaba.
—Por supuesto —contestó el médico sin inmutarse—. ¿Casaros?
Esto promete, pensó Barry.
—¿Y qué piensa usted, señor Brown?
El pequeño miró hacia abajo y tiró de sus pantalones.
—Ya veo —repuso O’Reilly—. Bien, el matrimonio es un honorable sacramento que no se debe tomar a la ligera.
—Sí, doctor O’Reilly —respondió la niña de ojos azules. Enroscó un mechón de cabello de su frente en un dedo—. Eso lo sabemos, ¿no es así, señor Brown?
—Uh, uh —farfulló el aludido, cambiando el peso de un pie a otro.
Me pregunto, pensó Barry, qué va a decirles cuando llegué al asunto de «la unión de la carne».
—Hemos estado ahorrando —explicó la niña.
—¿Y cuánto tenéis?
—Todo un chelín —declaró.
—Y seis peniques. —El señor Brown apretó las piernas y volvió a tirar de sus pantalones.
—¿Sabéis?, tal vez seáis un poco jóvenes para casaros —sugirió O’Reilly.
El señor Brown asintió, tiró con fuerza de la mano de la niña y le susurró algo al oído.
—Tendrás que esperar —dijo ella.
—¿Antes de que veáis al reverendo? —preguntó O’Reilly con una sonrisa asomando en su boca.
El señor Brown tiró tan fuerte de la mano de la niña que ésta tuvo que dar un paso hacia él.
—Digo que tendrás que esperar. ¿Qué…? —Se inclinó hacia él—. ¡Oh! —exclamó cuando se enderezó—. Doctor O’Reilly, tenemos que marcharnos.
—Bien —dijo éste—. ¿Entonces vais a esperar?
—No —respondió la pequeña, llevándose una mano a la cadera y haciendo pucheros al niño—. Aquí el señor Brown… —El chiquillo dejó caer la cabeza—. Aquí el señor Brown acaba de hacerse pipí encima.
—Oh, bueno —declaró O’Reilly—, tal vez la señora Kincaid pueda echarnos una mano. Vamos. —Se levantó y agarró a la niña de la mano—. Creo que está en la cocina. —Se volvió hacia Barry—. Haz pasar al último, ¿quieres? Empieza haciendo su historia.
—De acuerdo —contestó Barry sin moverse. Esperó hasta que O’Reilly y sus pequeñas cargas se marcharon para soltar la risa que había estado a punto de dejar escapar. Seguía riéndose cuando llegó a la sala de espera—. ¿Quiere pasar conmigo, por favor? —le pidió a la joven que estaba sentada sola mirando al suelo. Vestía una gabardina blanca y zapatos negros de tacón alto y agarraba un bolso de charol con ambas manos. Su cabello de color maíz estaba sujeto por una cinta, y cuando levantó la vista sus ojos estaban apagados y enrojecidos, y, a juzgar por las oscuras sombras de debajo, había dormido poco. Fuera lo que fuese lo que le aquejaba, no debía de ser una frivolidad.
Ella se levantó.
—¿Doctor O’Reilly?
Nadie de Ballybucklebo le hubiera confundido con Fingal.
—No —aclaró— Laverty. Pero el doctor O’Reilly estará aquí dentro de un minuto.
Ella no dijo nada, ni siquiera cuando se sentó en la silla de los pacientes.
—Bien —empezó Barry, girándose en la silla y buscando en uno de los cajones del escritorio un formulario para pacientes nuevos—. Le tomaré algunos datos. No es de por aquí, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
—Rasharkin.
—¿Del condado de Antrim? —Barry percibió cómo alargaba las vocales y el ligero silbido que identificaba el acento de la gente del campo de Antrim, y Rasharkin era incluso más pequeño que Ballybucklebo—. Está muy lejos de casa. —Echó un vistazo a su mano izquierda. No había anillo—. ¿Señorita…?
—MacAteer. Julie MacAteer.
—¿Es Mc o Mac?
—Mac.
Escribió el nombre.
—¿Cuántos años tiene?
—Veinte. —Percibió un nudo en su voz—. La semana que viene.
—¿Y qué le ha hecho venir a vernos?
Una lágrima solitaria cayó de su ojo izquierdo. Abrió el bolso y sacó un pañuelo.
—Está bien. Tómese su tiempo. —Ella se frotó los ojos. Sus hombros se estremecieron. Barry se inclinó hacia delante y le cogió la mano—. Me gustaría ayudarla, Julie.
La joven le miró a los ojos y él pudo ver su tristeza.
—Me he retrasado —susurró.
—¿Cuánto?
—Tres semanas. Siempre soy muy puntual.
Barry tragó saliva. Tuvo que formular la consiguiente pregunta.
—¿Cree que podría estar…?
—Sé que lo estoy. —Sus ojos centellearon—. Llevo vomitando todas las mañanas desde la semana pasada y tengo un dolor aquí. —Se llevó la mano libre al pecho.
—Podría ser otra cosa. Las hormonas a veces hacen cosas raras. No es inusual que las chicas jóvenes tengan alguna falta en su periodo si están preocupadas por algo.
