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Se levantaron en la mañana del domingo día 22 de octubre para hacer frente a su décimo día en la montaña. Los primeros que salieron del avión fueron Marcelo y Roy Harley. Roy había encontrado una radio de transistores entre dos asientos del avión y, con sus pequeños conocimientos de electrónica, que había adquirido mientras ayudaba a un amigo a montar un sistema de alta fidelidad, fue capaz de repararla. Era muy difícil recibir señales en aquella hendidura entre tan altas montañas, así que Roy construyó una antena con pedazos de cable del circuito eléctrico del avión. Mientras trataba de sintonizar alguna estación, Marcelo sostenía la antena y la movía de un lado a otro. Oyeron a intervalos emisiones procedentes de Chile, pero ninguna noticia sobre su rescate. Todo lo que oían eran las voces estridentes de los políticos de Chile implicados en la huelga de la clase media contra el gobierno socialista del presidente Allende.
Otros chicos fueron saliendo a la nieve. La falta de alimentos estaba haciendo estragos. Cada vez se encontraban más débiles y apáticos. Cuando se levantaban sentían mareos y les era difícil mantenerse en pie. Tenían frío aun cuando el sol estuviese alto y calentase, y su piel empezaba a arrugarse como la de los ancianos.
Se estaban agotando los pocos alimentos de que disponían. La ración diaria de un trocito de chocolate, un trago de vino y una cucharadita de mermelada, o marisco en conserva —que comían lentamente para hacerlo durar más— se había convertido más en una tortura que en un sustento para aquellos muchachos de constitución atlética y saludable; así y todo, los más fuertes lo repartían con los más débiles, y los más saludables con los enfermos. Todos tenían conciencia de que no podrían sobrevivir durante mucho tiempo. No tanto porque se sintieran consumidos por un hambre voraz, sino porque estaban cada día más débiles y no eran necesarios muchos conocimientos de medicina o nutrición para predecir cómo terminarían.
Trataron de buscar otras fuentes de alimentación. Parecía imposible que no creciera nada en los Andes, ya que la más insignificante de las plantas vivas tenía valor nutritivo. En las inmediaciones del avión, sólo había nieve. El terreno descubierto más cercano se encontraba a unos treinta metros. Este terreno que estaba expuesto al sol y al aire, consistía en una roca montañosa y desnuda donde encontraron una especie de líquenes resecos. Arrancaron una porción de ellos y los mezclaron con nieve formando una pasta, pero resultaron amargos y nauseabundos y como alimento no valían nada. Excepto estos líquenes no encontraron ninguna otra cosa. Hubo algunos que pensaron en los almohadones, pero ni siquiera estaban rellenos de paja. Ni el nailon ni la espuma eran comestibles.
Hacía ya algunos días que algunos habían considerado que si querían sobrevivir tendrían que comer los cuerpos de los que habían fallecido en el accidente. Era una perspectiva horripilante. Los cadáveres se hallaban en la nieve, alrededor del avión, y el intenso frío los había conservado en la postura en que murieron. Mientras que el pensamiento de cortar la carne de aquellos que habían sido sus amigos era profundamente repugnante para todos, una lúcida apreciación de su situación les condujo a considerarlo.
Las discusiones sobre el asunto se iban extendiendo a medida que, con gran precaución, lo iban exponiendo a sus amigos o a aquellos que suponían que estarían de su parte. Por último, Canessa lo expuso sin ambages. Se apoyaba firmemente en el argumento de que no los iban a rescatar; que tendrían que salir de allí valiéndose de sí mismos pero que nada se podía hacer sin alimentos y que el único alimento de que disponían era carne humana. Usó de sus conocimientos de medicina para describir, con su voz aguda y penetrante, cómo sus cuerpos estaban consumiendo las pocas reservas que contenían.
—Cada vez que nos movemos, consumimos parte de nuestro cuerpo. Muy pronto estaremos tan débiles que no tendremos la fuerza suficiente ni para cortar la carne que está ahí delante de nuestros ojos —les dijo.
Canessa no hablaba por conveniencia. Insistió en que tenían la obligación moral de permanecer vivos a toda costa y valiéndose de los recursos de que disponían, y como era sincero en sus creencias religiosas, trató de poner más énfasis en lo que dijo a continuación, dedicado a los supervivientes más piadosos.
