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Durante la tarde del día 23 de diciembre, todos los uruguayos que habían salido para Chile al oír las noticias del rescate, ya estaban acomodados en Santiago, los supervivientes con sus padres y parientes en el Hotel Sheraton San Cristóbal en las afueras de la ciudad, y los padres y familiares de los que no habían sobrevivido, en el Hotel Crillon, que era más antiguo y estaba situado en el centro.
Allí, en el Crillon, el padre de Gustavo Nicolich abrió las dos cartas que su hijo escribió y que Zerbino le había entregado: «Una cosa que te parecerá increíble —a mí me parece imposible—, es que hoy comenzamos a cortar la carne de los muertos para comérnosla. No hay otra solución». Y un poco más adelante, las palabras con que el chico tan noblemente había predicho su destino:
«Si llega el día en que yo pudiera salvar a alguien con mi cuerpo, me daría por satisfecho».
Esta era la primera noticia que uno de los padres que estaban en el Crillon tenía de que los cuerpos de sus hijos habían mantenido con vida a los dieciséis supervivientes, y Nicolich, aniquilado aún por el dolor que le causó la muerte de su hijo, se quedó más anonadado todavía ante las horribles noticias de la carta. Considerando en aquel momento que quizá no se conociera nunca la verdad, sacó la cuartilla de la carta que iba dirigida a la novia de Gustavo, Rosina Machitelli, y la escondió.
Mientras tanto, en el Sheraton San Cristóbal, los doce supervivientes a quienes se les había permitido salir del hospital, estaban nadando en una plenitud absoluta de todo lo que por tanto tiempo se les había negado. La mitad de ellos estaban con sus padres. Pancho Delgado y Roberto Canessa se encontraban de nuevo con sus leales novias, Susana Sartori y Laura Surraco. En la Posta Central, Coche Inciarte estaba con Soledad González. El hotel contrastaba por entero con el Fairchild. Era un edificio completamente nuevo desde el cual se veía Santiago, y muy lujoso. Tenía piscina y restaurante y este último era el que más usaban los muchachos. Cuando Moncho Sabella llegó al Sheraton la tarde del día 23, encontró a Canessa comiéndose un gran plato de camarones. Moncho se sentó inmediatamente en compañía de su hermano que había venido de Montevideo y pidió otro plato de camarones. Muy poco tiempo después de haberlos comido, ambos se pusieron enfermos, pero esto no les quitó el apetito. Pidieron más comida y comenzaron de nuevo con filetes, ensaladas, pasteles y helados.
Por otra parte, ni a Canessa ni a Sabella les sorprendía este lujo. Cuando el doctor Surraco le comentó a Canessa que el hotel le debía parecer extraordinariamente cómodo después de haber vivido en los restos del avión, Canessa le contestó que, para él, no había diferencia entre estar en el hotel comiendo camarones o en la cabaña de los pastores comiendo queso.
Los padres y familiares se sentían tan contentos de tener a los chicos con ellos y entre los vivos, que se mostraban indulgentes ante esta, patológica gula. También comprendían ellos y ellas, que sus hijos y novios no se iban a comportar como si acabasen de llegar de unas vacaciones de verano. Las largas semanas de sufrimientos y hambre, habían dejado su huella en el comportamiento de los muchachos; como si fueran chiquillos caprichosos, algunos no toleraban que les llamaran la atención, y cuando no se tenía indulgencia para sus caprichos, se mostraban irritables y malhumorados, sobre todo con sus padres, cuya preocupación por su bienestar les molestaba en grado sumo. ¿No habían demostrado suficientemente que sabían cuidar de sí mismos?
Estos sentimientos fueron aumentados por la reacción de algunos padres ante el aspecto antropófago del Milagro de Navidad. No se hallaban preparados para recibir esta noticia; por lo tanto, se habían quedado asombrados y la mayor parte de ellos no volvieron a hablar del asunto. También les asustaba la posibilidad de que la noticia trascendiera al mundo exterior, y aunque algunos de los supervivientes consideraban que la reacción de sus padres era normal, se sentían francamente decepcionados y heridos ante la idea de que alguien se horrorizara por lo que habían hecho. En las involuntarias expresiones de asombro y asco, advertían que, planteada la alternativa, preferían que todos hubieran muerto antes que comer la carne de sus compañeros.
