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Continuó el buen tiempo durante los días que siguieron. No hubo nevadas intensas y los que estaban más fuertes y conservaban más energías de los diecinueve que quedaban, consiguieron excavar otro túnel al exterior por la parte trasera del avión. Usaban palas que construyeron de planchas de metal o láminas de plástico arrancadas del cuerpo del avión, rompiendo la dura nieve y recobrando objetos que habían perdido durante la avalancha. Páez, por ejemplo, recuperó los zapatos de rugby.

Una vez terminado el túnel, sacaron al exterior la nieve y los cuerpos enterrados en ella. La nieve estaba tan dura como una roca y sus herramientas no eran muy apropiadas. Los cadáveres congelados conservaban el último gesto de autodefensa; algunos con los brazos levantados para proteger sus caras, al igual que las víctimas del Vesubio en Pompeya, eran los que ofrecían más dificultades al moverlos. Hubo quien no se atrevió a tocar a los muertos, especialmente los cuerpos de sus amigos íntimos, así que ataron largas cintas de nailon a los cuerpos y los arrastraron fuera.

Los que estaban enterrados cerca de la entrada, los dejaron allí, encerrados en la pared de hielo que protegía a los vivos de posibles futuros aludes. Eran una reserva de alimentos, en caso de que una segunda avalancha o una fuerte tormenta ocultara los cuerpos que acababan de sacar, ya que los de aquellos que habían perecido en el accidente, estaban perdidos bajo la nieve. Por la misma razón, cuando los supervivientes se retiraban por la noche, dejaban a la entrada una extremidad o parte de un tronco, por si al día siguiente, debido al mal tiempo, les fuera imposible salir.

Tardaron ocho días en conseguir que el interior fuese más o menos habitable, pero todavía quedaba una pared de nieve a ambos extremos del avión y el espacio en que vivían era más reducido que antes, a pesar de que eran menos los que lo ocupaban. Muchos recordaban con algo de resentimiento los apacibles días anteriores al alud:

—¡Pensábamos que nos encontrábamos muy mal entonces, pero aquello era un lujo y una comodidad comparado con esto!

Solamente obtuvieron una ventaja: una reserva de ropas al despojar de ellas a los muertos. Presintiendo que Dios los ayudaría si ellos se auxiliaban unos a otros, los supervivientes no sólo tomaron medidas para hacer la vida más fácil durante el tiempo que permanecieran allí, sino que planearon y se prepararon para su escapada final.

Antes de la avalancha habían decidido que un equipo formado por los más fuertes debería intentar llegar a Chile. Al principio hubo una división de opiniones entre los que creían que un grupo numeroso tendría más oportunidades y aquellos que consideraban más acertado concentrar sus recursos en otro formado tan sólo por tres o cuatro. Como se demostró durante las semanas que siguieron al accidente y sobre todo durante los días de tormenta posteriores a la avalancha, las dificultades que tendrían que afrontar los expedicionarios serían severas en extremo, por lo que se adoptó lo propuesto por el segundo grupo. Elegirían a cuatro o cinco. Les aumentarían la ración de carne y ocuparían los mejores lugares para dormir. Se verían relevados de las labores diarias de cortar carne y extraer nieve, para que cuando por fin llegara el verano y la nieve comenzara a fundirse hacia finales de noviembre, se encontraran fuertes, saludables y en buenas condiciones para emprender la caminata hacia Chile.

El primer factor que se tendría en cuenta para elegir a los expedicionarios, sería su estado físico. Algunos de los que habían salido ilesos del accidente, se habían resentido después. Los ojos de Zerbino no se habían curado del todo desde la ascensión a la montaña. Inciarte tenía dolorosos forúnculos en una pierna. Sabella y Fernández se encontraban bien, pero al no ser jugadores, su condición física no era tan buena como la de los quince de los Old Christians. Eduardo Strauch, fuerte al principio, se había debilitado por la repugnancia que sentía al comer carne humana inmediatamente después de la avalancha. La opción estaba entre Parrado, Canessa, Harley, Páez, Turcatti, Vizintín y Fito Strauch. Algunos candidatos se mostraban más entusiastas que otros. Parrado estaba tan decidido a escapar, que si no lo hubieran elegido, se habría marchado en solitario. También Turcatti estaba empeñado en ser uno de ellos. Había participado en dos expediciones con lo que dejó suficientemente probada su resistencia física y mental, por lo que los más jóvenes tenían fe ciega en que si él participaba, tendrían éxito.

