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Al acercarse al 15 de noviembre, se creó un ambiente de entusiasmo en el avión. Se discutía repetidamente quién sería el primero en telefonear a sus padres y cómo éstos se sorprenderían y llenarían de júbilo al ver que sus hijos estaban vivos. También pensaban en las empanadas de carne que comprarían en Mendoza, camino de regreso a casa. Desde allí irían en autobús hasta Buenos Aires y luego atravesarían en barco el Río de la Plata. A medida que se imaginaban las etapas del viaje, pensaban en lo que irían comiendo. Sabían que Buenos Aires tenía algunos de los mejores restaurantes del mundo y esperaban que una vez en el barco, sus estómagos estarían tan llenos que les darían tiempo de comprar regalos para sus familias.

Los expedicionarios estaban más preocupados con los problemas a que tenían que enfrentarse, sobre todo protegerse contra el frío. Cada uno llevaba tres pantalones, una camiseta, dos jerseys y un abrigo. Tenían las mejores gafas de sol. Vizintín usaba las que habían pertenecido al piloto; también llevaba su casco de vuelo. Canessa había hecho mochilas de unos pantalones. Ató cintas de nailon al extremo de las perneras, las pasó alrededor de los hombros y luego por las trabillas. Vizintín hizo seis pares de manoplas de la cubierta de los asientos. Sabían, por expediciones anteriores, que lo más importante era aislar los pies del frío. Tenían botas de rugby y Vizintín se había quedado muy a pesar de Harley las gruesas botas que le había regalado a Nicolich su novia, pero no tenían calcetines de invierno. Luego se le ocurrió la idea de que podían forrar los pies con una capa de grasa y piel procedente de los cadáveres. Descubrieron que si hacían dos cortes, uno por el codo y otro por la muñeca, arrancaban la piel con la capa de grasa que había debajo de ésta y cosían la parte baja, se hallaban en posesión de unos rudimentarios calcetines, y que la piel del codo se ajustaba perfectamente a sus talones.

El único contratiempo que sufrieron cuando se aproximaba la fecha de su partida consistió en que alguien tropezó con la pierna de Turcatti, y que la contusión consiguiente empezó a infectarse. Numa, sin embargo, la olvidó como si se tratara de algo sin importancia, y al principio nadie se preocupó seriamente del asunto. Los pensamientos se centraban más bien en la ruta que los expedicionarios iban a seguir, pues si calculaban su posición y, por lo mismo, la dirección que debían tomar, se enfrentaban con dos evidencias contradictorias. Sabían por las palabras que pronunciara el piloto antes de morir, que habían pasado Curicó, que Curicó estaba en Chile, y que Chile estaba en el Oeste.[1]

También sabían que todas las aguas van a parar al mar; y la brújula del avión, que aún estaba intacta, señalaba que el valle donde se encontraban, descendía hacia el Este.

La única respuesta que parecía satisfacer a todos era que el valle describiría una curva alrededor de las montañas hacia el Norte y luego otra para dirigirse al Oeste. Habiendo llegado a esta conclusión, los expedicionarios planearon descender por el valle aunque esto los alejara de Chile, Las montañas que había a sus espaldas eran tan inmensas que quedaba descartada la opción de escalarlas. Para ir hacia el Oeste, primero tendrían que dirigirse al Este.

Los supervivientes se levantaron temprano el día 15 de noviembre y ayudaron a los expedicionarios a colocarse el equipo. Estaba nevando, pero a las siete en punto partieron los cuatro. Parrado tomó uno de los pequeños zapatos rojos que había comprado para su sobrino y dejó el otro en el avión, diciéndoles a los que se quedaban que volvería a buscarlo. Regresó más pronto de lo que pensaban. La nevada se hizo más intensa y, a las tres horas, estaban de vuelta.

Siguieron dos días en que las condiciones atmosféricas fueron tan malas como las peores que recordaban, con ventiscas y vientos fuertes. Pedro Algorta que era el que les había dicho que el verano comenzaba el 15 de noviembre, se convirtió por algún tiempo en el blanco objeto de las iras y desengaños de todos. Durante estos días de compás de espera, la pierna de Turcatti empeoró. Tenía ahora dos bultos del tamaño de huevos de gallina y Canessa los sajó para sacarle el pus. Era extremadamente doloroso para Numa caminar con la pierna infectada, pero cuando Canessa le dijo que no estaba en condiciones de participar en la expedición, Numa se puso furioso. Insistía en que se encontraba bien, pero estaba claro para todos los otros que sólo conseguiría retrasarlos, así que se vio obligado a aceptar la decisión de la mayoría. En la mañana del viernes día 17 de noviembre, después de cinco semanas en la montaña, se encontraron con un cielo azul y despejado. Nada había que detuviera las mermadas fuerzas de los expedicionarios. Llenaron las mochilas con hígado y carne, que previamente habían metido en calcetines de rugby, una botella de agua, cubiertas de asiento y la manta de viaje que la señora Parrado llevaba consigo en el avión.

Todos salieron del avión para despedirlos, y cuando Parrado, Canessa y Vizintín desaparecieron en lontananza, comenzaron a hacer apuestas sobre cuándo llegarían a la civilización. Estaban seguros de que todos se encontrarían en Montevideo dentro de tres semanas porque habían planeado con todo detalle la fiesta que se celebraría en casa de Parrado con motivo del cumpleaños de éste el día 9 de diciembre (incluido el plato que llevaría cada uno), por lo cual pensaban que llegarían a Chile mucho antes de esa fecha. Algorta creía que sería el próximo martes; Turcatti y François, el miércoles. Seis de ellos apostaban por el jueves, desde Mangino que pensaba que sería a las diez de la mañana, hasta Carlitos que estaba convencido que sería a las tres y media de la tarde. Harley, Zerbino y Fito Strauch apostaron por el viernes; Echavarren y Methol por el sábado y Moncho Sabella, el más pesimista, calculaba que llegarían a la civilización a las diez y diez del domingo en ocho días.