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Hacia el final de la primera semana de diciembre, después de cincuenta y seis días en la montaña, aparecieron dos cóndores en el cielo, describiendo círculos sobre los diecisiete supervivientes. Estos dos enormes pájaros de rapiña, con los cuellos y las cabezas peladas, el collar de plumas blancas y una envergadura de tres metros era el primer signo de vida que veían en más de ocho semanas. Los supervivientes temieron de inmediato que descendieran y se llevaran la carroña. Les hubiera gustado dispararles con el revólver, pero tenían miedo que el ruido provocara otra avalancha.

A veces los cóndores desaparecían, pero volvían a aparecer a la mañana siguiente. Vigilaban los movimientos de los seres humanos, pero nunca se lanzaban sobre ellos, y después de algunos días se desvanecieron para siempre. De todas formas, aparecieron otros signos de vida. En cierta ocasión entró una abeja en el avión y volvió a salir inmediatamente después; luego llegaron una o dos moscas y finalmente una mariposa voló alrededor del avión.

Ahora hacía calor durante el día; la verdad era que a mediodía hacía tanto que se les quemó la piel y se les agrietaron los labios, que comenzaron a sangrar. Algunos trataron de levantar una tienda para protegerse del sol con las varas de metal de las hamacas y una pieza de tela que Liliana Methol había comprado en Mendoza para hacerle vestidos a su hija. También pensaron que sería una buena señal para los aviones que los sobrevolaran, porque esta posibilidad nunca abandonó sus mentes. Cuando Roy y los expedicionarios regresaron de la cola del avión, les dijeron a los trece que habían permanecido allí que habían Oído por la radio de transistores que la búsqueda se había iniciado de nuevo.

Los muchachos estaban decididos a que esto no tentara a los expedicionarios a abandonar su antiguo proyecto. No tenían puestas muchas esperanzas en el éxito de la radio, así que cuando Harley, Canessa y Vizintín regresaron, no se entregaron a la desesperación, al contrario, estaban deseosos de que los tres últimos salieran inmediatamente otra vez. Pero muy pronto se hizo evidente que mientras que la noticia de que el C-47 había iniciado la búsqueda no hizo mella en la voluntad de Parrado, causó ciertos reparos en Canessa pensando en que iba a arriesgar la vida en la ascensión de la montaña.

—Es absurdo que salgamos ahora —decía— con este aparato equipado especialmente que han fletado para encontrarnos. Debemos concederles por lo menos diez días y salir, quizás, al cabo de ellos. Es una locura arriesgar nuestras vidas si no es necesario.

Los demás se pusieron furiosos ante este retraso. No habían soportado a Canessa y sufrido su intolerable temperamento durante tanto tiempo para que ahora les dijera que no iba. Tampoco estaban muy seguros de que los encontrara el C-47, pues habían Oído que se había visto obligado a aterrizar en Buenos Aires y que le habían tenido que montar los motores en Los Cerrillos. También contaba la escasez de alimentos, pues aunque sabían que había más cuerpos enterrados en la nieve bajo ellos, o no los encontraban, o los que encontraban eran aquellos que habían acordado no comer.

Existía otro factor, además de éstos, y era su orgullo por lo que habían conseguido. Habían sobrevivido durante ocho semanas bajo las más extremas e inhumanas condiciones. Querían demostrar que también eran capaces de escapar por sus propios medios. Les gustaba imaginarse la expresión de la cara del primer pastor o campesino que encontraran cuando le dijeran que eran tres expedicionarios de los supervivientes uruguayos del Fairchild. Todos practicaban mentalmente el tono inocente que adoptarían cuando llamaran por teléfono a sus padres en Montevideo.

La impaciencia de Fito era más realista.

—¿No te das cuenta —le decía a Canessa— que no están buscando supervivientes? Están buscando cadáveres. Y el equipo especial que mencionan es un equipo fotográfico. Toman fotografías aéreas y regresan, luego las revelan y las estudian… Les llevará semanas encontrarnos y esto si vuelan justo por encima de nosotros.

