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Mientras ocurrían estos sucesos en el avión, los tres expedicionarios y Roy Harley se encontraban en la cola. Sólo habían tardado hora y media en recorrer tal distancia, y por el camino encontraron una maleta que había pertenecido a la madre de Parrado. Hallaron algunos dulces dentro y dos botellas de «Coca-Cola».

Pasaron el primer día descansando y mirando el interior de las maletas que habían aparecido al fundirse la nieve desde la última vez que estuvieron allí. Entre otras cosas, Parrado encontró una cámara fotográfica con película y la bolsa con las dos botellas de ron y de licor que su madre le había dado en Mendoza para que las guardara. No estaban rotas y abrieron una, reservando la otra para la marcha que tendrían que hacer si no conseguían que funcionara la radio.

Canessa y Harley se dedicaron a esta tarea a la mañana siguiente. Al principio parecía que no iba a ser muy difícil, porque las conexiones en la parte trasera del transmisor estaban marcadas con las letras BAT y ANT para señalar dónde se debían conectar los cables de la batería y de la antena. Pero desgraciadamente tenían otros cables cuyas conexiones no estaban tan claras. Sobre todo, no sabían distinguir las fases, y a menudo cuando conectaban un cable saltaban chispas a sus ojos.

Sus esperanzas de conseguir el éxito se vieron incrementadas cuando Vizintín encontró en la nieve, al lado de la cola del avión un manual de instrucciones del Fairchild. Miraron el índice para buscar la página referente a la radio y descubrieron que todo el capítulo treinta y cuatro estaba dedicado a «Comunicaciones», pero cuando trataron de encontrar esta sección, vieron que algunas páginas las había arrancado el viento y eran precisamente las que ellos necesitaban.

No tuvieron otro remedio que volver a ensayar, expuestos a cometer errores. Era un trabajo lastimoso y mientras se dedicaban a él, Parrado y Vizintín revisaban las maletas por segunda vez, o encendían fuego para cocinar. Aunque sólo eran cuatro, no estaban libres de las tensiones que había en el avión. Roy Harley se irritaba porque Parrado no le daba la misma ración que a los otros. Parecía normal que mientras formara parte de una expedición, debería comer lo mismo que los expedicionarios. Por otra parte, Parrado sostenía que él era solamente un auxiliar; si fracasaba el asunto de la radio, no tendría que caminar a través de las montañas. Por lo tanto sólo comería lo necesario para sobrevivir.

Tampoco permitía que Roy fumara. La razón que alegaba era que sólo tenían un encendedor y que podían necesitarlo para la expedición final. Pero también era cierto que ni Parrado, Canessa o Vizintín fumaban y que a todos les irritaba el constante lamentarse y quejarse de Roy. Así que le dijeron que sólo podría fumar cuando encendieran fuego. En cierta ocasión, cuando Roy se acercó a encender un cigarrillo en el fuego, Parrado, que estaba cocinando, le dijo que no le molestara y que volviese cuando hubiera terminado. Pero cuando Roy volvió, el fuego se había apagado. Se enfadó tanto que se apoderó del encendedor que Parrado había dejado encima de un cartón, y encendió un cigarrillo. Cuando los tres expedicionarios vieron esto, lo persiguieron como celosos guardianes. Lo insultaron y le habrían quitado el cigarrillo, si Canessa pensándolo mejor, no los hubiese detenido diciéndoles:

—Déjenlo tranquilo. No olviden que Roy puede ser el que nos salve a todos haciendo funcionar esta maldita radio.

Al tercer día se dieron cuenta que no se habían traído suficiente carne para mantenerse durante el tiempo que tardaran en reparar la radio. Entonces, Parrado y Vizintín regresaron al avión, dejando a Canessa y Harley en la cola. El ascenso, como la vez anterior, era mil veces más difícil que el descenso. Después de escalar hasta la cumbre de la última colina que estaba justo al lado Este del avión, Parrado se sintió, de momento, profundamente desesperado: en vez de encontrar los restos del avión, sólo divisó una extensa llanura cubierta de nieve.

