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Con la terminación de la conferencia de prensa, finalizó la prueba pública de los supervivientes, que había seguido tan inmediatamente a su prueba privada, y por fin pudieron retornar a sus hogares y a sus familias, lo que tanto habían deseado conseguir cuando estaban atrapados en los Andes.

No fue fácil adaptarse a la realidad. Su experiencia había sido larga y terrible; los efectos calaron hondo en su consciente y su subconsciente, y su comportamiento reflejó este trauma. Muchos chicos se irritaban y eran bruscos con sus padres, novias, hermanos y hermanas. Se enfadaban cuando no podían satisfacer el menor capricho. Muy a menudo estaban tristes y se quedaban silenciosos de improviso o hablaban sobre el accidente. Pero, sobre todo, comían. Tan pronto les ponían un plato en la mesa, lo devoraban y, cuando se terminaba la comida, se atiborraban de chocolatinas, de manera que Canessa, por ejemplo, se hinchó en pocas semanas.

Los padres se sentían perplejos ante este comportamiento. Algunos ya fueron advertidos por los psiquiatras de Santiago que habían examinado someramente a alguno de sus hijos, cuando dijeron que a éstos les sería difícil readaptarse a la vida normal y que ellos no podrían hacer mucho para ayudarlos. Su caso, naturalmente, era tan extraño para los psiquiatras como para los mismos padres, porque en la historia había muy pocos casos parecidos al de los muchachos. Nadie sabía cómo iban a reaccionar. Lo único que todos podían hacer era esperar.

Algunos padres todavía no habían reaccionado. Era como si se sintieran paralizados por la sorpresa y la gratitud ante aquellos hijos a quienes ya habían dado por muertos. La madre de Coche Inciarte era incapaz de apartar la vista de su hijo mientras él comía. Por la noche se acostaba en la misma habitación, pero no dormía; vigilaba a su hijo durante su sueño.

Las madres que estaban mejor preparadas para enfrentarse con esta situación eran Rosina y Sarah Strauch y Madelón Rodríguez. Estas mujeres tenían una gran personalidad y nada podía intimidarlas; también recordaban sus aventuras mientras sus hijos estuvieron perdidos. Se comportaban como si su fe y sus oraciones hubiesen tomado tanta parte en la salvación de sus hijos como los esfuerzos que ellos realizaron. Estaban plenamente convencidas de algo que confundía todavía a los mismos muchachos: el significado de todo lo que habían pasado. Para las tres, los chicos habían desaparecido y vuelto a aparecer para demostrar al mundo los poderes milagrosos de la Virgen María y, en el caso de las hermanas Strauch, de la Virgen de Garabandal.

Los beneficiarios de este milagro estaban justificadamente confusos porque se aventuraron otras interpretaciones. De una parte se daban cuenta de que muchos, especialmente entre personas mayores, estaban asombrados ante lo que habían hecho, porque pensaban que deberían haberse dejado morir. Incluso la madre de Madelón, que creía firmemente en el retorno de su nieto, no podía soportar este aspecto de su supervivencia.

De todas formas la Iglesia Católica actuó rápidamente para deshacer el equívoco.

—No se puede condenar lo que hicieron —dijo monseñor Andrés Rubio, obispo auxiliar de Montevideo—, cuando era la única posibilidad que tenían de sobrevivir… Comer, para sobrevivir, el cuerpo de alguien que ha muerto es incorporar su substancia, y se puede perfectamente comparar con un injerto. La carne sobrevive cuando es asimilada por alguien en extrema necesidad, lo mismo pasa cuando el ojo o el hígado de una persona muerta se transplanta a una viva… ¿Qué hubiéramos hecho nosotros en unas circunstancias parecidas? ¿Qué le diría usted a alguien que le revela en confesión un secreto como éste? Sólo una cosa: que no se atormente por ello… que no se avergüence por algo que le ha sucedido a sí mismo y de lo que él no sentiría vergüenza de que le hubiera sucedido a otro y de lo que nadie se avergonzará de que le haya ocurrido a él.

Carlos Partelli, el arzobispo de Montevideo, ratificó esta opinión.

—No veo ninguna objeción moral, ya que fue una cuestión de supervivencia. Siempre es necesario comer lo que se tenga a mano, a pesar de la repugnancia que pueda causar.

Y finalmente el teólogo de L’Osservatore Romano, Gino Concetti, escribió diciendo que quienes han recibido de la comunidad tienen también obligación de dar a la comunidad, o a sus miembros individuales, cuando se hallan en extrema necesidad, para ayudarlos a sobrevivir. Este imperativo concierne especialmente al cuerpo, que de otra forma está condenado a deshacerse, a la inutilidad. «Teniendo en cuenta estos hechos —dijo el padre Concetti—, consideramos, basándonos en la ética, el hecho de que los supervivientes del accidente del aparato uruguayo se alimentaran con la única comida que tenían a mano, para evitar una muerte segura. Es legítimo recurrir a cuerpos humanos sin vida con el fin de sobrevivir».

