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Los muchachos salieron detrás de los pilotos y los miembros de la tripulación y se dirigieron, a través de la pista, hasta el control de aduanas; las montañas proyectaban su sombra sobre ellos y semejaban la fachada de un enorme acantilado. Todas las demás cosas parecían empequeñecidas comparadas con su inmensidad: los edificios, los tanques de combustible y los árboles. Los chicos permanecían impávidos. Ni siquiera la cordillera o la desastrosa perspectiva de cambiar dólares por pesos argentinos, alteraban su ánimo. Abandonaron el aeropuerto divididos en grupos, unos en autobús, otros en taxi y algunos haciendo auto stop dirigiéndose a los camiones que por allí pasaban.

Era la hora de comer y todos estaban hambrientos. Se habían desayunado temprano e incluso algunos ni siquiera habían tomado su desayuno, y en el avión no había nada que comer. Un grupo se fue directamente a un restaurante; el dueño que era un uruguayo expatriado, no les permitió que pagaran la consumición.

Otros se fueron en busca de algún hotel barato y una vez reservadas las habitaciones, salieron a la calle para ver la ciudad. Impacientes como estaban por llegar a Chile, no disfrutaron mucho en Mendoza. Es una de las ciudades más antiguas de la Argentina; fundada por los españoles en el año 1561, conserva mucha de la gracia y encanto de la época colonial. Sus calles son anchas, bordeadas de árboles. El aire, aunque era el principio de la primavera, estaba perfumado con el olor de las flores que ya brotaban en los jardines públicos.

A lo largo de las calles se veían tiendas, cafés y restaurantes, y en las afueras de la ciudad había viñedos que producen uno de los vinos más exquisitos de América.

Los Parrado, Abal, la señora Mariani y los otros dos matrimonios, de mediana edad, reservaron habitaciones en los mejores hoteles, pero se marcharon en distintas direcciones después de la comida. Parrado y Abal se fueron a una carrera de automóviles que se celebraba fuera de la ciudad y, por la tarde, con Marcelo Pérez, a ver a Barbra Streisand en ¿Qué me pasa, doctor? Los más jóvenes se reunieron con un grupo de chicas argentinas que estaban pasando unas vacaciones en la ciudad y se fueron a bailar con ellas. Algunos componentes de este grupo no regresaron al hotel hasta las cuatro de la madrugada.

En consecuencia, no se levantaron hasta muy tarde al día siguiente. Como la tripulación no había dado aún la orden de regresar al aeropuerto, continuaron paseando por las calles de Mendoza. Uno de los más jóvenes, Carlitos Páez, que era un poco hipocondríaco, compró una buena cantidad de aspirinas y alka-seltzer. Algunos otros emplearon el último dinero argentino en comprar chocolatinas, frutas secas y cargas de gas de repuesto para los encendedores. Nando Parrado compró unos zapatos rojos para su hermana menor, y su madre, botellas de ron y licor para sus amigos de Chile. Se las dio a Nando para que se las guardara, y éste las metió en una bolsa junto con sus ropas de jugar al rugby.

Dos de los estudiantes de medicina, Roberto Canessa y Gustavo Zerbino, fueron a un café con terraza en la avenida. Pidieron para desayunar jugo de melocotón, croissants y café au lait.

Al poco rato, mientras se tomaban el café, vieron a Marcelo Pérez que se dirigía hacia ellos en compañía de los dos pilotos.

—¡Eh! —gritaron a Ferradas—. ¿Nos podemos marchar ya?

—Todavía no —contestó Ferradas.

—¿Es que ustedes son unos cobardes, o qué? —preguntó Canessa, al que apodaban «Músculos» por su carácter agresivo.

Ferradas, que había reconocido en la voz de tono agudo al que lo había «felicitado» el día anterior por el aterrizaje, pareció momentáneamente disgustado.

—¿Quieren que vuestros padres lean en los periódicos de mañana que cuarenta y cinco uruguayos se han perdido en la cordillera de los Andes? —preguntó.

—No —contestó Zerbino—. Quiero que lean que cuarenta y cinco uruguayos cruzaron la cordillera de pesados.

Ferradas y Lagurara se marcharon riendo. Tenían que hacer frente a un dilema difícil, por los problemas que se les presentaban. Los panes meteorológicos informaban que el tiempo había mejorado en los Andes. El paso de Juncal todavía estaba cerrado, pero había muchas probabilidades de que a primera hora de la tarde, el paso de Planchón estuviera despejado. Esto quería decir que habrían de cruzar los Andes a una hora que se consideraba peligrosa, pero confiaban en poder volar por encima de las turbulencias. La otra alternativa era regresar a Montevideo (porque era ilegal que un avión militar extranjero permaneciese en suelo argentino más de veinticuatro horas), lo cual no sólo molestaría a los Old Christians, sino que sería una dura pérdida para la Fuerza Aérea Uruguaya. Por lo tanto, comunicaron a los pasajeros por medio de Marcelo Páez que deberían presentarse en el aeropuerto a las trece horas.

Los pasajeros así lo hicieron, pero cuando llegaron, no encontraron ni a la tripulación ni a los oficiales argentinos que debían revisar el equipaje. Los chicos pasaron el rato haciendo fotografías, pesándose y asustándose unos a otros ante la coincidencia de que era viernes y trece. También le gastaban bromas a la señora Parrado por llevar a Chile una manta en primavera. Entonces se oyó un grito. Ferradas y Lagurara entraban en el edificio del aeropuerto llevando ambos gran cantidad de botellas de vino de Mendoza. Los chicos comenzaron a gastarles bromas. «¡Borrachos!» gritó uno. «¡Contrabandistas!», gritó otro; y el atrevido Canessa dijo con evidente desdén:

—Mira qué clase de pilotos llevamos.

Ferradas y Lagurara parecían un poco desconcertados entre todos aquellos muchachos. Era evidente que se mantenían a la defensiva, en parte porque todavía no estaban muy seguros de la decisión a tomar, y en parte porque si se mostraban cautelosos en extremo, los pasajeros lo podían considerar incompetencia. En aquel mismo momento aterrizaba otro avión en el aeropuerto. Era un avión de carga, muy viejo que hacía mucho ruido y despedía humo de sus motores mientras corría por la pista, pero cuando el piloto entró en el edificio del aeropuerto, Ferradas se acercó a él y le pidió consejo.

El piloto acababa de llegar de Santiago y le comunicó que aunque las turbulencias eran fuertes, esto no sería un gran problema para el Fairchild que estaba dotado con uno de los más modernos equipos de navegación conocidos hasta la fecha. Incluso este piloto les recomendó que tomaran la ruta directa a Santiago sobre el paso Juncal, que reduciría el viaje en más de 250 kilómetros.

Ferradas decidió que continuarían el viaje, pero no por el paso Juncal sino por la ruta del Sur que era más segura, y a través del paso Planchón. Los muchachos lanzaron vivas cuando se les comunicó esta decisión, aunque todavía tenían que esperar a que les revisaran los pasaportes para poder entrar en el Fairchild.

Mientras tanto observaron cómo el viejo avión de carga despegaba haciendo el mismo ruido que antes y despidiendo la misma cantidad de humo. Dos miembros del Old Christians se dirigieron a dos chicas argentinas con las que habían estado bailando la noche anterior y que ahora habían ido al aeropuerto a despedirlos, diciendo:

—Ahora sabemos qué clase de aviones tiene la Argentina.

—Por lo menos ha cruzado la cordillera de los Andes —contestó una de las chicas—, que es más de lo que el vuestro puede hacer.