Estas razones parecieron convencer a Canessa. A Parrado no necesitaban convencerlo y Vizintín siempre estaba de acuerdo con lo que decidieran los otros dos. Por lo tanto, se pusieron a preparar la expedición final. Los primos cortaron carne no sólo para cubrir sus necesidades diarias, sino para crear una reserva para el viaje. Los demás se dedicaron a coser los materiales aislantes a los sacos de dormir. Era difícil. Se les acabó el hilo y tuvieron que usar cables de los circuitos eléctricos.

A Parrado le hubiera gustado ayudarles en esta tarea, pero no era muy habilidoso. En vista de esto, se dedicó a sacar fotografías con la cámara que encontraron en la cola y a reunir toda la ropa que necesitaba para el viaje. Una mochila hecha de unos pantalones la llenó con la brújula del avión, la manta de su madre, cuatro pares de calcetines de repuesto, el pasaporte, cuatrocientos dólares, una botella de agua, una navaja y un lápiz de labios de mujer para sus labios agrietados.

Vizintín metió la máquina de afeitar en la mochila, no porque intentara afeitarse antes de llegar a la civilización, sino porque era un regalo de su padre y no quería abandonarla. También se llevó los mapas del avión, una botella de ron, otra de agua, calcetines y el revólver.

La mochila de Canessa estaba llena con las medicinas que calculó que podían necesitar en el viaje: esparadrapo, un tubo de dentífrico, pastillas contra la diarrea, pomadas, pastillas de cafeína, linimento y unos comprimidos grandes de aplicación desconocida. Llevaba además crema base para protegerse la piel, sus documentos —incluido el certificado de vacunación—, la navaja de Methol, una cuchara, un trozo de papel, un trozo de cable y un pelo de elefante como amuleto de la buena suerte.

El día 8 de diciembre era la fiesta de la Inmaculada Concepción. Para honrar a la Virgen y rogarle que intercediera por el éxito de la expedición final, los chicos decidieron rezar los quince misterios completos del rosario. Pero cuando acabaron el quinto sus voces se hicieron cada vez más débiles y uno tras otro se fueron quedando dormidos. Por este motivo, rezaron el resto al día siguiente, 9 de diciembre, que era también el día en que Parrado cumplía veintiún años. Era un día triste, porque ya habían planeado con todo cuidado la fiesta que para tal ocasión iba a tener efecto en Montevideo. Para celebrarlo en la montaña, la comunidad regaló a Parrado uno de los cigarros habanos que habían encontrado en la cola del avión. Parrado se lo fumó, pero le satisfizo más el calor que el aroma que despedía.

Para el 10 de diciembre, Canessa seguía insistiendo en que la expedición no estaba todavía bien preparada para partir. El saco de dormir no lo habían cosido a su entera satisfacción y aún no había reunido todo lo que podían necesitar. Pero, en vez de dedicar sus esfuerzos a estas tareas, Canessa se tumbaba para «reservar sus energías» o insistía en curar los bultos que le habían salido a Roy Harley en las piernas. También discutía con los chicos más jóvenes. Le dijo a François que Vizintín se había limpiado el trasero, cuando estaban en la cola, con el mejor polo Lacoste de Bobby, lo que hizo que éste se encolerizara. También discutía con su mejor amigo y gran admirador, Alvaro Mangino, pues aquella mañana, mientras defecaba en la cubierta de un asiento en el interior del avión (tenía diarrea por comer carne putrefacta) le dijo a Mangino que apartara la pierna. Mangino le contestó que había tenido calambres durante toda la noche y que no lo haría. Canessa le gritó. Mangino maldijo a Canessa. Canessa perdió el dominio de sí mismo y agarró a Mangino por el pelo. Cuando estaba a punto de pegarle, lo pensó y simplemente lo empujó contra la pared del avión.

—Has dejado de ser mi amigo —le dijo Mangino sollozando.

—Lo siento —repuso Canessa sentándose y volviendo a recobrar el dominio de sí mismo—. Es porque me siento muy enfermo.