Por otra parte, la Iglesia no compartía el punto de vista expresado por Delgado en la conferencia de prensa: que comer la carne de sus amigos equivalía a tomar la Comunión. Cuando le preguntaron a monseñor Rubio que si el rechazar comer carne humana podía interpretarse como una forma de suicidio, contestó: «De ninguna forma podía dársele esta interpretación, pero tampoco el uso del término comunión era correcto. Se pude decir que es correcto cuando se usa el término como una forma de inspiración. Pero no es comunión».

Estaba claro, por tanto, que los supervivientes no iban a ser considerados santos ni pecadores, pero cada vez se les asignaba más la condición de héroes nacionales. Los periódicos, radio y televisión, comenzaban a estar orgullosos de lo que estos compatriotas habían conseguido. Uruguay es un país pequeño en este vasto mundo, y nunca, desde que se ganara el Campeonato Mundial de fútbol en 1950, las actividades de los uruguayos habían alcanzado tanto renombre. Hubo muchos artículos destacando su valor, resistencia y recursos. Los supervivientes se crecieron en esta ocasión. Muchos conservaron las barbas y el pelo largo y se sentían orgullosos de que los reconocieran dondequiera que fuesen, en Montevideo o Punta del Este.

A pesar de que en cada entrevista y artículo se destacaba que el éxito se debía al trabajo de todo el grupo, era inevitable que algunos de los supervivientes encajaran más que otros en el papel de héroes. Algunos, por ejemplo, ni siquiera estaban en el escenario. Pedro Algorta se había reunido con sus padres en Argentina. Daniel Fernández se retiró con sus padres a la finca que tenían en el campo. Sus dos primos, Fito y Eduardo Strauch, se sentían demasiado taciturnos como para proyectar al público la imagen que les correspondía en el papel que representaron en la montaña.

El exponente más claro de toda la experiencia era Pancho Delgado, cosa muy natural porque era él quien se había enfrentado con la cuestión de la antropofagia en la conferencia de prensa, y la prensa lo perseguía en busca de más información. Delgado se creció ante la ocasión. Acompañado de Ponce de León, fue en autobús a Río de Janeiro para aparecer en televisión y conceder una larga entrevista a la revista chilena «Chile Hoy» y a la argentina «Gente». No era una sorpresa que Delgado hiciera uso de su talento, hallándose en una situación en que podía hacerlo valer, y que la prensa se aprovechara de la elocuencia de este superviviente. Pero tanto destacar en la opinión pública no le favoreció entre sus antiguos compañeros.

El otro miembro del grupo cuyo comportamiento no fue aceptado por muchos, era Parrado. Su carácter había sufrido una metamorfosis mucho mayor que la de los otros. El muchacho tímido e inseguro, había salido de la prueba como un hombre dominante y seguro de sí mismo que dondequiera que fuese era reconocido y aclamado como el héroe de la odisea de los Andes, pero el hombre todavía conservaba el gusto y el entusiasmo del joven y, habiéndose librado de su familiaridad con la muerte, estaba dispuesto a entregárseles.

Creyendo que había muerto, su padre había vendido la motocicleta Suzuki 500 a un amigo, pero estaba tan contento de que Nando hubiera regresado de su tumba, que le compró un Alfa Romeo 1750. Parrado recorría a toda velocidad las costas de Punta del Este para disfrutar de la dulce vida de las playas, cafés y boites de aquel maravilloso lugar. Todas las hermosas muchachas que anteriormente lo consideraban el tímido amigo de Panchito Abal, ahora se desvivían por él y competían entre ellas para llamar su atención. Parrado no se amilanó. La única cosa que lo apartaba de Punta del Este, eran las carreras de fórmula uno, en Buenos Aires. Allí conoció a Emerson Fittipaldi y a Jackie Stewart y se fotografiaron juntos, porque dondequiera que fuera Parrado, lo seguía una multitud de fotógrafos y periodistas.

Todas estas fotografías aparecían en los periódicos uruguayos y llenaban de consternación a sus quince compañeros. Cuando el periódico publicó una fotografía de él entre las sonrientes bellezas en traje de baño de un concurso de belleza del cual él era jurado, protestaron y Parrado se retiró. Para él y para los demás, la unidad de los dieciséis tenía todavía gran importancia.

Mientras reconocía que los esfuerzos combinados de todo el grupo eran los que habían salvado sus vidas, Parrado sentía que su propio éxito era un triunfo que tenía derecho a celebrar. La vida había triunfado sobre la muerte y había que vivirla en toda su plenitud, como antes lo había hecho… pero, naturalmente, algunas cosas cambiaron para siempre. Una noche a mediados de enero, fue a una boite con un amigo y dos chicas. Era un lugar que había frecuentado en compañía de Panchito Abal y nunca había vuelto desde el accidente. Cuando se sentó a la mesa y pidió las bebidas, repentinamente se dio cuenta de que Panchito estaba muerto y, por primera vez en los tres meses de prueba y sufrimientos, rompió a llorar. Se cayó hacia adelante sobre la mesa y lloró y lloró y lloró. No podía contener el raudal de lágrimas, así que los cuatro abandonaron la sala. Poco tiempo después, Parrado comenzó de nuevo vendiendo tuercas y tornillos en «La Casa del Tornillo».

