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Antes de quedarse dormidos solían mantener conversaciones que versaban sobre temas distintos, como rugby, que casi todos practicaban, o agronomía, que para la mayoría era una asignatura común, pero casi siempre terminaban hablando de comida. Lo que echaban de menos en su dieta diaria, lo suplían con la imaginación y cuando uno había consumido totalmente su menú, participaba en el de otro. Echavarren, por ejemplo, tenía una granja y conocía al detalle todo lo referente al queso; les daba explicaciones del proceso de su fabricación y describía el sabor y la composición de cada variedad, con tal pasión que muchos de ellos llegaron a pensar en hacerse también granjeros. Para igualar la conversación y dejar que cada uno de ellos pudiera describir hasta los más mínimos detalles, hablaban por turno. Cada uno tenía que describir un plato de los que se cocinaban en su casa y, después, otro que pudiera hacer él mismo. Luego le tocaba el turno a la especialidad de la novia, luego el plato más exótico que hubieran probado, después su pastel favorito seguido de un plato extranjero y otro regional para terminar con la cosa más rara que hubieran comido en su vida.

Nogueira, antes de morir, les había «regalado» con pasteles, merengues y dulces de leche, un postre hecho con leche y azúcar que tenía un sabor entre el de la leche condensada y la crema de caramelo. Harley propuso, como plato de invierno, cacahuetes y dulce de leche, todo cubierto de chocolate y, para el verano, cacahuetes con dulce de leche y helado. Algorta no sabía cocinar ni un plato, pero les «ofreció» a los chicos la paella que su padre hacía a veces y los ñoquis (gnoccis) de su tío. Parrado les prometió los barenkis hechos por su abuela ucraniana; para los que no sabían qué eran, les describió estas pequeñas tortitas rellenas de queso, jamón y puré de patatas. Vizintín, que pasaba los veranos junto al mar, cerca de la frontera de Brasil, les hizo una descripción de la bouillabaisse y Methol le dijo que, cuando regresaran, Vizintín tenía que enseñarles cómo se hacía.

Numa Turcatti estaba escuchando la conversación.

—Methol —comenzó diciendo.

—Si me llamas Methol no te contesto.

Numa era educado, además de tímido.

—Javier —dijo—, cuando hagas esa bouillabaisse, ¿me invitará?

—Lo haré —repuso Methol y sonrió, pues aunque Numa había comenzado la frase usando el verbo en segunda persona del singular, había pasado de la segunda a la tercera persona, lo que equivalía a tratarlo de nuevo de usted.

Methol era el experto en comidas. La ensaimada no fue su única aportación. Era el más viejo y, por lo tanto, el que había comido más variedades, y cuando comenzaron a hacer una lista de los restaurantes de Montevideo, él fue quien aportó más nombres. Inciarte se encargó de anotarlos en una agenda que había pertenecido a Nicolich y cuando escribió el último, con su especialidad más rara (cappelletti alla Caruso), contaron noventa y ocho.

Después organizaron un concurso para ver quién confeccionaba el mejor menú, incluidos los vinos, más para entonces estos banquetes imaginarios les causaban más sufrimientos que alegría.

Les deprimía bastante cuando despertaban de sus sueños de gourmet y volvían a la realidad de la carne cruda. También temían que los jugos gástricos que quedaban en libertad al pensar en tan suculentos banquetes, les produjeran úlcera de estómago. Se pusieron entonces de acuerdo para suspender las conversaciones sobre comidas. Sólo Methol continuó.

Pero aunque conscientemente decidieron apartar de su pensamiento las comidas, no lograron ejercer ningún control sobre sus sueños. Carlitos soñó con una naranja sujeta por un hilo, que colgaba justo encima de su cabeza. Trató de apoderarse de ella, pero nunca podía tocarla. En otra ocasión soñó que un platillo volante se detenía sobre el avión. Bajaron las escaleras y apareció una azafata. Le pidió un batido de frutillas, pero sólo le dio un vaso de agua con una frutilla flotando en la superficie. Se subió al platillo volante y aterrizaron en el aeropuerto de Kennedy, en Nueva York, donde su madre y su abuela lo estaban esperando. Cruzó la sala de estar y compró un batido de frutillas, pero el vaso estaba vacío.

Roy soñó que se hallaba en una confitería y que sacaban galletas del horno. Intentó decirle al confitero que ellos estaban en los Andes, pero no pudo hacerse comprender.

