Capítulo 23
Esto parece el mercado de Paddy[23] —se quejó O’Reilly, cerrando la puerta que daba a la sala de espera—. Tendremos que hacer algo al respecto. Esta mañana no estoy de humor para afrontar todas las quejas del mundo.
A Barry no le sorprendió. La noche anterior se había acostado a las diez y media después de un día sorprendentemente tranquilo, y O’Reilly no había regresado aún. Tampoco había disfrutado de su presencia en el desayuno. Por lo general, el médico no solía despertarse tarde, por eso no le extrañó descubrir venitas rojas en el blanco de sus ojos y bolsas debajo de ellos dando silencioso testimonio de la razón por la que no había aparecido hasta momentos antes de la hora en que, supuestamente, abría la consulta.
—¿Qué podemos hacer? ¿Pedir a alguno que se marche a casa?
O’Reilly refunfuñó, abrió la puerta del todo y preguntó:
—¿Quién es el primero?
—Yo, señor doctor. —Un hombre bajito, tocado con una gorra, se levantó. Llevaba una bufanda roja alrededor de la garganta y tenía un torso como un pequeño barril de cerveza. Soltó una tos seca y áspera.
—Pasa entonces, Francis Xavier.
Barry le guió hasta la consulta.
—Su turno, doctor —declaró O’Reilly, acomodándose en la camilla y masajeándose la sien con una mano—. Hoy siento una flojera terrible.
Barry se sentó en la silla giratoria.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor…?
—Francis Xavier Mac Mhuireadhaigh.
Barry miró impotente a O’Reilly.
—Francis Xavier Murdoch —tradujo el médico.
—Frankie me dicen, señor —aclaró el hombre bajito, quitándose la gorra para revelar una cabeza calva—. Es Frankie. Pero tengo sangre de dioses en mis venas, eso es lo que tengo. —Resopló y se frotó la garganta.
Barry se preguntó súbitamente si ésta no sería otra consulta psiquiátrica, pero se acordó del primer día cuando se equivocó al juzgar a Maggie MacCorkle.
—¿Dioses? ¿Cuáles?
El achaparrado hombrecillo se echó hacia atrás en la silla torcida.
—Mi antepasado, William Mac Mhuireadhaigh, inventó el alumbrado de gas allá por 1800 y pico. El viejo sha de Persia, un tipo llamado Nassreddin, reconoció que Willie Murdoch era la reencarnación de Merodac, el dios persa de la luz.
—Es cierto —interrumpió cansinamente O’Reilly—. Lo comprobé.
—Muy interesante —repuso Barry, contento de no haber sacado ninguna conclusión errónea—. ¿Y qué le ha traído hoy aquí?
—He venido caminando. Mi bici está rota, así es como está.
—¿Por qué ha venido a vernos? —volvió a formular, sabiendo que algunas personas del Ulster podían ser muy literales en su razonamiento.
—Tengo un terrible silbido en el gaznate. —Tosió.
—¿Garganta irritada? —Aunque Barry no hablaba irlandés, el dialecto local no le suponía ninguna dificultad.
—Sí. Desde hace una semana aproximadamente.
—¿Una semana? ¿Le molesta algo más?
—Sólo la mollera. He tratado de frotarla con arenques salados, pero no ha servido de nada.
—No creo que podamos hacer nada por la calvicie, Frankie.
—Ya, pero si una tormenta levanta la azotea, hace que el frío entre y se cuele directamente en el gaznate. —Una mano nudosa masajeó su calva, y la otra, la garganta.
—Echémosle un vistazo —dijo Barry, sacando un depresor para mantener la lengua aplastada—. Ábrala mucho y diga «aaah». —La garganta del hombre estaba roja, moteada de puntitos amarillos. Parecía una fresa madura. Barry retiró el depresor—. Está un poco infectada, Frankie.
—¿Está supurando?
—Todavía no llega a tanto. No hay pus. Tenga… —Barry escribió en un volante—. Aquí tiene una receta para penicilina. Tome una pastilla cuatro veces al día durante una semana.
El hombrecillo miró la receta dubitativo y se volvió a O’Reilly.
—¿No va a darme el frasco negro, señor?
—Oh, desde luego —exclamó O’Reilly—. Añada un poco de «mist morph» e «ipecac» también, si no le importa, doctor Laverty.