La razón por la que los otros quince supervivientes vieron con agrado el retorno de Parrado a la clase de vida que había llevado antes con normalidad, era porque ellos tenían un concepto más elevado, casi místico, de la experiencia. Inciarte, Mangino y Methol estaban seguros de que había sido un milagro. Delgado pensaba que el haber sobrevivido al accidente, la avalancha y las semanas que siguieron, se debía a que fueron conducidos por la mano de Dios, pero que la expedición fue más un acto de valor humano. Canessa, Zerbino, Páez, Sabella y Harley pensaban todos que Dios había representado un papel muy importante, que Él había estado presente en la montaña. Por otra parte, Fernández, Fito y Eduardo Strauch, en unión de Vizintín, estaban más inclinados a pensar, con toda modestia, que su supervivencia se debía a sus propios esfuerzos. Estaban seguros de que las oraciones los habían ayudado —fue algo que los mantuvo unidos como un salvavidas contra la desesperación—, pero si sólo hubieran confiado en las oraciones, todavía se encontrarían en la montaña. Quizás el valor más grande que se podía atribuir a la gracia de Dios era haber podido conservar su cordura.

Los dos más escépticos ante el papel que había tenido Dios en su rescate eran Parrado y Pedro Algorta. Parrado tenía una razón, porque, como otros muchos entre ellos, no veía con humana lógica la selección que se había hecho entre vivos y muertos. Si Dios los había ayudado a ellos a vivir, había permitido que los otros murieran. Y si Dios era bueno, ¿cómo había permitido que su madre muriese y que Panchito y Susana sufrieran tanto antes de su muerte? Quizá Dios los quería en el Cielo, pero ¿cómo su madre y su hermana podían ser felices allí mientras él y su padre continuaban sufriendo en la tierra?

El caso de Algorta era más complejo, porque su educación con los jesuitas en Santiago y Buenos Aires lo había preparado para enfrentarse con los misterios de la religión católica mucho mejor que a los otros, la simple educación teológica que recibieron con los Hermanos Cristianos. Pero aun así, había sido, antes de salir, uno de los más religiosos entre los pasajeros del avión. No tenía la fácil, aunque a veces nada ortodoxa familiaridad con Dios que poseía Carlitos Páez, pero la orientación de su vida, especialmente sus creencias políticas, estaban dirigidas en torno a la finalidad de que Dios es amor, pero había aprendido que el amor de Dios era algo con lo que no se podía contar en la supervivencia. No habían bajado los ángeles del cielo para ayudarlos. Fue su propio valor y resistencia lo que les había salvado. La experiencia, por tanto, lo había hecho menos religioso; ahora creía más en el hombre.

Pero de todas formas, todos estaban de acuerdo en que la prueba que habían pasado había cambiado su actitud hacia la vida. Los sufrimientos y las privaciones les hicieron ver lo frívolas que habían sido sus vidas. El dinero no tenía ningún valor. Nadie allá arriba hubiera vendido un solo cigarrillo por los cinco mil dólares que habían juntado en la maleta. Cada día que pasaba iba arrancando en ellos capa tras capa de superficialidad, hasta que sólo se quedaron con lo que realmente les importaba: sus familias, sus novias, su fe en Dios y su Patria. Ahora despreciaban el mundo de la moda, las salas de fiestas, las chicas casquivanas y la vida fácil. Estaban decididos a tomar su trabajo más en serio, ser más devotos y dedicar más tiempo a sus familias.

No tenían intención de guardar para sí mismos, lo que habían aprendido. Muchos de ellos, especialmente Canessa, Páez, Sabella, Inciarte, Mangino y Delgado, sintieron la vocación de usar su experiencia de alguna forma. Se sentían tocados por Dios e inspirados por Él para enseñar a otros la lección de amor y autosacrificio que su sufrimiento les había enseñado a ellos. Si el mundo se había quedado horrorizado al enterarse que habían comido los cuerpos de sus amigos, de esto podía hacerse uno para enseñar al mundo lo que significa amar al prójimo como a uno mismo.

Sólo existía un rival, si lo hubo, para la lección que se podía deducir del retorno de los dieciséis supervivientes, y éste era la Virgen de Garabandal, porque cualesquiera que fueran las opiniones de sus hijos, todavía quedaba ese grupo de obstinadas mujeres que habían invocado su intercesión y ahora creían que se había respondido a sus oraciones. Recordaban cuando los escépticos habían admitido que sólo un milagro podía salvarlos, y estaban decididas a no permitir que se engañara a su Virgen con una explicación racional de los hechos. La verdad era que explicaban el asunto de la antropofagia basándose en la tesis del maná que había caído del cielo sobre el desierto del Sinaí que consideraban un eufemismo de la inspiración que Dios les había dado a los judíos para que se comieran a sus muertos.