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La noticia de que los chilenos habían abandonado la búsqueda de sus hijos al cabo de ocho días, dos de los cuales los aviones no habían despegado de los aeropuertos a causa del mal tiempo, dejó desconsolados a los padres, aún convencidos de que sus hijos estaban todavía vivos. Sentíanse muy disgustados con los chilenos por haber abandonado la búsqueda tan pronto, y molestos con su propio gobierno, por no haber realizado más esfuerzos. En Chile, Páez Vilaró anunció que continuaría la búsqueda por su cuenta. Desde Carrasco, Madelón Rodríguez se puso en contacto con Gérard Croiset.
Gérard Croiset nació en 1910 de padres judíos holandeses y había llegado a su juventud, prácticamente sin cultura alguna. En 1945 lo descubrió un hombre llamado Willen Tenhaeff, que había dedicado su vida a la investigación sistemática del fenómeno de la clarividencia. En 1953, nombraron a Tenhaeff profesor de Parapsicología de la Universidad de Utrecht —algo sin precedentes en la historia de esta ciencia—, y el más maravillado entre los cuarenta clarividentes que trabajaban con el profesor, fue Croiset.
Las dotes más destacadas del talento de Croiset eran las de encontrar a personas extraviadas y, por este motivo, la policía de Holanda y la de los Estados Unidos le consultaban muy a menudo. El método consistía en darle un objeto que hubiese pertenecido a la persona perdida, o hablar con alguien que hubiese tenido alguna relación con ella, y entonces describía la imagen o la serie de imágenes que se formaban en su mente. Si un caso le recordaba alguna experiencia que él mismo hubiera vivido, su sentido se agudizaba. Si, por ejemplo, un niño perdido se había ahogado en un canal, le era mucho más fácil adivinarlo, ya que, de joven, estuvo a punto de morir de esta forma. Nunca aceptaba dinero de quienes le consultaban, y sus facultades disminuían cuando alguien le pedía que encontrara alguna propiedad o dinero perdido.
El profesor Tenhaeff recopilaba y archivaba cada caso en que intervenía, y después de casi veinte años y centenares de experimentos, contaba con un increíble número de éxitos.
Madelón visitó la Embajada de Holanda en Montevideo y, con uno de los empleados como intérprete, llamó por teléfono al Instituto Parapsicológico de Utrecht. Le dijeron que Gérard Croiset se encontraba en un hospital convaleciente de una reciente operación quirúrgica. Suplicó que, a pesar de todo, le pusieran en contacto con él, pero en vez de hablar con el padre, habló con el hijo, Gérard Croiset, Jr., que vivía en la ciudad de Enschede, y tenía treinta y cuatro años. Se creía que éste había heredado los poderes de su padre. A través del intérprete, el joven Croiset pidió que le enviaran un mapa de los Andes.
Madelón le mandó inmediatamente una carta aeronáutica del área, con un rudimentario diagrama de los pasillos aéreos de Argentina y Chile. Habían dibujado flechas en el mapa, indicando la ruta del Fairchild, con una interrogación en el paso Planchón.
Cuando llamó la próxima vez por teléfono al joven Croiset, éste le dijo que había tomado contacto con el avión. Dijo que se le había desprendido uno de los motores y por este motivo, había perdido altura. No era el piloto, continuó diciendo, el que estaba al mando del avión, sino el copiloto, que ya había cruzado los Andes anteriormente y recordaba un valle donde podían hacer un aterrizaje de emergencia. Había virado entonces a la izquierda (al Sur) o posiblemente a la derecha (al Norte) y se habían estrellado junto a un lago, a unos 65 kilómetros de Planchón. El avión «parecía un gusano»; el morro lo tenía aplastado. No podía ver a los pilotos, pero existía vida. Había supervivientes.
Madelón sabía que un clarividente japonés que vivía en la ciudad de Córdoba, en Argentina, había dicho que el avión había volado hacia el Sur. Esto parecía confirmar la elección hacia el sur y no hacia el norte de Planchón. Madelón fue inmediatamente a casa de Ponce de León.