Su primer pensamiento fue que otra avalancha había cubierto por completo el avión, pero fijándose más detenidamente observó que no había signos de nieve fresca al lado de las montañas que tenía en frente. Siguió caminando y con gran consuelo encontró los restos del aparato al otro lado de la siguiente colina.

Los muchachos no los esperaban y no tenían carne preparada. Además, se encontraban demasiado débiles para buscar la carne necesaria. De ahí que tuvieran que ser Parrado y Vizintín los que se dedicaran a esta tarea. Hallaron un cuerpo del que los primos cortaron carne que metieron en calcetines y después de pasar dos noches en el avión, regresaron a la cola.

Una vez allí, vieron que Harley y Canessa habían hecho todas las conexiones necesarias entre las baterías y la radio, y de la radio a la antena de aleta de tiburón, pero todavía no habían captado ninguna señal exterior. Creyeron que esto se debía a alguna deficiencia de la antena, así que arrancaron cables del circuito eléctrico del avión y los empalmaron. Un extremo del cable resultante lo ataron a la cola del avión y el otro a una maleta llena de rocas que situaron en la parte alta de la montaña, construyendo así una antena de más de veinte metros de largo. Cuando la conectaron a la radio de transistores que se llevaron consigo, sintonizaron muchas estaciones de radio de Chile, Argentina y Uruguay. Cuando la conectaron a la radio del Fairchild, no consiguieron oír nada. Volvieron a conectar con la radio de transistores, sintonizaron una estación que radiaba música alegre y se pusieron a trabajar de nuevo.

De repente, oyeron gritar a Parrado; había encontrado en una maleta la fotografía de una niña en una fiesta de cumpleaños. Era una niña pequeña y estaba sentada a una mesa atiborrada de pasteles y galletas. Parrado sostenía la fotografía y devoraba los alimentos con los ojos, pero muy pronto los otros tres, avisados por el grito, llegaron junto a él, y se unieron a la fiesta.

—Échate una miradita a ese pastel —dijo Canessa gimiendo y frotándose el estómago.

—Y ¿qué me decís de los sandwiches? —dijo Parrado—. Creo que los prefiero.

—Las galletas —gimió Vizintín—. Me conformo con las galletas.

En la radio de transistores a la que habían conectado la antena, oyeron los cuatro las noticias en las que se anunciaba que iba a ser reanudada la búsqueda por un C-47 de la Fuerza Aérea Uruguaya. Cada uno recibió la noticia de distinta forma. Harley estaba loco de alegría y esperanza. Canessa también parecía entusiasmado. Vizintín no reaccionó de ninguna forma mientras que Parrado parecía desilusionado.

—No sean tan optimistas —dijo—. Que nos estén buscando otra vez, no quiere decir que nos encuentren.

De todas formas pensaron que sería una buena idea hacer una gran cruz al lado de la cola del avión, y así lo hicieron empleando las maletas que estaban esparcidas por los alrededores. Por aquel entonces ya estaban casi convencidos de que no conseguirían hacer funcionar la radio, aunque Canessa seguía intentándolo y se oponía a regresar al avión. Parrado y Vizintín ya tenían en sus mentes la idea de la expedición, pues se había decidido en el avión que si fallaba la radio, los expedicionarios deberían partir inmediatamente montaña arriba, obedeciendo a la única cosa de que estaban seguros: que Chile se encontraba hacia el Oeste. Entonces Vizintín arrancó el resto del material que envolvía las tuberías de calefacción del Fairchild en la zona oscura de la base del avión donde estaban almacenadas las baterías. Era un material ligero diseñado por una de las industrias del mundo tecnológicamente más avanzadas en esta materia; cosiendo los trozos de manera que formaran una bolsa, conseguiría un excelente saco de dormir y resolvería uno de los problemas más difíciles: evitar el frío durante la noche cuando no estuvieran refugiados en la cola o en el avión.