Lo que más les gustaba era pensar y hablar de sus familias. Por esta razón a Carlitos le complacía mirar a la luna; le consolaba que sus padres pudieran estar mirando la misma luna desde Montevideo. Era una de las desventajas que tenía el lugar que ocupaba en el avión, ya que desde allí no podía observar la luna por la ventanilla, pero una vez, a cambio del orinal, Fito sostuvo un espejo de bolsillo de manera que él pudiera ver el reflejo de su adorada luna.

Eduardo solía hablarle a Fito de su viaje por Europa, o ambos hablaban de sus familias, pero cuando lo hacían, frecuentemente oían sollozar a Daniel Fernández que estaba al lado de ellos. Era muy doloroso pensar en sus hogares, y para proteger su entereza, la mayoría de los chicos conseguían apartar estos pensamientos de su mente.

Quedaban muy pocos temas sobre qué hablar. La mayoría de los supervivientes estaban interesados en la política uruguaya, pero se mostraban precavidos después de la reacción de Nogueira, en discutir algo que pudiera despertar tan enconadas pasiones. Cuando oían por la radio que Jorge Batlle, del partido Colorado había sido arrestado por criticar al ejército, Daniel Fernández, partidario de los blancos, daba saltos de contento. Tanto Canessa como Eduardo, habían votado por Batlle en las últimas elecciones presidenciales.

El tema más seguro era la agricultura, porque muchos habían trabajado o estaban trabajando en el campo, o bien sus familias eran propietarias de estancias. Páez, François y Sabella tenían propiedades en la misma región del interior, e Inciarte y Echavarren estaban ambos a cargo de una granja.

De vez en cuando Pedro Algorta se sentía apartado del grupo porque no sabía nada sobre las cuestiones del campo. Al darse cuenta de esto, los granjeros trataban de interesarlo. Planearon un Consorcio Regional Agropecuario Experimental en el que Pedro debía hacerse cargo de los conejos. Vivirían en una tierra que poseía Carlitos en Coronilla y en casas diseñadas por Eduardo.

Todos se sentían entusiasmados con el Consorcio Regional, especialmente Methol, que, con Parrado, se haría cargo del restaurante. Cierta tarde, cuando estaban acostados preparándose para dormir, Methol se inclinó sobre Daniel Fernández para preguntarle si no le importaba apartarse un poco porque le tenía que hacer una pregunta personal a Zerbino. Fernández así lo hizo, desorganizando a todos los demás, mientras que Methol le preguntaba a Zerbino, susurrándole al Oído, si se podía hacer cargo de la contabilidad del restaurante.

El Consorcio Regional era un gran proyecto, pero el restaurante llegó a ser su debilidad, y muy pronto dejaron de hablar sobre métodos de engorde del ganado o de la producción de más cereales, para pasar a hacer comentarios sobre los huevos de chorlito y lechones que se iban a servir en el restaurante. Era muy difícil dejar a un lado las comidas cuando planeaban las fiestas que iban a dar acompañados de sus novias, cuando regresaran a Uruguay. No concebían invitar a nadie que no perteneciera al grupo, y cuando pensaban en sus novias, o hablaban de ellas, era siempre de forma honesta y respetuosa. Tenían demasiada necesidad de Dios como para ofenderle con pensamientos o conversaciones salaces. La muerte estaba rondando tan cerca que no se podían arriesgar a cometer el menor pecado. Por añadidura toda necesidad sexual parecía haberles abandonado, sin duda a causa del frío y su propia debilidad. Algunos llegaron incluso a alarmarse al pensar que su alimentación defectuosa los haría impotentes.

De aquí que no hubiera frustraciones sexuales en el sentido fisiológico, pero existía una gran necesidad de pensar en la compañera de su vida. Las cartas que escribieron Nogueira y Nicolich, las dirigían principalmente a sus novias y no a sus padres. Los que aún vivían y tenían novia —Daniel Fernández, Coche Inciarte, Pancho Delgado, Rafael Echavarren, Roberto Canessa y Alvaro Mangino— pensaban en ellas constantemente y con gran devoción. Pedro Algorta, como ya hemos visto, se había olvidado de la chica que estaba esperándole en Santiago, y se mostraba impaciente por regresar a Uruguay y buscarse una novia. Zerbino no estaba comprometido, pero a menudo hablaba con los demás sobre una chica que había conocido y, por lo general, decía que llegaría a ser su novia.

Debido a lo crítico de su situación, no se sentían propensos a hablar extensamente sobre los temas filosóficos básicos de la vida y la muerte. Inciarte, Zerbino y Algorta, que, entre los dieciocho eran los más avanzados en materia política, discutieron en cierta ocasión sobre la diferencia entre la fe religiosa y la responsabilidad política. En otra ocasión, Pedro Algorta y Fito Strauch también discutieron la existencia y naturaleza de Dios. Pedro estaba bien adoctrinado por los jesuitas de Santiago y podía explicar las teorías filosóficas de Marx y Teilhard de Chardin. Tanto él como Fito eran escépticos. Ninguno de ellos creía que Dios fuese el ser que vigilaba el destino de cada individuo. Para Pedro, Dios era el amor que había entre dos seres humanos o un grupo de ellos. Así, el amor era lo más importante.