Aquel día no le habló nadie. Los primos creían que estaba demorando la marcha deliberadamente y se habían enfadado con él. Aquella noche no le reservaron la plaza especial de expedicionario y tuvo que dormir junto a la entrada. El único que tenía alguna influencia sobre él era Parrado, y su determinación de salir de allí era tan grande como siempre. Por la mañana, mientras estaban acostados en el avión aguardando la hora de salir, dijo repentinamente:

—Si ese avión vuela por encima de nosotros, quizá no nos vea. Deberíamos hacer una cruz.

Y sin esperar a que ningún otro pusiera en práctica su idea, salió del avión y señaló una zona donde la nieve estaba limpia y mejor se podía hacer la cruz. Los otros lo siguieron y muy pronto todos los que podían caminar sin dolor, comenzaron a pisar el suelo dentro de las líneas marcadas para hacer una cruz gigante.

En el centro, donde se cruzaban los dos brazos, colocaron boca abajo el cubo de la basura que Vizintín recogió en la expedición de ensayo. También tendieron las chaquetas de vuelo de los pilotos, de color amarillo y verde brillantes. Pensando que el movimiento podía atraer la atención de los que volaban, organizaron un plan que consistía en correr en círculos tan pronto como divisaran un avión.

Aquella noche Fito Strauch se acercó a Parrado y le dijo que si Canessa no quería ir en la expedición, iría él.

—No —repuso Parrado—. No te preocupes. He hablado con Músculo e irá. Tiene que ir. Está mucho mejor entrenado que vos. Todo lo que tenemos que hacer ahora es terminar el saco de dormir.

A la mañana siguiente los Strauch se levantaron temprano decididos a terminar el saco. Habían Llegado a la determinación de que a partir de aquella misma tarde no habría ninguna excusa para retrasar de nuevo la salida. Pero algo iba a suceder ese día que dejaría sin valor todas sus precauciones.

Numa Turcatti se encontraba cada vez más débil. Su salud, junto con la de Roy Harley y Coche Inciarte eran la causa de las mayores preocupaciones de los dos «doctores», Canessa y Zerbino. Aunque a Turcatti, tan sano de espíritu, lo apreciaban en grado sumo todos los del avión, su mejor amigo antes del accidente había sido Pancho Delgado, y era Delgado precisamente quien se encargaba de cuidarlo. Le llevaba a diario su ración alimenticia y derretía nieve para que tuviera agua suficiente, trataba de convencerlo para que no fumara porque Canessa le había dicho que esto lo perjudicaba y le daba pequeñas dosis de pasta de dientes de un tubo que Canessa había tomado de la cola del avión.

A pesar de todos estos cuidados, Turcatti seguía empeorando, así que Delgado pensó que debería hacer algo más. Decidió conseguir más comida, cayó en el hábito de hurtar. Creía que si se lo hubiera pedido a los primos, éstos se habrían negado. Llegó cierto día en que Canessa se encontraba con diarrea y estaba sentado cerca de Numa en el interior del avión. Delgado salió a buscar la comida y regresó con tres platos. Canessa había decidido ayunar a causa de su diarrea, pero un día que hicieron un cocido y vio a Delgado con él le pidió que se lo dejara probar. Delgado se lo permitió con toda amabilidad y una vez que Canessa lo probó decidió que, a pesar de todo, tomaría una ración.

Canessa salió y le pidió a Eduardo, que estaba sirviendo, que le diera su parte. Eduardo le contestó:

—Pero si ya le he dado tu ración a Pancho.

—Bueno, pues no me la ha dado.

Eduardo perdía los estribos con facilidad y así sucedió esta vez. Comenzó a vituperar a Delgado y, mientras lo hacía, Pancho salió del avión.

—¿Estás hablando de mí?

—Sí. ¿Pensabas que no nos daríamos cuenta de que has escamoteado una ración?

Delgado se ruborizó y dijo:

—No sé cómo podes pensar esto de mí.