La tranquilidad de sus mentes también se veía turbada por la legión de periodistas que preguntaban incesantemente y fotógrafos que los perseguían disparando sus cámaras dondequiera que estuviesen, o cuando estaban comiendo o besaban a sus padres. Lo todavía más angustioso eran las preguntas persistentes de los familiares de los chicos que no habían regresado: los padres de Gustavo Nicolich y Rafael Echavarren, los hermanos de Daniel Shaw, Alexis Hounie y Guido Magri, que fueron del Crillon para conocer las circunstancias exactas en que habían muerto sus hermanos e hijos. Era algo que, por el momento, los supervivientes no deseaban recordar ni discutir.
Tampoco se habían adaptado a la vida lujosa del Sheraton. Se sentían muy incómodos en las grandes y blandas camas, porque estaban acostumbrados a dormir en posiciones violentas. Aquella noche, Sabella se despertaba cada media hora, y hallándose despierto, llamaba al camarero para que le sirviera algo de comer. Fue una noche terrible para él, y también para su hermano que dormía en la misma habitación.
Al día siguiente, el 24 de diciembre, a los cuatro que se habían quedado en el hospital les dieron de alta y se reunieron con los demás en el Sheraton, pero los dieciséis estuvieron juntos poco tiempo, pues las familias de François y Daniel Fernández decidieron regresar enseguida a Montevideo. Aunque Daniel tenía dos tíos y dos tías en Santiago, quería ver a sus padres, y consideraba que era innecesario y absurdo que ellos se trasladaran a Santiago. Por lo tanto, tomó un avión de la KLM en vuelo regular a Montevideo. El padre y el hermano de Daniel Shaw iban en el mismo aparato.
Unos muchachos quisieron ir de compras e intentaron alquilar un taxi, pero los chilenos no se lo permitieron y los llevaron a la ciudad en sus automóviles. Allí caminaron por las calles, mirando los escaparates. Todos los reconocían, porque, acostumbrados a moverse sobre la nieve blanda, caminaban tambaleándose, como los pingüinos. Dondequiera que los reconocían, los habitantes de Santiago los saludaban con alegría y amabilidad, como si ellos fueran sus propios hijos perdidos y rescatados de los Andes.
Cuando entraron a una tienda de ropas y pidieron lo que deseaban, los dueños no quisieron cobrarles e insistieron en que lo aceptaran como un regalo de la casa. Lo mismo sucedió cuando llegaron a un estanco donde se había formado una larga cola debido a la escasez de tabaco. Un anciano que estaba delante, insistió en que aceptaran su paquete de cigarrillos.
En otra ocasión, cuando regresaban al hotel (Parrado se fue andando desde el centro de Santiago) y un grupo se sentó a comer y pidió una botella de vino blanco, los chilenos que estaban en la mesa de al lado, les dieron su botella. En el bar los obsequiaron con whisky y champaña, y a la entrada del hotel, un chiquillo les regaló una gran caja de chicles.
No sólo los trataban y admiraban como héroes que habían conseguido un extraordinario triunfo sobre los aterradores Andes que se extienden majestuosos a lo largo de todo Chile, sino como demostración viviente de un manifiesto milagro. El queso y las hierbas que ellos decían que les permitieron sobrevivir, parecían una fuente tan escasa de alimentación como los panes y los peces de la Biblia. Su salvación parecía por entero milagrosa. Una mujer que tenía un hijo enfermo, fue hasta el hotel en la creencia de que si abrazaba tan sólo a uno de los supervivientes, su hijo se curaría.
Aquella tarde de Navidad, se celebró la fiesta organizada por César Charlone. Fue un momento de intensa emoción para todos. Sólo cuatro días antes parecía que no había esperanza de que los padres pudieran volver a ver a sus hijos, o que los chicos pudieran pasar la Navidad con sus padres. Ahora estaban reunidos. La ardiente fe de Madelón Rodríguez, Rosina Strauch, Mecha Canessa y Sarah Strauch; la heroica búsqueda de Carlos Páez Vilaró, Jorge Zerbino, Roy Harley y Juan Carlos Canessa, todos tenían la recompensa en los cuerpos vivos de sus hijos allí presentes. Como con Abraham e Isaac, Dios había evitado el sacrificio de sus hijos en el mismo momento en que el mundo cristiano se preparaba para conmemorar el nacimiento del suyo propio.
Aquella noche, un poco más tarde, un jesuita uruguayo que enseñaba Teología en la Universidad Católica de Santiago, fue al hotel por invitación de la señora Herrera de Charlone para que hablara con algunos de los supervivientes a fin de que los preparara para la misa que se iba a celebrar al día siguiente. Y así fue. El padre Rodríguez se quedó hablando con Fito Strauch y Gustavo Zerbino hasta las cinco de la mañana. Le dijeron que habían comido los cuerpos de sus amigos para mantenerse con vida y, lo mismo que el padre Andrés en San Fernando, el padre Rodríguez no dudó en aprobar la decisión que habían tomado. Cualquier duda que pudieran tener sobre la moralidad de lo que habían hecho, quedaba disipada por el espíritu sensato y religioso con que habían tomado tal decisión. Los dos le contaron lo que Algorta había dicho cuando cortaron carne del primer cuerpo y mientras el jesuita descartaba cualquier relación entre el canibalismo y la Comunión, quedó emocionado, como otros lo habían estado, por el espíritu piadoso que se puso de manifiesto en el acto.
