2

El panorama que apareció ante sus ojos, era paradisíaco. No había nieve. Desde donde ésta terminaba, surgía un torrente de agua gris que con tremenda fuerza discurría por una garganta, chocando con rocas y piedras y perdiéndose en dirección Oeste. Y lo más hermoso todavía, era que a dondequiera que mirase había zonas verdes, musgo, hierba, juncos, matorrales de aulagas y flores amarillas y purpúreas.

Mientras Parrado permanecía allí con los ojos llenos de lágrimas, Canessa apareció detrás de él y lanzó exclamaciones de júbilo ante la maravillosa vista de aquel bendito valle. Luego ambos salieron de la nieve y se pararon en las rocas del río. Allí, entre pájaros y lagartos, con todo el fervor de sus jóvenes corazones rezaron en voz alta a Dios, dándole las gracias por haberlos sacado del frío y del estéril corazón de los Andes.

Descansaron al sol durante más de una hora y como si, de verdad, estuvieran en el jardín del Edén, los pájaros que tanto tiempo hacía que no veían se posaban a su alrededor en las rocas, sin asustarse por la asombrosa aparición de aquellos barbudos y demacrados seres humanos, con los cuerpos cubiertos por varias prendas de ropa sucia, las espaldas abultadas por la mochila y los rostros llenos de grietas y quemados por el sol.

Ahora tenían la confianza de que se habían salvado, pero todavía debían tener precaución. Canessa tomó una piedra y la guardó para dársela a Laura cuando regresaran, y ambos prescindieron de un almohadón y reservaron el otro para dormir. Después comenzaron el descenso por el lado derecho del torrente. Aunque no había nieve, la marcha no era fácil. Habrían de caminar por encima de rocas y saltar por salientes del tamaño de sillones. A mediodía se detuvieron para comer. Luego continuaron y hasta después de haber caminado durante una hora, Canessa no advirtió que había perdido las gafas de sol. Recordó enseguida que se las había quitado y dejado encima de una roca mientras comían, y aunque no quería volverse en la dirección por donde habían venido, temía que sin las gafas se le quemaran y enrojecieran los ojos lo mismo que había sucedido con los labios. Entonces, mientras Parrado se tumbó a esperar por él, Canessa volvió sobre sus pasos hacia el lugar donde habían comido. Llegó en menos de una hora y aunque reconocía el lugar, no recordaba en cuál de aquellos centenares de rocas había dejado las gafas. Comenzó a buscarlas, rezando mientras lo hacía, pues no encontraba por ningún sitio lo que andaba buscando. En sus ojos, aparecieron lágrimas de desesperación; estaba cansado y desesperado, hasta que, por fin, en una roca alta, cuya cima había estado oculta a la vista, halló las gafas.

Dos horas después de dejar a Parrado, Canessa se reunió con él, y ambos reanudaron inmediatamente el viaje. De todas formas un poco más adelante se vieron detenidos por un saliente de roca que se levantaba casi perpendicularmente y caía en vertical dentro del torrente. Desde donde estaban podían observar que el suelo estaba más igualado al otro lado del río. En vez de escalar el obstáculo que tenían ante ellos, prefirieron vadear el río, pero tampoco era sencilla esta tarea. Tenía unos ocho metros de ancho y la corriente bajaba con tanta fuerza que arrastraba grandes piedras. Pero había una roca en el centro de la corriente lo suficientemente grande como para soportar el empuje de la corriente y lo bastante alta para sobresalir por encima de la misma. Pensaron que podían cruzar saltando de la orilla a la roca y desde la roca al otro lado.

Canessa fue el primero. Se quitó todas las ropas para conservarlas secas y se ató a la cintura una cuerda de nailon y otras dos a ésta. Luego, mientras Parrado sujetaba el otro extremo, por si caía en la corriente, saltó a la roca y de la roca a la otra orilla. Cuando Parrado vio que su compañero se encontraba a salvo, tomó el saco de dormir, lo ató con la cuerda y lo tiró con todas sus fuerzas al otro lado. Allí lo desató Canessa y le devolvió la cuerda para poder enviar de la misma forma las ropas, zapatos, bastones y mochilas. Le costó un gran esfuerzo arrojar las mochilas a aquella distancia y la segunda se quedó corta y se estrelló en las rocas junto al río. Canessa tuvo que bajar hasta la orilla para recogerla, empapándose con el agua que salpicaba y cuando la abrió, vio que la botella de ron se había roto.

Parrado se reunió con él, pero como casi todas las ropas las tenían mojadas, sólo llegaron hasta un poco más lejos. Encontraron una roca que sobresalía y allí acamparon para pasar la noche. Todavía hacía sol, de manera que tendieron las ropas para secarlas. Luego se sentaron en los almohadones y comieron algo de carne, mientras gran número de lagartos los observaban con curiosidad.

Aquella noche fue la más cálida hasta la fecha. Durmieron bien y al día siguiente continuaron; era el octavo día de su viaje a través de los Andes. A la luz de la mañana, la vista que tenían ante ellos, aun para ojos menos hambrientos que los suyos para los frutos de la naturaleza, era de una belleza sorprendente. Aunque todavía estaban a la sombra de las grandes montañas que tenían detrás, el sol iluminaba la lejanía del estrecho valle, mezclando el verde de los juncos y plantas de cactus con el plateado y dorado del rocío y la luz. Ahora veían árboles en lontananza y a media mañana creyeron ver un rebaño de vacas apacentándose en una ladera.

