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Había muy poco espacio para permanecer de pie, y menos para estar tumbado. La parte rota posterior estaba abollada, por lo que sólo había siete ventanillas en el lado izquierdo y cuatro en el derecho. La distancia desde la cabina de los pilotos hasta la parte posterior rota era de unos seis metros y medio, y casi la mayor parte de este espacio todavía estaba ocupado por los asientos retorcidos y enredados entre sí. La única parte del suelo que habían podido limpiar antes del anochecer, estaba junto a la entrada, y allí colocaron a los heridos de más gravedad, incluidos Susana Parrado, su hermano Nando y Panchito Abal. Allí podían estar acostados casi horizontalmente, pero tenían muy poca protección contra la nieve y el viento frío del exterior. Marcelo Pérez, con la ayuda de un fornido delantero llamado Roy Harley, habían hecho todo lo posible para construir una barrera con todo lo que tenían a mano, principalmente los asientos y las maletas, pero el viento era muy fuerte y la derribaba constantemente.

Pérez, Harley y un grupo de chicos que estaban ilesos, permanecían apretujados junto a los heridos cerca de la entrada, bebiendo el vino que los pilotos habían comprado en Mendoza y haciendo todo lo posible para conservar aquella barrera. El resto de los supervivientes dormía donde buenamente podía, entre los asientos y los cuerpos de los demás. Todos los que pudieron, incluida Liliana Methol, pasaron al reducido espacio del departamento de equipajes que estaba entre el de los pasajeros y la cabina de los pilotos. Era muy incómodo, pero el menos frío que se podía encontrar. También allí bebieron de las grandes botellas de vino de Mendoza. Algunos de los chicos todavía llevaban camisas de manga corta, y bebían trago tras trago para calentar algo el cuerpo. También se daban palmadas y masajes unos a otros. Ésta parecía la única forma de conservar el calor, hasta que Canessa tuvo la primera de sus ingeniosas ideas. Examinando los almohadones y asientos que había a su alrededor, descubrió que la tapicería, que era de nailon de color turquesa, estaba solamente sujeta a los asientos por una especie de cremallera; por lo tanto era fácil quitar las fundas, que servían de pequeñas mantas. Era una protección muy débil contra las temperaturas bajo cero, pero mejor que no tener nada.

Peor que el frío de aquella noche era el ambiente de pánico e histeria que reinaba en el maltrecho avión. Todos creían que sus heridas eran más graves y se quejaban en voz alta a los demás. Uno que tenía una pierna rota, gritaba a todos los que se acercaban, pero cuando quería salir al exterior a buscar un poco de nieve para calmar la sed, pasaba por encima de los cuerpos de los compañeros, sin pensar un solo momento en sus heridas. Marcelo Pérez hizo todo lo posible para calmarlo. Lo mismo intentó con Roy Harley, que se ponía histérico cada vez que se caía parte de la barrera que habían levantado.

Continuamente se oían en la oscuridad los quejidos, gritos y las voces de los heridos que deliraban. En el departamento de los equipajes, todavía podían oír los gritos de Lagurara:

—Hemos pasado Curicó —decía y también suplicaba que le dieran su revólver o pedía agua.

En la otra parte las quejas más dolorosas eran las de la señora Mariani, que aún seguía atrapada bajo los asientos. Trataron de librarla de nuevo, pero fue inútil. Mientras lo intentaban, sus lamentos aumentaron en intensidad, y dijo que si la movían se moriría. Cesaron en su empeño. Rafael Echavarren y Moncho Sabella, la cogieron de la mano en un intento de consolarla, y tuvieron éxito durante un rato, pero después siguió quejándose.

—Por Dios, cállese —le gritaban de la parte posterior del avión—. No está más, grave que cualquiera de nosotros.

Al oír esto, redoblaba los gritos.

—¡Cállese! —le gritó Carlitos Páez—, o iré y le partiré la cara.

Ella volvió a gritar más fuerte y con mayor intensidad; luego se abatió, pero todo empezó de nuevo cuando uno de los chicos, que todavía no se había recuperado, la pisó al tratar de alcanzar la puerta.

—Que no se acerque —gritó—, que no se acerque. Quiere matarme, ¡quiere matarme!

El «asesino», Eduardo Strauch, fue detenido por su primo, pero poco después se levantó de nuevo tratando de encontrar un lugar más caliente y confortable donde dormir. Esta vez pisó al único superviviente de los miembros de la tripulación (además de Lagurara), el mecánico Carlos Roque. También él tomó a Eduardo Strauch por un asesino, y con el puntillo de un militar eficiente, le pidió que se identificara.

—Enséñeme la documentación —le gritó—, identifíquese.

Cuando Eduardo, sin hacerle caso, pasó por encima de él en su camino hacia la puerta, el mecánico se puso histérico.

—¡Socorro! —gritaba—. Está loco. Quiere matarme.

Una vez más, Eduardo fue detenido por su primo.

En otro lugar del avión, alguien se puso de pie, Pancho Delgado, y se encaminó hacia la puerta.

—Voy a la tienda a buscar «Coca Cola» —dijo a sus amigos.

—Entonces traeme agua mineral —le contestó Carlitos Páez.

A pesar de la falta de comodidad, algunos chicos consiguieron dormir, pero la noche se hizo muy larga.

Los gritos de dolor se reanudaban cuando alguien pisaba los miembros heridos de algún compañero, al tratar de salir a buscar nieve, o cuando alguno se despertaba sin saber dónde se hallaba e intentaba abandonar el avión. También se oían los gritos de quienes se compadecían a sí mismos y hubo alguna discusión entre los miembros del Old Christians y alumnos del colegio jesuita del Sagrado Corazón.

Despiertos, se arrimaban unos a otros para protegerse del viento frío que entraba por los agujeros que se habían abierto en el fuselaje. Los que se hallaban a la entrada eran los que más sufrían, pues sus extremidades se enfriaban casi hasta congelarse y llegaba hasta ellos la nieve del exterior. Los que no estaban heridos se golpeaban unos a otros para entrar en calor y se frotaban pies y manos para mantener la circulación de la sangre. La situación de los Parrado y la de Panchito Abal era la más desesperada. No había manera de que entrasen en calor, y aunque sus heridas eran terribles, sólo Nando permanecía inconsciente, ignorante de su agonía. Abal suplicaba ayuda que nadie podía dar.

—Socorro, ayúdenme. Hace tanto frío…

Y Susana llamaba constantemente a su madre muerta:

—Mamá, mamá, vámonos de aquí, vámonos a casa.

Después su mente se trastornó y empezó a cantar una canción de cuna.

Durante la noche, el tercer estudiante de medicina, Diego Storm, se dio cuenta de que, aunque Parrado estaba inconsciente, sus heridas parecían más superficiales que las de los otros. Tiró del cuerpo de Parrado hacia ellos y entre todos se las arreglaron para conservarlo caliente. Carecía de sentido hacer esto con los otros dos.

La noche se hacía interminable. En cierta ocasión Zerbino creyó ver la luz del alba a través de la barrera que habían levantado y miró el reloj. Eran solamente las nueve de la noche. Algo más tarde, los que se encontraban en la parte interior del avión, oyeron una voz en la parte de la entrada que decía algo en un idioma extranjero. Por un momento creyeron que se trataba de un equipo de rescate, pero luego se dieron cuenta de que era Susana, que estaba rezando en inglés.