La misa de Navidad se celebró en la Universidad Católica a las doce del día siguiente y el sermón que pronunció el padre Rodríguez, aunque no hizo mención a la antropofagia, fue una aprobación inequívoca de lo que los jóvenes habían hecho para mantenerse con vida. Aunque no todos los chicos o sus familiares estaban familiarizados con Karl Jaspers, o el concepto de una situación límite, todos creían en la autoridad de la Iglesia Católica y se sintieron completamente tranquilizados por lo que allí se dijo.
Fue la calma que precedió a la tempestad. La continuación de la celebración de la Navidad después que terminó la misa, marcó las últimas horas de tranquilidad que iban a pasar en Santiago. Periodistas de todo el mundo continuaban vigilándolos como si fueran los cóndores en los Andes y estaba claro para los uruguayos que ellos todavía no habían encontrado el rastro de su presa real. No era que los muchachos o los padres conspiraran, más allá de las piadosas mentiras de las hierbas y el queso, para ocultar lo que habían hecho; era que esperaban que la noticia no se extendiera antes de que llegaran a Montevideo.
La noticia se publicó en un periódico peruano e inmediatamente la reprodujeron los periódicos de Argentina, Chile y Brasil. Tan pronto los periodistas que estaban en Santiago olieron la noticia, cayeron de nuevo sobre los supervivientes para preguntarles si era verdad. Los muchachos, confundidos, continuaron negándolo, pero los que habían revelado el secreto, proporcionaron las pruebas, y el día 26 de diciembre, el periódico de Santiago «El Mercurio» publicó en primera página la fotografía de una pierna humana a medio comer que estaba sobre la nieve cerca del Fairchild. Los muchachos, no sabiendo lo que debían hacer, decidieron que, en lugar de relatar a un periódico determinado la historia de lo que había sucedido, celebrarían una conferencia de prensa cuando regresaran a Montevideo. Como habían estado en contacto con el presidente del club de los Old Christians, Daniel Juan, acordaron que la conferencia la celebrarían en su antiguo colegio, el Stella Maris.
Estas eran frágiles defensas contra el ciclón que se desató a su alrededor. La noticia, que había sido comunicada a los periódicos por los andinistas, no mitigó el apetito de la prensa mundial, y en el hotel, bombardearon a los muchachos con constantes preguntas que se negaron a contestar. La verdad es que se enfadaron cada vez más con los periodistas que no mostraban ningún tacto en lo que preguntaban. Un periodista argentino sugería constantemente que no había habido avalancha, sino que la habían inventado para ocultar el hecho de que los más fuertes habían matado a los más débiles para procurarse alimentos.
Los supervivientes todavía se hallaban en un estado de hipersensibilidad y estos asaltos los irritaban. Además, vieron que una revista chilena, habitualmente especializada en pornografía, había dedicado dos páginas para publicar fotografías de extremidades y huesos que estaban sobre la nieve alrededor del Fairchild. Otro periódico chileno publicó la historia bajo el título «Que Dios los perdone». Cuando algunos de los padres vieron esto, lloraron desconsoladamente.
El ambiente en el Sheraton San Cristóbal se había envenenado con este rumor. Los supervivientes estaban impacientes por regresar a Montevideo y, muy a pesar suyo, decidieron ir en avión y no en autobús o en tren. Charlone, a quien algunos padres no habían perdonado por la que consideraban inadecuada forma de tratar a Madelón Rodríguez y Estela Pérez, reservó un Boeing 727 de las LAN Chile para que regresaran el día 28 de diciembre. Antes de esto, Algorta se marchó con sus padres a casa de unos amigos en las afueras de Santiago. También Parrado abandonó el Sheraton San Cristóbal en compañía de Juan, Graciela y su padre; primero fueron al Sheraton Carrera en el centro de Santiago y después a una casa en Viña del Mar que les dejaron unos amigos. Estaba cansado de que le hicieran fotografías y asqueado de las preguntas mordaces de los periodistas. Incluso las constantes fiestas le deprimían porque, aunque él estaba vivo, las dos mujeres que más había querido en su vida eran dos cadáveres congelados en los Andes.