—¿Preocupada? Estoy preocupada hasta morir. ¿Qué voy a hacer? —Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
Barry escuchó entrar a O’Reilly. Miró hacia él, para ver al hombretón llevarse un dedo a los labios.
—¿Se lo ha contado a alguien? —le preguntó.
—¿Cómo podría? Padre me mataría, eso haría.
—Julie, podría estar equivocada. Tal vez se esté preocupando por nada.
—No estoy equivocada. Sé que estoy… embarazada… y no sé qué hacer.
—Creo que antes deberíamos asegurarnos. ¿Ha traído una muestra de orina?
Ella sacó un pequeño frasco de cristal del bolso.
—Aquí tiene.
Barry lo cogió.
—Tendré que mandarlo a Belfast para que lo analicen. —Con el rabillo del ojo vio que O’Reilly levantaba el pulgar hacia arriba—. Lo sabremos con seguridad el… —Se dio cuenta de que no sabía cuánto tardaban en saberse los resultados.
—El viernes —intervino O’Reilly.
Ella se giró y le miró.
—Ésta es Julie MacAteer —indicó Barry.
—No pasa nada, Julie. Soy el doctor O’Reilly.
Ella se volvió hacia Barry y trató de sonreír.
—Entonces supongo que tendré que esperar hasta entonces. Cruzaré los dedos.
—Lo siento —dijo Barry.
La joven bajó la cabeza, apretó los puños y respiró hondo.
—Muy bien.
—¿Regresará hoy a Rasharkin? —quiso saber Barry.
—No. Me quedaré aquí.
—¿Dónde? —De pronto recordó que había olvidado preguntarle la dirección.
Ella estrujó el pañuelo.
—No voy a decirlo.
—Pero…
—No es importante —declaró O’Reilly, poniendo una mano en el hombro de la joven—. El doctor Laverty sólo lo necesita para el archivo. Ponga simplemente «local» en la tarjeta.
—De acuerdo.
—Doctor O’Reilly. —Ella irguió los hombros y le miró a la cara—. Si estoy…, ya sabe…, no puedo tenerlo.
—No tendrá que hacerlo —contestó—. Se lo prometo.
Barry dio un respingo en su silla. Podía entender por qué una mujer soltera no quería consultar con un médico de su pequeña comunidad y por eso había viajado hasta Ballybucklebo. Pero ¿sería O’Reilly un abortista?
—¿Lo dice de verdad? —preguntó la joven.
—Sí —aseguró O’Reilly—. Se lo prometo.
Ella se levantó y abrazó al hombretón.
—Váyase tranquila, Julie —indicó gentilmente—. Todo saldrá bien.
Buen Dios. Barry no podía creer lo que estaba oyendo. Los abortos eran ilegales. Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera pensar en lo que estaba diciendo.
—Doctor O’Reilly, no permitiré…
—Para el carro, Barry. No es lo que piensas.
Barry balbuceó.
—Bien, Julie —continuó O’Reilly, dando un paso atrás—. Le diré lo que debe hacer. Lávese la cara en ese lavabo de allí y empólvese un poco la nariz. No querrá que la gente sepa que ha estado llorando.
—Gracias —susurró ella.
—No hay de qué. Tómese su tiempo.
Barry, temiendo decir algo que luego lamentaría, salió de la consulta tratando de ignorar las palabras de agradecimiento de la joven. ¿Cómo demonios podía O’Reilly decirle que todo saldría a pedir de boca cuando lo más lógico es que estuviera embarazada y no había una maldita cosa que pudieran hacer para impedirlo?
A punto estuvo de chocar con la señora Kincaid, que llevaba a los dos niños hacia la puerta principal.
—Lo siento —farfulló—. No miraba por dónde iba.
—No importa.
La puerta de la consulta se abrió y O’Reilly, del brazo de Julie, la guió hasta la entrada. Barry vio que la señora Kincaid observaba el rostro de la joven y una mirada de perplejidad cruzaba por sus ojos.
—¡Uh! —exclamó.
—Vuelva el viernes —escuchó decir a O’Reilly—. Y trate de no preocuparse. Nosotros nos haremos cargo, se lo prometo. —Cerró la puerta tras ella—. Kinky, la comida —ordenó—. Tenemos muchas visitas que hacer esta tarde.
Barry se dirigió al comedor. Que lo condenaran si estaba dispuesto a tener una pelea con O’Reilly delante de la señora Kincaid.
El médico entró y se sentó a la mesa.
