68

Cuando Sonsoles despertó, estaba en su cama. No sabía cómo había llegado hasta allí. Se encontraba aturdida con la mirada fija de su marido sobre ella…

—¡Vaya susto que me has dado! —exclamó.

—¿Qué me ha pasado?

—Eso quisiera saber yo. Te vi bailar con todo el mundo hasta que te perdí el rastro. A las doce hubo una explosión de júbilo cuando entramos en el nuevo año y te busqué por todas partes. Al poco rato, encontré una multitud rodeando a una persona caída en el suelo y cuál fue mi sorpresa al ver que eras tú… ¡Menudo susto!

—Siento mucho lo ocurrido. No sé qué pudo sucederme… La verdad.

Sabía perfectamente lo que le había ocurrido. Sentía una pena enorme. Parecía que su pecho se había roto en dos pedazos. Allí estaba en la cama, embarazada de un hombre que no volvería a ver. Y, sin embargo, su marido se mostraba preocupado por su estado de salud. Su amor incondicional la abrumaba. Siempre a su lado, dispuesto a satisfacer sus deseos… Pero, en esta ocasión, la tragedia todavía no había comenzado, se dijo a sí misma. Pensó que el final de aquella vida en común estaba cerca.

—Ahora solo piensa en reponerte —dijo el marqués—. Lo demás no importa. Mira, gracias a ti nos fuimos pronto de la fiesta. En el fondo, te estoy agradecido.

—Gracias, Francisco. Siempre tienes la palabra adecuada.

Sonsoles se echó a llorar y su marido la abrazó.

—¡Año nuevo, vida nueva! ¿Qué es eso de comenzar en la cama? Ahora mismo te levantas y nos vamos al salón.

—Tendré que arreglarme un poco, ¿no?

—Está bien. Pero no tardes. Los niños quieren verte. También se han asustado mucho.

—Espera, no te vayas… Quiero decirte algo…

—¿Que estás embarazada? —le soltó a bocajarro.

—Sí, ¿cómo lo sabes? —tragó saliva.

—Lo venía barruntando desde que comenzaste a vomitar… No te preocupes, que de esta saldremos… Ya tenemos experiencia —en realidad había llamado al médico, preocupado por la salud de ella, y este se lo había adelantado.

El marqués tenía claro que aquel hijo no era suyo. Le costó asimilarlo. Toda la madrugada del primer día del año estuvo pensando. La noticia le provocó gran ansiedad. Le había dado tiempo a pasar por varias fases, desde «mi mujer me ha engañado» a otra que reclamaba venganza: «Sonsoles es una víctima del prepotente de Serrano Súñer». Para él estaba claro quién era el padre del hijo que llevaba su mujer en el vientre. Lo pasó mal, muy mal. Fue la peor noche de su vida. Se limitó a estar solo. Cuando encontró a su mujer en el suelo, sola, indefensa y expuesta a que la pisotearan, se le cayó el mundo. Y lo tuvo claro: su misión sería protegerla. No consentiría que nadie le hiciera más daño…

—Bueno, yo quería explicarte… No me he portado bien contigo. Entenderé tu enfado e incluso la decisión más terrible que tomes con respecto a mí, pero no puedo engañarte, ni mentirte más. No te lo mereces. Este niño no es tuy…

Francisco no dejó que continuara hablando. Le puso un dedo sobre su boca.

—¡Shhhh! No estropees este momento. No lo hagas. Tu hijo nacerá como todos los demás. Sería incapaz de tomar una sola decisión que te perjudicara. Eres mi mujer… Siempre estaré cerca de ti, protegiéndote, queriéndote… Verte despertar a mi lado para mí es suficiente.

Sonsoles se quedó sin palabras. Tampoco podía llorar. Parecía que todo aquello era irreal. Francisco la abrazó. La amaba de verdad. No hizo preguntas. Sabía todo lo que estaba pasando y no pedía explicaciones. Había soportado con estoicidad los rumores del engaño de su mujer con Serrano. No obstante, ahora se sentía herido. Pidió un trago de coñac. Hoy le hubiera gustado beber hasta emborracharse. Pero tenía que cuidar de ella y estar a su lado. No podía pensar, no quería hacerlo.