Canessa tenía más imaginación que muchos de los otros y preveía los peligros y dificultades a los que tendrían que hacer frente, pero debido a su fuerza excepcional y a su capacidad de inventiva, se consideraba obligado a ir. De la misma forma, Fito Strauch se ofreció voluntario, más por sentido de la obligación que por el verdadero deseo de abandonar la relativa seguridad del Fairchild, pero intervino la naturaleza para resolver su caso, y ocho días después del alud le salieron hemorroides, con lo que efectivamente, quedó excluido. Sus dos primos estaban encantados de que se quedara.

Los tres restantes, Páez, Harley y Vizintín, también querían ir y aunque se les consideraba suficientemente entrenados, había dudas sobre la madurez y fortaleza de sus mentes. Se decidió que estos salieran en una expedición de prueba que duraría un día. Ya se habían realizado, después de la avalancha, algunas pequeñas salidas por las inmediaciones del avión. François e Inciarte habían escalado cien metros de la montaña, descansando cada diez pasos para fumar un cigarrillo. Turcatti había subido acompañado de Algorta, hasta donde se encontraba el ala del avión, pero lo había hecho con menos energía y más esfuerzo que la vez anterior, pues también se encontraba debilitado por la aversión que sentía por la carne cruda.

Páez, Harley y Vizintín salieron a las once de la mañana, siete días después de la avalancha, para probarse a sí mismos. Su plan consistía en bajar hacia el valle hasta la gran montaña del otro lado. Parecía un objetivo fácil para una expedición de un día.

Llevaban dos jerseys cada uno, dos pantalones y botas de rugby. La superficie estaba helada, así que bajaban con facilidad hacia el valle, zigzagueando cuando la pendiente era demasiado inclinada para seguir un camino recto. No llevaban nada que les impidiera la marcha. Después de caminar por espacio de hora y media, encontraron la puerta trasera del avión y un poco más allá, algunos de los recipientes de la despensa: dos cacharros de aluminio para café y «Coca-Cola», un cubo de la basura y un frasco de café instantáneo vacío, pero con residuos de café en el fondo. Inmediatamente los tres echaron nieve en el frasco, la derritieron lo mejor que pudieron y se bebieron el agua con aroma de café. Después vaciaron el cubo de la basura y con gran alegría descubrieron algunos trozos de caramelos que escrupulosamente dividieron en tres partes y se los comieron sentados en la nieve. Durante un breve instante, permanecieron como en éxtasis. Aunque continuaron buscando, todo lo que pudieron encontrar fue un depósito de gas, un termo roto y un poco de hierba mate. Metieron la hierba en el termo y continuaron su camino llevándolo consigo.

Después de continuar el descenso por el valle durante otras dos horas, comenzaron a darse cuenta de que las distancias en la nieve engañan, comprobando que casi se encontraban tan lejos de la montaña de enfrente como cuando partieron. El avance se había hecho también más difícil debido a que el sol de mediodía había derretido la superficie de la nieve, con lo que, al caminar, se metían en ella hasta las rodillas. A las tres de la tarde decidieron regresar al avión, pero al volver sobre sus pasos comprobaron rápidamente cuánto más difícil se hacía la ascensión en comparación con lo fácil que había sido el descenso. Y para colmo de males, el cielo se encapotó y comenzaron a caer copos de nieve que giraban a su alrededor empujados por el viento.

Tomaron el frasco de café y se refrescaron con el agua con sabor a café. Roy y Carlitos se llevaron los recipientes de la despensa, pensando que serían de utilidad para fundir la nieve cuando estuvieran de vuelta en el avión, pero los encontraron demasiado pesados y los abandonaron. Sin embargo, Vizintín continuó con el cubo de la basura que utilizaba como apoyo al subir la ladera.