Carlitos trató de participar en esta conversación —tenía sus puntos de vista propios sobre Dios—, pero Fito y Pedro le dijeron que su mente era demasiado lenta para seguir la conversación. Carlitos se tomó el desquite al día siguiente cuando Pedro maldijo a alguien por darle una patada en la cara cuando estaban acostados o por pisarle su bandeja de la grasa:

—Pero ¿cómo te atreves a decir cosas tan horribles, Pedro? Yo creí que el amor era lo más importante.

No había nada para leer, excepto una o dos revistas cómicas. Ya nadie jugaba, ni cantaba, ni relataba anécdotas. Sólo quedaba el chiste vulgar sobre las hemorroides de Fito, y también se reían cuando Coche Inciarte se estiraba para alcanzar algo desde su litera y rozaba con la mano la cara de un cadáver que habían llevado para saciar el hambre durante la noche. En algunas ocasiones hacían chistes sobre el consumo de carne humana:

—Cuando vaya a la carnicería, en Montevideo, exigiré que primero me dejen probar la carne.

O sobre su propia muerte:

—¡Qué aspecto tendré dentro de un trozo de hielo!

También se dedicaban a inventar palabras o a cambiar el final de las mismas, especialmente Carlitos, y creaban frases y slogans, bien para levantar la moral o expresar con subterfugios lo que no se atrevían a decir realmente. «Los perdedores se quedan», era lo que empleaban para decir que los débiles morirían. «Jamás muere un hombre que lucha», decían o «Hemos vencido al frío», y una y otra vez repetían lo único que sabían que era verdad: «Al Oeste está Chile».

Esta era su principal preocupación y a donde finalmente conducía su conversación, el escapar. Planearon la expedición una y otra vez. Pensaron en el equipo, lo proyectaron y prepararon. Nunca hubo duda de que los expedicionarios actuaban en nombre de todos y que seguirían las indicaciones de la mayoría. Los que tenían más sentido práctico pensaron en cómo debían proteger los pies. Los soñadores pensaban en lo que harían cuando llegaran a Chile: que llamarían a Montevideo por teléfono para decirles a sus padres que estaban vivos y luego tomarían un tren con destino a Mendoza. Pensaban que cuando estuvieran de vuelta en Montevideo, encontrarían a un periodista que estuviera interesado en lo que habían pasado, y también planearon escribir un libro para el que Canessa ya había elegido el título de «Quizá mañana», porque siempre guardaban la esperanza de que algo bueno sucedería al día siguiente. Alrededor de las nueve, cuando la luna desaparecía en el horizonte, se callaban y se ponían a dormir. Carlitos empezaba el rosario, haciendo las mismas dedicatorias todas las noches: por su padre, su madre y la paz del mundo. Después, Inciarte o Fernández decían el segundo misterio, y Algorta, Zerbino, Harley o Delgado se repartían el resto. La mayoría creía en Dios y la necesidad que tenían de Él. También encontraban un gran consuelo rezándole a la Virgen, como si Ella entendiera mejor lo mucho que necesitaban regresar junto a sus familias. Algunas veces decían «la salve», pensando en sí mismos como «los desterrados hijos de Eva», y del valle en que estaban atrapados, como el «valle de lágrimas». Siempre temían que se produjera otro alud, sobre todo cuando había tormenta, y cierta noche en que el viento era particularmente violento, rezaron el rosario a la Virgen para que los protegiera, y, cuando terminaron, la tormenta cesó.

Fito continuaba mostrándose escéptico. Pensaba que el rosario era como una pastilla para dormir, algo que evitaba pensar en cosas deprimentes y que amodorraba con su monotonía. Los otros conocían su postura y una noche hicieron uso de ello. El terreno donde se encontraba el avión comenzó a temblar debido a la actividad interior del volcán Tinguiririca y de nuevo experimentaron el terror de que, debido a este movimiento, las grandes cantidades de nieve acumuladas por encima de ellos se removieran, originando una avalancha que los sepultaría para siempre. Pusieron el rosario en manos de Fito y le pidieron que rezara. Los que eran indiferentes tenían tanto miedo como los que creían. Se dedicó el rosario, a que se salvaran del volcán, y cuando terminaron, cesó el temblor.