8
Canessa iba al frente de la expedición, arrastrando a guisa de trineo la mitad de una maleta en la que llevaba cuatro calcetines de rugby llenos de carne, las botellas de agua y los cojines que utilizarían para atarse a los pies cuando el sol derritiera la helada superficie de la nieve. Detrás iba Vizintín, cargado como un mulo con todas las mantas y Parrado cerraba la marcha.
Avanzaban rápidamente hacia el Nordeste. Iban colina abajo y las botas de rugby se agarraban bien a la nieve helada. Mientras caminaban, Canessa se adelantó y, después de dos horas, Parrado y Vizintín lo oyeron gritar y luego vieron que les hacía señas. Estaba subido en lo alto de un montón de nieve y cuando llegaron a su lado, Canessa les dijo:
—Tengo una sorpresa para vosotros.
—¿Qué? —preguntó Parrado.
—La cola.
Parrado y Vizintín subieron a donde él estaba y vieron que a unos sesenta metros más abajo, se encontraba la cola del Fairchild. Había perdido los dos alerones, pero el cono estaba intacto. Lo que más les encantó fue la vista de las maletas que se encontraban esparcidas a su alrededor. Fueron hacia ellas, las abrieron y buscaron en el interior. Era como encontrar un tesoro. Había pantalones, jerseys, calcetines y el equipo de esquiar de Panchito Abal. En la maleta de Abal encontraron también una caja de bombones e inmediatamente comieron cuatro cada uno, pero después decidieron racionarlos.
Los tres se quitaron las ropas sucias y las cambiaron por las más gruesas que pudieron encontrar. Canessa y Parrado se quitaron los calcetines hechos de piel humana y los tiraron. Ahora tenían una buena provisión de calcetines de lana y tomaron tres pares cada uno. También se llevaron un pasamontañas que pertenecía al equipo de esquiar de Abal, y Parrado se hizo con las botas del mismo.
Después entraron en el interior de la cola y encontraron en la despensa un paquete de azúcar y tres empanadas de carne, de Mendoza, que se comieron inmediatamente. El azúcar lo guardaron para más adelante. Detrás de la despensa había un departamento de equipajes bastante grande, donde encontraron más maletas. Las abrieron, sacaron las ropas y las extendieron en el suelo. En una de ellas encontraron una botella de ron y, en otras, cartones de cigarrillos.
Buscaron las baterías del avión que el mecánico Roque les había dicho que se hallaban en la parte de la cola, y las descubrieron a través de una pequeña escotilla abierta en el exterior del aparato. También encontraron más cajas de Coca Cola y revistas cómicas con lo que encendieron fuego. Canessa empezó a asar parte de la carne que se habían llevado consigo, mientras que Vizintín y Parrado continuaban revolviendo por el interior. Encontraron emparedados envueltos en plástico y llenos de moho, pero los desenvolvieron y salvaron lo que todavía era comestible. Luego comieron la carne que habían cocinado y terminaron con una cucharada de azúcar mezclada con dentífrico con clorofila, disuelto todo en un poco de ron. Nunca en su vida habían probado un pastel que les hubiera gustado tanto.
El sol se ocultó tras las montañas y empezó a hacer frío. Vizintín y Parrado recogieron toda la ropa que había alrededor de la cola y la extendieron en el suelo del departamento de equipajes mientras que Canessa seguía los hilos que conducían a las baterías y los conectó a una bombilla que encontró en la despensa, pero se quemó. Probó otra y esta vez se encendió. Los tres entraron en el departamento, cerraron la entrada con maletas y ropas y se acostaron en el suelo. Como tenían luz, pudieron leer revistas antes de dormir. Comparado con las condiciones en que vivían en el avión, esto era deliciosamente cálido y cómodo. A las nueve, Canessa apagó la luz.
A la mañana siguiente nevaba un poco pero cargaron la maleta, se echaron a las espaldas las mochilas y partieron en dirección Nordeste. A su Izquierda se levantaba una montaña enorme y calculaban que tardarían, por lo menos, tres días en rodearla y llegar al valle por el que se dirigirían al Oeste.
Cesó de nevar, se despejó el cielo y sobre las once de la mañana empezó a hacer calor. El sol daba de lleno en sus espaldas y la nieve lo reflejaba en las caras. De vez en cuando se paraban para quitarse un jersey o unos pantalones, pero esto consumía bastante de sus escasas energías y era tan cansado llevar la ropa puesta como acarrearla con ellos.
Alrededor del mediodía llegaron a una roca de la cual manaba una pequeña cantidad de agua. Formaba casi una corriente y decidieron quedarse allí y protegerse del sol construyendo una tienda con las mantas y las varas de metal que llevaban. Comieron parte de la carne que tenían y Vizintín fue a beber agua, pero parecía salobre y los otros dos prefirieron derretir nieve.
Mientras permanecían tumbados a la sombra, miraban la montaña que tenían frente a ellos. Su tamaño impedía calcular la distancia que los separaba. Al cambiar la luz, parecía que se alejaba y la lejana sombra donde el valle debía torcer hacia el Oeste, parecía que se alejaba más aún. Cuanto más estudiaba Canessa esta situación, menos convencido quedaba de lo acertado de sus planes. Deducía de lo que veía que el valle continuaba hacia el Este; por tanto, cada paso que dieran en aquella dirección, los internaría más en el corazón de los Andes. Pero no comunicó nada de esto a los otros dos aquella tarde.