La ascensión llegó a ser difícil en extremo. Seguían hundiéndose en la nieve hasta las rodillas, el declive era cada vez más pronunciado y abrupto, la nevisca derivaba en una nevada más intensa y los tres estaban muy cansados. Roy y Carlitos se hallaban al borde de la desesperación. Debido a la dificultad de calcular distancias, en aquel terreno cubierto de nieve, no tenían ni idea de lo lejos o cerca que se encontraban del avión. La ladera formaba una especie de dunas y cada vez que llegaban a la cima de una, esperaban encontrarse el Fairchild, pero nunca aparecía; y con cada decepción, su ánimo decaía. Roy comenzó a llorar y Carlitos cayó finalmente en la nieve.

—No puedo seguir —decía—. No puedo, no puedo. Sigan ustedes. Déjenme morir aquí.

—Vamos, Carlitos —le decía Roy llorando—. Por el amor de Dios, ¡vamos! Pensá en tu familia… tu madre… tu padre…

—No puedo, no puedo moverme…

—Levántate, marica —le dijo Vizintín—. Nos congelaremos todos si nos quedamos aquí.

—De acuerdo, soy un marica. Un cobarde. Lo reconozco. Sigan ustedes.

Pero no se marcharon y bombardearon a Carlitos con una mezcla de frases animosas e insultos hasta conseguir que se pusiera en pie de nuevo. Subieron un poco más, hasta la cima de otra colina, pero aún no divisaban el avión.

—¿Cuánto falta? —preguntaba Carlitos—. ¿Cuánto falta?

Poco después volvió a caer en la nieve.

—Sigan ustedes —les dijo—. Yo los seguiré dentro de un minuto.

Pero tampoco esta vez lo abandonaron Vizintín y Harley, y de nuevo lo insultaron y le rogaron hasta que se puso de pie y siguió caminando a través de la espesa nevada.

Llegaron al avión después de la puesta del sol. Los demás ya habían entrado y los aguardaban con ansiedad. Cuando los tres se arrastraron por el túnel al interior del avión casi extenuados, Carlitos y Roy llorando, todos supieron que la prueba había sido dura y que algo había fallado.

—Se hacía imposible —dijo Carlitos—. Se hacía imposible y me derrumbé; deseaba morirme y lloraba como un niño.

Roy se estremeció, sollozó y no dijo nada.

Los ojos de Vizintín, pequeños y juntos, estaban completamente secos.

—Fue duro, pero posible —comentó.

Esto convirtió a Vizintín en el cuarto expedicionario. Carlitos retiró su candidatura después de esta experiencia y Parrado le dijo a Roy que no podía serlo porque lloraba demasiado, lo que hizo que Roy rompiera a llorar de nuevo. Quedó desilusionado porque pensaba que Fito iría. Había conocido a Fito desde que eran niños y se sentía seguro a su lado. Cuando a Fito le salieron hemorroides y se retiró, Roy se sintió feliz de encontrarse entre los que se quedaban.

Los cuatro expedicionarios, una vez designados, se convirtieron en una especie de guerreros cuyas particulares obligaciones les concedían privilegios también especiales. Les permitían todo lo que pudiera mejorar su estado mental o físico. Comían más carne que los demás y podían escoger los trozos que prefirieran. Dormían cómo, dónde y el tiempo que deseaban. No estaban obligados a participar en las tareas diarias de cortar carne y limpiar el avión, aunque Parrado y Canessa, el último no tanto como el primero, continuaron haciéndolo. Por la noche se rezaban oraciones pidiendo por su salud y bienestar, y las conversaciones ante ellos tenían todas un carácter optimista. Sus cuerpos se trataban con mimo, y lo mismo se hacía con sus mentes. Si Methol creía que el avión se hallaba en medio de los Andes, se cuidaba mucho de no comentarlo con un expedicionario. Si alguna vez se discutía la posición del Fairchild con ellos, Chile sólo se encontraba a una milla o dos más allá del otro lado de la montaña.

Fue inevitable quizá que los cuatro trataran de obtener alguna ventaja debido a lo privilegiado de su situación, lo cual creó algún resentimiento. Sabella tuvo que sacrificar sus pantalones de repuesto para dárselos a Canessa; François sólo tenía un par de calcetines, mientras que Vizintín tenía seis. Trozos de grasa que algún chico hambriento había recogido cuidadosamente en la nieve, eran requisados por Canessa que alegaba:

—Los necesito para adquirir fuerzas, porque si no me pongo fuerte, nunca saldrás de aquí.

