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Después de la partida de Vizintín, Canessa y Parrado decidieron pasar el resto de aquel día descansando cerca de la cumbre de la montaña. Habían quedado agotados por los tres días de ascensión y sabían que necesitaban todas sus fuerzas para alcanzar de nuevo la cima y luego iniciar el descenso por el otro lado. También tenían la esperanza de que el avión que había pasado tan cerca de ellos el día anterior, volviera a pasar en la misma dirección y los viese. Pero la paz de los cielos no fue interrumpida por encima de ellos. Comieron carne, derritieron nieve, bebieron el agua y pensaron en lo que les aguardaba, Canessa tratando de ahuyentar su pesimismo con frases como «Qui ne risque ríen, n’a ríen», o «El agua que baja por el otro lado de esta montaña, de alguna forma tiene que llegar al mar».

A las nueve de la mañana del sábado día 16 de diciembre, Canessa y Parrado iniciaron de nuevo la ascensión a la cima; Parrado el primero. Esta vez llevaban las mochilas que, con la marcha de Vizintín, se habían hecho más pesadas aún. El ascenso fue considerablemente difícil. A aquella altitud el aire tenía menos oxígeno; el ritmo de los latidos del corazón aumentó y se veían obligados a descansar cada tres pasos, colgados de la pared de nieve con el precipicio al fondo.

Tardaron tres horas en alcanzar la cumbre. Allí descansaron y buscaron el mejor camino para descender. Había mucha menos nieve y el valle a donde se dirigían estaba casi limpio, pero el camino para descender era el mismo por todas partes, así que eligieron uno al azar y partieron, Parrado una vez más a la cabeza. La marcha se hacía muy difícil porque la ladera de la montaña no era escarpada, sino muy inclinada y a veces no había roca sólida, sino pizarra.

Atados el uno al otro con una larga cuerda de nailon de las que se usan para atar equipajes, hicieron casi todo el descenso deslizándose sentados o sobre la espalda, provocando pequeños aludes de piedras grises montaña abajo. Sentían las piernas débiles y temblorosas ya que ambos sabían que el más simple tropezón los enviaría rodando montaña abajo, o podían romperse un tobillo, lo que en sus circunstancias era tan mortal como lo otro. Canessa comenzó un continuo diálogo con Dios. Había visto la película El violinista en el tejado y recordaba que Tevye le hablaba a Dios como a un amigo. Ahora empleaba el mismo tono con el Creador:

—Puedes hacerlo duro, Dios, pero no imposible —rezaba.

Después de descender de esta manera unos centenares de metros, llegaron a un punto situado a la sombra de otra montaña, y la ladera se encontraba cubierta de una espesa capa de nieve. Había mucha pendiente pero la superficie de la nieve era sólida y suave, así que Parrado decidió bajar sentado en un almohadón, como deslizándose por un tobogán. Desató la cuerda de nailon, se sentó en uno de los dos almohadones y colocó la barra de aluminio entre las piernas para usarla de freno y se deslizó montaña abajo. Inmediatamente ganó velocidad y cuando trató de clavar la barra en la nieve, no logró resultado alguno. Iba cada vez más de prisa, alcanzando una velocidad que calculó sería de cien kilómetros por hora. Metió los tacones en la nieve, pero no consiguió reducir la velocidad y temió verse lanzado de cabeza y romperse el cuello o una pierna. De repente, vio ante él una pared de nieve que interrumpía su camino. Pensó que si había roca detrás, acabaría allí su aventura. Un instante después se estrelló contra la pared. Estaba completamente consciente y bien. La pared era sólo de nieve.

Un momento más tarde llegó Canessa gritando:

—Nando, Nando, ¿estás bien?

Una alta figura salió estremeciéndose de entre la nieve.

—Sí, estoy bien —dijo—. Continuemos.

Siguieron bajando con más cautela esta vez.

A las cuatro de la tarde llegaron a una gran roca plana en forma de plataforma y aunque no sabían dónde se encontraban, decidieron quedarse allí y secar las ropas antes de que se ocultara el sol. Calcularon que habían bajado las dos terceras partes de la montaña. Se quitaron los calcetines y los secaron al sol, y cuando éste se ocultó se metieron en el saco y durmieron en la roca. No hacía mucho frío aquella noche, pero estaban muy incómodos.

Se despertaron con la primera luz de la mañana, pero permanecieron en el saco de dormir hasta que los rayos del sol cayeron sobre ellos. Se desayunaron con carne cruda y un sorbo de ron y se dispusieron para la marcha. Era el sexto día de su viaje y a mediodía llegaron a la base de la montaña. Estaban en el lugar planeado, el valle que les conducía a la Y. Estaba cubierto de nieve, que a esa hora era blanda y suelta, así que tuvieron que hacer uso de los almohadones, pero la inclinación oscilaba entre diez y doce grados. Antes de reanudar la marcha, comieron, y después, con los esfuerzos que se veían obligados a hacer para caminar con los almohadones húmedos, se sintieron sofocados en extremo, pero prefirieron continuar sudando bajo los cuatro jerseys y los cuatro pantalones, que gastar tiempo y energías en quitárselos.