—Es carne y nada más que carne —añadió—. Las almas han abandonado los cuerpos y están con Dios en los Cielos. Todo lo que queda no es más que el cuerpo que contenía el alma y, por tanto, ya no es un ser humano; es como la carne de las reses que comemos en casa. Hubo otros que participaron en la conversación. Fito Strauch les dijo:
—¿No han notado la cantidad de energías que se necesitan para escalar unos metros de montaña? Piensen ahora las que necesitamos para llegar a la cumbre y luego bajar por el otro lado. Jamás se podrá lograr con un sorbo de vino y un pedacito de chocolate.
La verdad de lo que acababa de decir era indudable.
Se convocó una reunión en el interior del Fairchild y por primera vez todos los supervivientes discutieron el problema al que se enfrentaban: si para sobrevivir, debían o no comer los cuerpos de los muertos. Canessa, Zerbino, Fernández y Fito Strauch repitieron los mismos argumentos que habían usado anteriormente. Si no lo hacían, morirían. Tenían la obligación moral de vivir, tanto por ellos como por sus familiares. Dios deseaba que vivieran y con los cuerpos de sus amigos les había proporcionado los medios para lograrlo. Si Dios no lo hubiese deseado, habrían muerto todos en el accidente; sería una equivocación renunciar al don de la vida tan sólo porque sintiesen ciertos escrúpulos.
—Pero ¿qué hemos hecho para que Dios nos pida que comamos los cuerpos de nuestros amigos muertos? —preguntó Marcelo.
Hubo un momento de vacilación. Entonces Zerbino se volvió hacia su capitán y le preguntó a su vez:
—Y, ¿qué crees que hubieran pensado ellos?
Marcelo no contestó y Zerbino continuó diciendo:
—Sé perfectamente que si mi cuerpo muerto pudiera contribuir a mantenerlos vivos a ustedes, quisiera que lo usaran sin vacilar. Es más, si muriese y ustedes no me comiesen, regresaría desde donde quiera que me encontrase y les daría una patada en el culo a cada uno.
Este razonamiento disipó muchas dudas, porque aunque muchos sentían repugnancia al pensar en comer carne procedente de los cuerpos de sus amigos, todos estuvieron de acuerdo con Zerbino. Allí mismo pactaron que si alguno de ellos moría, su cuerpo sería empleado como alimento.
Marcelo no estaba decidido aún. El y su menguado grupo de optimistas, seguían aferrados a las esperanzas de un pronto rescate, pero cada vez eran menos los que compartían su fe. La verdad es que algunos de los más jóvenes se llegaron a quejar a los pesimistas —o realistas, como ellos se autodenominaban— sobre los puntos de vista de Marcelo y Pancho Delgado. Se sentían decepcionados. El rescate que tantas veces les habían prometido que estaba en camino, no llegaba.
Pero no faltaba quien apoyase a Marcelo y Pancho. Coche Inciarte y Numa Turcatti, ambos fuertes y resistentes pero de gran nobleza, comunicaron a sus compañeros que aunque no creían equivocado aquello, nunca podrían hacerlo. Liliana Methol se puso de su parte. Permanecía tan tranquila como de costumbre pero, al igual que los otros, luchaba con las emociones que el tema había suscitado. Su instinto de supervivencia era fuerte, y grandes los deseos de volver a ver a sus hijos, pero el pensamiento de comer carne humana le horrorizaba. No pensaba que fuese una equivocación y no se oponía: distinguía perfectamente entre el pecado y la repugnancia física, y un tabú impuesto por la sociedad no era una ley de Dios. Liliana les dijo:
—Mientras exista una pequeña esperanza de que nos rescaten, mientras todavía quede algo de comer, aunque sólo sea una partícula de chocolate, no podré hacerlo.
Javier Methol estaba de acuerdo con su esposa, pero no trató de detener a los demás para que hicieran lo que ellos creían que debería hacerse. A ninguno se le ocurrió argumentar que quizá Dios deseaba que eligieran morir. Todos creían que la virtud estaba en la supervivencia y que comer los cuerpos de sus amigos muertos no pondría en peligro sus almas, pero una cosa es decidir y otra actuar.
La discusión continuó durante gran parte del día y a media tarde sabían que tenían que actuar en aquel instante o nunca, pero continuaron sentados en el interior del avión guardando un completo silencio. Por fin un grupo de cuatro —Canessa, Maspons, Zerbino y Fito Strauch— se levantaron y salieron al exterior. Algunos más los siguieron. Ninguno deseaba saber quién iba a cortar la carne o de qué cuerpo iban a cortarla.