Barry volvió a coger la receta y añadió las instrucciones para el famoso frasco negro. Debería habérsele ocurrido. La morph —morfina— era un buen inhibidor de la tos, y el ipecac —ipecacuana— no tenía ninguna cualidad medicinal, simplemente hacía que el brebaje supiera fatal, y, por supuesto, cuanto peor supiera, más curativa parecería la poción.
—Aquí tiene, Frankie. Pásese por aquí dentro de una semana si no ha mejorado.
—Lo haré, señor —contestó, levantándose.
Barry no se dio cuenta de que O’Reilly se había bajado de la camilla, y, cogiendo a Frankie por el codo, le estaba acompañando fuera de la consulta. Tampoco oyó cerrarse la puerta principal cuando el médico regresó, cerró con cuidado la puerta de la consulta, se llevó un dedo a los labios y le dirigió una sonrisa traviesa.
El vello de la nuca de Barry se erizó cuando O’Reilly comenzó a aullar, un gemido que empezó suavemente y subió al menos dos octavas. Los chillidos fueron interrumpidos por gritos de: «¡Jesús, doctor, déjelo ya!» o «¡Jesús! ¡Jesús, ya es suficiente! ¡Piedad! ¡Piedad!». O’Reilly salió de golpe al vestíbulo, cerró con fuerza la puerta principal y, con igual ímpetu, la de la consulta a su regreso.
—¿Qué…?
O’Reilly volvió a llevarse el dedo a los labios; acto seguido sacó su pipa y la encendió.
—Esperaremos cinco minutos —susurró—. Entonces te asomarás a la sala de espera. Será igual que en la canción El picnic osos de peluche[24].
—¿Cómo?
—Sin duda te llevarás una gran sorpresa. La mitad de la gente que no tiene nada mejor que hacer, y todavía menos dolencias, habrá huido despavorida. —Se frotó la frente—. Ya te advertí que no podía enfrentarme a esa multitud hoy. —Caminó hacia la puerta—. A partir de ahora tendrás una mañana tranquila. Voy a salir un rato.
Barry observó al hombretón marcharse. Fingal Flahertie O’Reilly, pensó, dos semanas atrás te habría considerado el mayor charlatán vivo. ¿Y ahora? Bueno, desde luego no hay duda de que eres diferente, pero ciertamente el trabajo aquí no es aburrido.
Cuando abrió la puerta de la sala de espera sólo quedaba un puñado de pacientes, y todos le miraron con cara de miedo. Podía asegurar que ninguno de ellos, ni uno solo, tenía la remota intención de subírsele a la chepa.
* * *
El humor de O’Reilly había mejorado bastante cuando llegó la hora de las visitas a domicilio de la tarde, si bien había estado muy poco comunicativo durante lo que a Barry le pareció un almuerzo demasiado corto. A pesar de que el número de pacientes que tenía que examinar por la mañana se había reducido drásticamente debido a la histriónica actuación del médico, Barry se había tomado su tiempo con los restantes. No quería tener más casos como el del mayor Fotheringham sobre su conciencia.
—Debemos irnos —bramó O’Reilly—. No tenemos todo el día. —Barry se bebió de un trago el resto del té—. El coche está delante de la casa.
—De acuerdo.
El itinerario les llevó hasta lo alto de las colinas de Ballybucklebo para visitar a un granjero que se estaba recuperando después de haber sido atropellado varias semanas atrás por su propio tractor. O’Reilly se quedó satisfecho con la recuperación del hombre. La ruta continuó colina abajo más allá del cruce de los Seis Caminos. Los cereales, que todavía estaban verdes cuando Barry le pidió a Donal Donelly que le indicara el camino, tenían ahora un tono dorado, las barbas de la cebada inclinándose y brillando al sol de la tarde. Una urraca blanquinegra de cola larga voló hacia el coche.
Barry la saludó. Pese a toda su cultura, no era inmune a las supersticiones de la gente del campo. Una rima sobre urracas le vino a la mente: «Una el dolor,/dos la alegría,/tres por la niña,/cuatro por el niño». Un pájaro solitario podía presagiar dolor, pero al saludarlo uno se garantizaba la protección contra el mal de ojo, o al menos eso se decía. Deseó que hubieran sido tres, porque sólo había una chica a la que quería.
O’Reilly redujo la velocidad mientras el coche pasaba por delante de la parcela de Sonny. La casa sin tejado parecía abandonada y la maleza crecía alta entre la chatarra y los coches viejos. Las cabezas púrpuras de los cardos habían desaparecido, reemplazadas por vaporosas vainas de semilla que el viento diseminaba como pequeños parasoles entre hierbas canas de cabezas marrones, ortigas y acederas de hoja ancha.