Estaban cansados y calentaba el sol, pero tan pronto como se ocultó por el Oeste, la temperatura descendió a bajo cero y comenzó a oscurecer, así que decidieron pasar la noche donde se encontraban. Cavaron un hoyo en la nieve para protegerse y, una vez dentro, se cubrieron con las mantas que llevaban.
Era una noche hermosa de cielo claro. Debido a la altitud, podían ver millones y millones de estrellas, Todo estaba en calma. No soplaba ni una tenue brisa. Su situación hubiera sido de envidiar, pero a medida que avanzaba la noche la temperatura descendía cada vez más y los tres comenzaron a helarse. Ropas y mantas no eran suficientes para resguardarlos del frío. En su desesperación se colocaron unos encima de otros, Vizintín abajo, Parrado en el medio y Canessa encima. De esta forma se daban calor unos a otros, pero no podían dormir.
Canessa y Parrado todavía estaban despiertos cuando salió el sol a la mañana siguiente.
—Es inútil —dijo Canessa—. No aguantaremos otra noche como ésta.
Parrado se levantó y miró hacia el Nordeste.
—Tenemos que continuar —replicó—. Tienen sus esperanzas puestas en nosotros.
—No les serviremos de nada si nos morimos.
—Yo continúo.
—Mira —dijo Canessa señalando la montaña—, no hay paso. El valle no va hacia el Este. Nos estamos internando cada vez más en los Andes.
—Nunca se sabe. Si seguimos…
—No seas tonto.
Parrado volvió a dirigir la mirada hacia el Nordeste, sin ver nada que le diera ánimos.
—Entonces, ¿qué te parece que hagamos? —preguntó.
—Volver donde está la cola —repuso Canessa—. Nos llevaremos las baterías del avión. Roque dijo que con ellas podíamos hacer funcionar la radio.
Parrado tenía dudas. Se volvió hacia Vizintín, que ya había despertado, y le preguntó:
—¿Vos que opinas, Tintín?
—No sé, yo haré lo que ustedes decidan.
—Pero ¿qué crees que debemos hacer? ¿Continuamos?
—Quizás.
—O intentamos hacer funcionar la radio.
—Sí. Tal vez es lo que deberíamos hacer.
—¿Cuál de las dos cosas?
—Me da igual.
Parrado se puso furioso con Vizintín porque no tomaba una decisión y trató de ponerlo de su lado o del de Canessa. Pero, por último, Vizintín se unió a Canessa cuando éste dijo:
—Si casi nos morimos de frío en una noche clara, pensá lo que nos pasaría con una tormenta. Equivale a suicidarse.
Regresaron en dirección a la cola, y a pesar de que la ascensión era mucho más difícil que la bajada, llegaron poco después del mediodía y cayeron exhaustos en el suelo del departamento de equipajes que aún estaba cubierto por las ropas que habían dejado allí. Era como una lujosa habitación para ellos, protegiéndose del sol durante el día y del frío por las noches, y resistieron la tentación de quedarse allí un par de días. Las reservas de carne se estaban acabando, de manera que emprendieron el camino hacia el Fairchild. Canessa y Vizintín pasaron al departamento donde estaban las baterías, las desconectaron y se las fueron pasando a Parrado, Vizintín notó que las grandes tuberías que formaban parte del sistema de calefacción del avión, estaban forradas con material aislante de una anchura aproximada de sesenta centímetros y más de un centímetro de espesor; eran de plástico y fibra artificial. Cortó algunas tiras pensando que sería un buen forro para su chaqueta.
Cargaron las baterías en la mitad de la maleta que les servía de trineo y trataron de arrastrarlo, pero las baterías eran demasiado pesadas y no pudieron moverlo. Como en algunos lugares tenían que subir pendientes con una inclinación que se aproximaba a los cuarenta y cinco grados, se dieron cuenta inmediatamente de que transportar las baterías hasta el avión, sería imposible. De todas formas no se desanimaron, pues, como dijo Canessa, sería fácil desconectar la radio de la cabina de los pilotos y llevarla hasta la cola.
En vez de las baterías, Canessa y Vizintín cargaron el trineo y las mochilas con ropa de abrigo para los otros chicos y treinta cartones de cigarrillos, mientras que Parrado volvió a la despensa y escribió con laca para las uñas: «Id hacia arriba. Todavía quedan dieciocho personas vivas». Escribió el mismo mensaje en otras dos partes del avión, con la letra clara que usaba para rotular las cajas de tornillos y tuercas del negocio de su padre. Canessa regresó a la despensa para llevarse la caja de medicinas que habían encontrado allí. Contenía diversos medicamentos, incluida cortisona, que serviría para calmar el asma que padecían Sabella y Zerbino.
Cuando salieron los dos, vieron que Vizintín había pisado la maleta y la había roto. Esto puso a Parrado fuera de sí. Maldijo a Vizintín por ser tan descuidado, pero Canessa se las arregló para repararla y por fin iniciaron la ascensión con los almohadones atados a los pies, pisando la nieve blanda en dirección al avión.