También Rafael se quedó asombrado al enterarse de que se había suspendido la búsqueda y decidió que, mientras quedara algún familiar que confiase en encontrar a los desaparecidos, éstos tendrían a su disposición toda una red de comunicaciones. Para conseguir este propósito, siguió en contacto con buen número de radioaficionados de Chile. A través de uno de ellos se puso en contacto con Páez Vilaró, y Madelón le informó sobre su conversación con Gérard Croiset hijo.
La noticia de que el vidente holandés había tomado contacto con el avión, se extendió rápidamente al resto de los parientes. Aunque algunos lo tomaron con escepticismo, especialmente los padres, nombraron una comisión de tres personas para que visitaran al comandante en jefe de la Fuerza Aérea Uruguaya. La delegación hizo una petición oficial para que se enviara un aparato uruguayo a Chile con el fin de buscar el Fairchild en las montañas alrededor de Talca, una ciudad que está a unos doscientos cuarenta kilómetros al sur de Santiago. La petición fue rechazada.
La noticia de la visión del joven Croiset levantó considerablemente la moral de Páez Vilaró. Siempre había considerado la magia más interesante que la ciencia. También había sobrevolado el área donde el Servicio Aéreo de Rescate pensaba que había descendido el avión, entre los volcanes Tinguiririca y Palomo, y sabía que no conseguiría nada buscando entre montañas de tal altitud; pero Croiset había situado el lugar del accidente en las estribaciones de la cordillera, donde las montañas eran mucho más bajas. La labor de un Hércules había sido puesta al alcance de los mortales…
Páez Vilaró salió inmediatamente hacia el Sur, y al día siguiente, el domingo día 22 de octubre, se encontraba sobrevolando las montañas de los alrededores de Talca, en un avión que había conseguido en el Aero Club de San Fernando.
En los días que siguieron se entregó a una intensa actividad. Hizo una lista de todos los propietarios de aviones de Chile y pidió consejo a los pilotos que, invariablemente, le ofrecieron sus servicios. Páez Vilaró podía haber tenido a su disposición treinta aviones y, si no los usaba, era debido a la escasez de combustible que había en Chile. Sabía que el propietario del avión que volara con él durante una hora, se vería obligado a prescindir del automóvil durante un mes; así y todo, hubo muchas personas que, a pesar de estar convencidas de que los chicos habían muerto, le ofrecieron sus aviones sin exigirle pago alguno.
La segunda organización que se constituyó fue la de radioaficionados de Chile, que Rafael había reclutado desde Carrasco. Muchos de ellos no sólo pusieron a disposición de Páez Vilaró las radios, sino ropas apropiadas y automóviles. Adondequiera que fuese en las montañas, lo seguía un Citroën dos caballos, con la antena moviéndose como los cuernos de un saltamontes. En cualquier momento el automóvil lo ponía en contacto con Rafael en Montevideo y, a través de Rafael, con cualquier persona en el mundo.
Páez Vilaró no permanecía en Talca, puesto que él mismo salía continuamente de expedición al interior de los Andes. Madelón Rodríguez y la madre de Diego Storm llegaron a Talca, lo cual le dio libertad para poner en práctica sus planes. No se conformaba con tener de su parte a los chilenos ricos y sus aviones, para ayudarle a encontrar a los muchachos; quería que hasta el más pobre campesino del valle más remoto de los Andes supiera que aún continuaba la búsqueda de los supervivientes. En cada pueblo que llegaba, preguntaba si alguien había visto caer un avión del cielo, y tuvo que escuchar muchas historias fascinantes, pero increíbles. A quienes interrogaba, les ofrecía una copa o una taza de café. En cierta ocasión llegó a tener cuatro habitaciones en cuatro hoteles diferentes, en caso de que la búsqueda lo llamara en cualquiera de aquellas cuatro direcciones. Tenía dinero, pero los hoteleros y los propietarios de los restaurantes, o bien no lo aceptaban o se consideraban pagados con un dibujo en un plato, en una servilleta o en un mantel.