Sin embargo, Parrado nunca abusó de su situación. Tampoco lo hizo Turcatti. Ambos trabajaban con el mismo entusiasmo que antes, mostrando la misma calma, efectividad y optimismo.

Los expedicionarios no eran los cabecillas del grupo, sino una casta aparte, separados de los demás por sus privilegios y preocupaciones. Probablemente hubieran llegado a constituir una oligarquía si sus poderes no hubieran sido frenados por el triunvirato de los primos Strauch. De todos los subgrupos de amigos o parientes que habían existido con anterioridad a la avalancha, el suyo fue el único que permaneció intacto. El clan de los más jóvenes había perdido a Nicolich y Storm; Canessa a Maspons; Nogueira a Platero; Methol a su esposa. También había desaparecido Marcelo, el líder que habían heredado del mundo exterior.

La estrecha relación que existía entre Fito Strauch, Eduardo Strauch y Daniel Fernández les dio una ventaja sobre todos los demás al soportar mejor el sufrimiento, no físico sino mental, causado por el aislamiento a que se veían sometidos en las montañas. También poseían aquellas cualidades de realismo y sentido práctico que eran mucho más útiles en aquel trance brutal en que se veían, que la elocuencia de Pancho Delgado o la amable naturaleza de Coche Inciarte. La reputación que habían adquirido, Fito en especial, durante la primera semana al enfrentarse con la desagradable realidad y tomar ingratas decisiones, mereció el respeto de aquellos que habían salvado la vida gracias a ello. Fito, que era el más joven de los tres, era el más respetado, no sólo por sus juiciosas opiniones, sino por la forma en que había dirigido el rescate de los atrapados por la avalancha en el momento de más histeria. Su realismo, unido a la firme creencia en la salvación final, condujo a muchos de los chicos a depositar en él sus esperanzas, y Carlitos y Roy lo propusieron como líder para reemplazar a Marcelo. Pero Fito rehusó la corona que le ofrecían. No había necesidad de institucionalizar la influencia de los primos Strauch.

De todas las tareas que debían realizarse, el cortar carne de los cuerpos de sus amigos muertos era la más difícil y desagradable. La llevaron a cabo Fito, Eduardo y Daniel Fernández. Era algo tan horrible que aun muchachos tan duros como Parrado o Vizintín no se sentían capaces de llevar a cabo. Primero tenían que desenterrar los cadáveres y tenderlos al sol. El frío los conservaba tal como estaban en el momento de la muerte. Si tenían los ojos abiertos, había que cerrárselos, pues era difícil sajar a un amigo ante su vítrea mirada, por muy seguros que estuvieran de que su alma lo había abandonado hacía tiempo.

Los Strauch y Fernández, a menudo ayudados por Zerbino, cortaban grandes pedazos de carne de los cuerpos y después los pasaban a otro equipo que los dividían en trozos más pequeños valiéndose de hojas de afeitar. Este trabajo no era tan desagradable como el anterior, ya que una vez separada la carne de los cuerpos, era más fácil olvidar de qué se trataba.

La carne estaba estrictamente racionada, de lo cual también se encargaban los Strauch y Daniel Fernández. La ración base consistía en un puñado que venía a pesar unos cien gramos, pero se acordó que aquellos que trabajaban podían tomar algo más, por el desgaste de energías debido al ejercicio, y los expedicionarios podían tomar casi tanto como quisieran. Siempre terminaban un cadáver antes de comenzar otro.

Habían llegado, por necesidad, a comer casi todas las partes del cuerpo. Canessa sabía que el hígado contenía la reserva de vitaminas; por esta razón él lo comía y animaba a los demás para que siguieran su ejemplo, hasta que quedó reservado para los expedicionarios. Habiendo superado la repugnancia de comer el hígado, les fue mucho más fácil pasar al corazón, riñones e intestinos. Para ellos, hacer esto no era tan extraordinario como lo hubiera sido para un europeo o norteamericano, porque es muy común en Uruguay comer los intestinos y las glándulas linfáticas de un novillo en un plato llamado «parrillada». Las capas de grasa que se sacaban de los cuerpos se ponían a secar al sol hasta que se formaba una corteza y entonces todos las comían. Era una fuente de energía y, aunque no era tan apreciada como la carne, no estaba racionada, como tampoco lo estaban los trozos procedentes de los primeros cuerpos y que, abandonados en la nieve, podía recogerlos quien quisiera. Esto ayudaba a llenar los estómagos de los que padecían hambre, pues sólo eran los expedicionarios los que podían comer al máximo. Los demás sentían un continuo deseo de comer más, aunque sabían la importancia de conservar la carne racionada. Solamente despreciaban los pulmones, la piel y los órganos genitales.