—Entonces, ¿por qué no le diste a Músculo su ración?

—¿Crees que me quedé yo con ella?

—Sí.

—Era para Numa. Vos no te habrás dado cuenta, pero está más débil cada día. Si no le damos de comer, se morirá.

Eduardo se quedó anonadado. Le preguntó:

—¿Por qué no nos lo pediste a nosotros?

—Porque creí que ustedes lo negarían.

Los primos nada dijeron, pero continuaron sospechando de Delgado. Sabían, sin ir más lejos, que los días que la carne estaba cruda costaba mucho trabajo convencer a Numa para que comiera una ración, así que sería muy difícil que hubiera comido dos. Tampoco les pasó inadvertido que los cigarrillos que Delgado evitaba que Numa fumara, se los fumaba él mismo.

Aun con una ración suplementaria, el estado de Numa no mejoró. A medida que aumentaba su debilidad, se desanimaba más, y cuanto más se desanimaba, menos se preocupaba de alimentarse, lo que a su vez lo debilitaba más aún. Le salió una irritación en la rabadilla debido a que permanecía mucho tiempo acostado y cuando le pidió a Zerbino que lo examinara, éste se dio cuenta de lo extremadamente delgado que se había quedado. Hasta entonces tenía la cara recubierta de barba y el cuerpo de ropas. Al quitarle la ropa para examinar la irritación, Zerbino advirtió que prácticamente no tenía carne entre la piel y los huesos. Numa era como un esqueleto y Zerbino les dijo después a los demás que sólo le daba unos días de vida.

Al igual que Inciarte y Sabella, Numa deliraba a ratos, pero la noche del 10 de diciembre durmió con tranquilidad. Por la mañana, Delgado salió a tomar el sol. Le habían dicho que Numa se iba a morir, pero su mente se negaba a aceptarlo. Poco después salió Canessa y le dijo que Turcatti se hallaba en estado de coma. Delgado regresó enseguida al interior del avión a ver a su amigo. Numa estaba allí tendido con los ojos abiertos, pero no parecía darse cuenta de la presencia de Delgado. Respiraba lenta y trabajosamente. Delgado se arrodilló a su lado y comenzó a rezar el rosario. Mientras rezaba, Numa dejó de respirar.

Al mediodía tenían los almohadones en el suelo del avión otra vez. Se habían acostumbrado, debido al calor, a dormir la siesta. Sentíanse deprimidos por permanecer inactivos, pero de todas formas era mejor que quemarse. Se sentaban a charlar o se quedaban adormecidos. Luego, sobre las tres de la tarde, salían de nuevo. Aquella tarde Javier Methol se hallaba instalado al fondo del avión.

—Tené cuidado —le dijo a Coche cuando éste se levantó y pasó sobre el cuerpo de Numa—. Tené cuidado, no pises a Numa.

—Numa está muerto —respondió Parrado.

Javier no se había enterado de lo sucedido, y ahora que se dio cuenta, se sintió anonadado. Lloró como cuando la muerte de Liliana, porque había llegado a apreciar al tímido y sencillo Numa Turcatti como si se tratara de su hermano o su hijo.

Con la muerte de Turcatti se consiguió lo que no se había logrado con discusiones y argumentos de todas clases. Canessa se convenció de que no podían esperar más tiempo. Roy Harley, Coche Inciarte y Moncho Sabella estaban muy débiles y deliraban de vez en cuando. Un día de retraso podía significar para ellos la vida o la muerte. Se acordó, por tanto, que la expedición final debería iniciarse al día siguiente, partiendo hacia el Oeste, donde se encontraba Chile.

Por la tarde, antes de entrar en el avión por última vez, Parrado llamó aparte a los tres primos Strauch y les dijo que si se quedaban escasos de carne, podían comerse los cuerpos de su madre y su hermana.

—Naturalmente, preferiría que no lo hicieran, pero si está en juego su supervivencia, deben hacerlo.

Los primos no dijeron nada, pero la expresión de sus caras denunciaban cuánto les había conmovido las palabras de Parrado.