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En la mañana del noveno día sacaron el cuerpo de Susana Parrado y lo dejaron en la nieve. Cuando los supervivientes salían del avión, nada se oía, excepto el viento; nada se veía, excepto la misma arena de la roca y la misma nieve de siempre.
A medida que cambiaba la luz, las montañas tomaban diferentes aspectos y apariencias. Por la mañana temprano parecían brillantes y distantes. Después, cuando avanzaba el día, las sombras se alargaban y las piedras grises, rojizas y verdes se antojaban bestias al acecho o malhumorados dioses amenazando a los intrusos.
Sacaban los asientos del avión y los colocaban en la nieve como si fueran sillas de tijera y largo respaldo en la veranda de una terraza. Allí se sentaban los primeros que salían del aparato para derretir nieve, mientras oteaban el horizonte. Cada cual podía ver en las caras de sus compañeros el rápido progreso del desgaste físico. Los movimientos de los que trabajaban en el interior o alrededor del avión, se tornaban lentos y pesados. Al menor esfuerzo, se quedaban agotados. Muchos de ellos permanecían sentados donde habían dormido la noche anterior, débiles y deprimidos hasta tal extremo que ni siquiera eran capaces de salir al exterior en busca de aire fresco. Surgió otro problema: cada vez se hacían más irritables.
Marcelo Pérez, Daniel Fernández y los miembros más viejos del grupo temían que algunos de los chicos estuviesen ya al borde de la histeria. La espera los deprimía. Habían comenzado a disputar entre ellos.
Marcelo hacía lo que podía para dar ejemplo. Se mostraba optimista y alegre. Hablaba con confianza sobre el rescate y trataba de que su grupo cantara canciones. Intentaron cantar Clementine, pero el resultado fue desastroso. Nadie tenía ganas de cantar. Llegó a hacerse patente que su capitán no tenía tanta confianza como pretendía demostrar; por las noches quedaba abrumado por la melancolía. Pensaba constantemente en cuánto debía de estar sufriendo su madre, en su hermano que estaba pasando la luna de miel en Brasil y en el resto de su familia. Trataba de ocultar los sollozos, pero cuando se quedaba dormido, se levantaba a veces gritando. Su amigo Eduardo Strauch procuraba consolarlo, pero Marcelo, como capitán del equipo y jefe de la expedición a Chile, se sentía responsable por lo que había sucedido.
—No seas tonto —le decía Eduardo—. No puedes mirar las cosas desde ese punto de vista. Yo convencí a Gastón y a Daniel Shaw para que vinieran y ahora los dos están muertos. Incluso llamé a Daniel para que no lo olvidara, pero no me siento responsable de sus muertes.
—Si alguno es responsable, ese es Dios. ¿Por qué ha permitido que muriera Gastón? —Fito Strauch se estaba refiriendo al hecho de que Gastón Costemalle, que había desaparecido por la cola del avión, no había sido el primero de su familia en morir; su madre ya había perdido a su esposo y a otro hijo—. ¿Por qué permite Dios que suframos de esta manera? ¿Qué hemos hecho para que sea así? —añadió Fito.
—No es tan sencillo como parece —contestó Daniel Fernández, el tercero de los primos Strauch.
Entre los veintisiete, había dos o tres que, con su coraje y ejemplo, se habían convertido en los pilares de sustentación de su moral. Echavarren, que padecía agudos dolores a causa de su pierna aplastada, gritaba e insultaba a cualquiera que lo pisara, pero a continuación pedía disculpas de la manera más cortés o, a veces, con un chiste. Enrique Platero se mostraba enérgico y valiente a pesar de su herida en el estómago. Y Coco Nicolich obligaba a su «clan» a levantarse por la mañana, limpiar el interior y después jugaban a los acertijos o charadas. Por la noche los convencía para que rezaran el rosario con Carlitos Páez.
Liliana Methol, la única mujer entre ellos, era una fuente insustituible de consuelo. Aunque a sus treinta y cinco años era más joven que cualquiera de sus madres, llegó a ser para todos ellos una imagen de devoción filial. Gustavo Zerbino, que sólo tenía diecinueve años, la llamaba madrina, y ella respondía a este afecto con palabras cariñosas y elevado optimismo. También se daba cuenta de que la moral de los chicos estaba a punto de derrumbarse y pensaba constantemente en numerosas formas de distraerlos para que no estuvieran con la idea fija de su desgracia. En la noche de aquel noveno día, los reunió a todos a su alrededor y les pidió que cada uno contara una anécdota de su vida. Parecía que a ninguno iba a ocurrírsele nada, pero entonces, Pancho Delgado se dispuso a relatar tres historias sobre su futuro suegro.
Cuando conoció a su novia ella sólo tenía quince años, y él tres o cuatro más. No estaba muy seguro de que los padres de ella lo aceptaran y estaba muy nervioso pensando en la impresión que les causaría. Al poco tiempo de conocerlos tiró, por accidente, al padre de su novia a la piscina, hiriéndolo en una pierna; poco después se le disparó un arma en el interior del coche de la familia de ella, un BMW 2002 completamente nuevo, y dejó en el techo un agujero enorme, con piezas de la chapa curvadas hacia el exterior como si fueran pétalos de una flor; más tarde, estuvo a punto de electrocutar al padre de su novia intentando ayudarlo a montar la instalación eléctrica en el jardín con motivo de una fiesta que daban en su casa de Carrasco.
Estas anécdotas reconfortaron a los muchachos que permanecían sentados en la semioscuridad del interior del avión esperando estar lo suficientemente cansados para quedarse dormidos y, por esta causa, se sintieron agradecidos. Pero cuando llegó el turno de contar otras anécdotas, todos callaron, y mientras oscurecía, cada uno volvió a dedicarse a sus propios pensamientos.