—Es curioso —declaró O’Reilly— que las ortigas que pinchan y las acederas que calman el escozor crezcan siempre juntas. Me pregunto qué agente farmacológico se esconde en esas hojas.
—No tengo ni idea —contestó Barry, sorprendido al ver la secadora de Sonny al borde de la carretera.
—Lo que necesitamos —prosiguió O’Reilly— es alguna clase de acedera que calme a esa molesta ortiga llamada concejal Bertie Bishop, «honorable» maestro de la Hermandad Orangista… y, por añadidura, un redomado gilipollas. Poder establecer algún tipo de acuerdo con Sonny. Dentro de unos días le habrán dado el alta. —Aceleró al llegar a una curva cerrada—. Hay una residencia de mayores en Bangor. Podríamos intentar ingresar a Sonny allí, pero entonces Bishop se haría con la propiedad y a Sonny le entraría una terrible depresión si pensara que iba a quedarse allí el resto de su vida. Sería su fin.
—¡Fingal, tenga cuidado con ese ciclista!
O’Reilly dio un volantazo.
Barry levantó el pie que había estado apretando contra el suelo con la absurda esperanza de frenar el coche.
—Usted me dijo en pocas palabras que no podemos arreglar todos los problemas del universo.
El coche recuperó su trayectoria.
—Tienes razón. Pero ese viejo chiflado sigue siendo un problema. —El médico se hundió en el silencio y él decidió no decir nada más hasta que llegaran a su destino.
Barry reconoció las viviendas de protección oficial cuando pasaron por delante de ellas. Adosados de dos plantas se miraban unos a otros en calles tan estrechas que a las tres de la tarde el sol no entraba en ellas. Los niños habían atado cuerdas a las farolas y se columpiaban en ellas, riendo y gorjeando con sus voces agudas como una bandada de estorninos, los únicos pájaros que junto con algunos gorriones polvorientos y palomas que picoteaban en las acequias frecuentaban ese suburbio.
Recordó que Patricia, experta en aves, había reconocido al que cantaba la tarde que fueron a pasear. Sin duda no disfrutaría mucho observando los pájaros de por aquí.
O’Reilly frenó.
—Estoy seguro de que nunca has visto nada como lo que voy a enseñarte ahora.
—¿Eh?
—Vamos.
Una mujer vestida con un delantal de percal y unas zapatillas mullidas les hizo pasar. Barry advirtió que sus tobillos desnudos estaban moteados por una malla fina de líneas marrones, como una red de pesca entretejida por prominentes venas varicosas. «Reticularis ab igne», pensó, una sintomatología causada por el calor de las estufas, signo evidente de pobreza. Sin otro calor en invierno para sus casas húmedas y expuestas a las corrientes, los pobres se apiñaban frente a humeantes fuegos de carbón que, de una forma misteriosa, causaban las marcas en la parte frontal de las piernas.
—¿Cómo está Hughey hoy? —preguntó O’Reilly.
—Está fuera, en el patio, doctor. Todavía queda algún rayo de luz allí y a él le encanta el calor, eso es lo que le gusta.
Cuando atravesaban la cocina a Barry le sorprendió ver que la mujer cogía una bandeja de latón y una cuchara.
La parte de atrás de la casa era típica: un patio pequeño con suelo de hormigón agrietado rodeado por un muro bajo de ladrillo. Por encima, una cuerda de tender llena de ropa puesta a secar. Aunque la sombra de la casa oscurecía la mayor parte del patio —una sombra que iba aumentando a medida que Barry la observaba—, en el extremo todavía había luz. Un hombre con una chaqueta desgastada y pantalones de algodón estaba inclinado sobre una caja de madera donde florecían nomeolvides blancos, rojos y violetas. No se dio la vuelta mientras se aproximaban, lo que le extrañó, pues las botas de O’Reilly resonaban contra el suelo.
La mujer se acercó al hombre y le tocó en el hombro. Él se dio la vuelta y miró a O’Reilly.
—¿Qué tal le va, doctor? —La cara del hombre, de un tono marrón cuero a excepción de algunas cicatrices blancas, se deshizo en una sonrisa.
—¿Qué tal tú, Hughey?
El hombre se llevó una mano ahuecada detrás de la oreja. Barry observó la mata de vello que sobresalía de ella.
—¿Qué? —Hughey frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Golpea la maldita bandeja, Doreen.