Estas eran las normas, pero fuera de ellas progresó un sistema no oficial de ratería que era tolerado por los Strauch. Por esta razón se hizo tan popular cortar los pedazos grandes; de vez en cuando, se deslizaba un pedazo en la boca de uno. Todos los que cortaban carne lo hacían, incluso Fernández y los Strauch, y nadie decía nada mientras no se abusara. Un trozo en la boca por cada diez que se cortaran para los otros, era más o menos normal. Mangino redujo la proporción a uno por cada cinco o seis y Páez a uno por cada tres, pero no ocultaban lo que hacían y sólo desistían cuando los otros les gritaban.

Este sistema, como en una buena constitución, era justo en teoría y lo bastante flexible como para satisfacer la debilidad de la naturaleza humana, pero el peso de la carga caía sobre aquellos que no querían o no podían trabajar. Echavarren y Nogueira continuaban atrapados en el avión debido a sus piernas rotas, hinchadas, infectadas y gangrenosas, y sólo en contadas ocasiones bajaban de las hamacas y se arrastraban fuera para defecar o derretir nieve para conseguir agua. No había posibilidad de que cortaran carne o recogieran la perdida en la nieve. Delgado también tenía una pierna rota, e Inciarte una infectada. Methol aún se encontraba inutilizado debido a la altitud. François y Roy Harley también estaban inutilizados, pero no en sus extremidades sino en su voluntad. Podían trabajar, pero el shock que les produjo el accidente, o en el caso de Roy el alud seguido del fracaso de la prueba de la expedición, parecía que habían destruido todo sentido de la obligación. Se pasaban el día sentados al sol.

Los trabajadores no mostraban mucha compasión por aquellos que creían unos parásitos. En una situación tan desesperada, la abulia rayaba con lo criminal. Vizintín pensaba que a los que no trabajaban no se les debería dar nada de comer hasta que lo hicieran. Los demás se daban cuenta que debían de conservar a sus compañeros vivos, pero no veían la necesidad de hacer mucho más por ellos. También se mostraban crueles al juzgar el estado de su enfermedad. Algunos pensaban que Nogueira no tenía las piernas rotas y que sólo se imaginaba el dolor que sentía y que Delgado exageraba el dolor que le producía el fémur fracturado. Mangino, después de todo, también tenía una pierna rota, pero se las arreglaba para trabajar cortando carne. Hacían caso omiso de los mareos que sentía Methol debido a la altitud, o de los pies congelados de François. El resultado de esto era que el único suplemento a la ración de los «parásitos» eran las propias reservas de sus cuerpos.

A algunos de los chicos les era todavía difícil comer carne humana cruda. Mientras los otros llegaron al límite de poder comer el hígado, el corazón, los riñones y los intestinos de los muertos, Inciarte, Harley y Turcatti sólo se atrevían con la carne roja de los músculos. Las únicas ocasiones en que les era más fácil comer, era cuando cocinaban la carne; y cada mañana Inciarte se acercaba a Páez, que estaba al cargo de este departamento, y le preguntaba:

—Carlitos, ¿vamos a cocinar hoy?

—No sé; todo depende del viento —le respondía Carlitos, ya que sólo podían encender fuego si el tiempo era bueno.

Pero también influían otros factores. Las reservas de madera eran limitadas; cuando terminaron todas las cajas de Coca Cola, sólo quedaban pequeñas tiras de madera procedentes de una parte de las paredes del avión. También contaba la opinión de Canessa de que las proteínas morían a altas temperaturas, y la de Fito, que al freír la carne, ésta se reducía de tamaño y quedaba menos para comer. En consecuencia, sólo se permitía cocinar una o dos veces a la semana cuando las condiciones atmosféricas lo permitían, y en estas ocasiones, los menos escrupulosos se contenían para que los otros pudieran comer más.