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Mientras tanto, en el hospital de San Juan de Dios de San Fernando, el primer grupo de supervivientes durmió por primera vez en una cama desde hacía setenta y un días. No fue fácil para ellos acostumbrarse a la comodidad. Daniel Fernández soñó que bajaba una avalancha por la ladera de la montaña, y se despertó para encontrarse con que lo que lo cubría no era nieve, sino las blancas sábanas y mantas. Trató de dormir de nuevo, pero se sentía incómodo.
—¿Quién es el estúpido que me está dando patadas? —dijo para sí y, una vez más, se despertó solo en la cama del hospital.
Coche Inciarte durmió más profundamente que Fernández y lo despertaron los trinos de los pájaros. Continuó acostado, asombrado y feliz, y cuando una enfermera entró en la habitación, le pidió que abriera la ventana. Así lo hizo, y respiró el aire fresco. Al mismo tiempo, los supervivientes que se encontraban en mejores condiciones físicas que él, salieron de las habitaciones y se sentaron en las sillas de las galerías cuyas ventanas daban a las estribaciones de los Andes.
A las ocho en punto, el padre Andrés regresó al hospital con un magnetófono y grabó algunas manifestaciones de los supervivientes.
—Teníamos un enorme deseo de vivir —dijo Mangino—, y fe en Dios. Nuestro grupo siempre estuvo unido. Cuando alguien se desanimaba, los demás se aseguraban de que volviera a animarse. Al rezar el rosario todas las noches, nuestra fe iba en aumento y asta fe nos ayudó a mantenernos. Dios nos ha proporcionado una experiencia para cambiar nuestras vidas. Yo he cambiado. Ahora sé que debo comportarme diferentemente de como lo hacía…, todo gracias a Dios.
—Esperamos predicar la fe al mundo —dijo Carlitos Páez—. Aunque esta experiencia ha sido muy triste por todos los amigos que hemos perdido, nos ha ayudado mucho; la verdad es que ha sido la mayor experiencia de mi vida. En lo que se refiere a los viajes, jamás en mi vida volveré a subir a un avión. Viajaré en tren… He tenido muchas experiencias como jugador de rugby. Cuando consigues un ensayo, no eres tú, sino todo el equipo, quien marca. Esto es lo mejor del juego. Si hemos sido capaces de sobrevivir, ha sido porque actuamos con espíritu de equipo, con gran fe en Dios, y porque rezamos.
A las diez y media se organizó una conferencia de prensa en la terraza exterior del pabellón privado, en la que participarían todos los desesperados periodistas que habían estado sitiando el hospital desde el día anterior. Inciarte y Mangino se quedaron en cama, pero los otros cuatro permitieron que los fotografiaran, ya que ahora estaban vestidos con ropas que el hospital había comprado o que los comerciantes de San Fernando les habían regalado. La conferencia fue corta y se dijo muy poco. Cuando les preguntaron de qué se habían alimentado, respondieron que habían comprado una enorme cantidad de queso en Mendoza, y de algunas hierbas que crecían en las montañas.
A las once, el obispo de Rancagua, asistido por otros tres sacerdotes, celebró una misa en la iglesia de ladrillo del hospital. Los supervivientes, algunos en sillas de ruedas, estaban en primera fila de la congregación. Fue un momento emocionante para todos Y en los rostros demacrados de los supervivientes se podía ver la expresión de amor y gratitud que sentían hacia Dios. En todas las semanas que habían estado esperando este día, ni por un solo Momento perdieron la fe en Él. Nunca habían dudado de su amor y su aprobación en la horrorosa lucha que estaban sosteniendo para sobrevivir. Ahora, aquellas bocas que habían comido los cuerpos de sus amigos, estaban hambrientas del Cuerpo y la Sangre de Cristo; y, una vez más, de la mano de un sacerdote de su Iglesia, recibieron el sacramento de la Comunión.
Después de la ceremonia se dispusieron a salir para Santiago, pues ya estaba decidido que mientras Mangino e Inciarte irían en ambulancia a la Posta Central, los otros seis podían ir directamente al Hotel Sheraton San Cristóbal, donde todos los uruguayos celebrarían la Navidad.
Antes de partir, algunos de los supervivientes aceptaron invitaciones para comer con varios ciudadanos de San Fernando. La familia Canessa fue a casa del doctor Ausin, en tanto que Parrado, con su padre, hermana y cuñado, fueron a un restaurante con Mr. Hughes y su hijo Ricky, después de lo cual recorrieron los ciento cuarenta kilómetros que los separaban de Santiago en un Chevrolet Cámaro, una alegría para Parrado que no se sentía acobardado por su experiencia en los Andes.