—¡Veo vacas! —dijo Canessa emocionado a Parrado.

—¿Vacas? —repitió Parrado forzando la vista, pero sin ver nada a causa de su miopía—. ¿Estás seguro de que son vacas?

—Bueno, a mí me lo parecen.

—Quizá sean ciervos…, o carpinchos.

Lo que veían ante ellos tenía más la apariencia de un espejismo que cualquier cálculo que pudieran hacer sobre aquellos lejanos animales. Sin embargo, parecían tener el ánimo alegre y optimista; cuando sus cuerpos, sobre todo el de Canessa, estaban sufriendo por el esfuerzo a que habían estado sometiéndolos. El horizonte era verde, pero el terreno por donde avanzaban no era mejor que cualquiera de los que habían atravesado antes; cargados con las mochilas, aún habían de saltar por encima de rocas y pedruscos, desde un saliente de roca hasta el otro, o caminar sobre las molestas piedras sueltas de la orilla del río.

Más tarde encontraron un evidente signo de civilización: una vacía lata de sopa. Estaba oxidada, pero aún pudieron leer el nombre de la marca de la etiqueta: «Maggi». Canessa la recogió.

—Mira, Nando —dijo—. Esto significa que aquí estuvo gente.

Parrado se mostró más cauto.

—Puede haberse caído de un avión.

—Pero ¿cómo es posible que se haya caído de un avión? Los aviones no tienen ventanas.

No había forma de averiguar el tiempo que la lata había estado allí, pero el solo hecho de verla les dio esperanzas y, a medida que continuaron descendiendo, hallaron otros signos de vida. Vieron dos liebres saltando por encima de las piedras en la otra orilla del río, luego estiércol.

—Esto es bosta —dijo Canessa—. Ya te dije que eran vacas lo que había visto.

—¿Cómo sabes? —preguntó Parrado—. Cualquier animal puede haber hecho eso.

—Si supieras tanto de vacas como sabes de automóviles —dijo Canessa—, no dudarías de que esto es bosta.

Parrado se encogió de hombros y siguieron caminando. Más tarde se sentaron junto al río para descansar y comer un poco de carne. Al sacar los calcetines de rugby advinieron que, mientras, en la montaña, la carne se conservaba, aquí empezaba a sufrir las consecuencias de la temperatura más alta. Después de comer una ración de dos trozos, guardaron el resto y continuaron el descenso por el valle. El río se hizo más ancho, alimentado de arroyuelos que de vez en cuando bajaban de las laderas de las montañas que tenían a sus lados.

Donde el río se hacía más ancho, encontraron la herradura de un caballo. Estaba tan oxidada como la lata de sopa, así que tampoco pudieron saber el tiempo que llevaba allí, pero evidentemente era algo que no podía haber caído de un avión y, en cambio, era una evidencia de que estaban llegando a una zona habitada de los Andes. A éste, siguieron otros signos. Cuando rodearon una de las muchas estribaciones que llegaban hasta el valle, vieron, a una distancia de cien metros, las vacas que Canessa había visto antes aquella misma mañana.

Aun así, Parrado continuaba mostrándose precavido.

—¿Estás seguro de que no son vacas salvajes? —le preguntó a Canessa mirando las vacas mientras que las vacas lo miraban a él.

—¿Vacas salvajes? No hay vacas salvajes en los Andes. Te digo, Nando, que en algún lugar cerca de aquí encontraremos al dueño de las vacas o a alguien que las esté cuidando.

Y como para probar lo que estaba diciendo, señaló unos árboles.

—No me digas que los carpinchos o las vacas salvajes talan árboles.

Parrado no podía dudar de que las marcas de los árboles estaban hechas por un hacha, y un poco más adelante encontraron un corral para el ganado, hecho de ramas y juncos, lo que inmediatamente reconocieron como un buen combustible. Por lo tanto, pensaron pasar allí la noche y celebrar su inminente salvación con un festín a base de la carne que todavía les quedaba.

—Después de todo —dijo Canessa—, se está pudriendo y estoy seguro de que por la mañana encontraremos a algún pastor o granjero. Te prometo, Nando, que mañana por la noche dormiremos en una cama.

Se quitaron las mochilas, sacaron la carne y encendieron un fuego. Después asaron diez trozos cada uno y comieron hasta saciarse. Luego se metieron en el saco de dormir a esperar que se pusiera el sol. Ahora su rescate parecía tan cercano que se atrevieron a pensar en cosas que antes era muy doloroso considerar. Canessa le habló a Parrado de Laura Surraco y de las comidas del domingo en su casa; Parrado le habló a Canessa de las chicas que había conocido antes del accidente y cuánto le envidiaba por tener novia.

El fuego se apagó. El sol se puso. Y con estos agradables pensamientos en sus mentes, los dos muchachos, con el estómago lleno, se quedaron dormidos.