Durante el tiempo que estuvieron en la cola, la nieve no cesó de derretirse, excepto la que se encontraba debajo de la cola porque la sombra le daba siempre. En consecuencia, la cola estaba como en una tarima de nieve y no sólo se hacía difícil entrar, sino que se movía peligrosamente cuando caminaban por el interior. Durante la última noche este movimiento se hizo tan acentuado que Parrado estaba paralizado por el terror de que se cayera y se deslizara montaña abajo. Los cuatro estaban tendidos y tan quietos como podían, pero el viento la hacía oscilar, y Parrado no conseguía dormir.

—Oigan —dijo por fin a los otros—, ¿no creen que sería mejor dormir fuera?

Vizintín lanzó un gruñido y Canessa repuso:

—Mira, Nando. Si tenemos que morir, moriremos, así que mientras tanto, vamos a tratar de dormir tranquilos.

La cola se encontraba en la misma posición al día siguiente, pero estaba claro que ya no ofrecía ninguna seguridad. También resultaba obvio que no serían capaces de hacer funcionar la radio, así que decidieron regresar al avión. Antes de partir cargaron de nuevo con más cigarrillos, y Harley, dando rienda suelta al infortunio y frustración que había sentido durante todos aquellos días, rompió a puntapiés todos los componentes de la radio que con tanto trabajo habían conseguido poner en orden.

Era una equivocación desperdiciar así sus energías. La pendiente de 45 grados que habría que subir para regresar al avión, tenía más de kilómetro y medio. Al principio no se hizo difícil porque la superficie de la nieve estaba dura. Más tarde, cuando se ablandó y se hundían en ella hasta las caderas, o caminaban con los almohadones atados a los pies, eran necesarios esfuerzos casi sobrehumanos que el pobre Roy no tenía de dónde sacar. A pesar de que descansaban cada treinta pasos, muy pronto se rezagó, pero Parrado se quedaba junto a él adulándole, animándole y rogándole que continuara. Roy lo intentaba, pero muy pronto volvía a caer en la nieve, desesperado y agotado. Se quejaba más que nunca y las lágrimas corrían por sus mejillas con más profusión. Rogaba que lo dejaran morir allí, pero Parrado no lo abandonaba. Juraba y lo insultaba para hacerle reaccionar. Lo injuriaba como nunca antes había injuriado a nadie.

Los insultos eran una medida extrema, pero dieron resultado. Hicieron continuar a Roy hasta el punto que no respondía ni a exhortaciones ni a insultos. Parrado se dirigió a él, hablándole con calma y diciéndole:

—Escucha, ya falta poco. ¿No crees que merece la pena hacer un pequeño esfuerzo aunque nada más sea por ver a tus padres otra vez?

Después lo agarró de la mano y le ayudó a levantarse. De nuevo subió tambaleándose por la montaña apoyado en el brazo de Parrado y cuando llegaron a una pendiente que de ninguna forma pudieron conseguir que Roy salvara, Parrado cargó con él haciendo uso de aquella extraordinaria fuerza que aún parecía poseer y lo llevó hasta el Fairchild.

Llegaron al avión entre las seis y media y las siete de la tarde. Soplaba un viento frío y caía algo de nieve. Los trece que quedaban allí ya habían entrado y recibieron a los expedicionarios bastante deprimidos y malhumorados.

A Canessa le afectó menos su poco amigable acogida que el aspecto desastroso que presentaban. Después de ocho días observó objetivamente lo demacradas que estaban las barbudas caras de sus amigos. También se había dado cuenta del horror de aquella nieve sucia y llena de huesos y cráneos abiertos y pensó para sí que antes que los rescataran, había que hacer algo para limpiar y ocultar lo que estaba a la vista de todos.