Javier Methol fue el primero del segundo grupo de supervivientes que entró en la Posta Central de Santiago. Habían preparado un pabellón en el último piso del hospital y, como el helicóptero tomaba tierra en la terraza, sólo tuvieron que bajar un tramo de escaleras. Pero a lo largo de los anchos corredores se agolpaba una multitud, sonriendo, aplaudiendo y algunos llorando de alegría a la vista de los jóvenes uruguayos que tan milagrosamente habían sido devueltos a la civilización.
Tan pronto como le mostraron la cama, Javier Methol, que aún vestía las ropas que llevaba en los Andes, preguntó si le permitían ducharse.
—Naturalmente —le contestó la enfermera y lo llevó en la silla de ruedas hasta un baño cercano.
Después le explicó que como ella era la responsable de su cuidado, debería quedarse con él mientras tomaba la ducha. Methol la tranquilizó. Aunque hubiera sido el hombre más modesto del mundo, ni una multitud de enfermeras le habrían impedido tomar aquella ducha. Se quitó las sucias ropas y se metió bajo los potentes chorros de agua caliente. Luego se frotó la piel de sus delgados hombros y espalda, pero le causaba dolor tanta alegría. Cuando salió de la ducha y se puso la bata blanca del hospital, se sintió un hombre nuevo. Volvió a sentarse en la silla de ruedas y la enfermera lo llevó al pabellón donde se encontró con un grupo de compañeros que todavía llevaban las mismas ropas sucias.
—Por favor —dijo Methol—, por favor, saquen de aquí a estos sucios.
Tan pronto como los pacientes estuvieron limpios, los médicos de la Posta Central los examinaron, observándolos por la pantalla y analizándoles la sangre. Una vez terminado el reconocimiento, los médicos permitieron a todos, excepto a Harley y Methol, que se trasladaran al Hotel Sheraton San Cristóbal aquella misma tarde. A estos dos los acomodaron en un pabellón junto con Inciarte y Mangino que ya habían llegado de San Fernando. De los cuatro, el estado de Roy era el más crítico, pues los análisis de sangre revelaron una gran carencia de potasio, que ponía en peligro el corazón.
Los otros no sólo estaban bien físicamente, sino que tenían la moral muy alta. Gustavo Zerbino escapó del hospital para ir a comprarse unos zapatos, acompañado por su padre, con quien se encontró en la calle. Moncho Sabella bebió una botella de «Coca-Cola», y el líquido le produjo hinchazón de estómago.
También sufrió a causa del celo de una joven enfermera tan dispuesta a ayudar a los jóvenes uruguayos que trató de sacar sangre del brazo de Moncho sin que, al parecer, supiera encontrar la vena con la aguja. Moncho soportó esta investigación científica, aunque tuvo el brazo dolorido durante los tres días siguientes; pero él, lo mismo que sus compañeros, estaba totalmente convencido de cuál debía ser su medicina; mientras los doctores examinaban su estado, ellos pedían comida.
Las enfermeras les llevaron té, galletas y queso. Inmediatamente pidieron más queso. Se lo dieron, y poco tiempo después, les sirvieron la comida: filetes con puré de patatas, tomates, mayonesa y luego gelatina. En pocos segundos se comieron la gelatina y pidieron más. Luego reclamaron pastel de Navidad, pero les dijeron que esto no se lo podían servir. Tenían que descansar.
A las siete de la tarde, después de una misa en el anfiteatro de la Posta Central, Delgado, Sabella, François, Vizintín, Zerbino y Fito Strauch salieron para reunirse con los otros en el hotel. A las nueve de la noche, los que se quedaron, vieron recompensada su paciencia con un pedazo de pastel de Navidad. Las enfermeras también les dijeron que a las once de la noche les darían una sorpresa. Y, en efecto, a la hora señalada, recibió cada uno un delicioso dulce de chocolate con crema, dulce que las enfermeras tenían para ellas aquella noche. Los cuatro se lo comieron, saboreando cada cucharada, y luego se quedaron dormidos tan felices.
Una hora más tarde, Javier se despertó. Tenía el estómago descompuesto. Llamó a una enfermera y le pidió algo para ayudar a la digestión. La enfermera le llevó una bebida que él se tomó, pero una hora más tarde volvió a despertarse afectado de una terrible diarrea. Estaba pagando el precio del dulce de chocolate.