—Lo ha prometido, ¿no es cierto, Fingal? —Barry apenas podía evitar el temblor de sus manos—. ¿Cómo ha podido prometérselo? —Se inclinó hacia delante, apoyando las manos en el mantel—. ¿Acaso practica abortos aquí? ¿En la consulta? ¿Es ésa la razón por la que ella ha venido a verle desde Rasharkin? —Barry recordó los despojos humanos que atestaban la sala de ginecología cada viernes por la noche, día de cobro de los hombres y, por tanto, el momento en que sus mujeres tenían el dinero suficiente para hacer visitas clandestinas a los callejones de Shankill Road o Sandy Row. Las menos afortunadas llegaban agonizando, con grandes hemorragias y terribles infecciones que se extendían como un fuego salvaje. Algunas no tendrían que preocuparse más por quedarse embarazadas de nuevo. Los raspados y la destrucción de sus trompas de falopio se ocuparían de eso. Otras morían, y todo porque no podían permitirse otro embarazo y no tenían más recurso que acudir a una sucia partera que echaba mano de una aguja de calcetar o de una percha de alambre retorcida para acabar con la vida que llevaban dentro.
O’Reilly metió los carrillos hacia dentro, cruzó los brazos y miró fijamente a Barry.
—¿O es que es uno de esos charlatanes que se llevan el dinero de las damas acomodadas de Malone Road o Cherryvalley y se aseguran de deshacerse de sus pequeños «inconvenientes»?
—Al menos —respondió O’Reilly suavemente— esos tipos usan métodos esterilizados.
—¿Y piensa que la esterilización es suficiente justificación para lo que hacen?
—Siempre será mejor que la de los callejones oscuros.
—Dios. —Barry se levantó de golpe—. No pienso formar parte de esto.
—No tienes por qué.
—Supongo que no. Parece que hasta ahora se las ha ingeniado muy bien sin mí.
—Sí —repuso O’Reilly—, lo he hecho.
Barry tragó saliva. Comprendió que aunque ahora estaba disfrutando de su trabajo en Ballybucklebo, no querría, no podría quedarse allí. Se jugaba su licencia. Y más aún, nunca sería capaz de mirarse a los ojos. Empezó a girarse, con la intención de marcharse, cuando escuchó que O’Reilly decía con voz nítida y clara:
—Yo no practico abortos.
—¿Qué? —preguntó, dándose la vuelta.
—He dicho que no practico abortos. Y eso que no estoy seguro de que deban ser ilegales. No debe de ser agradable quedarse soltera y con la reputación por los suelos, ¿no crees?
—No. —Barry frunció el ceño—. Pero entonces… ¿cómo ha podido prometerle a Julie que no tendrá que quedarse el bebé?
—No he dicho que no tuviera que tener el niño.
—Vamos, Fingal. —Barry había estado seguro de estar en lo cierto un momento antes—. ¿Cómo podría una mujer soltera seguir viviendo en un lugar como Rasharkin o aquí en Ballybucklebo? La vergüenza la mataría.
—¿Por qué no coges aire, cuentas hasta diez y te sientas? —Un matiz de autoridad impregnaba las últimas palabras del médico.
Barry se sentó despacio.
—Si la chica está embarazada, que es lo más probable, haré las gestiones oportunas para que se vaya a Liverpool.
—¿Liverpool?
—Sí. Hay una casa de caridad allí. Un hogar para las EDI[10].
—¿EDI?
—EDI. Embarazadas de Irlanda. Esa gente cuidará de ella hasta que el bebé nazca y luego concertarán una adopción. Puede que los vecinos de Rasharkin sospechen algo, pero nunca estarán seguros de que ha tenido a un pequeño bastardo.
—Oh. —Barry se sintió incapaz de mirar a O’Reilly—. ¿Fingal?
—¿Sí?
—Verá, lo siento. No debí haberme precipitado en sacar mis propias conclusiones.
—No, no deberías… —Barry dio un respingo—. Pero te diré algo. Admiro a los hombres que tienen el valor de decir lo que piensan. —Levantó la vista y descubrió una suave sonrisa en el rostro de O’Reilly—. Bueno, no se hable más. Todo sería mucho más fácil si el padre del bebé la convirtiera en una mujer honesta.
—¿Cree que eso es probable? —Barry quería desviar la conversación del tema del aborto.
—Me temo que no. De haber sido así, ella no habría venido a vernos en primer lugar.
—Me pregunto por qué está aquí en Ballybucklebo. Pensé que era porque había oído que usted… —Se mordió la lengua.
—No tengo ni idea —contestó O’Reilly, ignorando la alusión implícita y mirando por encima de la cabeza de Barry a la señora Kincaid, que sostenía dos platos humeantes—. ¿Usted qué opina, Kinky?
—¿Sobre qué?
—Sobre por qué una joven embarazada vendría desde Rasharkin a verme.
—Así que la pequeña está en apuros, ¿eh? —La señora Kincaid colocó los platos sobre la mesa.
—Me temo que sí —declaró O’Reilly, agarrando el cuchillo y el tenedor y empezando a comer.
—Tendré que indagar por ahí —dijo la señora Kincaid, frunciendo el ceño—, pero yo he visto a esa chica antes.
—Hágalo, Kinky. Quiero saberlo antes del viernes. —O’Reilly pinchó una salchicha.
—Lo haré. —La señora Kincaid le entregó una hoja de papel—. Aquí está su lista de la tarde. Ahora coman. Después ustedes dos van a tener que curar a más enfermos que el mismísimo Jesucristo en persona.