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La historia de la supervivencia de los jóvenes uruguayos después de diez semanas en los Andes, había sido lo suficientemente sensacional como para interesar a todos los periódicos y emisoras de radio y televisión del mundo entero, pero cuando se extendió la noticia de que habían logrado sobrevivir comiendo los cuerpos de los muertos, esos mismos medios de información se enfurecieron. La historia se radió e imprimió en todas las naciones del mundo, con una sola excepción: Uruguay.

Naturalmente habían publicado reportajes del descubrimiento y rescate de los supervivientes, pero cuando los rumores de canibalismo llegaron a las redacciones de los periódicos, primero los acogieron con escepticismo y luego con reserva. En aquel tiempo no había censura de prensa (excepto la prohibición de mencionar a los tupamaros); la decisión de los periodistas uruguayos de esperar a que sus compatriotas regresaran a Montevideo y dar su versión de los hechos, sólo se puede explicar como el producto de una espontánea y patriótica reserva.

No quiere esto decir que no hubiera periodistas deseosos de averiguar la verdad, pero como casi todos los supervivientes todavía estaban en Santiago, no era cosa fácil de conseguir. De todas formas, Daniel Fernández ya se encontraba en Montevideo. Lo habían recibido sus padres en el aeropuerto de Montevideo, desde donde lo condujeron a su piso y no permitieron que nadie lo visitara. Pero al día siguiente toda la manzana estaba sitiada por amigos y periodistas deseosos de verlo. Era el día de Navidad y los Fernández no podían mantener la puerta cerrada para siempre, así que la abrieron para admitir a un amigo, pero una vez abierta, no pudieron volver a cerrarla. Una multitud de periodistas y conocidos penetraron en el apartamento y Daniel permitió que lo entrevistaran.

Se sentó frente a los periodistas y, de repente, uno de ellos le dio un trozo de papel y le pidió que lo leyera. Daniel lo desdobló y vio que era un mensaje transmitido por télex con la noticia de que él y los otros quince supervivientes habían comido carne humana.

—No tengo nada que decir sobre esto —dijo.

—¿Puede confirmarlo o negarlo? —preguntó el periodista.

—No tengo nada que decir hasta que mis amigos estén de vuelta en Uruguay —contestó Daniel.

Mientras se cruzaba este diálogo, Juan Manuel Fernández leyó el télex.

—El hombre que escribió esto es un hijo de perra y el que lo trajo aquí es un hijo de perra más grande todavía —dijo iracundo.

Estaba a punto de echar violentamente de la casa al periodista, pero un amigo de Daniel lo contuvo y el periodista salió sin dificultad.

Cuando se hubo marchado, Fernández llevó aparte a su hijo diciéndole:

—Mira, ahora tienes que decir que eso no es verdad.

—Es verdad —repuso Daniel.

El padre miró a su hijo con una expresión de disgusto en el rostro, pero más tarde, cuando se dio cuenta que era algo que su hijo había hecho empujado por la necesidad, se acostumbró a la idea y se sorprendió de que esto no se le hubiera ocurrido antes.