Poco después de reanudar la marcha, se rompió la cinta que sujetaba la mochila de Canessa y tuvieron que detenerse para arreglarla. El muchacho se sintió contento de hallar una excusa para sentarse, porque le estaban fallando las fuerzas. Cada vez que el intrépido Parrado miraba hacia atrás, se encontraba a Canessa sentado en la nieve. Le decía a gritos que continuara y, lentamente, Canessa se levantaba y seguía su rastro. Mientras caminaba iba rezando. A cada paso decía una palabra del padrenuestro. El pensamiento de Parrado estaba más lejos de su Padre celestial que de su padre en la tierra. Sabía lo que estaría sufriendo su padre porque conocía la necesidad que tenía de su hijo. Caminaba por la nieve para salvar al hombre que tanto quería, más que para salvarse a sí mismo.

Con el pensamiento puesto en su padre, Parrado se adelantaba a Canessa. Cuando se acordaba de su compañero se volvía y lo encontraba centenares de metros detrás. Entonces lo esperaba, y cuando llegaba Canessa, le permitía descansar durante cuatro o cinco minutos. En una de estas paradas vieron a su derecha un pequeño arroyo que bajaba por un lado de la montaña. Era la primera agua fresca que veían desde que Vizintín había probado el chorrito que salía de una roca durante su primera expedición. Desde donde se encontraban, podían ver creciendo a ambos lados del arroyo, musgo, hierba y juncos. Era el primer signo de vegetación que veían en sesenta y cinco días, y Canessa, a pesar de estar cansado, subió hasta el arroyo, buscó hierbas y juncos y se los comió. Tornó algunos más y se los guardó en el bolsillo. Después bebieron agua del arroyo y continuaron la marcha.

Cuando llegó la última hora de la tarde, Canessa y Parrado comenzaron a discutir sobre cuándo y dónde deberían quedarse a dormir.

—No hay ningún lugar apropiado para dormir aquí —decía Parrado—. No hay rocas, nada. Continuemos.

—Tenemos que detenernos —replicaba Canessa—. Estoy acabado y necesito descansar. Te matarás si no aflojas la marcha. Paremos aquí.

La mente de Parrado luchaba con las ansias de continuar y el consejo que el estudiante de medicina que tenía por compañero de viaje le daba en cuanto a que reservara energías. También era evidente que si Parrado podía soportar aquel ritmo, a Canessa le era imposible. Así que, decidió hacer un alto y quedarse allí el resto del día, y montaron el campamento en la nieve.

El sol ya se había ocultado entre las montañas y comenzaba a hacer frío, por lo que se metieron en el saco de dormir y se calentaron con un trago del ron que llevaban consigo. Luego se tumbaron mirando hacia el valle que los conducía a su libertad y trataron de adivinar lo que les depararía el día siguiente.

Desde donde se encontraban, podían ver algo más allá del final del valle, que era la Y por donde habían estado caminando. De repente ambos notaron que mientras que el sol se había ocultado para ellos alrededor de las seis de la tarde, todavía brillaba en la montaña al otro lado de la Y. Observaban el fenómeno con creciente interés y entusiasmo, pues como el sol se ponía por el Oeste, si continuaba iluminando la ladera de la montaña hasta ya avanzada la tarde, esto significaba que ya no había más montañas en su camino.

Y hasta las nueve de la noche el sol no dejó de brillar en la roca roja salpicada de nieve. Canessa y Parrado durmieron aquella noche con la firme convicción de que uno de los brazos de la Y conducía a campo abierto hacia el Oeste.

A la mañana siguiente, después del acostumbrado desayuno, comenzaron a caminar valle abajo, y de nuevo era Parrado quien iba a la cabeza, espoleado por la curiosidad de ver lo que había al final del valle. Canessa no podía seguirlo. Había recobrado algo las fuerzas después del descanso nocturno, pero no lo suficiente. Cuando Parrado se detuvo y lo animó para que se diera prisa, le contestó a gritos que estaba demasiado cansado y no podía continuar.

—Pensá en otra cosa —dijo Parrado—. No pienses en que estás caminando.

Canessa comenzó a imaginarse que caminaba por las calles de Montevideo, viendo los escaparates, y cuando Parrado le dio prisa de nuevo, Canessa le contestó:

—No puedo ir deprisa. Quiero ver todos los escaparates.

Más tarde se distraía diciendo a gritos el nombre de una muchacha que en cierta ocasión Parrado le dijo que le gustaba. «¡Makechu, Makechu…!».

El nombre se perdió entre la nieve que los rodeaba, pero Parrado lo oyó y se detuvo sonriendo para esperar a su amigo.

Continuaron caminando y, lentamente, el sonido de los almohadones en la nieve, que era lo único que rompía el silencio, fue ahogado por un estruendo que iba en aumento a medida que se aproximaban al final del valle. Los dos se sintieron poseídos por el pánico. ¿Qué pasaría si un torrente bloqueaba el camino? La impaciencia de Parrado por ver lo que había al final del valle se hizo insoportable. Sus pasos que antes eran rápidos, ahora eran más veloces todavía y más espaciadas las huellas que dejaba en la nieve.

—¡Te matarás! —le gritaba Canessa siguiéndolo, aunque él sentía más miedo que curiosidad por lo que iban a encontrar.

—¡Oh, Dios! —rezaba de nuevo—. ¡Probanos hasta el límite de nuestras fuerzas, pero, por favor, permitinos continuar! ¡Por favor, que haya un paso al lado del río!

Parrado caminaba con más rapidez aún. También rezaba, pero sobre todo, le picaba la curiosidad. Iba unos doscientos metros delante de Canessa y, de repente, se encontró al final del valle.