—Me tienes que querer mucho… —se avergonzó Sonsoles.

—Más de lo que imaginas. Solo te pido que no te veas más con él. Eso para mí sería insoportable.

Sonsoles tardó en contestar. Le costaba prometer algo que no podía cumplir. A pesar de todo, lo hizo.

—No volveré a verle sin que tú lo sepas o sin que estés a mi lado. Te lo prometo.

—Somos una familia y nos seguiremos ocupando de nuestros hijos con toda normalidad. Por mi parte, no quiero hablar más de este tema.

—De acuerdo.

El marqués se retiró y se fue a dar la buena nueva a sus hijos. Después se lo comunicó a todo el personal que trabajaba en la casa. Todos le dieron la enhorabuena. Matilde era la única que sabía la verdad. No hacía falta que la marquesa se lo dijera. Sencillamente, lo había intuido tras la reacción de Sonsoles cuando había recibido la noticia del médico.

Olivia, como todos, participó de la celebración del personal de la casa. El marqués les dio una paga extra por la inesperada noticia. Algo no encajaba, se decía. Las reacciones ante la buena nueva no fueron iguales entre todo el servicio.

—Matilde, ¿qué ocurre? —preguntó la institutriz viendo su cara.

—No sé a qué se refiere.

—No parece que esté feliz ante la noticia del nuevo embarazo de la señora.

—No… porque supone más trabajo. Nada más.

—Juan tampoco está muy contento.

—No sé qué quiere oír, pero la noticia es la que es. No saque las cosas de quicio.

Se entretuvo con los niños, y cuando todos regresaron a sus tareas, Olivia se acercó a Juan y con disimulo le preguntó:

—Usted y Matilde no parecen muy felices con la noticia.

Juan, antes de contestar, comprobó que nadie más le escuchaba. Habló a Olivia en un tono confidencial.

—Por la reacción del marqués, pienso que la señora no está embarazada del señor.

—¿Cómo dice?

—Hable bajo… El señor me confesó hace tiempo que la marquesa no quería compartir lecho con él. Ahora, de repente, nos sorprende con que van a ser padres. ¿Comprende?

—¿Insinúa que el hijo que espera la marquesa no es del marqués?

—Eso mismo. Pero baje la voz y no se lo diga a nadie, porque Matilde nos mata.

—Si no está embarazada del marqués, entonces ¿de quién?

—Por favor, eso sí que es fácil de averiguar… Sobre todo, después de los rumores que han circulado por todas partes. ¡De Serrano Súñer! ¡El cuñado de Franco!

Olivia escuchaba atenta y sin perder detalle. Informaría de todos estos datos al embajador americano. Esa noticia valía por toda su estancia en la casa de los Llanzol.

—¿El marqués lo sabe?

—¿Cómo no lo va a saber, si su mujer le ha tenido a raya estos últimos meses?

—¿Y no se ha enfadado?

—La quiere demasiado. Son muchos años de diferencia entre ellos. Nunca la abandonaría. Prefiere asumir al hijo de la marquesa como suyo, que montar un escándalo mayúsculo en el que los dos salgan perjudicados.

—¿Pero esto se lo ha dicho el marqués o son especulaciones suyas?

—No solo ejerzo de mayordomo en esta casa, soy su ayuda de cámara. Me entero de todo. No hace falta que me lo diga el señor con todas las palabras. Lo sé y punto. Dos y dos son cuatro. Don Francisco estaba loquito por acostarse con ella. Lleva así por lo menos dos meses. A mí me hablaba de ello cada día. Y de repente, ¡zas! ¡Un embarazo! Mucha casualidad, ¿no? Tanto libro para acá de Serrano y tanta llamada a primera hora de la mañana. El viaje a París… Son muchas circunstancias. Muchas coincidencias. El marqués y yo sabemos perfectamente quién es el padre.

—Serrano Súñer. ¡Vaya escándalo!

—¡Shhhh! No tiene que ser un escándalo. Este tema no tiene por qué saberlo nadie. Confío en su discreción.

—¿A quién se lo voy a decir, a Roosevelt?

—¡No, claro! ¡Usted aquí no conoce a nadie y no va a ir al presidente de su país con estas cosas! Tiene razón. Con usted me puedo explayar, pero con nadie más. Se lo he insinuado a Matilde y me ha puesto muy mala cara. A ella ni se le ocurra decirle nada.

