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Salió el sol en la mañana del sábado día 14 de octubre y los restos del Fairchild se encontraban medio sepultados en la nieve. Estaban a unos 3500 metros de altitud entre el volcán Tinguiririca de Chile y el Cerro Sosneado de la Argentina. Aunque el avión se había estrellado más o menos en medio de la cordillera de los Andes, su posición exacta estaba en el lado argentino de la frontera.
El avión yacía en un declive. El morro, aplastado, apuntaba hacia el valle, que se deslizaba hacia el Este. En cualquier otra dirección, más allá de la alfombra de nieve, se levantaban las inmensas paredes de las montañas. Sus laderas no eran escarpadas. Parecía que se esparcían por sí mismas, enormes e inhóspitas. Aquí y allá aparecían entre la nieve rocas volcánicas grises y rosadas, pero, por lo demás, a 3500 metros de altitud, no había vegetación de ninguna clase. No sólo se había estrellado en las montañas, sino también en un desierto.
Los primeros que salieron del avión fueron Marcelo Pérez y Roy Harley, derribando la barricada que tan dolorosamente habían construido la noche anterior. El cielo estaba nublado, pero había cesado de nevar, y pudieron apartarse algo del destrozado aparato y examinar lo desesperado de su situación.
En el interior del avión, Canessa y Zerbino comenzaron de nuevo a reconocer a los heridos y descubrieron que habían muerto tres personas más durante la noche. Panchito Abal yacía inmóvil sobre el cuerpo de Susana Parrado. Tenía los pies ennegrecidos por la congelación, y era evidente, dada la rigidez de sus extremidades, que estaba muerto. Por un instante creyeron que Susana, debido a su inmovilidad, también había muerto, pero cuando apartaron el cuerpo de Abal comprobaron que estaba viva y consciente. Sus pies se habían vuelto purpúreos a causa del frío, y se quejaba a su madre:
—Mamá, mamá —decía entre sollozos—, me duelen los pies. Me duelen mucho. ¿Por qué no vamos a casa?
Muy poco podía hacer Canessa por Susana. Le dio un masaje en los pies para reactivar la circulación y le limpió otra vez la sangre reseca de los ojos. Estaba lo suficientemente consciente para darse cuenta de que no se había quedado ciega y le dio las gracias a Canessa por cuidarla. Canessa admitió que los cortes superficiales de la cara eran sin duda las heridas de menor importancia, pero no tenía suficientes conocimientos ni las facilidades precisas para averiguarlo. La verdad es que era muy poco lo que podía hacer por todos ellos. No había medicamentos en el avión, salvo los que Carlitos Páez había comprado en Mendoza y unos tubos de librium y valium que encontraron en un bolso. Entre los restos no había nada que se pudiera utilizar para entablillar las piernas fracturadas de manera que Canessa recomendó a los que tenían rotos los brazos o las piernas, que los apoyaran en la nieve para de esta manera reducir la hinchazón; más tarde, les dijo que se dieran masajes en las torceduras o en los ligamentos distendidos. Tenía miedo de apretar demasiado las vendas, porque sabía que en los lugares donde hacía mucho frío, esto podía impedir la circulación de la sangre.
Cuando se acercó a la señora Mariani, también creyó que estaba muerta. Se agachó a su lado e intentó de nuevo levantar los asientos que la tenían inmovilizada en el suelo, pero entonces volvió a gritar. «No me toque, me va a matar», así que decidió dejarla como estaba. Cuando aquella mañana volvió más tarde para ver cómo se encontraba, la vio silenciosa y con la mirada extraviada. Estaba examinándole los ojos, cuando ella los puso en blanco y dejó de respirar.
Canessa, aunque había estudiado un curso más de medicina que Zerbino, no sabía distinguir si una persona estaba definitivamente muerta. Dejó que fuera Zerbino el que se arrodillase y aplicara el Oído en el pecho de la señora Mariani tratando de percibir el más débil latido de su corazón. No lo oyó, así que con la ayuda de los demás separaron los asientos que la aprisionaban, pasaron una cinta de nailon alrededor de sus hombros, arrastraron el cuerpo hacia afuera y lo dejaron en la nieve. Dijeron a Carlitos Páez que había muerto, y él lleno de arrepentimiento por las palabras que le había dicho la noche anterior, escondió la cara entre las manos.
También Gustavo Zerbino examinó la herida del estómago de Enrique Platero, producida cuando le arrancaron el tubo de acero que tenía clavado. Le rasgó la camisa y, como había temido, vio una especie de cartílago que supuso debía de pertenecer al intestino o a la pared del estómago. Estaba sangrando y, para detener la hemorragia, la sujetó con un hilo, desinfectó la herida con agua de colonia, le dijo a Platero que se metiera en el estómago la parte sobresaliente y vendó la herida de nuevo. Platero obedeció sin contestar.
A los dos médicos no les faltaba enfermera. Liliana Methol, a pesar de que aún tenía la cara amoratada por los golpes que había recibido en el accidente, hacía lo que podía para ayudarles y darles ánimos. Era una mujer de baja estatura y muy morena, y hasta entonces había dedicado toda su vida a cuidar de su marido y de sus cuatro hijos. Antes de casarse, él, Javier, había tenido un accidente. Se había caído de una moto y, en la caída, lo atropello un automóvil. Permaneció inconsciente durante varias semanas y no le dieron de alta en el hospital hasta meses más tarde. No recobró totalmente la memoria y quedó tuerto del ojo derecho.