Barry dio un salto cuando Doreen aporreó la bandeja con la cuchara. Miró de reojo a O’Reilly y vio que se llevaba una mano a la cabeza. El terrible estruendo debía de estar obrando maravillas en la resaca del médico. Desde luego había perturbado la tranquilidad de una pareja de palomas que alzó el vuelo desde su percha en una antena de televisión sobre el tejado.
—He dicho que cómo estás, Hughey. ¿Te estás apañando con la medicina? —O’Reilly estaba gritando a su paciente.
—Estoy estupendamente. Pero las gotas para los oídos no valen un pimiento.
Barry apenas podía distinguir las palabras del hombre con tanto ruido. ¿Qué demonios era aquello?
—Siento oír eso —chilló O’Reilly—. Tal vez deberías dejar de usarlas. Es una pena que no hayan funcionado.
—Bah, lo que no puede curarse debe padecerse. —Hughey miró a Doreen de reojo—. Al menos no tengo que hacer caso a la cháchara de ésta.
—Vete al cuerno —rezongó ella, pellizcándole la mejilla—. No volveré a golpear este tambor nunca más. —A Dios gracias dejó de hacerlo—. ¿Así que eso es todo, doctor?
—Me temo que sí, Doreen. He preguntado al médico del oído en Belfast y me ha dicho que ha hecho todo lo que ha podido. Es una pena que no se pueda hacer nada más.
—Lo es. Pero todavía tengo a mi hombre, este viejo chiflado. —Y una vez más comenzó a golpear—. El médico dice que no puede hacer nada más, Hughey.
El hombre asintió.
—Igual que en esa vieja canción: «Soy demasiado viejo para trabajar y demasiado joven para morir».
—Vete a la porra. Estoy preparando una buena fritura para tu cena, y hay un par de botellas de cerveza en la casa. No morirás antes de meterte todo eso en el cuerpo, ¿verdad que no? —Él sacudió la cabeza—. Entonces acompañaré a los médicos fuera. Quédate ahí con tus flores.
Él asintió y se volvió hacia los capullos mientras el golpeteo de la bandeja y los últimos rayos de luz se desvanecían.
—Le encantan sus pequeñas flores, así es —declaró, y Barry vio que sus ojos se humedecían.
* * *
—Nunca había visto nada parecido —aseguró Barry, cerrando la portezuela del Rover.
—Los malditos astilleros —indicó O’Reilly mientras el coche se alejaba—. Hughey era remachador. ¿Has visto las cicatrices de su cara? No puedes trabajar con metal al rojo vivo toda tu vida y terminar sin alguna quemadura.
—Pero ¿qué es todo eso de la bandeja de latón?
—¿Alguna vez has oído trabajar a los remachadores?
—No.
—Yo lo hice. En el puerto de La Valeta en Malta durante la guerra. Estaban reparando el Ark Royal después de haber sido bombardeado. Un millar de hombres con pistolas de remachar martilleando suenan igual que los martillos del infierno de los proverbios. Es increíble que no haya más hombres que pierdan el oído. —Aparcó el coche a un lado de la calle principal, justo antes de la cucaña y del semáforo—. Hughey está más sordo que una tapia. Es la sordera de los remachadores.
—Pero ¿puede oír si alguien golpea una bandeja de latón?
—Exacto. No me preguntes por qué, pero así es.
—Increíble.
—Lo es —asintió O’Reilly, abriendo la puerta del coche—. Bueno, ésas eran todas las visitas del día. Necesito una cura.
—¿Una qué?
—Algo para la resaca. Anoche no fui precisamente un abstemio.
—Oh —exclamó Barry con tacto.
—Te invito a una pinta en el Pato.
—De acuerdo.
—Pero sólo una. Los dos tendremos que estar en plena forma mañana. La mitad de los que he espantado hoy volverán, y tú tienes que ver a Cissie Sloan por lo de su tiroides. Sus resultados deberían estar listos.
—Así es.
—Y si el maldito ratón no ha vuelto a morir, deberíamos saber con certeza si la chica MacAteer está embarazada.
—Tal vez incluso podamos saber algo más, Fingal. Kinky va a ir a la Asociación de Mujeres esta noche.
—¿Y qué tiene que ver el culo con las témporas?
—Olvidé decírselo. Kinky piensa que Julie podría haber servido como doncella en casa de los Bishop y va a intentar sonsacar a la señora Bishop esta noche.
—Muy interesante —contestó—, pero estoy más seco que el fondo de un saco vacío de harina. Ya me lo contarás todo en el Pato.