—No, descuide.

Olivia pidió que le dieran la tarde libre. Se dirigió a la embajada americana a contar con todo detalle la noticia que relacionaba al cuñado de Franco con la marquesa de Llanzol. Lo importante no es que la marquesa estuviera embarazada, sino que el cuñado de Franco tuviera un hijo fuera de su matrimonio. Esa información era lo suficientemente valiosa para que la telegrafiaran inmediatamente. El mensaje, en código morse, atravesó el océano Atlántico hasta llegar a Estados Unidos. Leon Turrou, el agente estrella del FBI, supo rápidamente cómo usar esa información a su favor. Ahora que Estados Unidos había declarado la guerra a Japón, cualquier informe que comprometiese al círculo cercano a Franco era muy valioso.

—Hay que eliminar al germanófilo cuñado del dictador. Sin él en el poder, Franco dejará de coquetear con Hitler. Nos interesa que otras voces estén más cerca de él, aconsejándole alejarse del conflicto. Con que no tome partido es suficiente.

—Daré aviso a Guy Liddell, el alto oficial de la inteligencia británica, para devolverle el favor por la información tan útil que nos dio hace meses desde Londres —le contestó uno de sus máximos colaboradores, el subsecretario Adolf A. Berle.

—Tienes razón. Si no nos hubiera hablado de la red de espías nazis que operaba en Estados Unidos, ahora mismo estaríamos en sus manos. Llevaban meses robándonos tecnología militar.

—Aquello fue un mazazo, la verdad. Tantos meses de trabajo puesto a disposición de Hitler. Nuevos proyectos de aviones de combate, destructores…

—Lo peor fue cuando citamos a declarar a los miembros de la red de espionaje y catorce de ellos huyeron de Estados Unidos. Me hicieron quedar como un auténtico papanatas. Ahora, el que ríe el último, ríe mejor… Hablaré con Hoover, que tiene la bendición de Roosevelt para saltarse la ley si existen sospechas de actividades subversivas. Vamos a poner especial atención en las embajadas: alemana, italiana, francesa, japonesa y alguna otra indecisa, como la española. De todas formas, el Servicio Especial de Inteligencia no está dando los frutos que esperaba…

—No comparto tu opinión. Nos llegan informaciones, como esta del cuñado de Franco, que pueden ser de gran utilidad.

—Necesitamos disponer de algunos datos de mayor relevancia relacionados más con cuestiones de inteligencia que de cama. Prefiero más detalles sobre las actividades del Eje en el hemisferio occidental y no tanto este tipo de asuntos. De todas formas, le daremos uso a esta información.

Dos días después, sir Samuel Hoare recibía una visita en la embajada que le proporcionaba la nueva información sobre su enemigo más enconado: Ramón Serrano Súñer. Un enviado especial del primer ministro acudió personalmente a la embajada británica en España.

—Señor embajador, use usted de la manera que crea más conveniente esta información que le acabo de dar.

—Es más útil de lo que usted se puede imaginar. El primer ministro lo sabe y, por eso, no ha querido enviar los datos a través de mensaje en clave, sino a través de usted… Llevo treinta y cuatro años metido en política y aun así, me sigue sorprendiendo que el ser humano sea tan estúpido. No hay poderoso que no sucumba al poder de la carne… Estoy cansado de ver caer ídolos que parecían seres inviolables, incluso políticos que estaban por encima de la ley. Serrano es uno de ellos… De modo que el cuñadísimo va a ser papá…

—Sí, eso parece.

—Pues me encargaré de ir dejando la información aquí y allí para que llegue a oídos de Franco. Es el final de Serrano. Se lo aseguro.

—Sí usted lo dice…

Mientras este complot se fraguaba a sus espaldas, Serrano seguía con su actividad normal. A nivel familiar, se produjo una muerte inesperada: la del padre de Franco. Nicolás, el viejo marino, había muerto acompañado de la mujer que estuvo a su lado treinta años —Agustina Aldana— y de su sobrina, Ángeles, a la que cuidaron como a una hija cuando se quedó huérfana. Cuando exhaló el último suspiro, Agustina salió del dormitorio y dejó que entrara su hija, Pilar Franco Bahamonde. El Caudillo había dado instrucciones precisas a su hermana para que una vez fallecido el padre, le pusieran el uniforme de general y lo trasladaran al palacio de El Pardo en una ambulancia. Llegaron más tarde de lo previsto. El vehículo se perdió en la noche de niebla cerrada que apenas permitía ver en la carretera. Franco lo veló durante toda la noche en compañía de los frailes de El Pardo.