No fue esta su única desgracia. Tenía veintiún años cuando su familia lo envió a Cuba y después a Estados Unidos para estudiar la producción y comercialización del tabaco. Vivía en la ciudad de Wilson, en el estado de Carolina del Norte, cuando le dijeron que tenía tuberculosis. La enfermedad había hecho tales progresos que le impidió regresar a Uruguay, y hubo de permanecer durante cinco meses en un sanatorio de Carolina del Norte.
Cuando volvió a Montevideo, tuvo que guardar cama durante cuatro meses más, pero allí lo podía visitar su novia Liliana. La conocía desde que tenía veinte años, y el 16 de junio de 1960, se casaron. Pasaron la luna de miel en Brasil, y desde entonces, sólo habían salido otra vez al extranjero para visitar los lagos del sur de la Argentina. Para conmemorar el doceavo aniversario de la boda, Javier llevaba a Liliana a Chile.
Liliana había sido la primera en darse cuenta de que Javier, casi el único entre todos los supervivientes, padecía de forma crónica los efectos de la altitud. Tenía náuseas continuamente y estaba muy débil. Se movía con mucha dificultad y perdió la agilidad mental. Liliana le tenía que decir lo que había de hacer y a dónde ir, y al mismo tiempo darle ánimos con su resolución.
Era también el consuelo de los muchachos más jóvenes. La mayoría no había cumplido aún los veinte años. Muchos habían vivido al cuidado de sus madres y hermanas, y en su desesperación recurrían a Liliana que, aparte de Susana, era la única mujer entre los supervivientes. Atendía a sus necesidades. Era paciente y amable, les hablaba con palabras cariñosas y los animaba. Cuando, durante la primera noche, Marcelo y sus amigos insistieron en que durmiera en la parte más caliente del avión, aceptó su caballeroso gesto, pero a partir de entonces, insistió en que se la tratara como a los demás. Aunque a algunos de los chicos más jóvenes, como Zerbino, les hubiera gustado tratarla con deferencia y distinción, tuvieron que reconocer que en los confines de su reducida vivienda era imposible tener en cuenta la separación de sexos, y desde entonces fue un miembro más del equipo.
La atención de los dos doctores y de su enfermera, estaba dedicada ahora a uno de los más jóvenes de los primeros quince, Antonio Vizintín, llamado Tintín, que parecía conmocionado y lo habían acostado en una red del departamento de equipajes. Fue entonces, al día siguiente del accidente, cuando se dieron cuenta de que le salía sangre por una de las mangas de la chaqueta. Cuando le preguntaron qué le pasaba en el brazo, contestó que no le ocurría nada porque no sentía dolor alguno. Liliana lo examinó con más atención y vio que la manga de la chaqueta estaba llena de sangre. Llamó a los dos médicos, y como no pudieron quitarle la chaqueta, le cortaron la manga con una navaja. Cuando la retiraron, vieron que la sangre continuaba manando de una vena cortada. Hicieron un torniquete para detener la hemorragia y después le vendaron la herida lo mejor que pudieron. Vizintín continuaba sin sentir dolor alguno, pero estaba muy débil. Pensando que quizá no sobreviviría, lo acostaron de nuevo en el mismo sitio.
El último lugar que visitaron en su ronda médica fue la cabina de los pilotos. Desde por la mañana temprano, no habían Oído la voz de Lagurara, y cuando consiguieron llegar, después de atravesar el departamento de equipajes, lo encontraron muerto, tal como habían imaginado.
Con la muerte de Lagurara, habían perdido al único hombre capaz de informarles sobre lo que podían hacer para facilitar el rescate, ya que Roque, el único superviviente de la tripulación, no estaba en condiciones de hacerlo. Desde que ocurrió el accidente lloraba sin cesar y había perdido el control de sus funciones fisiológicas. Sólo advenía que se ensuciaba en los pantalones cuando oía las quejas de los que estaban cerca de él y porque algunos le ayudaban a cambiárselos.
De todas formas pertenecía a la Fuerza Aérea y Marcelo Pérez le preguntó si había alimentos de reserva para casos de emergencia, y señales luminosas en el avión. La respuesta de Roque fue negativa y entonces le preguntó si podían hacer funcionar la radio. Roque le contestó que necesitarían las baterías almacenadas en la cola del avión, que se había perdido.
Parecía que nada se podía hacer, pero Marcelo confiaba en que pronto los rescatarían y no se preocupó demasiado. De todas formas acordaron racionar los alimentos que les quedaban y Marcelo hizo un inventarío de todos los comestibles que encontraron en el departamento de los pasajeros, en la cabina y en el equipaje que no se había perdido en el accidente. Tenían las botellas de vino que los pilotos habían comprado en Mendoza, pero cinco de ellas se las habían bebido durante la primera noche. También tenían una botella de whisky, una de crema de menta, otra de licor de cerezas y un frasco de whisky, del cual se habían bebido la mitad.
En cuanto a alimentos sólidos tenían cinco tabletas de chocolate, cinco de nougat, algunos caramelos que se habían desparramado por el suelo de la cabina, dátiles y ciruelas secas también desparramados, un paquete de galletas saladas, dos latas de mejillones, una de almendras saladas y un tarro pequeño de mermelada de melocotón, otro de manzana y otro de moras. No era mucho para veintiocho personas, y como no sabían lo que tardarían en rescatarlos, decidieron hacerlo durar tanto como pudieran. Aquel día para comer, Marcelo les dio una onza de chocolate a cada uno junto con la tapa de un tubo de desodorante llena de vino.
Por la tarde oyeron volar un avión, por encima de ellos, pero no lo vieron a causa de las nubes. Llegó la noche más pronto de lo que deseaban, y esta vez estaban mejor preparados. Tenían más espacio en el interior del avión y habían construido una barrera más sólida para protegerse del viento y de la nieve, y también eran menos.