Su firma le precedía. Ahora, cuando llegaba a un pueblo, se formaba una pequeña multitud a su alrededor, y la gente decía:
—Aquí viene el loco que está buscando a su hijo.
A Páez Vilaró no le importaba. Consideraba su misión como algo fantástico y mágico. Todo un ejército desplegado en busca de un avión, bajo la dirección de un adivino holandés. Los habitantes de los pueblos lo tenían por brujo, porque llevaba con él una cámara Polaroid y sacaba fotografías a hombres que hasta entonces jamás habían sido fotografiados.
En avión o a pie, rastreó un área de sesenta y cinco kilómetros a partir del paso aéreo de Planchón, y no encontró nada. Rogó por radio a Rafael que llamara a Croiset de nuevo, y le pidiera más datos, cosa que él hizo inmediatamente, y a las dos de la madrugada, noche tras noche, Croiset, en pijama, describía las imágenes de los Andes que aparecían en su mente.
Les dio gran cantidad de detalles, pero la mayor parte se referían al vuelo del avión y no a la situación que los chicos atravesaban entonces. Muy a menudo describía a un hombre gordo —sin duda, el piloto— que tenía malestar de estómago y abandonaba los mandos dejando el control en manos de su copiloto. Vestía una cazadora y se entretenía jugando con sus gafas de vuelo. En aquel momento se paró uno de los motores y el copiloto dirigió el avión hacia una playa, probablemente en la costa o quizás a orillas de un lago, un lugar que recordaba por anteriores vuelos sobre los Andes. Encontró un lago, o tal vez un grupo de tres lagos, e intentó aterrizar, pero el avión chocó contra la ladera de una montaña y quedó medio sepultado por un desprendimiento de rocas. Muy cerca se encontraba otra montaña con una especie de plataforma en la cima, y también tuvo una sensación de peligro, acaso una señal de tráfico indicando peligro. No podía ver rastros de vida en las cercanías del avión, pero era posible que esto indicara que los chicos hubiesen abandonado el aparato y estuvieran refugiados en algún lugar de las cercanías.
Basándose en estos detalles, Páez Vilaró y sus amigos chilenos organizaron nuevas expediciones de búsqueda en las montañas, ya que, para entonces, la fe en las visiones de Croiset se había extendido a otras muchas personas. Madelón se trasladó a Santiago y persuadió al Servicio Aéreo de Rescate para que enviara aviones con el fin de reconocer las montañas que rodeaban la ciudad de Talca. El jefe del destacamento militar de Talca, envió una patrulla al Cerro Picazo (el único de los alrededores que tenía la cima cortada y formaba una especie de plataforma) y durante cinco días, a pesar del intenso frío, estuvieron buscando los restos del Fairchild. Un grupo de sacerdotes salesianos también se internó por las montañas en una búsqueda de tres días por lugares casi inaccesibles, en una especie de ejercicio de «acción de gracias».
Nada encontraron y, en vista de que los vuelos rasantes en las montañas eran excepcionalmente peligrosos, el Servicio Aéreo de Rescate suspendió de nuevo la búsqueda. Sólo los helicópteros eran capaces de volar tan bajo como para encontrar un avión medio enterrado en una montaña, o distinguir al grupo de jóvenes uruguayos al amparo de unos pinos, y por aquellos tiempos, cuando en Chile era muy difícil conseguir jabón o cigarrillos, los helicópteros se encontraban prácticamente, lejos del alcance del más pudiente.
Pero esto apenas constituía un obstáculo insignificante para Madelón, que decidió pedir prestado al presidente Allende su helicóptero privado. Antes de hacerlo, un amigo le habló de un conocido que alquilaba pequeños helicópteros para fumigar sembrados o tender líneas de alta tensión y, en cosa de diez minutos, acordaron con él que, cuando los pequeños helicópteros estuvieran libres, Madelón los alquilaría por la irrisoria cantidad de diez dólares la hora.
Mientras tanto, en la tarde del 28 de octubre, Páez Vilaró y Rafael habían llegado a la conclusión de que ya se había hecho lo máximo que se podía hacer, sin helicópteros, siguiendo las instrucciones de Croiset.