A los ojos de todos los ciudadanos, le dio el entierro que merecía todo hombre de bien, en el cementerio de la Almudena. Sin embargo, él no acudió a las exequias, pero sí mandó que lo enterraran en la misma fosa donde reposaban los restos de su madre, a la que abandonó cuando eran jóvenes.

Los Díez de Rivera acudieron al palacio de El Pardo a dar el pésame. Lo mismo hicieron las familias más aristocráticas. Pura y Sonsoles, acompañadas de sus respectivos maridos, compartieron coche hasta el palacio.

—¿Sabes cómo llamaba el sinvergüenza de don Nicolás a su hijo? —preguntó Pura.

—No, ni idea —admitió Sonsoles.

—«Paquito inepto». Nunca jamás reconoció los logros de su hijo. Bueno, de todos es sabido que era masón y liberal. ¡Que en gloria esté!

—¿Irán su mujer y su sobrina al cementerio?

—¡Qué dices! La concubina y su hija, como dicen algunos. Eso de sobrina no se lo cree nadie. No creo que vayan. Solo permiten el acceso a la familia. Franco ha cumplido, como cualquier hijo, a pesar de haber tenido un padre que lo ignoró y ridiculizó. No creas que se recató al hablar de él en público. Siempre lo hacía despectivamente. Ironizó sobre él, mostrando a todo aquel que quería oírle su incredulidad sobre cómo había llegado a ser el hombre más poderoso de España.

—No entiendo por qué no puede ir esa mujer que ha convivido con él durante treinta años.

—¡Sonsoles! Bastante es que Pilar y el mayor de los Franco, Nicolás, quieran conseguirle una pensión de viudedad a pesar de no haberse casado. Pero de ahí a que se pavonee delante de todos, no.

—Todo por el qué dirán…

—Sonsoles, déjalo estar —intervino su marido, que estaba especialmente serio.

—Yo creo que Carmen hoy respira aliviada. Se ha acabado el problema que tenían con las salidas de tono del viejo.

Cuando llegaron, había tal cantidad de gente que Sonsoles no quiso salir del coche. Se quedó a esperarles dentro del vehículo. Todos lo entendieron por su estado, especialmente Francisco. Sabía que su mujer no quería encontrarse con Serrano Súñer y le pareció bien su actitud. Los demás no se dieron cuenta del verdadero motivo que la impulsaba a permanecer en el interior del coche. El marqués confiaba en no encontrárselo de frente. No sabía si sería dueño de sus actos.

Afortunadamente, Franco y Carmen eran los únicos que recibían el pésame de los asistentes. Cerca de ellos se exponía por primera vez el brazo incorrupto de Santa Teresa. Franco lo había sacado de su habitación para tenerlo cerca mientras recibía las condolencias de la sociedad y de la cúpula militar. El brazo de la santa, recubierto de plata, estaba con él desde el 37. Se lo habían entregado las carmelitas de Ronda y desde entonces no se había separado de él. Era lo primero que veía al comenzar el día y lo último antes de cerrar sus ojos. Lo tenía al lado de su cama. Sin embargo, esta vez había querido contar con esta reliquia a su lado mientras su padre recibía sepultura. Muchos de los que acudieron al palacio tocaron el brazo de la santa, al que atribuían propiedades benéficas y milagrosas.

Entre los embajadores que asistieron a dar el pésame al Caudillo se hablaba de otros asuntos que nada tenían que ver con el brazo de la santa. Se trataba de algo más mundano.

—Serrano va a tener un hijo con la marquesa de Llanzol —anunció Hoare.

—¿Quién es esa marquesa? —preguntó el embajador de Portugal.

—La mujer de un excombatiente de la batalla del Ebro. Es un bellezón.

—¿Lo sabrá Franco?

—Todavía no, pero se acabará enterando…