La mayor parte de los cuerpos estaban cubiertos por la nieve, pero unos metros más allá del avión, se veía la espalda de uno. Sin decir una palabra, Canessa se arrodilló, descubrió la piel y cortó la carne con un pedazo de cristal roto. Estaba congelada y era muy difícil de cortar, pero insistió hasta que separó veinte tiras del tamaño de una cerilla cada una. Entonces se levantó, regresó al avión y las colocó en el techo del mismo. En el interior del avión reinaba el más absoluto silencio. Los chicos estaban acurrucados en el Fairchild. Canessa les dijo que la carne estaba en el techo secándose al sol y que el que quisiera podía salir y comerla. Nadie se movió y Canessa tuvo que tomar de nuevo la iniciativa. Rezó a Dios para que le ayudara a llevar a cabo lo que él sabía que era lo correcto y tomó una pieza de carne con la mano. Vaciló. Aunque estaba completamente decidido, lo paralizó el horror del instante. La mano ni subía hacia la boca ni caía hacia abajo, ya que la repugnancia que sentía luchaba contra su inquebrantable voluntad. La voluntad venció. La mano se izó y metió el pedazo de carne en la boca. Lo tragó.
Se sintió triunfante. Su conciencia había vencido un tabú primitivo e irracional. Sobreviviría.
Aquella tarde, poco rato después, un grupo de chicos salieron del avión y siguieron su ejemplo. Zerbino tomó una tira y la tragó de la misma forma que había hecho Canessa, pero se le quedó detenida en la garganta. Se metió un puñado de nieve en la boca y se las arregló para tragarlo todo junto. Fito Strauch siguió su ejemplo y después Maspons, Vizintín y otros.
Mientras tanto, aquella noche, Gustavo Nicolich, el muchacho alto y de cabellos rizados, que sólo tenía veinte años y que tanto se había esforzado para conservar la moral de sus jóvenes amigos, escribió a su novia en Montevideo.
Queridísima Rosina:
Te estoy escribiendo en el interior del avión (nuestro petit hotel de momento). Se está poniendo el sol y comienza a hacer frío y a levantarse viento como casi siempre sucede a esta hora de la tarde. Hoy ha hecho un tiempo espléndido, el sol brillaba y hacía calor. Me recordaba los días que pasábamos juntos en la playa; la gran diferencia consiste en que, estando allí, nos íbamos después a comer a tu casa, mientras que aquí tengo que quedarme fuera del avión sin nada que llevarme a la boca.
Lo más importante de hoy es que ha sido un día muy deprimente y gran parte de los otros se han desanimado (hoy es el décimo día que nos encontramos aquí), pero por fortuna este sentimiento no me ha afectado a mí, porque me da una fuerza increíble sólo pensar que voy a volver a verte. Otra de las cosas que ha desanimado mucho es que muy pronto nos quedaremos sin comida: solamente nos quedan dos latas pequeñas de mariscos, una botella de vino blanco y otra pequeña de licor de cerezas que para veintiséis hombres (bueno, hay algunos chicos que quieren ser hombres) no es nada.
Hay algo que te va a parecer increíble (yo todavía no consigo creerlo) y es que hoy han comenzado a cortar carne de los muertos para comérsela. No hay otro remedio. Yo había rezado a Dios desde lo más profundo de mi ser para que este día no llegara nunca, pero ha llegado y tenemos que aceptarlo con valor y fe. Fe, porque he llegado a la conclusión de que si los cuerpos están ahí es porque Dios los ha puesto ahí y lo único que importa es el alma, no debo sentir remordimientos; y si llega el día en que yo pueda salvar a alguien con mi cuerpo, lo haría con mucha alegría.
No sé cómo se encontrarán mamá, papá, los chicos y vos; me pone muy triste pensar que estarán sufriendo y constantemente rezo a Dios para que les consuele y les dé fuerzas porque es la única manera de salir de esta situación. Creo que muy pronto llegará un final feliz para todos nosotros.
Te va a dar un síncope cuando me veas. Estoy sucio, con barba, un poco más delgado, y con una herida en la cabeza, otra en el pecho que ya ha cicatrizado, y otra pequeña que me he hecho hoy cuando trabajaba en el interior del avión. También tengo pequeños cortes en las piernas y en los hombros; pero, a pesar de todo, estoy muy bien.